90. VENCER AL MUNDO – PERMANECER EN LA BATALLA
EVANGELIO DEL LUNES DE LA SEMANA VII DE PASCUA
Tengan valor, porque yo he vencido al mundo.
+ Del santo Evangelio según san Juan: 16, 29-33
En aquel tiempo, los discípulos le dijeron a Jesús: “Ahora sí nos estás hablando claro y no en parábolas. Ahora sí estamos convencidos de que lo sabes todo y no necesitas que nadie te pregunte. Por eso creemos que has venido de Dios”.
Les contestó Jesús: “¿De veras creen? Pues miren que viene la hora, más aún ya llegó, en que se van a dispersar cada uno por su lado y me dejarán solo. Sin embargo, no estaré solo, porque el Padre está conmigo. Les he dicho estas cosas, para que tengan paz en mí. En el mundo tendrán tribulaciones; pero tengan valor, porque yo he vencido al mundo”.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: con qué fuerza le dices a tus discípulos que deben tener valor porque tú has vencido al mundo. Las circunstancias en ese momento no eran favorables. De hecho, les anuncias que te van a dejar solo.
Te sientes seguro porque el Padre está contigo. Y ese es el valor que les quieres dar también a ellos: la seguridad de la fe, de creer firmemente en ti, en tu Palabra, en que se cumplirá todo lo que les habías anunciado.
Con tu resurrección y ascensión a los cielos confirmas todo, has hecho nuevas todas las cosas. Pero la batalla continúa, y seguirá habiendo tribulaciones.
Nos dejaste las armas para vencer, sobre todo con la asistencia continua del Espíritu Santo, Señor y Dador de vida, y la protección maternal de la Santísima Virgen, quien nos acompaña siempre cuando estamos unidos en la oración.
Nosotros, tus sacerdotes, somos conscientes de que ocupamos un lugar especial en esa batalla, porque te representamos. Tú eres el gran Rey, y nosotros conducimos tus ejércitos en la lucha contra el enemigo de tu Iglesia. Debemos defenderla de los ataques, sabiendo que en ocasiones son nuestras propias debilidades las que causan daños graves a tu esposa amada, por el escándalo que podemos producir.
Señor: ¿cómo podemos ser muy dóciles al Espíritu Santo, para perder el miedo y ganar todas las batallas?
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdote mío: yo soy, y estoy sentado a la derecha de mi Padre, coronado de gloria.
Yo he vencido al mundo.
Yo soy el Hijo de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios verdadero y hombre verdadero, Rey de los ejércitos y dueño de la victoria.
Yo soy el que es, el que era y el que vendrá, el Buen Pastor, Pescador de hombres, Piedra angular, Sumo y Eterno Sacerdote, Rey de reyes y Señor de señores, Cristo, Profeta y Maestro, el que se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo, para nacer entre las miserias de los hombres, y habitar entre los hombres.
Yo soy el que pasó desapercibido en su niñez y en su adolescencia, por ser tan común como los demás, viviendo en la virtud de una familia común entre los hombres.
Yo soy el que aprendió a trabajar y a servir a los hombres.
Yo soy el que caminó para conocer el mundo, para conocer a los hombres, y conociéndolos, los amó hasta el extremo.
Yo soy el que asumió la naturaleza humana, haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz, y al que Dios exaltó y le dio el Nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en todo lugar.
Yo soy el mismo ayer, hoy y siempre. Estoy sentado a la derecha de mi Padre en la gloria y en la alegría del cielo.
Pero quiero descansar, y es dándome como descanso, porque yo soy don.
Es amando como me dono, porque yo soy amor.
Cumple mis deseos. Pero debes saber que mis deseos son los designios de mi corazón, que son de paz y esperanza, de bienestar y no de desgracia.
Y yo usaré la rebeldía de muchos para llevarles mi misericordia a través de mis obras, para fomentar la unidad y la santidad en la vida ordinaria, que se consigue con la unidad de vida, en unión fraterna.
La fe verdadera es creer firmemente en mí, y en que, por mí, han sido hechas nuevas todas las cosas, y ya todo está consumado. Porque antes de morir y resucitar de entre los muertos yo anuncié mi victoria, cuando dije: “Yo he vencido al mundo”.
Esa es la verdadera fe, y es necesario poner la fe por obra, preparados para cuando yo vuelva, porque nadie sabe ni el día ni la hora, solo el Padre. Con esta fe, mantén la lámpara encendida, construyendo el Reino de los cielos en la tierra, para que sean los aposentos del Rey y morada de su descanso».
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Madre nuestra, Auxilio de los cristianos: hay muchos frentes en los que debemos combatir. Necesitamos armas y escudos, para ser victoriosos en la batalla. Tú eres nuestro auxilio, como lo has demostrado tantas veces a lo largo de la historia de la Iglesia y de nuestra propia vida.
Las batallas son internas y externas. En todas debemos vencer. Nos sabemos soldados de Cristo Rey, que ya ha vencido al mundo, y tú eres nuestra Reina, que combate también a nuestro lado. Nos has dado el arma poderosa del Santo Rosario, y tantas otras más.
Nos estamos preparando ahora, junto contigo, para recibir al Espíritu Santo en la fiesta de Pentecostés. Él nos dará el valor, la fortaleza, para luchar. Ayúdanos para estar bien dispuestos, y poder así recibir sus dones y luces para combatir y salir siempre victoriosos.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: mi Hijo ha vencido al mundo, pero la batalla permanece hasta que vuelva, y el ataque del enemigo es muy fuerte.
Ustedes sean valientes y acompáñeme, porque Dios, en su infinita misericordia, permite mi protección, que es muy fuerte, porque yo poseo el arma del triunfo en la batalla final: el amor; y la alegría, que es la manifestación del amor.
En esta alegría anuncio la buena nueva: ha nacido el Señor, el Verbo se hizo carne y habitó entre los hombres, y ha venido a traer la salvación a todo el mundo. Pero no ha venido a traer la paz, sino la guerra, y a enfrentar a uno contra otro de su propia casa; y el que pierda su vida por Él la encontrará, dando testimonio de fe, obrando con misericordia, amando y obedeciendo a Dios antes que a los hombres, tomando cada uno su cruz, para seguirlo y hacerse digno, recibiéndolo en su casa a través de ustedes, sus sacerdotes. Porque el que recibe a uno de ustedes a Él lo recibe, y el que da de beber, aunque sea un vaso de agua a uno de ustedes, tan solo por ser sus discípulos, no quedará sin recompensa.
Cuando mi Hijo resucitado subió al cielo, yo deseé con todo mi corazón irme con Él, pero la voluntad de Dios era que me quedara; y me quedé y esperé, porque yo debía completar mi propia misión, exaltando al Verbo encarnado, llevando a ustedes la Palabra, enseñándolos a ser como Él, fortaleciéndolos para ser pilares sólidos de la Iglesia, cimientos fuertes para construir el Reino de los cielos en la tierra.
Y para reunirlos y acompañarlos, para que el Espíritu Santo, que siempre está conmigo, sea enviado también para ustedes, y derrame en sus corazones todos sus dones. Y llenos del Espíritu Santo, manifiesten con su vida los frutos, que son la alegría, el amor, la bondad, la paz, la mansedumbre, el dominio de sí, la fidelidad, la generosidad.
Yo les pido que se mantengan dóciles al Espíritu Santo, para que todos los días Él les enseñe y les recuerde todas las cosas, para que las transmitan al mundo, y sean ustedes testimonio del amor de Dios y de su misericordia.
Para asegurar su docilidad deben hacer un examen de conciencia todos los días. Y si alguno de sus frutos les faltara, arrepiéntanse y pidan lo que haga falta, porque su Padre celestial les da el Espíritu Santo a los que se lo pidan, y por sus frutos los reconocerán.
La Santa Iglesia está contaminada de obras que proceden del egoísmo de los hombres –como la lujuria, la impureza, el libertinaje, la idolatría, la brujería, los pleitos, las envidias, las rivalidades, las divisiones–, y rechazan la gracia del Espíritu Santo, que es el amor de Dios. Y aunque conozcan los misterios y tengan fe, si no tienen amor, nada tienen.
Algunos de ustedes pretenden en la Iglesia tener los mejores puestos, y quieren ser siempre los primeros. No se dan cuenta de que los primeros serán los últimos, los últimos serán primeros, los humildes exaltados y los poderosos derribados del trono.
Los que se jactan de estar libres de pecado arrojan la primera piedra, y no son dignos de misericordia. En cambio, los que se arrepienten y piden perdón, con verdadero arrepentimiento, sin siquiera atreverse a alzar los ojos, llenos de vergüenza, piden compasión y reciben misericordia, porque los que se humillan serán ensalzados y los que se ensalzan serán humillados.
Permanezcan en la disposición de recibir al Espíritu Santo, que desciende llevando el fuego del amor a sus corazones, para que tengan el valor de reunir a todas las naciones en un mismo espíritu, en un solo pueblo santo de Dios».
¡Muéstrate Madre, María!