92. SIN SER DEL MUNDO – FORTALECER LA FE
EVANGELIO DEL MIÉRCOLES DE LA SEMANA VII DE PASCUA
Padre, que ellos sean uno, como nosotros.
+ Del santo Evangelio según san Juan: 17, 11-19
En aquel tiempo, Jesús levantó los ojos al cielo y dijo: “Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros. Cuando estaba con ellos, yo cuidaba en tu nombre a los que me diste; yo velaba por ellos y ninguno de ellos se perdió, excepto el que tenía que perderse, para que se cumpliera la Escritura.
Pero ahora voy a ti, y mientras estoy aún en el mundo, digo estas cosas para que mi gozo llegue a su plenitud en ellos. Yo les he entregado tu palabra y el mundo los odia, porque no son del mundo, como yo tampoco soy del mundo. No te pido que los saques del mundo, sino que los libres del mal. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
Santifícalos en la verdad. Tu palabra es la verdad. Así como tú me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo. Yo me santifico a mí mismo por ellos, para que también ellos sean santificados en la verdad”.
Palabra del Señor.
+++
REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: sigo meditando en tu oración sacerdotal, dirigiéndote al Padre después de tu discurso de despedida, en la Última Cena. Y me conmueve que, en esa oración, ocupe un lugar especial la petición por tus discípulos.
Le dices al Padre que el mundo los odia, porque no son del mundo. La historia de la Iglesia demuestra que eso sigue sucediendo hasta el día de hoy, con el riesgo incluso de perder la propia vida. Es la resistencia a tu Palabra. Y nosotros, sacerdotes, que somos enviados al mundo para predicar la verdad del Evangelio, de palabra y de obra, estamos expuestos todo el tiempo a ese odio.
Confiamos, Señor, en tu ayuda. Tú pediste al Padre que nos libre del mal, porque debemos permanecer en el mundo, para santificarlo, para conducirlo hacia ti.
Y confiamos también en la protección de nuestra Madre, que no nos abandona nunca.
Jesús: ¿cómo debo vivir en el mundo, sin ser del mundo?
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
+++
«Amigo mío: no quiero que te preocupes, quiero que te ocupes de mis cosas y de las de mi Madre. Confía en mí. Yo me ocuparé de ti y te protegeré, porque te amo.
Yo pedí al Padre que cuidara de mis apóstoles y que los protegiera. El enemigo no descansará. Oremos juntos, con mi Madre y todos los santos, mirando hacia lo alto del trono: Padre Nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, no nos dejes caer en tentación y líbranos del maligno.
Pastores de mi pueblo, muy amados míos: Dios Padre es un Dios enamorado de los hombres. Tan enamorado, que se ha despojado de su único Hijo para entregárselos y así enamorarlos. Pero el amor no obliga, el amor convence y enamora, el amor llama y se da, y espera ser correspondido, espera ser amado.
Así como mi Padre me ha enviado al mundo por ustedes, así le ruego yo que, ahora que me ha traído de vuelta a su presencia, se despoje de Él mismo y de mí mismo, por medio del Espíritu, para enviarlo al mundo por ustedes, para proteger lo que yo ya he ganado.
La cruz es el arma con que yo he vencido al mundo. Aquí está el poder. Este es el símbolo del amor. Yo no les he dado espadas para matar, les he dejado mi cruz para morir y para vencer al mundo. Las espadas se las darán mis ángeles para conquistar, para transformar, para convertir, para enamorar, para encender los corazones con el fuego del amor que el Espíritu Santo infundirá en ustedes. Pero la cruz es el arma para vencer.
Mi Padre les enviará al Espíritu Santo para fortalecer sus corazones. Yo les he dado ya su cruz a cada uno para vencer al mundo. Pero deben querer, deben pedir, deben recibir y deben entregarse, como yo. Porque al que pide se le dará, al que llama se le oirá, y al que toca se le abrirá. Quieran, pidan, reciban y entréguense en mi cruz, para morir y resucitar conmigo, para vencer, y vivir en mí, como yo vivo en ustedes.
Que la sangre de mi cruz los proteja, y los dones de mi Espíritu los fortalezcan.
Recibe, amigo mío, los dones de mi Espíritu Santo, para que te santifiques conmigo por todos los que no quieren o no saben recibir. Entrégate tú por ellos, y por medio de tu entrega y tu oración, permite que llegue a ellos, como el Bautismo a un bebé en brazos de su madre. Yo te cubro y te protejo del maligno con mi sangre, y te bendigo en el Espíritu y en mi Padre.
Yo he rogado al Padre por ustedes, mis amigos, no para que los saque del mundo, sino para que los proteja del mal, porque ustedes no son del mundo.
Yo he caminado con ustedes y les he mostrado el camino en medio del mundo. Yo soy el camino.
Yo he padecido y compadecido las tribulaciones y las tentaciones del mundo, y sé la dificultad para mantenerse y perseverar. Por eso ruego al Padre. Y el Padre, en su infinita misericordia, me ha concedido su protección, su auxilio, su compañía, para que no estén solos mientras yo participo con Él de su gloria, para que sean uno conmigo, como yo soy uno con mi Padre.
Él envía al Espíritu Santo, Paráclito, Espíritu de Verdad –que es Dedo de Dios, Sello de protección, Paloma de paz, Luz, Unción, Dador de vida–, a encender con su fuego los corazones de ustedes, mis amigos, para fortalecer su voluntad, para animar su valentía, para santificarlos en la verdad, para protegerlos del mal y de las tentaciones del mundo. Porque entre ustedes hay profetas y falsos profetas, hay pastores y hay lobos rapaces, hay ovejas y hay lobos disfrazados de ovejas, hay falsos predicadores y doctrinas extrañas, hay tentaciones que los encadenan al mundo, porque el mundo los odia, porque son como yo, y no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
Él, en su infinita misericordia, ha visto el dolor que me causaba dejarlos. Él me los dio para cuidarlos, y me ha concedido quedarme, aun cuando permanezco sentado a su derecha compartiendo su gloria. Y me he quedado en presencia viva, en Eucaristía. Y he subido al cielo para que el Espíritu Santo, el Consolador, sea enviado al mundo, para guiar a los hombres en la verdad y enseñarles todas las cosas, como yo también fui enviado para rescatar a los hombres del mundo, pagando con mi sangre su rescate, para que, por mi misericordia, sean unidos en mí por el Espíritu y en filiación divina al Padre.
La efusión del amor que el poder infinito de Dios en su tercera Persona manifiesta a los hombres es Pentecostés, y es la respuesta misericordiosa del Padre a la petición del Hijo, que ha sido obediente hasta la muerte. Porque tanto amo Dios al mundo que le entregó a su único Hijo para que el que crea en Él se salve. Y es por ese amor que todo lo que pidan en el nombre del Hijo les será concedido.
Él, en su infinita misericordia, y como muestra de su generosidad, ha concedido la compañía y la protección de mi Madre para cada uno de sus hijos, y todo el que permanezca reunido con ella sea atraído a mí. Porque nadie puede ir al Padre si no es por el Hijo, y nadie puede ir al Hijo si el Padre no lo atrae hacia Él.
Amigo mío: no pienses en ti, piensa siempre en mí, como yo pienso siempre en ti. Yo te he llamado para acompañar a mi Madre, para que recibas el abrazo misericordioso de mi Padre, y seas atraído a mí, con la fuerza del Espíritu Santo. Acompáñame y permanece como yo, siempre dispuesto a dar, porque hay más felicidad en dar que en recibir. Y el que da, también recibe, porque nadie puede dar lo que no tiene. Recibe al Espíritu de la verdad, y permanece unido a mi Madre en mí, como yo permanezco en ti».
+++
Madre mía: bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios. Danos la fortaleza de tu presencia en la cruz de Jesús, para rechazar con valentía las tentaciones que nos presenta el mundo para alejarnos de Dios.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
+++
«Hijo mío: ¿de qué te preocupas? ¿No estoy yo aquí que soy tu madre?
Haz lo que mi Hijo te diga y verás milagros. Yo te acompaño y me quedo contigo.
Algunos de ustedes, mis hijos sacerdotes, se portan mal, porque les faltan fuerzas; pero confían en su debilidad, porque la soberbia los ata al mundo, y aunque tienen ojos no ven, y aunque tienen oídos no escuchan.
Dios, en su infinita bondad, me ha permitido reunirlos, como Él siempre ha querido, en su abrazo misericordioso, como una gallina reúne bajo sus alas a sus pollitos, para protegerlos y para enviar al que vivifica con su fuerza: el Espíritu Santo.
Mi Hijo, que ha subido al cielo, se ha quedado en presencia, en Cuerpo, en Sangre, en Divinidad, en Eucaristía, para que ninguno de los que su Padre le ha dado se pierda. Pero la batalla es dura.
La mies es mucha, y los obreros pocos, y están débiles, porque tienen miedo, les falta fe. Es tiempo de reunirlos para fortalecerlos, y Él me ha dado los medios para reunir a los dispersos, en un abrazo misericordioso de Padre, a través de mi presencia de Madre».
¡Muéstrate Madre, María!