29. DIOS ES PADRE Y MADRE – DERRAMAR MISERICORDIA
EVANGELIO DEL MIÉRCOLES DE LA SEMANA IV DE CUARESMA
Como el Padre resucita a los muertos y les da vida, así el Hijo da la vida a quien él quiere dársela.
+ Del santo Evangelio según san Juan: 5, 17-30
En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos (que lo perseguían por hacer curaciones en sábado): “Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo”. Por eso los judíos buscaban con mayor empeño darle muerte, ya que no solo violaba el sábado, sino que llamaba Padre suyo a Dios, igualándose así con Dios.
Entonces Jesús les habló en estos términos: “Yo les aseguro: El Hijo no puede hacer nada por su cuenta y solo hace lo que le ve hacer al Padre; lo que hace el Padre también lo hace el Hijo. El Padre ama al Hijo y le manifiesta todo lo que hace; le manifestará obras todavía mayores que éstas, para asombro de ustedes. Así como el Padre resucita a los muertos y les da la vida, así también el Hijo da la vida a quien él quiere dársela. El Padre no juzga a nadie, porque todo juicio se lo ha dado al Hijo, para que todos honren al Hijo, como honran al Padre. El que no honra al Hijo tampoco honra al Padre.
Yo les aseguro que, quien escucha mi palabra y cree en el que me envió, tiene vida eterna y no será condenado en el juicio, porque ya pasó de la muerte a la vida.
Les aseguro que viene la hora, y ya está aquí, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la hayan oído vivirán. Pues así como el Padre tiene la vida en sí mismo, también le ha dado al Hijo tener la vida en sí mismo; y le ha dado el poder de juzgar, porque es el Hijo del hombre.
No se asombren de esto, porque viene la hora en que todos los que yacen en la tumba oirán mi voz y resucitarán: los que hicieron el bien para la vida; los que hicieron el mal, para la condenación. Yo nada puedo hacer por mí mismo. Según lo que oigo, juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió”.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: me dan mucha paz esas palabras tuyas, cuando dices que quien escucha tu Palabra y cree en el que te envió tiene vida eterna, y no será condenado en el juicio.
Me dan paz porque nos aseguras que en tu Palabra está contenido todo lo necesario para salvarnos. Todo es cuestión de “escucharlas”, es decir, esforzarnos por conocerlas y ponerlas en práctica.
Cuando llegue el momento de nuestro Juicio particular se verá qué tanto esfuerzo pusimos por poner por obra lo que tú nos mandas. La Escritura nos advierte que habrá justicia, pero tú, Jesús, nos has venido a traer misericordia.
Las miserias nuestras las haces tuyas, las pones en tu corazón y nos perdonas. Pero hemos de esforzarnos por arrepentirnos de nuestros pecados y luchar por evitarlos.
Además, hemos de ser misericordiosos, para recibir misericordia.
Señor, ¿qué esperas tú de un sacerdote cuando administra tu misericordia?
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdote mío: el juicio de Dios es infinitamente misericordioso, pero también es justo.
Tanto es mi amor por ti, que no solo te justifico con mi muerte y te doy vida en mi resurrección, sino que te he dado la conciencia para que tú mismo te examines y te juzgues diariamente, en un Juicio particular, para que pidas perdón y hagas penitencia constantemente, para que, cuando yo te llame, participes inmediatamente de la alegría de mi abrazo eterno.
El juicio se trata de ti, de tu fe, de tus obras, de tu amor, y de la pureza de tu alma. Y ya que la sola justicia no te basta, pide mi misericordia.
Dios es padre y es madre.
Es justo como padre y misericordioso como madre.
Como padre, provee, protege, cuida, abraza, trabaja, crea, se entrega, se dona por el bien del hijo.
Como madre, alimenta, compadece, consuela, acoge, enseña, viste, es paciente, es piadoso, es misericordioso, acompaña, perdona siempre.
Yo he sido enviado al mundo por el Padre, no para hacer justicia, sino para llevarles su misericordia.
Pero me ha sido dada la justicia por la misericordia del Padre, para justificar a los hombres con mi cuerpo y con mi sangre, por mi pasión y muerte, sacrificio único y eterno, por el que yo justifico constantemente a los corazones arrepentidos y penitentes, mediante el sacramento de la reconciliación.
Pero seré enviado de nuevo para hacer justicia.
Tan grande es mi amor, tanta es mi misericordia, tanto los conozco, que no solo los salvo una vez, sino constantemente, con mi único y eterno sacrificio, de una vez y para siempre.
En el Juicio particular te presentarás ante mí, y sabes que yo te amo. Pero soy un hijo que se rige a la obediencia del Padre.
El Padre me pide justicia para todos, y es también por la justicia que les doy misericordia: justicia que concede la justificación de los pecados de los hombres por mi cruz; misericordia que concede la gracia santificante para los hombres, por mi amor y mi obediencia al Padre.
Pero los que no son justos y no cumplen la ley serán condenados.
El Juicio particular presenta a los hombres ante Dios como ante una madre, que ha llevado en su seno al hijo, que lo ha alimentado y cuidado, que lo ha protegido y se ha entregado por él, acogiendo al hijo y haciéndolo crecer desde su vientre, que es parte de ella porque es carne de su carne y sangre de su sangre, que lo conoce tanto, que con solo verlo le desnuda el alma.
Y a la madre se le honra, se le ama, se le debe la vida, por ese sí en el que ella misma entrega su vida para dar vida. Así como a una madre se le rinden cuentas, así mismo ante el Hijo del hombre se le rendirán cuentas a Dios, que es padre y es madre. Ante una madre deben presentarse como niños. Porque si no se hacen como niños no entrarán en el Reino de los cielos. Es así, como niños, que los acoge el Padre por su justicia en su misericordia.
Todo don les es dado por misericordia para la santificación, pero, por la justicia, a cada uno se le pedirá cuentas según lo que se le ha dado.
Al que se le da mucho se le pedirá mucho, y al que se le confía mucho se le pedirá más.
Cumplan la voluntad de Dios según la vocación y los dones que les han sido dados.
Pidan la gracia para cumplir con su misión y obren con misericordia, porque el que da misericordia será bienaventurado».
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Madre de misericordia: yo amo a mi madre de sangre, y pienso en el amor que te ha tenido siempre a ti tu divino Hijo. Es un amor de agradecimiento por tu entrega generosa y por tu derroche de amor.
Una madre ama a todos sus hijos con ternura, y da su vida por ellos con generosidad.
Si eso hace una madre de sangre, ¡cuánto más harás tú por nosotros!
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: muestra lo que es ser madre, enséñame a ser misericordioso, déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: yo soy madre de misericordia y en mi seno he llevado al Hijo de Dios, fruto bendito de mi vientre, que entregué al mundo para dar luz al mundo, y para ser crucificado para la salvación del mundo, por la justificación de los pecados de los hombres.
En esa entrega me entregué también yo con Él, que es carne de mi carne, crucificada, sangre de mi sangre, derramada, para llevar la misericordia a todas las almas. Misericordia por la que Él me hizo madre de todos los hombres en el espíritu.
Yo soy madre de sangre y madre espiritual de Cristo, y de todos los hombres en Cristo, en un solo cuerpo y un mismo espíritu, participando en el misterio de la salvación de todos mis hijos, como corredentora en el sacrificio redentor de Cristo.
La madre de sangre entrega su vida involuntariamente por el hijo desde la concepción del hijo en su vientre, para dar vida al hijo, y culmina en el nacimiento del hijo, en el que el cuerpo y la sangre del hijo se separan de la madre.
El amor de la madre por el hijo se manifiesta al entregar su vida voluntariamente al cuidado del hijo, en una constante donación, en la que alimenta, acoge, viste, acompaña, protege, cuida, enseña, corrige, perdona, ora por él, es compasiva, es piadosa, es misericordiosa.
La madre conoce al hijo y hace que el hijo crezca, para que cumpla la voluntad de Dios a través de su misión, según su vocación.
El hijo debe amar y honrar, agradecer y valorar a la madre, que nunca lo abandona.
Yo soy madre espiritual de ustedes, y los acojo como verdaderos hijos, para que cumplan la voluntad de Dios con su misión, según su vocación al amor.
Yo permanezco con cada hijo para que crezca, para acompañarlo y ayudarlo a perfeccionar su ministerio en virtud, y alcanzar la santidad, para que rinda buenas cuentas y honre así a su madre de sangre, sirviendo a Dios, que es padre y es madre.
El modelo de madre soy yo.
Es necesaria la paciencia y el amor del corazón de una madre, porque los hijos se equivocan, y se requiere entrega y perseverancia en la oración, en el sacrificio, en el acompañamiento, en la compasión y en la misericordia, configurada conmigo, para ser mis manos y mis pies, mi voz y mi compañía, para llevarles a ustedes mi auxilio, para que sean hombres configurados y divinizados en Cristo, y sea su Juicio particular el abrazo eterno del Padre.
Una madre custodia el corazón del hijo, y perdona, y corrige, y acompaña con amor, sin importar el error, con caridad y misericordia, porque una madre nunca abandona.
Una madre entrega su vida voluntariamente en carne, en sangre, en espíritu, por sus hijos, para que ellos analicen su conciencia y, por la justificación del sacrificio de mi Hijo, que es carne de mi carne y sangre de mi sangre, alcancen su santificación, porque los lazos espirituales son más fuertes que los lazos de la sangre.
Yo intercedo ante Dios Padre como Madre, para que mis hijos se santifiquen transmitiendo su fe, y poniéndola en obras de misericordia. Porque por su fe serán salvados, pero por sus obras serán juzgados.
Yo soy Madre de misericordia, mediadora e intercesora».
¡Muéstrate Madre, María!