58. EL TESORO DE LA FE – DAR TESTIMONIO CON LA PALABRA
PRIMERA LECTURA DEL JUEVES DE LA SEMANA II DE PASCUA
Nosotros somos testigos de todo esto, y también lo es el Espíritu Santo.
Del libro de los Hechos de los Apóstoles: 5, 27-33
En aquellos días, los guardias condujeron a los apóstoles ante el sanedrín, y el sumo sacerdote los reprendió, diciéndoles: “Les hemos prohibido enseñar en nombre de ese Jesús; sin embargo, ustedes han llenado a Jerusalén con sus enseñanzas y quieren hacernos responsables de la sangre de ese hombre”.
Pedro y los otros apóstoles replicaron: “Primero hay que obedecer a Dios y luego a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien ustedes dieron muerte colgándolo de la cruz. La mano de Dios lo exaltó y lo ha hecho jefe y salvador, para dar a Israel la gracia de la conversión y el perdón de los pecados. Nosotros somos testigos de todo esto y también lo es el Espíritu Santo, que Dios ha dado a los que lo obedecen”. Esta respuesta los exasperó y decidieron matarlos.
Palabra de Dios.
EVANGELIO
El Padre ama a su Hijo y todo lo ha puesto en sus manos
+ Del santo Evangelio según san Juan: 3, 31-36
“El que viene de lo alto está por encima de todos; pero el que viene de la tierra pertenece a la tierra y habla de las cosas de la tierra. El que viene del cielo está por encima de todos. Da testimonio de lo que ha visto y oído, pero nadie acepta su testimonio. El que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz. Aquel a quien Dios envió habla las palabras de Dios, porque Dios le ha concedido sin medida su Espíritu.
El Padre ama a su hijo y todo lo ha puesto en sus manos. El que cree en el Hijo tiene vida eterna. Pero el que es rebelde al Hijo no verá la vida, porque la cólera divina perdura en contra de él”.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: el que cree en el Hijo tiene vida eterna. Y el Hijo habla las palabras de Dios, da testimonio de lo que ha visto y oído.
Qué importante es la fe para aceptar ese testimonio. La fe la da Dios al que dice sí a su Palabra, al que está dispuesto a poner por obra esa fe, al que obedece a Dios antes que a los hombres. Tú me das y yo te doy. Y tú no te dejas ganar en generosidad: me das la vida eterna.
Es impresionante la actitud de los apóstoles cuando les prohibían enseñar en tu nombre, y sabiendo que les costaría la vida, se mantuvieron firmes, poniendo en primer lugar a Dios. Se sabían testigos, fortalecidos por la gracia de Dios y de la misión que se les había confiado, de llevar a Israel la gracia de la conversión y el perdón de los pecados.
Te pido Jesús, para mí, esa fortaleza para cumplir muy bien mi misión, para administrar con eficacia tu misericordia, para el perdón de los pecados.
Nuestra Madre Santa María dijo que sí porque estaba llena de gracia. Pero mantuvo su sí obedeciendo a Dios, siguiendo las mociones del Espíritu Santo, quien siempre estaba con ella.
Señor: hay muchos modos como el Espíritu Santo me dice lo que debo hacer, y soy consciente de que debo ser dócil, de que debo decirle que sí a todo. Además, no solo me da sus luces para ver, con los ojos de la fe, sino también la gracia, para actuar, con la fuerza del amor.
Yo quiero dar testimonio de lo que he visto con la fe y de lo que le he oído al Espíritu de amor, para alcanzar la vida eterna. Ayúdame, Jesús.
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdote mío: ven.
Escúchame, aunque no me veas.
Búscame, aunque no me encuentres.
Acércate al altar y mírame. Parece pan, y parece vino, pero es mi Cuerpo y es mi Sangre, es Eucaristía.
Permanece conmigo acompañando a mi Madre, recibiendo los dones y gracias que necesitas, porque el Espíritu Santo está con ella.
Dios le da el Espíritu Santo a los que me obedecen, para que den testimonio de mí.
Obedece obrando en la fe con misericordia, confiando en mí, y en que yo nunca te abandono, porque yo siempre estoy contigo, todos los días de tu vida, hasta el fin del mundo.
Hoy te hablaré del pecado, que no está fuera del hombre, que no entra por la boca, ni por el oído, ni por los ojos, sino que sale de dentro del corazón del hombre, de la intención y de la voluntad.
Ustedes, mis sacerdotes, tienen el poder para perdonar, para limpiar, para retener o para reparar.
Ustedes escuchan el pecado, ven el pecado, piensan el pecado…, pero el pecado no sale por su boca, se queda, para repararlo con su sacrificio, con su oración.
Cuando esto no sucede, soy yo, amigo mío, quien borra los pecados con mi sacrificio».
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Virgen de Guadalupe: tú le diste a san Juan Diego un encargo, y le pediste que subiera al cerro a cortar rosas, fuera de lugar y tiempo; él obedeció, y Dios hizo, por su fe, lo que no ha hecho con ninguna otra nación.
Yo quiero también obedecer siempre, cumplir la voluntad de Dios. Pero a veces, por mi fragilidad, no lo consigo. Ayúdame a dar un buen testimonio con mis obras de fe.
¿Qué debemos hacer nosotros para tener una fe fuerte, y colaborar así para que la luz de Cristo se irradie por todo el mundo? ¿Cómo debe luchar un sacerdote ante su propia fragilidad?
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijo mío, sacerdote: ven, te mostraré el tesoro de mi corazón que cuido especialmente, porque de este se enriquecen todos mis tesoros. Se llama fe.
Tus obras serán del tamaño de tu fe, pero ni tus obras ni tu fe son tuyas, son obras y gracias de Dios que Él te da y hace a través de ti, y de tu disposición a decir sí a cumplir la voluntad de Dios, y a recibir y a entregar el amor.
La fe es un tesoro que Dios regala a los hombres que dicen sí, en la disposición de aceptar y creer en Él, y en Jesucristo su amadísimo Hijo, para poner su confianza en Él. Disposición a escuchar su Palabra, porque la fe viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo. Es en esa disposición del hombre en la que Dios hace su morada y permanece para obrar en él, y a través de él, para el bien de otros y de ellos mismos.
Esta es la disposición que mi Hijo quiere encontrar en ti, para hacer su morada en ti, para que tu fe sirva para transmitir la confianza y la seguridad en lo que crees: que Jesucristo es el camino, la verdad y la vida.
El que cree en Jesucristo y cumple sus mandamientos tiene vida eterna. Eso es poner la fe por obras. Creer y obrar con misericordia, y con la fe, para dar testimonio del amor de Dios con su vida en medio del mundo.
Las obras que son de Dios implican un abandono total del hombre en sus manos, para que, por su fe, lo dejen obrar.
La verdadera fe implica amar a Dios por sobre todas las cosas y hacer su voluntad, cumpliendo sus mandamientos, amándolo a través del prójimo.
La verdadera fe implica generosidad y rechazo total al egoísmo, para poderse abandonar en Dios.
Yo te pido que te mantengas en la disposición de hacer la voluntad de Dios, porque es así como fortaleces tu fe, para que, con esta fe, des testimonio de lo que has visto, de lo que has oído, de lo que has vivido, de que Dios ha hecho morada en ti para que seas instrumento fidelísimo y dócil de su amor, a través de tu ministerio, en el que Él obra en ti y a través de ti.
Yo te pido, hijo mío, que tú creas que todo lo que eres es Jesucristo. Tú tienes una configuración total con Cristo Buen Pastor. El sacerdote se hace a Él del mismo modo que un alma que comulga en gracia se transforma en el Cuerpo y en la Sangre de Él, una sola alma, un solo corazón, un mismo espíritu, perfecta comunión. Pero para eso hace falta creer. Dios no pide nada que antes no les dé. Por eso les da la fe, pero se requiere la voluntad para creer.
La gracia del querer, eso es lo que yo pido para cada uno de mis hijos, porque esa fe se alimenta de los sacramentos, se fortalece cuando se pone por obra, y eso es mostrar el querer, practicar el querer, dando testimonio de que ese querer también viene de lo alto. Por eso hay que pedir la gracia del querer.
Fortalece, hijo mío, tu fe, cada día, acudiendo a mí. Eso es lo que representa la Madre al pie de la cruz del Hijo, y el Hijo sostenido por la Madre. Ahí tienes a tu Madre, eso dijo Él, para que tú me llevaras contigo a vivir a tu casa, para dar testimonio de fe, para fortalecer el querer. Y Él nos envía de dos en dos para sostenernos unos a otros, para interceder unos por otros, para sostenernos en la fe unos a otros.
El demonio es el padre de la mentira, y busca engañar, complicar, desanimar, desalentar, envolverlos en tinieblas, para que no pidan lo que necesitan. Por tanto, es un ladrón del querer. Es lo único que no es de Dios por propia voluntad de Él: la libertad de tu voluntad, que depende de tu querer.
Y dime, hijo mío, ¿cómo sabes tú lo que quiere Dios? ¿Cómo sabes que no es un engaño del demonio lo que escuchas en la oración?
Hay solo una cosa que te impide saber si algo viene del bien o viene del mal. Tu miseria, hijo mío, ese es el impedimento. No confíes nunca en tus propias fuerzas, porque el demonio es astuto. Por tanto, lo que hay que hacer siempre es un justo discernimiento.
El justo discernimiento se hace en la oración, sabiendo por la fe que, frente a la presencia de Cristo vivo, alimentado y fortalecido por los sacramentos, invocando al Espíritu Santo, por la disposición de un corazón abierto, contrito y humillado, mantienes al demonio alejado.
Si estás atento a la escucha de lo que por la fe te ha sido dado, podrás hacer siempre un justo discernimiento, si has tenido la prudencia, de tu conciencia haber formado. Por tanto, formación permanente, hijo mío, oración, presencia de Cristo en tu vida, un alma contemplativa y una buena disposición, teniendo en tu corazón rectitud de intención.
Y si eso no bastara, porque no supieras si algo te faltara, ahí tienes a tu Madre. He ahí el misterio: la Madre que te acompaña, que consigue la gracia que tú no sabes pedir, para que tu disposición al discernimiento sea justo y tenga eficacia. Solo Dios es justo, solo Dios es santo.
Por tanto, para un buen discernimiento se requiere la presencia de Dios. Y dime, hijo mío, ¿a dónde siempre te llevo yo? A Jesús, a quien se va y se vuelve por María.
Yo soy la siempre Virgen, Santa María de Guadalupe, y escogí mi casita en un lugar concreto del mundo, como mi morada, para quedarme; y quiero encender la luz en los corazones de todos mis sacerdotes, para que brillen como las estrellas de mi manto, y sean la luz para el mundo.
Yo intercedo para que aumenten su fe y sean como niños, porque de los niños es el Reino de los Cielos.
Que sean como niños que creen y confían en su padre, y le obedecen.
Que por su fe reconozcan a Dios como su Padre del cielo, y a Jesucristo como su Hijo que viene del cielo, y que está por encima de todos, para que estén dispuestos y acepten su testimonio, y obedezcan en todo a Dios, antes que a los hombres, para que Él los llene del Espíritu Santo.
Yo te agradezco, hijo mío, que pongas tu fe por obra con tu testimonio, y participes de la alegría de servir a Cristo.
Hijos míos, sacerdotes: el testimonio que deben ustedes dar, obedeciendo a Dios antes que a los hombres, implica que se purifiquen, que se santifiquen, porque por un solo sacerdote que va al infierno las llamas llegan hasta el cielo, pues ustedes son los elegidos, los amados de mi Hijo. Les pido que renuncien al pecado, porque el dolor que me causan es mucho.
He visto a algunos de ustedes confesando sin dar absolución; a otros dando la Comunión sin consagración; a otros guardando dinero en sus bolsas y comprando joyas; a otros en intimidad con mujeres, con hombres, con niños; a otros mintiendo, engañando, acusando; a otros en el ocio, en el vicio..., y siento tanto dolor, que mis lágrimas no me alcanzan para expresarlo.
Los pecados que se quedan, que no confiesan, que permiten, el demonio los aprovecha, en su debilidad, para tentarlos, porque al demonio le fue permitido conocer la fragilidad del hombre, para temerle en su fortaleza.
El pecado está en la voluntad. Por eso yo les pido que le entreguen su voluntad a mi Hijo, porque donde está Él lo llena todo, y no cabe el pecado; pero donde está el pecado no está Él y entra el demonio.
Por eso yo les pido que cuiden su corazón y la pureza de sus intenciones. Los sacramentos son primero para ustedes, porque…
Para llevar el perdón, deben saber pedir perdón.
Para llevar amor, deben tener amor.
Para llevar consuelo, deben tener consuelo.
Para llevar compasión y misericordia, deben ser compasivos y misericordiosos.
Para llevar alegría, deben vivir en la alegría del encuentro con mi Hijo, porque no hay sacerdote sin Cristo.
La fragilidad humana permite el pecado, pero la misericordia de Dios le ha dado al hombre el tiempo, el principio y el fin, para que se arrepienta y vuelva a comenzar, para que cada nuevo día sea una oportunidad, porque la eternidad de Dios perdona para siempre, redime para siempre, salva para siempre, pero concede al hombre el tiempo para la conversión.
Conserven la pureza de intención, porque la misericordia del Padre llega a lo más profundo del corazón, pero también su justicia.
A ustedes, los sacerdotes, se les ha dado el poder de expulsar demonios, pero la limpieza empieza en casa».
¡Muéstrate Madre, María!