22/09/2024

Jn 9, 1-41

26A. LA ALEGRÍA DE LA CONVERSIÓN – ABRIR LOS OJOS DEL ALMA

EVANGELIO DEL DOMINGO DE LA IV SEMANA DE CUARESMA

(DOMINGO LAETARE)

Fue, se lavó y volvió con vista.

Del santo Evangelio según san Juan: 9, 1-41

En aquel tiempo, Jesús vio al pasar a un ciego de nacimiento, y sus discípulos le preguntaron: “Maestro, ¿quién pecó para que éste naciera ciego, él o sus padres?” Jesús respondió: “Ni él pecó, ni tampoco sus padres. Nació así para que en él se manifestaran las obras de Dios. Es necesario que yo haga las obras del que me envió, mientras es de día, porque luego llega la noche y ya nadie puede trabajar. Mientras esté en el mundo, yo soy la luz del mundo”.

Dicho esto, escupió en el suelo, hizo lodo con la saliva, se lo puso en los ojos al ciego y le dijo: “Ve a lavarte en la piscina de Siloé” (que significa ‘Enviado’). Él fue, se lavó y volvió con vista.

Entonces los vecinos y los que lo habían visto antes pidiendo limosna, preguntaban: “¿No es éste el que se sentaba a pedir limosna?” Unos decían: “Es el mismo”. Otros: “No es él, sino que se le parece”. Pero él decía: “Yo soy”. Y le preguntaban: “Entonces, ¿cómo se te abrieron los ojos?” Él les respondió: “El hombre que se llama Jesús hizo lodo, me lo puso en los ojos y me dijo: ‘Ve a Siloé y lávate’. Entonces fui, me lavé y comencé a ver”. Le preguntaron: “¿En dónde está él?” Les contestó: “No lo sé”.

Llevaron entonces ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día en que Jesús hizo lodo y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaron cómo había adquirido la vista. Él les contestó: “Me puso lodo en los ojos, me lavé y veo”. Algunos de los fariseos comentaban: “Ese hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado”. Otros replicaban: “¿Cómo puede un pecador hacer semejantes prodigios?” Y había división entre ellos. Entonces volvieron a preguntarle al ciego: “Y tú, ¿qué piensas del que te abrió los ojos?” Él les contestó: “Que es un profeta”.

Pero los judíos no creyeron que aquel hombre, que había sido ciego, hubiera recobrado la vista. Llamaron, pues, a sus padres y les preguntaron: “¿Es éste su hijo, del que ustedes dicen que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?” Sus padres contestaron: “Sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego. Cómo es que ahora veo quién le haya dado la vista, no lo sabemos. Pregúntenselo a él; ya tiene edad suficiente y responderá por sí mismo”. Los padres del que había sido ciego dijeron esto por miedo a los judíos, porque éstos ya habían convenido en expulsar de la sinagoga a quien reconociera a Jesús como el Mesías. Por eso sus padres dijeron: ‘Ya tiene edad; pregúntenle a él’.

Llamaron de nuevo al que había sido ciego y le dijeron: “Da gloria a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es pecador”. Contestó él: “Si es pecador, yo no lo sé; solo sé que yo era ciego y ahora veo”. Le preguntaron otra vez: “¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos?” Les contestó: “Ya se lo dije a ustedes y no me han dado crédito. ¿Para qué quieren oírlo otra vez? ¿Acaso también ustedes quieren hacerse discípulos suyos?” Entonces ellos lo llenaron de insultos y le dijeron: “Discípulo de ese lo serás tú. Nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios. Pero ese, no sabemos de dónde viene”.

Replicó aquel hombre: “Es curioso que ustedes no sepan de dónde viene y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, pero al que lo teme y hace su voluntad, a ese sí lo escucha. Jamás se había oído decir que alguien abriera los ojos a un ciego de nacimiento. Si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder”. Le replicaron: “Tú eres puro pecado desde que naciste, ¿cómo pretendes darnos lecciones?” Y lo echaron fuera.

Supo Jesús que lo habían echado fuera, y cuando lo encontró, le dijo: “¿Crees tú en el Hijo del hombre?” Él contestó: “¿Y quién es, Señor, para que yo crea en él?” Jesús le dijo: “Ya lo has visto; el que está hablando contigo, ese es”. Él dijo: “Creo, Señor”. Y postrándose, lo adoró.

Entonces le dijo Jesús: “Yo he venido a este mundo para que se definan los campos: para que los ciegos vean, y los que ven queden ciegos”. Al oír esto, algunos fariseos que estaban con él le preguntaron: “¿Entonces, también nosotros estamos ciegos?” Jesús les contestó: “Si estuvieran ciegos, no tendrían pecado; pero como dicen que ven, siguen en su pecado”.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: es toda una catequesis esta escena del Santo Evangelio. En todos tus milagros nos has dejado enseñanzas, pero hemos de profundizar, meditar despacio cada palabra tuya, cada gesto, y todo lo que sucede alrededor de ti.

La curación de un ciego nos habla de la importancia que tú das para ver la luz, que eres tú mismo. Hoy nos dices que se trata de manifestar las obras de Dios. Es necesario que los que están ciegos abran los ojos, que te vean, porque viene la noche, cuando ya no podrán hacerlo.

Qué pena que siga habiendo hombres que no quieren ver, que no quieren verte, siendo tú la luz, siendo tú la belleza. Les falta la fe, porque teniendo ojos no ven, y teniendo oídos no escuchan.

Tú podías haber devuelto la vista a aquel hombre sin necesidad de saliva, ni de lodo, ni del agua de la piscina. Pero querías suscitar su fe. Él obedeció, hizo lo que le pediste, y pudo ver la luz, por primera vez.

Señor, auméntanos la fe, y ayúdanos, para que acudamos confiadamente a tus sacramentos para recibir la gracia y que se abran bien nuestros ojos, para contemplarte y aprender de ti.

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdote mío: por tu fe han sido abiertos tus ojos y has visto bien.

Con tus ojos del cuerpo has visto la belleza imaginable de la creación de Dios.

Con tus ojos del alma has visto la belleza no imaginable del poder de Dios.

Amigo mío: contempla mi rostro desfigurado y mi cuerpo martirizado y destrozado, y dime qué tan grande es tu fe.

Contempla mis manos y mis pies clavados en esta cruz, y mi cuerpo inmolado y desnudo, pero vestido de sangre, y dime qué tan grande es tu fe.

Contempla cada herida de mi cuerpo flagelado, y dime qué tan grande es tu fe.

Contempla la corona de la burla clavada en mi cabeza y mi rostro escupido y golpeado, y dime qué tan grande es tu fe.

¿Es tan grande tu fe para creer que este hombre destruido es un Rey, pero que su Reino no es de este mundo?

¿Es tan grande tu fe para creer que en este cuerpo humano martirizado se encuentra también la divinidad de Dios?

¿Es tan grande tu fe para creer que este templo destruido fue reconstruido en tres días?

Contempla a mi Madre y dime ¿es tan grande tu amor, como para aceptarla como tu Madre y llevarla a vivir contigo?

¿Es tan grande tu fe para creer que en mí los haya hecho hijos a todos?

Contempla a mi discípulo, el más amado, y dime ¿es tan grande tu amor como para permanecer conmigo cuando todos me han abandonado?

¿Es tan grande tu fe como para creer en mi Palabra y ponerla en práctica?

¿Es tan grande tu fe como para creer que he resucitado y que estoy vivo?

Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos. ¿Qué tan grande es tu amor?

Amigo mío: antes de formarte en el vientre yo ya te conocía, y antes de que nacieras te tenía consagrado yo. Profeta de las naciones te constituí, para que lleves mi Palabra a todos los rincones de la tierra.

No digas soy un muchacho, porque mi gracia te basta.

Hijo: ahí tienes a tu Madre. Madre: ahí tienes a tu hijo.

Yo te pido tu confianza, tu fe y tu amor, para que la misericordia derramada de la cruz llegue a todos.

Tengo sed, dame de beber, tráeme almas, tráeme a mis amigos. Este es mi llamado, te estoy hablando a ti, deja todo, toma tu cruz y sígueme.

Sacerdotes míos, pastores de mi pueblo, guías de mi rebaño, apóstoles de la fe, discípulos humildes, pescadores incansables, amigos fieles, pecadores irremediables: manténganse en la cruz crucificando sus pecados, renunciando al egoísmo que los aprisiona, permaneciendo despiertos en la espera de ser liberados.

Es por mi Palabra que se extiende la fe, y es la boca de ustedes la que proclama mi Palabra, para que se escuche mi voz.

Es por la fe que se abren los ojos, para que los ciegos vean.

Es por la fe que serán salvados, cuando el Hijo del hombre vuelva con toda su majestad y poder.

Es subiendo y permaneciendo en mi cruz, con un corazón contrito y humillado, que se demuestra la fe.

Es demostrando la fe que se conquista con el ejemplo.

Pero es por las obras que serán juzgados, cuando el Hijo del hombre vuelva con toda su justicia y esplendor.

Son las obras de misericordia apelables a mi justicia.

Es desde la cruz en donde se derrama la misericordia.

Es cumpliendo mis mandamientos en la virtud como se sube a la cruz.

Es la pureza de mi Madre quien los sostiene para que perseveren, para que permanezcan, para que venzan, porque el Espíritu Santo está con Ella.

Es en el sí de María que el Verbo se hizo carne para habitar entre los hombres.

Es en el sí del sacerdote en el que el Verbo se hace carne para habitar dentro de los hombres.

Es en el servicio en el que ustedes hacen pan y hacen vino, para transformarlo en ofrenda, uniéndola a mi sacrificio, para que el Verbo se encarne y se haga Eucaristía.

Sacerdotes de mi pueblo, amigos del Hijo del hombre: háganse pan y háganse vino, y yo los haré Eucaristía conmigo».

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Madre nuestra: la Iglesia celebra hoy el domingo de la alegría, recordando a media Cuaresma que la conversión de un pecador debe ser siempre motivo de alegría, como lo enseñan las parábolas de la misericordia.

Y también es motivo de alegría el servicio a Dios y a las almas, porque la recompensa será grande en el cielo. Pero qué tristeza da cuando uno se encuentra personas, como esos fariseos, que están ciegos para las cosas de Dios, que se resisten a ver la luz, por soberbia, porque no quieren convertirse.

Los sacerdotes tenemos muchas experiencias de cómo la gracia de Dios produce la paz y la alegría en los corazones, cuando reciben el sacramento de la reconciliación, el sacramento de la alegría. Pero debemos primero llevar la alegría por dentro, luchando por nuestra propia conversión.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: ¿cuál es tu alegría? Déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijos míos, sacerdotes: la alegría de mi corazón son ustedes, cuando me acompañan.

Mi alegría es cada alma convertida, cada corazón humillado y arrepentido que se abre a la misericordia y al amor.

Mi alegría son ustedes cuando se acercan a mí, para recibir las gracias que yo tengo para ustedes y que les quiero entregar.

Mi alegría es cada uno de ustedes, entregándose en el altar, en el único y eterno sacrificio, configurado con Cristo.

Mi alegría es llevar la paz a cada alma reconciliada con mi Hijo, cuando vuelve a su amistad.

Mi alegría es la gloria de Dios cuando reciben a mi Hijo, cuando le entregan su voluntad, cuando se reconocen frágiles y se dejan abrazar.

Mi alegría es que se hagan como niños.

Mi alegría son almas santas para llenar el cielo.

Mi alegría es darles y que reciban mi auxilio, que se reconozcan hijos y que me llamen Madre.

Mi alegría es que confíen en mi amor maternal, que los guía en el camino hacia la eternidad a través de Cristo, que es el único por quien se puede llegar, atraídos por el Padre a la unión en el Hijo, por el Espíritu Santo, para la eternidad y la gloria del Padre.

La alegría de servir a Dios sirviendo a Jesús, esa es mi alegría.

Compartan mi alegría, manteniéndose en la obediencia a la Santa Iglesia y en la disposición de servir, fortaleciendo su fe, en la alegría de servir a Cristo.

Es tiempo de construir, a partir de la piedra que desecharon los arquitectos y ahora es la piedra angular.

Es tiempo de empezar a preparar la tierra, porque el sembrador ya ha regado la semilla.

Es tiempo de caminar sin descanso labrando y abonando la tierra.

Es tiempo de reunirse y permanecer en oración en torno a mí, para que las gracias se derramen y los fortalezcan.

Es tiempo de caminar, en la alegría de entregar su vida sirviendo a Cristo, que es el Rey de reyes y Señor de señores.

El camino es largo y es camino de cruz, pero sepan que Jesús está con ustedes todos los días de su vida. Yo intercedo por ustedes para la unidad de la Iglesia, para que regresen al amor primero, porque quiero sacerdotes santos.

Es tiempo de humillación y de penitencia.

Es tiempo de perdón y de misericordia.

Es tiempo de reconciliación y de conversión.

Es tiempo de limpiar la casa con mano firme.

Es tiempo de enderezar lo que está torcido.

Es tiempo de reencontrar lo que se ha perdido.

Es tiempo de construir sobre roca firme y cimientos fuertes.

Es tiempo de caminar en la alegría de servir a Cristo.

Es tiempo de encender las velas y ponerlas en los candeleros, para encender los corazones de los que han sido llamados para ser la luz y la sal de la tierra.

Es tiempo de unión del pueblo santo de Dios.

Es tiempo de oración con el corazón contrito y humillado, para recibir la gracia de la conversión, fortaleciendo el querer, para entregar la voluntad, para hacer la voluntad de Dios.

Es tiempo de crecer para morir al mundo.

Es tiempo de renunciar al hombre viejo, para nacer como hombres nuevos en la resurrección de Cristo, por quien han sido hechas nuevas todas las cosas.

Es tiempo de aceptación, y de invitar a todos al banquete, para vestirlos de fiesta.

Es tiempo de expulsar a los demonios que han entrado a mi Iglesia.

Es tiempo de exponer los corazones a la conversión, y enviarlos a la predicación con el testimonio de la misericordia.

Es tiempo de exaltar la cruz de Cristo en todas las naciones del mundo, invitando a la conversión. Y el que esté libre de pecado que arroje la primera piedra.

Es tiempo de formar a los pastores y ahuyentar a los lobos.

Es tiempo de fortalecer a los pastores.

Es tiempo de reforma, de reevangelización, de levantar de las sillas a los cómodos y de enviarlos de dos en dos a predicar el Evangelio, a través de la Palabra y de la misericordia.

Es tiempo de prepararse y permanecer en vela, porque nadie sabe ni el día ni la hora. Pero el que ha de venir está a la puerta y llama.

Es tiempo de escuchar su voz y de abrirle la puerta. El que tenga oídos que oiga.

Es tiempo de hacer lo que Él dice, para que sean ustedes sacerdotes misioneros que lleven la misericordia de Cristo, derramada en la cruz, a todos los rincones del mundo.

Es tiempo de llevarles mi auxilio y mi compañía.

Es tiempo de que se abran a recibir la gracia y la misericordia, porque quiero sacerdotes santos».

¡Muéstrate Madre, María!