22/09/2024

Jn 6, 30-35

63. ADORAR CONTINUAMENTE – CREER PRIMERO

EVANGELIO DEL MARTES DE LA SEMANA III DE PASCUA

No fue Moisés, sino mi Padre, quien les da el verdadero pan del cielo.

+ Del santo Evangelio según san Juan: 6, 30-35

En aquel tiempo, la gente le preguntó a Jesús: “¿Qué señal vas a realizar tú, para que la veamos y podamos creerte? ¿Cuáles son tus obras? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: Les dio a comer pan del cielo”.

Jesús les respondió: “Yo les aseguro: No fue Moisés quien les dio pan del cielo; es mi Padre quien les da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es aquel que baja del cielo y da la vida al mundo”.

Entonces le dijeron: “Señor, danos siempre de ese pan”. Jesús les contestó: “Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí nunca tendrá sed”.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: nunca terminaremos suficientemente de considerar la maravillosa realidad de tu presencia viva en la Sagrada Eucaristía.

Es demasiado grande ese misterio de fe y de amor, y tú has querido que nosotros, los sacerdotes, seamos los administradores del sacramento de tu Cuerpo y de tu Sangre, pan vivo que da vida al hombre.

Nos damos cuenta de que se necesita mucha fe para creer en la transubstanciación que se realiza cuando pronunciamos las palabras de la consagración en la Santa Misa. Esa fe nos la das tú mismo, pero debemos comunicarla a los que asisten a nuestras celebraciones.

Me doy cuenta de la responsabilidad que tengo con los fieles de transmitir mi propia fe. Ellos nos ven cuando celebramos, y sería una pena que lo hiciéramos de una manera rutinaria, porque demostraría muy poca o nada de fe en tu presencia real.

Aquellos Magos de oriente cuando llegaron a Belén (la “casa del pan”), postrándose, te adoraron.

Jesús, ¿cómo puedo ser más consciente de que adorarte en la Eucaristía es la máxima expresión de amor por ti?

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdotes míos: les mostraré las delicias de mi Corazón.

Las delicias de mi Corazón son ustedes, porque con su fe, su esperanza y sus obras de amor reparan mi Corazón de los daños causados por los que no creen en mí, y no esperan en mí, y no me aman, y no me adoran.

Las delicias de mi Corazón son todos los que me adoran en la Eucaristía, que es la máxima expresión del amor de los hombres a Dios, porque es así como profesan su fe, demostrando que creen en mí, en mi presencia viva, real y verdadera, en Cuerpo y en Sangre, en hostia viva.

Es así como manifiestan su amor y su deseo de vivir en mí, como yo vivo en ustedes, y de cumplir la voluntad de mi Padre, que es que todo el que me vea y crea en mí, tenga vida eterna, y yo lo resucite en el último día.

Todo el que me adora no se avergüenza de mí, sino que da testimonio de la verdad.

Todo el que me adora reconoce que yo soy el Hijo de Dios, el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, que fui concebido por el Espíritu Santo, y encarnado en vientre de mujer para hacerme hombre. Que habité entre los hombres. Que partí el pan y se lo di a mis amigos, y compartí con ellos el vino de mi copa haciéndome Eucaristía, para que ustedes hagan lo mismo, como memorial de mi muerte, para la salvación de los hombres.

Todo el que me adora reconoce mi omnipotencia y mi omnipresencia, me reconoce creador del universo.

Reconoce que soy el Hijo único de Dios, y que junto con el Padre y el Espíritu Santo somos en Trinidad un solo Dios verdadero.

Que fui juzgado y condenado injustamente por los hombres a muerte, y a una muerte de cruz.

Que me hice pecado para ser crucificado y muerto, para destruir el pecado.

Que fui sepultado, y descendí a los infiernos, y que resucité de entre los muertos, destruyendo la muerte, dándoles vida en heredad, haciéndolos hijos de Dios.

Que estoy sentado a la derecha de mi Padre, y que soy pan bajado del cielo en manos de mis amigos, mis sacerdotes, uniendo el cielo y la tierra en cada Eucaristía, entregándome en un mismo y eterno sacrificio en cada consagración, uniéndome al fruto del trabajo de los hombres, que es pan y es vino, que se convierte en mi Cuerpo y en mi Sangre. Carne y Sangre del mismo Corazón que fue abierto en la cruz y que, como fuente de vida, derramó el amor en misericordia para el mundo entero.

Que la Eucaristía es la misericordia de Dios derramada al corazón de cada hombre, porque alimenta, sacia, une, viste de pureza, sana, perdona, redime, santifica, salva, repara, consuela, ama, acoge, abraza.

Que hay una sola Iglesia y una misma fe, en la que participan en comunión todos los santos.

Que hay un solo bautismo que perdona los pecados, para que el que crea en mí, yo lo resucite en el último día, para la vida eterna.

La adoración continua expresa el amor de los hombres a Dios, obrando con fe y con amor. Porque las obras sin fe y sin amor están vacías, no tienen mérito para su santificación.

Que las obras que ustedes realicen sean con fe y con amor, porque esas son las obras de Dios, con las que me sirven, cumpliendo mis mandamientos, amando a Dios por sobre todas las cosas, y al prójimo como a ustedes mismos, procurando mi bien y el de los demás, entregándose totalmente a mí, sin egoísmo, que es así como yo los glorifico en mi Padre.

Los adoradores son mi delicia porque reparan mi Corazón.

Me adoran en cada acto de amor, en cada comunión, en cada oración, en cada sacramento, en cada sacrificio, en cada palabra que sale de su boca, porque la boca habla de lo que hay en el corazón.

Me adoran obrando con misericordia cuando tengo hambre y me dan de comer, cuando tengo sed y me dan de beber, cuando visten y visitan al preso y al enfermo, cuando enseñan y corrigen, cuando sufren con paciencia los defectos de los demás, cuando perdonan, cuando consuelan, cuando aconsejan, cuando acogen al desamparado, cuando oran por los vivos y los muertos, cuando dan santa sepultura a los muertos en la esperanza de mi Resurrección. Es así como me adoran, porque todo lo que hacen a uno de mis pequeños, a mí me lo hacen.

Adórenme constantemente, y enseñen a otros a hacer lo mismo.

Adórenme predicando mi Palabra, y profesando su fe, para que otros crean en mí, y en mi presencia viva entre sus manos, porque todo lo que está escrito en el Evangelio será cumplido hasta la última letra.

Obedezcan, y sean ejemplo de fe, adorando constantemente mi Cuerpo y mi Sangre en la Eucaristía, y mi Padre les dará el Espíritu Santo, que da a los que le obedecen, para fortalecerlos con sus dones y gracias, para que resistan a las tentaciones y sean santificados en el amor para la vida eterna.

Las delicias de mi Corazón son las manos que derraman agua bendita sobre la cabeza de un bebé, y las manos que entregan mi Cuerpo y mi Sangre a la inocencia de un niño, y las manos que confirman en la fe, y las manos que unen en matrimonio y construyen familias, y las manos que ungen enfermos, y las manos que bendicen al pueblo santo de Dios, y las manos que ungen hombres y reciben sacerdotes. Son manos ungidas y benditas que oran y obedecen, que trabajan y sirven, que obran con amor, que adoran y sostienen mi Cuerpo y mi Sangre en la Eucaristía, mientras lo elevan proclamando su fe, su esperanza y su amor».

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Madre mía, mujer eucarística: ayúdame a manifestar y contagiar mi fe adorando a tu Hijo cuando se hace presente en el altar, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma, con su Divinidad. Déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijos míos, sacerdotes: acompáñenme en medio del mundo, en medio de la persecución, en medio de la guerra, en medio de la calamidad, en medio de la inmundicia y la incertidumbre, en medio de las miserias e idolatrías, en medio de las tentaciones y las tribulaciones, en medio de la ignominia y la perversidad del mundo, en medio de los horrores y los demonios, en medio de la angustia y el temor, en medio de las tristezas y las calumnias, en medio de la soledad y la cruz, y adoremos a mi Hijo en el cielo, en la tierra y en todo lugar.

Adoremos su Cuerpo y su Sangre que salva y da vida.

Adoremos la Palabra encarnada en mi seno.

Adoremos el Fruto de mi vientre.

Adoremos a Cristo en la cruz.

Adoremos a Jesús resucitado.

Adoremos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

Adoremos la Eucaristía.

Yo les daré mi gracia, yo les daré mi fe, yo les daré mi esperanza, yo les daré mi paz, mientras en esa adoración reciben al Espíritu Santo, que es la máxima expresión del amor entre Dios Padre y Dios Hijo, que se derrama por el Espíritu a los corazones de los hombres que lo obedecen, porque tienen fe, porque creen en el amor que es Cristo resucitado y vivo, en Cuerpo, en Sangre, en Alma, en Divinidad, en Eucaristía

Hay algunas ovejas que viven engañadas, pensando que ya están salvadas tan solo porque creen. Pero no se dan cuenta que no creen en todo lo que Cristo es. El que verdaderamente cree en Cristo cree en que Él es el pan de vida, y come su Carne y bebe su Sangre, porque cree en su Palabra viva.

¿Y cómo puede creer alguien en el Hijo y no creer en quien el Hijo dice que es la Madre? Hay que aceptar los dogmas de fe. Y vivir de acuerdo al Magisterio y la doctrina de la Iglesia que creó Él.

Por tanto, el que es parte de Él debe ceñirse a la obediencia de su vicario también. ¿Cuántos hijos míos hay que dicen creer, pero no creen? El que verdaderamente cree entonces obra en congruencia con sus creencias, y no le da vergüenza de mostrar su fe con palabras y con obras. Con alegría, abrazando la cruz de cada día. Porque el que cree sabe que todo lo que Dios permita que le pase lo llevará a Él.

Por tanto, el que cree vive en la Divina voluntad, confiando en que Dios le da la gracia a través de los dones del Espíritu Santo, para mantenerse en la verdad, reconociendo que la única verdad es Cristo, quien lo ha de salvar, a pesar de cualquier circunstancia, de cualquier tormenta, de los problemas cotidianos de la vida o de las causas imposibles para los humanos. El que cree vive su fe.

Entonces, hijos míos, ¿de qué se preocupan? Miren cuántos acuden a mí, pidiendo y suplicando. Todo el que venga a mí recibirá la gracia para creer en Cristo, porque yo los llevo a Él. Es preciso que ustedes, mis hijos predilectos sacerdotes, acudan a mi auxilio.

El Espíritu Santo verá su disposición y aumentará su fe. La compañía de María es el medio para que ustedes, mis sacerdotes, crean y obren de acuerdo a su fe».

¡Muéstrate Madre, María!