22/09/2024

Jn 10, 22-30

70. DE LA MANO DE JESÚS – HACER LAS OBRAS DEL PADRE

EVANGELIO DEL MARTES DE LA SEMANA IV DE PASCUA

El Padre y yo somos uno

+ Del santo Evangelio según san Juan: 10, 22-30

Por aquellos días, se celebraba en Jerusalén la fiesta de la dedicación del templo. Era invierno. Jesús se paseaba por el templo, bajo el pórtico de Salomón.

Entonces lo rodearon los judíos y le preguntaron: “¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo claramente”.

Jesús les respondió: “Ya se lo he dicho y no me creen. Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí, pero ustedes no creen, porque no son de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás; nadie las arrebatará de mi mano. Me las ha dado mi Padre, y él es superior a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. El Padre y yo somos uno”.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: había mucha inquietud entre los judíos acerca de si tú eras el Mesías esperado o había que esperar a otro. La verdad es que no debía haber esa inquietud, porque lo estuviste demostrando con tus obras constantemente: se cumplían en ti las Escrituras, y ellos las conocían bien.

El problema no era que faltara claridad, más bien no estaban dispuestos a aceptarte, porque, de hacerlo, les resultaba comprometedor.

Tus ovejas escuchan tu voz y te siguen, es decir, creen en ti y obedecen a tus mandatos.

Qué paz y seguridad nos da a nosotros tu promesa de darnos vida eterna si te seguimos.

Dices que nadie nos arrebatará de tu mano, que es la mano del Padre.

Entiendo Jesús que esas palabras tuyas hay que interpretarlas bien: nadie nos arrebatará, a menos de que nosotros nos soltemos, a menos de que nosotros te rechacemos.

Jesús, no permitas que me aparte de ti, yo no quiero soltarme de tu mano. ¿Qué debo hacer para mantenerme siempre unido a ti, y así estar unido también al Padre?

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdote mío: ven.

Sacerdote mío: sígueme.

Sacerdote mío: te amo.

Yo soy el Buen Pastor. Mira mi cuerpo vestido con túnica blanca, cintura ceñida, sandalias de cuero, y un manto claro cubriendo mi cabeza. Báculo grande de madera en mi mano, y una pequeña bolsa de cuero colgando de mi hombro, en la que llevo un trozo de pan y un poco de vino.

Contémplame mientras voy caminando en medio de verdes campos, muy grandes y hermosos. Hay ovejas flacas en el camino, y otras muy gordas. Están en los campos, descansando y pastando.

Yo las conozco a todas, y a cada una la llamo por su nombre, y ellas escuchan mi voz, y me siguen.

El camino es duro, y las ovejas tienen hambre y tienen sed, y caminan en la seguridad del Pastor que las guía, porque creen en Él y confían en su Palabra, mientras lo siguen, sin ver a dónde van.

En el camino se antojan el paisaje y los pastos, y ofrecen las delicias del mundo. Pero el Pastor las llama, y las mantiene en el camino y en la promesa de un alimento y una vida eterna.

Las ovejas se cansan y el Pastor las fortalece, las alimenta y les da de beber con el alimento que lleva, para darles vida en abundancia. Parece pan y parece vino, pero es su Cuerpo y su Sangre, que las une íntimamente a Él, para que siempre escuchen su voz, para que lo sigan y perseveraren hasta el final.

Las ovejas gordas, que descansan y pastan, esas no lo escuchan y no lo siguen. Y entre ellas hay algunas que no pastan, sino que se comen a las otras. No son ovejas, son lobos disfrazados de ovejas, que engañan y distraen a las ovejas.

Las últimas ovejas en el camino, de las que siguen al Pastor, llaman la atención a las ovejas que pastan, y les muestran el camino. Entonces ellas ponen atención, y escuchan la voz de su Pastor, y regresan al camino y lo siguen.

El último de todos es un cordero pequeño, que se siente despreciado, humillado, herido, frágil, débil, indigno, que no sabe corresponder, pero que cree y confía en el Pastor, y lo sigue. No camina solo, lo acompaña la Madre del Pastor, que lo carga y lo lleva en sus brazos, y lo auxilia, lo protege, lo conforta.

Las ovejas son mi pueblo. El cordero eres tú. El Pastor soy yo.

Sacerdote mío: no quieras entender, solo acepta mi voluntad y recíbeme, obedéceme, confía en mí y abandónate en mis brazos.

Yo te he amado hasta el extremo, te he dado mi vida para darte vida, te he dado mi Carne y mi Sangre, para alimentarte, para quedarme contigo.

Tú has elegido la mejor parte, que no te será quitada. Yo soy el primero y el último. El Alfa y la Omega. El principio y el fin.

El que quiera ser el primero que se haga el último.

Así como yo soy testimonio del amor de mi Padre por los hombres, que envió a su único hijo para que el que crea en Él tenga vida eterna; así, amigo mío, tú eres testimonio de mi amor por mis ovejas.

Yo les he dado a ellas mi Palabra. Yo les he mostrado mis obras.

Yo he derramado mi sangre hasta la última gota, y ellas creen en mí, porque son mías. Pero están distraídas, hay mucho ruido y no escuchan mi voz, y no me siguen, se están quedando y acomodando en los falsos placeres que dan otros campos que no son los míos, y se exponen a las tentaciones y a los peligros del mundo, y a que se las coman los lobos.

Yo te envío a servir a mis ovejas, para llamar su atención, dando testimonio de mi amor y de mi misericordia, poniendo tu fe por obra, en mi nombre, a través de tu ministerio, para que otros abracen la fe.

Yo te envío como cordero entre pastos de ovejas y lobos. Pero no tengas miedo, porque no estás solo.

Yo te envío en la compañía de mi Madre. Y el Espíritu Santo, que siempre está con Ella, está contigo.

Yo estoy contigo todos los días hasta el fin del mundo.

El que vive en mí, vive en mi Padre, porque Él y yo somos uno.

Yo te aliento a vivir conmigo esta vocación al amor, a la que has sido llamado, con humildad, mansedumbre y amor, en un solo corazón y una sola alma, un solo cuerpo, un mismo espíritu, una misma esperanza, una sola fe, para que des testimonio de mí, con gran poder, contagiando el amor, contagiando la fe.

Yo te he dado la compañía de mi Madre, la compañía de María, para que, con mi poder, y sus obras de misericordia, consiga para ti la disposición a recibir la misericordia de Dios, para abrir tu corazón y llenarte del Espíritu Santo, que es derramado a los que lo obedecen.

Yo te he dado mis mismos sentimientos, para que sientas un sufrimiento constante por el anhelo de mi gloria.

Es el sufrimiento constante de mi corazón, cuando vivía en medio del mundo, anhelando la gloria que tenía con mi Padre antes de que el mundo existiera.

Es el sufrimiento del corazón de mi Madre al pie de mi cruz, anhelando la gloria que tenía cuando me llevaba en su vientre.

Es el sufrimiento del corazón de mi Madre, anhelando la gloria que ella tiene para todos sus hijos, porque ella participa ahora de mi eterna gloria, y nunca le será quitada.

Ofréceme tus lágrimas, que expresan el sufrimiento, la alegría y el anhelo de tu corazón.

Mi Madre te acompaña en el camino, cuidando tu rebaño, para que no se pierda ninguno, para que se cumpla lo que yo he dicho: todos los que me han sido dados por el Padre no serán arrebatados de mi mano.

Ella camina haciéndose la última y la primera, porque en su seno lleva a Dios».

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Madre nuestra: tú eres Maestra de oración. Desde el momento de la encarnación de tu Hijo Jesucristo estuviste llena del Espíritu Santo, manteniendo un diálogo constante con la Trinidad y, sobre todo, tuviste un trato muy especial con tu Hijo Jesucristo, con una oración viva con su Santísima Humanidad.

En el evangelio de hoy escuchamos a Jesús: “ya se lo he dicho… mis ovejas escuchan mi voz…”. Es Él quien nos habla en la oración, pero a veces no ponemos la atención debida, y nos cuesta hacer oración.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: ayúdanos a escuchar la voz del Pastor, a mantener un trato constante de amistad con tu Hijo, para no perderlo jamás. Déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijos míos, sacerdotes: yo quiero llevar la misericordia de mi Hijo al mundo, a través de la oración.

Es orando como se recibe el amor, y se expresa la fe en obras de amor: adorando, contemplando, alabando.

Obras de amor que se manifiestan en las acciones ordinarias, y que el amor las transforma en acciones extraordinarias y en obras de misericordia, con las que se glorifica a Dios, convirtiendo la vida entera en oración: adorando, contemplando, alabando.

Oración en silencio, para que escuchen la voz del Pastor y lo sigan.

Oración al rezar con palabras y con devoción, con pureza de intención, expresando la fe y el amor, porque lo que sale de la boca viene de dentro del corazón.

Oración que expresa el amor recibido, y por la acción del Espíritu Santo se transforma en adoración continua a la Sagrada Eucaristía, contemplación constante del rostro de Cristo y alabanza perenne a la Santísima Trinidad.

Esa es la vida en santidad.

Transformen su vida en adoración, contemplación y alabanza continua, a través de una vida convertida en oración, ofreciendo los deberes, sacrificios y placeres de su vida ordinaria, convertidos en extraordinaria oración, pidiendo a Dios su disposición a recibir su amor y su misericordia. Los ángeles y los santos los acompañan, interceden y ayudan.

La misericordia de Dios ha sido derramada en la cruz, para que el amor, que es derramado en los corazones por el Espíritu Santo, sea recibido y correspondido con una vida en santidad, construyendo el reino de los cielos en la tierra, para que todos sean santos, y adoren, contemplen y alaben a Dios, participando de su eterna gloria.

Yo los acompaño y pido para ustedes esa disposición, para que el Espíritu Santo viva, obre y actúe en ustedes, y lleven esa disposición a los corazones del mundo entero, y sea para todos un eterno Pentecostés, que los fortalezca y conduzca a la eterna gloria».

¡Muéstrate Madre, María!