47. LUZ PARA EL MUNDO – TÚ ERES, SACERDOTE, CRISTO VIVO
EVANGELIO DEL DOMINGO DE RESURRECCIÓN
Él debía resucitar de entre los muertos.
+ Del santo Evangelio según san Juan: 20, 1-9
El primer día después del sábado, estando todavía oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio removida la piedra que lo cerraba. Echó a correr, llegó a la casa donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto”.
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos iban corriendo juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero al sepulcro, e inclinándose, miró los lienzos puestos en el suelo, pero no entró.
En eso llegó también Simón Pedro, que lo venía siguiendo, y entró en el sepulcro. Contempló los lienzos puestos en el suelo y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, puesto no con los lienzos en el suelo, sino doblado en sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, y vio y creyó, porque hasta entonces no habían entendido las Escrituras, según las cuales Jesús debía resucitar de entre los muertos.
Palabra del Señor.
+++
REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: tú les habías anunciado a tus discípulos varias veces que era necesario que padecieras, murieras en la cruz y resucitaras al tercer día. Ellos no lo entendieron.
Por eso, aquella mañana no les creyeron a las mujeres, y pensaron que eran desvaríos. Había pruebas, no estaba tu cuerpo en el sepulcro, y los ángeles dijeron que habías resucitado.
Era difícil creer, aunque habían sido testigos de aquellas resurrecciones obradas por tu poder divino.
Tuviste que aparecerte a ellos visiblemente varias veces. Y le pediste a Tomás que tocara tus llagas, para creer. Era muy importante ser testigos de tu resurrección, porque toda nuestra fe se apoya en esa verdad.
Los Apóstoles darían su vida predicando a Cristo resucitado, y después la vida de la Iglesia ha seguido dando mártires, convencidos de que estás vivo, y que sus ojos verán a su Redentor.
Señor, esa misma fe me hace a mí, sacerdote, creer que yo soy ese Cristo vivo, sobre todo cuando administro tus sacramentos, cuando digo “esto es mi Cuerpo”, “esta es mi Sangre”.
Estoy convencido, pero a veces no actúo consciente de esa realidad.
La que nunca tuvo duda de que ibas a resucitar fue Santa María, nuestra Madre. La imagino, el día de tu resurrección, que desde temprano oraba en la soledad de una habitación, cuando todavía no amanecía. De rodillas y en silencio. Con las manos juntas, y sus lágrimas rodando por las mejillas de su rostro demacrado, doliente, sufriente, pero sereno y lleno de paz, reflejando un corazón de carne que ha sido desbordado de fe, de amor y de esperanza. De pronto, aparece una luz muy brillante y, así como en la Anunciación apareció un ángel, de la misma manera apareces tú, Señor, vivo, hermoso, resucitado, con el rostro limpio, alegre y resplandeciente, vistiendo una túnica muy blanca. En tu cuerpo no hay ni un solo rasguño, pero tienes llagas en tus manos, en tus pies y en tu costado. Sin detenerte, mientras le hablas, te acercas a tu Madre, enjugas las lágrimas de su rostro, y te fundes en un abrazo con ella.
Imagino a tu Madre besar tus llagas, con el cuidado y la ternura con que una madre besa a su bebé. Y besar tus pies, y tus manos, y tu costado, mientras tú te dejas y la besas también. Es la alegría del encuentro de una Madre con su Hijo que, por hacerse pecado, lo había perdido, y ahora lo había encontrado, que estaba muerto y había resucitado.
Jesús, ¿cómo debemos, ahora, dar testimonio de tu resurrección?
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
+++
«Sacerdote mío: eres mío, te he ganado para mí.
Este es mi triunfo. He ganado para Dios un Reino de Sacerdotes. He venido a traer la alegría de mi resurrección a la mujer que con su vida entregó la mía, y muriendo conmigo, ahora vive en mí; a la que, con su amor y su fortaleza, me sostuvo; a la que, en obediencia, dijo sí, y con paciencia se mantiene en la esperanza de que se cumpla mi Palabra hasta la última letra: mi Madre.
Alégrate, porque tú la acompañas. Yo soy el mismo ayer, hoy y siempre. Soy el Alfa y la Omega. Aquel que es, que era y que ha de venir».
***
«Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo. Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, que ha sido enviado al mundo a morir, para el perdón de los pecados de los hombres; ha sido crucificado en manos de los pecadores, para salvarlos, y ahora ha resucitado para darles la vida».
«¿Quién soy yo para que mi Señor venga a verme?»
«Alégrate, porque tú eres la madre del Hijo de Dios, y por Él eres madre de todos los hombres.
Eres arca de la nueva alianza de Dios con su pueblo.
Eres madre de la gracia, madre del amor, madre de misericordia, hija de Dios Padre y esposa de Dios Espíritu Santo.
Eres madre y corredentora del Redentor del mundo, que he abierto las puertas del cielo.
He venido a anunciar la buena nueva, y en mi victoria, el triunfo de tu Inmaculado Corazón. Alégrate, porque tú has creído que se cumplirían las cosas que te dijo el Señor».
***
«Amigo mío: era necesario que el Hijo del hombre fuera entregado en manos de los hombres, y fuera crucificado, y al tercer día resucitara.
Era necesario que el Mesías padeciera para entrar en su gloria.
Era necesario que los hombres vieran, para que creyeran y entendieran las Escrituras.
El templo que destruyeron los pecadores ha sido reconstruido en tres días, y la piedra que desecharon los constructores es ahora la piedra angular.
Es uno de mis amigos la roca que yo he elegido, sobre la cual construyo mi Iglesia, y el Hades no prevalecerá sobre ella.
Es mi Madre quien te reúne a ti conmigo, y con mis amigos, los que me abandonaron, los que estaban escondidos, dominados por su debilidad, los que serán convertidos, porque yo cambiaré sus corazones de piedra por corazones de carne, para ser encendidos en el fuego de mi amor, iluminados con mi luz y llenos de celo apostólico y de los dones del Espíritu Santo, para que, ya fortalecidos, yo los envíe a anunciar la buena nueva, continuando mi misión, para que sean luz para el mundo, y lleven mi paz y mi salvación a todos los rincones de la tierra.
Tú eres parte del misterio de la redención por el que se renueva constantemente la alianza de Dios con su pueblo, cuando elevas tus ojos al cielo, y uniendo a todos en una misma ofrenda, tomas al Cordero y lo bendices, y lo elevas al Padre, ofreciendo su Carne y su Sangre como sacrificio para el perdón de los pecados de los hombres, mientras inmolas tu carne con la del Cordero, y ofreces tu sangre para ser derramada con la sangre del Cordero, en un solo y único sacrificio agradable al Padre. Entonces la Carne, que parece pan, y la Sangre, que parece vino, es el pan bajado del cielo, alimento de vida, y el vino es bebida de salvación, es misericordia, es Eucaristía.
Y tú, eres pastor y eres oveja, eres maestro y eres discípulo, eres hombre necesitado de ese alimento, pero también eres Cristo, porque estás configurado conmigo, y juntos somos una sola cosa: don, gratuidad y vida, presencia viva, unión de los hombres en comunidad, luz, alimento de vida eterna, Palabra encarnada, camino, verdad y vida, en medio de la celebración del memorial de mi muerte, del sacrificio del Cordero, que quita los pecados del mundo, en la esperanza de la resurrección. Cristo vivo, crucificado, muerto y resucitado, renovación de la alianza de Dios con su pueblo, por la vida, pasión, muerte y resurrección del Hijo, por quien fueron hechas nuevas todas las cosas, para unirlos al Padre, como hijos en el Hijo.
Es necesario que tú creas, para que te entregues conmigo, porque tú eres la luz para el mundo, para que des testimonio de mí y otros crean, porque todo el que crea en mí, y sea bautizado, será salvado.
Es necesario que seas verdadero sacerdote, para que impartas los sacramentos y reúnas al pueblo que yo he ganado para Dios en un solo pueblo santo, en una sola Iglesia, en un solo cuerpo y un mismo espíritu, para que los alimentes con la Palabra y la Eucaristía, que son alimento de vida.
Es necesaria tu fe en mi resurrección, para que la extiendas al mundo.
Es necesaria tu esperanza en mi resurrección, para que la manifiestes al mundo.
Es necesario que vivas en mi resurrección, para que seas ejemplo.
Pero, para resucitar, hay que morir, y una muerte de cruz.
Es necesario que quieras morir conmigo, para que vivas en el gozo y la plenitud de mi resurrección, llevando la vida y la salvación a todos los rincones de la tierra.
Yo cambiaré tu corazón de piedra por corazón de carne, para que, renunciando al mundo, tomes tu cruz y me sigas, para que continúes con la misión que te he encomendado, para que, en unidad conmigo, todo sea consumado.
Nadie va al Padre si no es por el Hijo, y nadie va al Hijo si no lo atrae el Padre.
Era necesario que yo muriera y resucitara para que des testimonio de mí, porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en Él, tenga vida eterna, y que yo le resucite el último día».
+++
¡Alégrate, María, Reina del Cielo!: yo quiero permanecer contigo. Ayúdame a vivir en la alegría de ser Cristo resucitado y vivo.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
+++
«Hijos míos, sacerdotes: en este día santo del Señor, que sea su resurrección la alegría de sus corazones. Y la fe, la esperanza y el amor los hagan querer morir al mundo para vivir renovados en Cristo, para que entreguen su vida en adoración continua a la Sagrada Eucaristía, ofrecida por la conversión del mundo, para que Cristo resucitado le conceda a cada uno de ustedes, sacerdotes, un corazón de carne, que sea desgarrado por las heridas del pecado; y su sangre derramada se una a la de Cristo en un único y eterno sacrificio, que por ustedes sea consumado en cada misa, al consagrar, al elevar y al entregar el Cuerpo y la Sangre de Cristo resucitado y vivo, para el perdón de los pecados y la salvación de las almas.
Permanezcan unidos a mi corazón, para que, así como comparten mi dolor y mi sufrimiento, compartan también mi alegría y el gozo en la plenitud del encuentro con Cristo resucitado, para que vivan conmigo y sirvan a Dios, por Cristo, con Cristo y en Cristo, y Él les conceda la alegría de la vida eterna en la gloria de su resurrección».
¡Muéstrate Madre, María!