22/09/2024

Jn 3, 1-8

55. RESUCITAR CON CRISTO – RENACER EN EL ESPÍRITU

EVANGELIO DEL LUNES DE LA SEMANA II DE PASCUA

El que no nace del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios.

+ Del santo Evangelio según san Juan: 3, 1-8

Había un fariseo llamado Nicodemo, hombre principal entre los judíos, que fue de noche a ver a Jesús y le dijo: “Maestro, sabemos que has venido de parte de Dios, como maestro; porque nadie puede hacer las señales milagrosas que tú haces, si Dios no está con él”.

Jesús le contestó: “Yo te aseguro que quien no renace de lo alto, no puede ver el Reino de Dios”. Nicodemo le preguntó: “¿Cómo puede nacer un hombre siendo ya viejo? ¿Acaso puede, por segunda vez, entrar en el vientre de su madre y volver a nacer?”.

Le respondió Jesús: “Yo te aseguro que el que no nace del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne, es carne; lo que nace del Espíritu, es espíritu. No te extrañes de que te haya dicho: ‘Tienen que renacer de lo alto’. El viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así pasa con quien ha nacido del Espíritu”.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: la liturgia pascual tiene un fuerte contenido bautismal. Desde los comienzos de la Iglesia se preparaban los catecúmenos para recibir el Bautismo en la Vigilia pascual, y se sigue haciendo ahora.

Ayer todavía nos decía san Pedro, en la liturgia del último día de la Octava de Pascua, que el Padre “nos concedió renacer a la esperanza de una vida nueva, que no puede corromperse ni mancharse”.

Hoy le dices a Nicodemo que hay que renacer de lo alto. Nacer de nuevo significa tener un “nuevo cuerpo”, dejar el hombre viejo para llegar a ser un hombre nuevo.

Dice san Pablo que por el bautismo fuimos sepultados contigo en tu muerte, para que, así como tú resucitaste, así también nosotros llevemos una vida nueva.

Jesús: por el Bautismo somos incorporados a la Iglesia, que es tu cuerpo. Yo quiero renacer de nuevo, siendo un miembro vivo de tu cuerpo, recibiendo la vida nueva del vientre bendito de Santa María, viviendo del Espíritu, e inmolándome contigo en el sacrificio del altar. ¿Cómo puedo tener parte contigo en este nuevo nacimiento?

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdote mío: no puedes resistirte a mi gracia, porque eres mío.

Mírame, contempla la sangre que brota de cada herida y que lava con la gracia cada miembro de mi cuerpo.

La sangre brota de una fuente puesta a disposición del pueblo santo de Dios, para lavar el pecado y la impureza.

La fuente soy yo, crucificado en la cruz, y mi sangre es abundante y preciosa, y a través de ella se derrama la gracia, que es recibida en un arca inmaculada y pura. El arca tiene nombre. Y su nombre es María.

Contempla cada herida y cada gota de sangre que brota incesante, y contempla mi cuerpo inmolado y mi rostro desfigurado.

Contempla cada parte de mi cuerpo vaciarse, hasta quedar sin vida.

Contempla mi corazón que late lentamente, y de pronto se detiene, mientras expiro de mi boca el último aliento.

Contempla en mis ojos cómo se apaga la luz.

Amigo, mío: el que quiera tener parte conmigo que se deje lavar los pies por mí. El que se ha bañado no necesita lavarse, porque está todo limpio.

Yo los hago a todos parte conmigo en la transubstanciación. Yo bendigo y parto el pan, y cuando yo digo “esto es mi cuerpo”, y cuando yo digo “este es el cáliz de mi sangre”, los hago a todos parte de mi cuerpo, que se hace presente de manera verdadera, real y substancial en la Eucaristía, para lavarlos con mi sangre y limpiarlos de toda suciedad e impureza, para encarnarlos conmigo en el vientre de mi Madre, y sembrarlos en tierra buena, haciéndolos a todos hijos del Padre, haciéndolos parte conmigo, para que todos seamos uno; haciéndola Madre de todos los hijos.

Es en este cuerpo en el que son todos incluidos, y en el que yo asumo todas sus culpas. Así como los hijos comparten la sangre y la carne, así comparto yo mi Carne y mi Sangre, para destruir, con mi muerte, la muerte por el pecado.

Un solo cuerpo formado de muchos miembros, para que, en un solo y único sacrificio mueran todos, y sean redimidos y resucitados en la gloria de mi resurrección. Todos los hombres unidos en un solo cuerpo: el mío, para morir y resucitar por mí, conmigo, en mí.

Pero si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Porque les he dado ejemplo, para que ustedes hagan lo mismo que yo he hecho con ustedes, porque no es más el siervo que su amo, ni el enviado más que el que lo envía.

Yo los envío para que ustedes den fruto y ese fruto permanezca. Quien acoja a quien yo envío, es a mí a quien acoge, y quien me acoge a mí, acoge a aquel que me ha enviado.

Yo te he dado mi semilla, que es mi Palabra. Yo te envío a llevar mi semilla y a sembrarla en la tierra buena que yo les he dado.

Prepara bien la tierra y esparce la semilla. Yo te aseguro que lo que caiga en tierra buena y fecunda, dará buen fruto.

No puedes resistirte a mi gracia, porque mi Madre, que es madre de todas las gracias, te las da a través de ella misma, como una madre alimenta a un hijo en su vientre dándole al cuerpo del hijo lo que él necesita. Pero debes querer ser parte y permanecer en ese cuerpo, del cual yo soy cabeza: la Santa Iglesia, que es tierra buena, es Madre.

Tú eres la semilla que yo mismo he plantado en la Iglesia, a imagen mía, en el vientre de mi Madre.

Pero la semilla tiene que ser inmolada, abierta, para que dé fruto y que cada uno sea conductor de la sangre en mi cuerpo, administrando la gracia, para lavar a todos los miembros del cuerpo.

Pero si tú mismo no mueres al mundo, no puedes ser resucitado de entre los muertos, porque la semilla que se siembra tiene que morir para que nazca la planta.

Cada uno de ustedes, mis sacerdotes, es también mi cuerpo, configurado conmigo, para hacer lo mismo: reunir sus miembros corruptibles, miserables, débiles, humanos, e inmolarse, renovando en la Eucaristía, cada vez, el mismo sacrificio uno y santo, mi muerte y mi resurrección, para resucitar en un cuerpo incorruptible, glorioso, fuerte, vivificado en el espíritu divino, porque los hombres no viven según la carne, sino según el espíritu, porque el espíritu de Dios habita en ustedes.

El que no tiene mi espíritu no me pertenece.

Pero si mi espíritu habita en ustedes, aunque el cuerpo haya muerto por el pecado, el espíritu les dará la vida.

Todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios, y si son hijos también son herederos de Dios, y coherederos míos, si comparten mis sufrimientos, para ser glorificados conmigo. Por tanto, cada hijo de Dios es tierra buena, en la que Él planta su semilla, para que muera, para que de esa muerte brote la vida nueva.

Esa es la renovación del alma sacerdotal.

Y todo el que haya dejado casa, hermanos, padre, madre o tierras por mí y por el Evangelio, recibirá el ciento por uno ahora y después la vida eterna.

Porque el que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará.

Quien a ti te recibe a mí me recibe, y quien a mí me recibe, recibe a aquel que me ha enviado.

Yo te envío a dar testimonio de fe, de esperanza y de caridad a través de la obediencia, para que se vea lo que hago yo en tierra buena, bien dispuesta.

 Yo te envío a llevar la paz de mi resurrección a cada casa.

Mi Madre acoge a quien yo he enviado, y por amor a Dios y por amor al prójimo, te acogió a ti, porque te ama, cumpliendo con esto todo lo que yo les he venido a enseñar: amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo».

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Madre de los sacerdotes: tú me recibiste a mí, como tu hijo, junto a la cruz de Jesús, y Dios te dio la gracia para engendrarnos a todos espiritualmente, especialmente a tus hijos sacerdotes, representados por Juan, y con esa gracia amarnos con amor de madre.

Como buena madre, quieres lo mejor para tus hijos, y por eso quieres nuestra plena identificación con Cristo, haciéndonos una misma cosa con Él. Ayúdanos a que nuestra entrega sea completa, para morir y resucitar con Él.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijos míos, sacerdotes: ustedes han sido engendrados espiritualmente en mi vientre, y han sido plantados como semilla buena en tierra buena, para que crezcan, para que se alimenten y den fruto, y ese fruto permanezca.

Pero hay que triturar la semilla en el vientre, para que muera al mundo, aunque duela. Porque no se puede resucitar en el cuerpo de Cristo si no se muere primero, en ese mismo cuerpo con Él. Y no se puede morir en ese cuerpo si no se pertenece primero a Él. Es necesario ser sembrado en el cuerpo de Cristo para nacer, morir y resucitar con Él. Todo lo que no pertenece a ese bendito y sagrado cuerpo de Cristo no se aprovecha, y no sirve para nada.

El sacerdote, que es Cristo, debe asumir a cada miembro de la Iglesia como suyo, inmolarse y morir al mundo, para resucitarlos en Cristo y darles vida eterna.

La semilla que cae en tierra buena crece y da fruto al ciento por uno. Pero si el sacerdote no resucita, no sirve de nada a su alma haber resucitado a tantas otras.

Mi misión como Madre es acompañar y auxiliar en todo momento al hijo, para que él entregue todo, hasta el espíritu. Porque el espíritu es lo que resucita y da vida. Así es como la Madre da vida a la Iglesia».

¡Muéstrate Madre, María!