42. CONTEMPLAR A JESÚS – EL QUE TIENE A DIOS NADA LA FALTA
4 DE ENERO, FERIA DEL TIEMPO DE NAVIDAD
Hemos encontrado al Mesías.
+ Del santo Evangelio según san Juan: 1, 35-42
En aquel tiempo, estaba Juan el Bautista con dos de sus discípulos, y fijando los ojos en Jesús, que pasaba, dijo: “Éste es el Cordero de Dios”. Los dos discípulos, al oír estas palabras, siguieron a Jesús. Él se volvió hacia ellos, y viendo que lo seguían, les preguntó: “¿Qué buscan?”. Ellos le contestaron: “¿Dónde vives, Rabí?”. (Rabí significa ‘maestro’). Él les dijo: “Vengan a ver”.
Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él ese día. Eran como las cuatro de la tarde. Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron lo que Juan el Bautista decía y siguieron a Jesús. El primero a quien encontró Andrés, fue a su hermano Simón, y le dijo: “Hemos encontrado al Mesías” (que quiere decir ‘el Ungido’). Lo llevó a donde estaba Jesús y éste, fijando en él la mirada, le dijo: “Tú eres Simón, hijo de Juan. Tú te llamarás Kefás” (que significa Pedro, es decir, ‘roca’).
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: dice Juan: “eran como las cuatro de la tarde”. Cuando leemos esas palabras nos puede venir el pensamiento de decir que no tenía eso mayor importancia. ¿Qué más da qué hora era?
Pero para el discípulo amado sí tenía mucha importancia: fue la hora en que cambió su vida para siempre. Fue la hora del amor que transformó su corazón. Su vida se dividió entre el antes y el después de conocerte a ti.
A partir de ese momento Juan debía conocer muy bien tus mandamientos, y permanecer en ti, que eres el camino, la verdad y la vida. Y tenía que prepararse para tomar la cruz de cada día, y morir contigo.
Señor ¿yo te conozco realmente? ¿Permanezco en tu amor?
Te trato en la oración, y te conozco “en los libros”, pero quisiera conocerte más, para poder ser un buen instrumento tuyo.
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdotes míos: yo soy el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
Es el sacerdote, en la configuración conmigo, el Cristo, el que eleva la ofrenda al Padre, uniéndose en mi único y eterno sacrificio, para que todo el que crea en mí y coma de este alimento de vida, que es mi Cuerpo y es mi Sangre, tenga vida eterna.
Si sus manos están sucias, por mi misericordia las purifico en el instante de la transubstanciación, para alimentar a mi pueblo.
Pero yo quiero manos que permanezcan limpias y puras. Yo quiero que ustedes, sacerdotes, permanezcan en mí todo el tiempo, como yo permanezco en ustedes.
Que cumplan mis mandamientos, para que permanezcan en Dios, y Dios en ustedes.
Que sean sacerdotes santos, para que sean ejemplo.
Para que guíen en el camino, siguiendo el camino. El Camino soy yo.
Para que prediquen la verdad, viviendo en la verdad. La Verdad soy yo.
Para que crean en mí y tengan vida. Yo soy la Vida.
Que cuando los llame me sigan, y vean mis señales, para que al enviarlos vayan como yo a anunciar la buena nueva del Reino de los Cielos.
Que permanezcan como un niño en los brazos de mi Madre, para que ella los vista de su pureza y los mantenga bajo su protección
Esta es mi mayor señal: el Hijo de Dios es el Cordero que quita los pecados del mundo, el Mesías, el Cristo, el que les dice: “Conviértanse, porque ya está cerca el Reino de los Cielos”.
El sacerdote es Cristo, y Cristo es el sumo y eterno sacerdote».
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Madre mía: falta poco tiempo para comenzar litúrgicamente el Tiempo Ordinario, que nos va llevando, a lo largo del año, a contemplar de modo continuo toda la vida de Jesús recogida en el santo evangelio.
Sé también que contemplando los misterios del Santo Rosario puedo conocer más a Jesús, porque tú eres el mejor camino para llegar a tu Hijo.
Yo quiero aprender de ti, porque tú supiste conservar en tu corazón toda la vida de Jesús, aprender de Él, atesorar y entender lo que te enseñaba.
Enséñame a hacerlo bien, para que, identificado con Cristo, pueda llevar a todas las almas el anuncio del Reino de los Cielos.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: que sea el Rosario señal de oración, y el Escapulario señal de Consagración.
Es así como permanecen en mis brazos y les doy mi protección. Es el camino más seguro para la conversión de su corazón, para vestirlos con mi pureza, cumpliendo los mandamientos por amor, viviendo en la virtud por amor, siendo ejemplo del amor.
Contemplen en el tesoro de mi corazón el misterio ahí guardado, misterio de la Santísima Trinidad.
Contemplen a mi Hijo, que crecía en estatura y en sabiduría, aprendiendo la ley y entendiéndolo todo, aun más que los sabios y los doctores, entendimiento que enseñaba.
Y mi Hijo, desde pequeño, fue discípulo y fue maestro.
Él aprendía con humildad a ser como los hombres. Y él enseñaba con sabiduría la ley de Dios a los hombres.
Él fue mi maestro. Todo lo que guardo en mi corazón, lo aprendí por Él, y yo lo podía atesorar y entender, porque el Espíritu Santo estaba conmigo.
Y era un niño y era Dios, y era sabiduría y entendimiento, y era toda la ciencia y era consejo, y era piedad y fortaleza, y de Él aprendí el temor de Dios.
Él veía las señales de Dios Padre. Decía que eran claras. Y vio que era hora de partir, y anunciar, y enseñar, y su alegría iluminó mi rostro.
Y me llenó de alegría, porque iba a anunciar la buena nueva del Reino de los Cielos, y yo todo eso lo entendía. Anuncio de libertad, de amor, de verdad, de salvación, ¡de vida!
Y al partir yo iba con Él, porque yo iba a donde fuera Él, porque el Espíritu Santo estaba conmigo y estaba con Él, y vivimos en completa comunión. Él en mí y yo en Él.
Y entendí que yo soy hija de Dios en el Hijo, y Madre de Dios por el Hijo, y esposa de Dios por el Espíritu Santo. Y en esta comunión entendí, que el Padre es uno, y el Hijo es uno y el Espíritu Santo es uno. Y los tres son Dios, que es uno. El Dios por el que se vive, al que se glorifica y se ama.
Entonces supe que en mi corazón no cabía otra voluntad más que la voluntad de Dios. Y a esa voluntad debía llevar a mi Hijo, y por Él a todos los hombres.
Y supe que Él debía predicar, y enseñar, y dar ejemplo, y eso era bueno.
Y supe que debía alentarlo a continuar, a pesar de su cansancio y la fatiga, y a pesar de la indiferencia, del rechazo y de las miserias de la gente.
Y lo siguieron, y lo aceptaron, y aprendieron palabras de vida, y se alimentaron de Él. Pero eso no era suficiente: cumplir la voluntad de Dios era dar la vida.
Y supe que en ese dar, también daría yo mi vida, por amor, por voluntad, para la salvación de lo que Dios más quería: las almas de todos los hombres.
Y las hizo mías, haciéndolos hijos, haciéndome Madre, para continuar alentando a mis hijos a cumplir esa voluntad, para su salvación y la gloria de Dios».
¡Muéstrate Madre, María!
8. CONTEMPLAR A JESÚS – EL QUE TIENE A DIOS NADA LA FALTA
DOMINGO II DEL TIEMPO ORDINARIO (B)
Vieron dónde vivía y se quedaron con él.
+ Del santo Evangelio según san Juan: 1, 35-42
En aquel tiempo, estaba Juan el Bautista con dos de sus discípulos, y fijando los ojos en Jesús, que pasaba, dijo: “Éste es el Cordero de Dios”. Los dos discípulos, al oír estas palabras, siguieron a Jesús. Él se volvió hacia ellos, y viendo que lo seguían, les preguntó: “¿Qué buscan?”. Ellos le contestaron: “¿Dónde vives, Rabí?”. (Rabí significa ‘maestro’). Él les dijo: “Vengan a ver”.
Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él ese día. Eran como las cuatro de la tarde. Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron lo que Juan el Bautista decía y siguieron a Jesús. El primero a quien encontró Andrés, fue a su hermano Simón, y le dijo: “Hemos encontrado al Mesías” (que quiere decir ‘el Ungido’). Lo llevó a donde estaba Jesús y éste, fijando en él la mirada, le dijo: “Tú eres Simón, hijo de Juan. Tú te llamarás Kefás” (que significa Pedro, es decir, ‘roca’).
Palabra del Señor.
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“En la presencia de Dios, en una lectura reposada del texto, es bueno preguntar, por ejemplo: «Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje? ... (Francisco, Evangelii Gaudium, n.153).
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: dice Juan: “eran como las cuatro de la tarde”. Cuando leemos esas palabras nos puede venir el pensamiento de decir que no tenía eso mayor importancia. ¿Qué más da qué hora era?
Pero para el discípulo amado sí tenía mucha importancia: fue la hora en que cambió su vida para siempre. Fue la hora del amor que transformó su corazón. Su vida se dividió entre el antes y el después de conocerte a ti.
A partir de ese momento Juan debía conocer muy bien tus mandamientos, y permanecer en ti, que eres el camino, la verdad y la vida. Y tenía que prepararse para tomar la cruz de cada día, y morir contigo.
Señor ¿yo te conozco realmente? ¿Permanezco en tu amor?
Te trato en la oración, y te conozco “en los libros”, pero quisiera conocerte más, para poder ser un buen instrumento tuyo.
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdotes míos: yo soy el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
Es el sacerdote, en la configuración conmigo, el Cristo, el que eleva la ofrenda al Padre, uniéndose en mi único y eterno sacrificio, para que todo el que crea en mí y coma de este alimento de vida, que es mi Cuerpo y es mi Sangre, tenga vida eterna.
Si sus manos están sucias, por mi misericordia las purifico en el instante de la transubstanciación, para alimentar a mi pueblo.
Pero yo quiero manos que permanezcan limpias y puras. Yo quiero que ustedes, sacerdotes, permanezcan en mí todo el tiempo, como yo permanezco en ustedes.
Que cumplan mis mandamientos, para que permanezcan en Dios, y Dios en ustedes.
Que sean sacerdotes santos, para que sean ejemplo.
Para que guíen en el camino, siguiendo el camino. El Camino soy yo.
Para que prediquen la verdad, viviendo en la verdad. La Verdad soy yo.
Para que crean en mí y tengan vida. Yo soy la Vida.
Que cuando los llame me sigan, y vean mis señales, para que al enviarlos vayan como yo a anunciar la buena nueva del Reino de los Cielos.
Que permanezcan como un niño en los brazos de mi Madre, para que ella los vista de su pureza y los mantenga bajo su protección
Esta es mi mayor señal: el Hijo de Dios es el Cordero que quita los pecados del mundo, el Mesías, el Cristo, el que les dice: “Conviértanse, porque ya está cerca el Reino de los Cielos”.
El sacerdote es Cristo, y Cristo es el sumo y eterno sacerdote».
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Madre mía: el Tiempo Ordinario nos va llevando, a lo largo del año, a contemplar de modo continuo toda la vida de Jesús recogida en el santo evangelio.
Sé también que contemplando los misterios del Santo Rosario puedo conocer más a Jesús, porque tú eres el mejor camino para llegar a tu Hijo.
Yo quiero aprender de ti, porque tú supiste conservar en tu corazón toda la vida de Jesús, aprender de Él, atesorar y entender lo que te enseñaba.
Enséñame a hacerlo bien, para que, identificado con Cristo, pueda llevar a todas las almas el anuncio del Reino de los Cielos.
Y ayúdame a vivir plenamente mi fe, ejerciendo mi sacerdocio in persona Christi, y haciendo las obras que Él hizo.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: que sea el Rosario señal de oración, y el Escapulario señal de Consagración.
Es así como permanecen en mis brazos y les doy mi protección. Es el camino más seguro para la conversión de su corazón, para vestirlos con mi pureza, cumpliendo los mandamientos por amor, viviendo en la virtud por amor, siendo ejemplo del amor.
Contemplen en el tesoro de mi corazón el misterio ahí guardado, misterio de la Santísima Trinidad.
Contemplen a mi Hijo, que crecía en estatura y en sabiduría, aprendiendo la ley y entendiéndolo todo, aun más que los sabios y los doctores, entendimiento que enseñaba.
Y mi Hijo, desde pequeño, fue discípulo y fue maestro.
Él aprendía con humildad a ser como los hombres. Y él enseñaba con sabiduría la ley de Dios a los hombres.
Él fue mi maestro. Todo lo que guardo en mi corazón, lo aprendí por Él, y yo lo podía atesorar y entender, porque el Espíritu Santo estaba conmigo.
Y era un niño y era Dios, y era sabiduría y entendimiento, y era toda la ciencia y era consejo, y era piedad y fortaleza, y de Él aprendí el temor de Dios.
Él veía las señales de Dios Padre. Decía que eran claras. Y vio que era hora de partir, y anunciar, y enseñar, y su alegría iluminó mi rostro.
Y me llenó de alegría, porque iba a anunciar la buena nueva del Reino de los Cielos, y yo todo eso lo entendía. Anuncio de libertad, de amor, de verdad, de salvación, ¡de vida!
Y al partir yo iba con Él, porque yo iba a donde fuera Él, porque el Espíritu Santo estaba conmigo y estaba con Él, y vivimos en completa comunión. Él en mí y yo en Él.
Y entendí que yo soy hija de Dios en el Hijo, y Madre de Dios por el Hijo, y esposa de Dios por el Espíritu Santo. Y en esta comunión entendí, que el Padre es uno, y el Hijo es uno y el Espíritu Santo es uno. Y los tres son Dios, que es uno. El Dios por el que se vive, al que se glorifica y se ama.
Entonces supe que en mi corazón no cabía otra voluntad más que la voluntad de Dios. Y a esa voluntad debía llevar a mi Hijo, y por Él a todos los hombres.
Y supe que Él debía predicar, y enseñar, y dar ejemplo, y eso era bueno.
Y supe que debía alentarlo a continuar, a pesar de su cansancio y la fatiga, y a pesar de la indiferencia, del rechazo y de las miserias de la gente.
Y lo siguieron, y lo aceptaron, y aprendieron palabras de vida, y se alimentaron de Él. Pero eso no era suficiente: cumplir la voluntad de Dios era dar la vida.
Y supe que en ese dar, también daría yo mi vida, por amor, por voluntad, para la salvación de lo que Dios más quería: las almas de todos los hombres.
Y las hizo mías, haciéndolos hijos, haciéndome Madre, para continuar alentando a mis hijos a cumplir esa voluntad, para su salvación y la gloria de Dios».
¡Muéstrate Madre, María!