22/09/2024

Jn 16, 5-11

84. PASTORES ALEGRES – LLEVAR AL MUNDO LA ALEGRÍA

EVANGELIO DEL MARTES DE LA SEMANA VI DE PASCUA

Si no me voy, no vendrá a ustedes el Consolador

+ Del santo Evangelio según san Juan: 16, 5-11

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Me voy ya al que me envió y ninguno de ustedes me pregunta: ‘¿A dónde vas?’. Es que su corazón se ha llenado de tristeza porque les he dicho estas cosas. Sin embargo, es cierto lo que les digo: les conviene que me vaya; porque si no me voy, no vendrá a ustedes el Paráclito; en cambio, si me voy, yo se lo enviaré.

Y cuando él venga, establecerá la culpabilidad del mundo en materia de pecado, de justicia y de juicio; de pecado, porque ellos no han creído en mí; de justicia, porque me voy al Padre y ya no me verán ustedes; de juicio, porque el príncipe de este mundo ya está condenado”.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: tu promesa de enviar el Espíritu Santo nos ayuda a tener confianza en ti, y seguridad de que las cosas van a salir bien, aunque el mundo se venga encima.

La verdad es que también ayuda que le llames “Consolador”, porque tus palabras de despedida estaban produciendo mucha tristeza en el ánimo de tus discípulos, y en ese momento se necesitaba un consuelo.

Les dices que su corazón se ha llenado de tristeza, cuando debería más bien llenarse del Espíritu Santo, para tener alegría, paz, consuelo, seguridad, fortaleza.

Al demonio le interesa mucho producir tristeza entre tus discípulos, porque de esa manera se alejan de ti. Un alma que está llena de ti no puede estar triste. Solo se puede perder la alegría cuando uno se vacía de Dios y se llena de cosas del mundo.

Es verdad que la tristeza de tus discípulos en la Última Cena se debía precisamente a que tenían miedo de perderte. Por eso les das confianza, prometiéndoles la asistencia del Paráclito.

Señor, ¿cómo puedo asegurar estar lleno de ti para no perder la alegría?

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdote mío: ven a la oración, y déjate llenar de mí, de mi amor, por el Espíritu Santo.

No te distraigas. Quiero que seas solo mío, para mí, fuera de ti, en el mundo sin ser del mundo. No para el mundo, sino para mí.

Elegido de mi Padre, sacerdote de Dios, pastor mío: vive en mí y permanece en mí.

Que cuando la soledad duela, y más duela no encontrar momentos para orar en soledad conmigo…

Que cuando teniendo todo en este mundo, entiendas que no tienes nada, y renuncies a ese todo y a ese nada, para tenerlo todo conmigo…

Que cuando solo en mí encuentres descanso, alegría y plenitud…

Que comiendo mi carne y bebiendo mi sangre sea como se sacie tu hambre y tu sed, y te nutra y te fortalezca en la debilidad de tu fragilidad, y al contemplar mi rostro tu tristeza se convierta en alegría…

Entonces entiendas que es así como permaneces en mí.

Busca primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se te dará.

Nadie ama más que el que da la vida por sus amigos. Yo soy la vida. Tú eres mi amigo.

El que pierda la vida por mí, la encontrará. Vive tú en mí, como yo vivo en ti, y permanece en mí.

Yo soy el principio y el fin, alfa y omega. El que vive en mí, y cree en mí, vivirá para siempre.

Las almas que he puesto a tu cuidado y que están tan distraídas, vuélvelas a mí. Pero primero llénate tú de mí, para que tengas qué ofrecerles, para que tengas con qué llenarlas, para que puedas amarlas como yo, hasta el extremo, hasta dar la vida por ellas.

Que en la soledad me encuentres y en la compañía me entregues.

Que al vaciarte del mundo te llenes de mí.

Que al llenarte de mí lo tengas todo.

Que des buen fruto, y permanezcas en mi amor.

Amigo mío: gracias por venir.

Yo me encargaré de ti. Tú encárgate de mis cosas y de las de mi Madre, y cumple tus promesas. Yo siempre cumplo las mías.

Yo cumplo sin condiciones. Puedes decirme que no, y yo de todos modos cumpliré. Pero sé cuánto deseas servirme, sé que tu único deseo soy yo.

Cumple entonces tus promesas. ¡Ven!

Mi Padre ha cambiado mi corona de espinas por una corona de oro.

Pero veo a mis pastores y siento su tristeza.

Ustedes, sacerdotes, son quienes dicen ser como yo: ¿en dónde está su alegría?

Ustedes son quienes dicen amarme más que nadie: ¿en dónde demuestran su amor?

Ustedes son quienes me representan: ¿en dónde está su fortaleza y su entrega? ¿En dónde me reflejo yo? ¿Por qué están tan fatigados y agobiados? ¿Por qué tienen miedo?

Muchos de ustedes, mis pastores, están tristes, cansados, llenos de dolor, angustiados, perdiendo el rumbo. Y sus rebaños están descontrolados, desorientados, asustados.

Hay otros que son alegres y confiados, pero se distraen y cambian de rumbo constantemente. Sus rebaños los siguen entusiasmados y llenos de confianza, sin saber si se pierden o si caminan en la luz.

También hay pastores alegres, con la sonrisa en los labios, que caminan seguros y sus rebaños no se pierden, aunque caminen por cañadas oscuras.

Los pastores tristes no saben pedir, no saben recibir, no saben entregarse, no saben vaciarse del mundo para llenarse de mí, y tienen miedo, y el miedo les causa inseguridad y angustia, y eso no refleja mi alegría.

Los pastores confiados, pero distraídos, caminan seguros con el Espíritu Santo, pero no confían plenamente, y no se abandonan, son indiferentes ante las adversidades, y no alimentan constantemente los dones que les han sido dados, y los frutos entonces son pocos.

Los pastores que caminan totalmente entregados y confiados, con los ojos cerrados, ellos también caminan con el Espíritu Santo, pero van tomados de la mano de mi Madre, y ella los mantiene en el camino seguro, no los deja caer, los trae hacia mí.

Ella trae a todos: a los cansados y a los distraídos, a los desconfiados y a los entregados, a los tristes y a los alegres. Pero deben aprender a recibir, para que, con los dones de mi Espíritu, vayan al mundo a predicar mi Palabra, a anunciar el Reino que mi Padre me ha entregado y yo les he confiado, hasta que vuelva, para que den fruto, y que ese fruto dé más frutos, porque, así como los dones les son entregados, así les serán pedidos los frutos con creces, y yo los sentaré a la derecha del Padre, en los tronos en los que ha sido grabado el nombre de cada uno desde siempre y para siempre, elegidos en la eternidad.

Quiero que sean como las piedras del río, que el agua limpia, talla, alisa y pule, pero que se mantienen firmes, fieles al cauce y estables a la adversidad.

Tú, amigo fiel, que has sabido amarme con fidelidad, que es el máximo atributo del amor, has amado a mi Padre por sobre todas las cosas, has entregado tu vida y tu voluntad. Recibe la máxima expresión de mi amor. Yo te uno a mí, en la unión trinitaria del amor, con el Padre, por el Espíritu Santo.

Si todas las almas se entregaran a mí con fidelidad en mi amor, y supieran recibir mi amor, mi Padre lloraría de alegría.

Acompáñame, y yo te ayudaré a cumplir tus promesas, mientras escucho tu corazón, que me dice, como un susurro entre las olas del mar:

Divina soledad que anhelo para buscar, para encontrar, para contemplar.

Eres tú, Jesús, mi único deseo, mi sueño, mi alegría, mi principio y mi destino.

Eres luz, vida y camino.

Eres la única verdad en la que creo, a la que adoro, en la que espero, a la que amo.

Eres tú, Jesús, la máxima expresión del amor que poseo, que vivo, que amo.

Profundo dolor causa la ausencia de la presencia con la que tú me sacias, que todo mi ser se debilita y mi alma se entristece, esperando el momento de poseer tu divinidad en carne, en sangre, en alimento.

Que no sea esta angustiosa espera la que me consuma, sino el calor ardiente de tu amor, y el deseo de poseerte como me posees tú, amado mío, totalmente».

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Madre mía, Causa de nuestra alegría, Esposa de Dios Espíritu Santo: yo sé que el príncipe de este mundo ya está condenado. No dejes de pisar con tu planta inmaculada la cabeza del dragón infernal, para que no pueda alejarme nunca de Jesús.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijos míos, sacerdotes: en el campo de batalla hay sacerdotes valientes y entregados, confiados, con espadas de dos filos en las manos, y el corazón expuesto y ardiente.

Pero también hay sacerdotes caídos, que son arrebatados y echados al fuego. Y me causan mucho dolor, y sufro como Madre al ver a mis hijos muertos.

Yo doy auxilio a mis hijos. Los que son derrotados no tienen la mejor arma, no tienen el fuego ardiente del amor de mi Hijo, porque no han sabido recibir la protección que el Hijo y el Padre les han enviado por medio de su Espíritu.

Yo quiero llevar mi auxilio a los que todavía están en la batalla. Mi Corazón Inmaculado vencerá. Pero yo los quiero a todos, y es deseo de mi Hijo cumplir mis deseos. Cumplan ustedes sus deseos».

                                         ¡Muéstrate Madre, María!