33A. MIEMBROS DE UN SOLO CUERPO – CREER EN LA VIDA
EVANGELIO DEL DOMINGO DE LA V SEMANA DE CUARESMA
Yo soy la resurrección y la vida.
Del santo Evangelio según san Juan: 11, 1-45
En aquel tiempo, se encontraba enfermo Lázaro, en Betania, el pueblo de María y de su hermana Marta. María era la que una vez ungió al Señor con perfume y le enjugó los pies con su cabellera. El enfermo era su hermano Lázaro. Por eso las dos hermanas le mandaron decir a Jesús: “Señor, el amigo a quien tanto quieres está enfermo”.
Al oír esto, Jesús dijo: “Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella”.
Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando se enteró de que Lázaro estaba enfermo, se detuvo dos días más en el lugar en que se hallaba. Después dijo a sus discípulos: “Vayamos otra vez a Judea”. Los discípulos le dijeron: “Maestro, hace poco que los judíos querían apedrearte, ¿y tú vas a volver allá?” Jesús les contestó: “¿Acaso no tiene doce horas el día? El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; en cambio, el que camina de noche tropieza, porque le falta la luz”.
Dijo esto y luego añadió: “Lázaro, nuestro amigo, se ha dormido; pero yo voy ahora a despertarlo”. Entonces le dijeron sus discípulos: “Señor, si duerme, es que va a sanar”. Jesús hablaba de la muerte, pero ellos creyeron que hablaba del sueño natural. Entonces Jesús les dijo abiertamente: “Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado allí, para que crean. Ahora, vamos allá”. Entonces Tomás, por sobrenombre el Gemelo, dijo a los demás discípulos: “Vayamos también nosotros, para morir con él”.
Cuando llegó Jesús, Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro. Betania quedaba cerca de Jerusalén, como a unos dos kilómetros y medio, y muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María para consolarlas por la muerte de su hermano. Apenas oyó Marta que Jesús llegaba, salió a su encuentro; pero María se quedó en casa. Le dijo Marta a Jesús: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aun ahora estoy segura de que Dios te concederá cuanto le pidas”.
Jesús le dijo: “Tu hermano resucitará”. Marta respondió: “Ya sé que resucitará en la resurrección del último día”. Jesús le dijo: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo aquel que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees tú esto?” Ella le contestó: “Sí, Señor. Creo firmemente que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo”.
Después de decir estas palabras, fue a buscar a su hermana María y le dijo en voz baja: “Ya vino el Maestro y te llama”. Al oír esto, María se levantó en el acto y salió hacia donde estaba Jesús, porque él no había llegado aún al pueblo, sino que estaba en el lugar donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con María en la casa, consolándola, viendo que ella se levantaba y salía de prisa, pensaron que iba al sepulcro para llorar allí y la siguieron.
Cuando llegó María adonde estaba Jesús, al verlo, se echó a sus pies y le dijo: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”. Jesús, al verla llorar y al ver llorar a los judíos que la acompañaban, se conmovió hasta lo más hondo y preguntó: “¿Dónde lo han puesto?” Le contestaron: “Ven, Señor, y lo verás”. Jesús se puso a llorar y los judíos comentaban: “De veras ¡cuánto lo amaba!” Algunos decían: “¿No podía éste, que abrió los ojos al ciego de nacimiento, hacer que Lázaro no muriera?”
Jesús, profundamente conmovido todavía, se detuvo ante el sepulcro, que era una cueva, sellada con una losa. Entonces dijo Jesús: “Quiten la losa”. Pero Marta, la hermana del que había muerto, le replicó: “Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días”. Le dijo Jesús: “¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?” Entonces quitaron la piedra.
Jesús levantó los ojos a lo alto y dijo: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo ya sabía que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho a causa de esta muchedumbre que me rodea, para que crean que tú me has enviado”. Luego gritó con voz potente: “¡Lázaro, sal de allí!” Y salió el muerto, atados con vendas las manos y los pies, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: “Desátenlo, para que pueda andar”.
Muchos de los judíos que habían ido a casa de Marta y María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: la fe nos dice que debemos creer que los muertos resucitarán en el último día. También creemos que los miembros de la Iglesia formamos un solo cuerpo con Cristo.
Esa doctrina nos debe ayudar a comprometernos a ser miembros vivos, para fortalecernos unos a otros, luchando para permanecer en tu gracia, evitando el pecado.
Tú quisiste deliberadamente esperar cuatro días para ir a ver a Lázaro, sabiendo que iba a morir. Marta comenta que ya “huele mal” el cuerpo muerto de su hermano.
Señor, pienso en todas esas veces que mi alma “huele mal” por causa del pecado, haciendo daño a todo el cuerpo de la Iglesia.
Tú quisiste conservar las cinco llagas en tu cuerpo glorioso. Jesús, ¿qué debo hacer para completar lo que falta a tu cuerpo?
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdote mío: ven, contempla mi cuerpo glorioso, y mira en estas heridas como agujeros, lo que le falta a mi cuerpo.
Son las heridas causadas por las almas que se han separado de mí, y que no sanarán hasta que esté completo mi cuerpo.
Tú permaneces en mí como yo permanezco en ti, y no descansarás hasta que descanses en mí, y veas mi cuerpo completo en el día de la resurrección gloriosa de todas las almas con sus propios cuerpos.
Ese día todos seremos uno, como mi Padre y yo somos uno.
Esa es la espera incansable y angustiosa de mi Madre, el deseo más ferviente de su corazón, la llama ardiente que enciende el tuyo de celo apostólico para el mundo.
Alégrate por los padecimientos que soportas para el bien común, porque al pertenecer a mi cuerpo, participas de las gracias de mi cuerpo resucitado y glorioso, y así también participas de mis tribulaciones, para el bien de mi cuerpo, que es mi Iglesia, en un mismo y único sacrificio, de modo que, si sufre un miembro, todos los demás sufren con él, y si un miembro es honrado, todos los demás gozan con él.
Tú eres parte de mi cuerpo, y yo te envío a predicar mi Palabra, y a bautizar a todos los pueblos con el Espíritu Santo, para que completen mi cuerpo.
Tú eres mi cuerpo, y yo te envío, porque si no fueras mío, ¿cómo te enviaría?
Tú te has configurado conmigo en un solo cuerpo y un mismo espíritu cuando dijiste sí, y renunciando a ti mismo, lo dejaste todo para seguirme.
De modo que si permaneces en mí estás vivo, pero si no permaneces en mí y te desprendes de mi cuerpo por el pecado, entonces te secas, porque yo soy la vida.
Yo te digo que permanezcas conmigo en unidad de vida, porque nadie puede servir a dos amos. El que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo desparrama.
Pertenecer significa ser parte, abandonarse en cuerpo y en alma en quien vive en ti, para que seas como yo soy, con todas sus ventajas y todas sus consecuencias, y así te gloríes en mi cruz, para que el mundo sea para ti un crucificado, y tú seas un crucificado para el mundo.
Por eso debes ser pobre, como yo soy, abandonado en las manos del Padre y en su divina providencia, demostrando tu confianza como hijo, tus miserias como hombre, y tu dependencia como parte de un solo cuerpo.
Porque, siendo parte de mi cuerpo resucitado y glorioso, las necesidades humanas y sus miserias no se pueden satisfacer con los bienes del mundo, porque no eres del mundo, como yo no soy del mundo, y así como el Padre me ha enviado al mundo, yo también te he enviado al mundo, y por ti me santifico a mí mismo, para que tú también seas santificado en la verdad, y que, por medio de tu palabra, otros crean en mí, para que todos sean uno.
Que, así como el Padre en mí y yo en Él, seamos uno, como el Padre y yo somos uno, yo en ti y el Padre en mí, para que seamos perfectamente uno y el mundo sepa que el Padre me ha enviado, y que los ha amado a ellos tanto como me ha amado a mí.
Que donde yo esté también estés tú conmigo, para que contemples mi gloria. Porque, si tú –que eres parte de mi cuerpo–, y los que yo he enviado a recuperar lo mío, se separan de mí, ¿cómo se unirán a mí los que me faltan, para que mi cuerpo esté completo?
¿Hasta cuándo sanarán mis heridas?, ¿hasta cuándo?»
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Madre mía: yo quiero ser siempre un miembro vivo del cuerpo de la Iglesia. Ayúdame a evitar el pecado, perseverando en la lucha, para permanecer muy unido a tu Hijo, quien es la Resurrección y la Vida.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: sus necesidades humanas son muchas, porque, aunque forman parte del cuerpo resucitado y glorioso de mi Hijo Jesucristo, aún no han alcanzado la perfección, y viven sujetos a las carencias de sus propios cuerpos, imperfectos y miserables.
Pero siendo parte del cuerpo de Cristo, por haber sido configurados con Él, para representar y ser Cristos en medio del mundo, sus necesidades humanas no se pueden satisfacer directamente con bienes del mundo, sino con la misericordia de Dios que viene del cielo, como gracia sobrenatural, a través de la caridad de los demás, porque al hacerlos misericordiosos los hacen parte.
Pero esa caridad ustedes solo la consiguen en la pobreza, abandonándose en la confianza a la Divina Providencia, porque es al mismo Cristo al que alimentan, visten, cuidan, asean, y presentan ante las almas, para que, así, sean personas íntegras y den ejemplo de unidad de vida: cuerpo y alma en armonía, y muestren al mundo la alegría de hacerlo todo por amor de Dios, dando testimonio del amor de Dios en ustedes, para que, obrando con rectitud de intención, el mundo vea en su pureza el amor de Dios, y crea en mi Hijo Jesucristo, y en que el Padre lo ha enviado, para hacerlos también a ellos parte, en un mismo cuerpo, por un mismo Espíritu, para hacerlos como los ángeles del cielo, y sean partícipes con sus almas de la gloria de su resurrección, y después también con sus propios cuerpos gloriosos, al final de los tiempos.
Aprendan la doctrina de la unidad de vida, para que, ustedes, que han sido despojados de todos los bienes terrenales y apegos materiales, enseñen a otros, con su ejemplo de vida, a vivir en armonía, por Cristo, con Él y en Él, en un solo cuerpo y un mismo espíritu.
Ofrezcan todos sus desganos y tribulaciones por la santidad de las almas que les han sido confiadas, soportando y haciendo todo por amor de Dios, porque el beneficio para ellas será en favor del cuerpo entero».
¡Muéstrate Madre, María!