22/09/2024

Jn 19, 1-16

45. DONACIÓN TOTAL – SIETE PALABRAS EN LA CRUZ

EVANGELIO DEL VIERNES SANTO

+ Del santo evangelio según san Juan: 19, 1-16

“Aquí está el hombre”

En aquel tiempo Pilato tomó a Jesús y lo mandó azotar. Los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza, le echaron encima un manto color púrpura, y acercándose a él, le decían:

– “¡Viva el rey de los judíos!”.

Y le daban de bofetadas.

Pilato salió otra vez afuera y les dijo:

“Aquí lo traigo para que sepan que no encuentro en él ninguna culpa”.

Salió, pues, Jesús, llevando la corona de espinas y el manto color púrpura. Pilato les dijo:

– “Aquí está el hombre”.

Cuando lo vieron los sumos sacerdotes y sus servidores, gritaron:

– “¡Crucifícalo, crucifícalo!”.

Pilato les dijo:

– “Llévenselo ustedes y crucifíquenlo, porque yo no encuentro culpa en él”.

Los judíos le contestaron:

– “Nosotros tenemos una ley y según esa ley tiene que morir, porque se ha declarado Hijo de Dios”.

Cuando Pilato oyó estas palabras, se asustó aún más, y entrando otra vez en el pretorio, dijo a Jesús:

– “¿De dónde eres tú?”.

Pero Jesús no le respondió. Pilato le dijo entonces:

– “¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y autoridad para crucificarte?”

Jesús le contestó:

– “No tendrías ninguna autoridad sobre mí, si no te la hubieran dado de lo alto. Por eso, el que me ha entregado a ti tiene un pecado mayor”.

Desde ese momento Pilato trataba de soltarlo, pero los judíos gritaban:

– “¡Si sueltas a ese, no eres amigo del César!; porque todo el que pretende ser rey, es enemigo del César”.

Al oír estas palabras, Pilato sacó a Jesús y lo sentó en el tribunal, en el sitio que llaman “el Enlosado” (en hebreo Gábbata). Era el día de la preparación de la Pascua, hacia el mediodía. Y dijo Pilato a los judíos:

– “Aquí tienen a su rey”.

Ellos gritaron:

– “¡Fuera, fuera! ¡Crucifícalo!”

Pilato les dijo:

– “¿A su rey voy a crucificar?”

Contestaron los sumos sacerdotes:

– “No tenemos más rey que el César”.

Entonces se lo entregó para que lo crucificaran.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: muchos de los personajes que aparecen en los relatos de tu Pasión “no saben lo que hacen”.

Yo pienso que si ellos hubieran sabido que tú eres el Hijo de Dios no habrían actuado así. A ninguno de ellos se le hubiera pasado por la cabeza la posibilidad de ofenderte. Al contrario, harían todo lo posible por salvarte.

Es verdad que había muchos indicios sobre tu verdadera realeza, sobre tu filiación única con el Padre; pero también es verdad que había muchos demonios ese día, y querían a toda costa quitarte la vida.

Todos los años meditamos tu Pasión en la Semana Santa, y siempre consideramos lo mismo: “son mis pecados los que causaron la muerte de Cristo”. No fueron sólo los pecados de esos personajes que cuenta el Evangelio, sino los míos y los de todos los hombres.

Jesús: ahora sí que sabemos bien quién eres, y aun así te seguimos ofendiendo. Ayúdame, Señor, a permanecer muy unido a ti en la cruz para no ofenderte.

Señor: ¿cómo deben ser mis sentimientos, como sacerdote, al meditar tu Pasión?

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdote mío: yo soy Rey, y me han sentado y me han coronado delante de mucha gente.

Mi trono es el pretorio y mi corona es de espinas.

Mi rostro está golpeado y desfigurado.

Mi cuerpo está lleno de heridas, flagelado, sangrante.

Mi semblante es de un Rey, pero mi Reino no es de este mundo.

Un hombre me rinde los honores para presentarme al pueblo: “aquí está el hombre”. Y el pueblo grita a una sola voz: ¡crucifícalo!

Apóstol mío: acompáñame.

Pienso en mi Padre. Mira como lo humillan, mira como lo desprecian, mira como su pueblo lo rechaza. Esta es su creación. Esto es lo que he venido a salvar en obediencia a su voluntad. Estos son los que me seguían, los que me alababan, los que creían en mi Palabra, los que me aclamaban como Rey.

Pero hoy ven en mí solamente al hombre. Están decepcionados, están enojados. Mira cuántos demonios los tienen dominados. Están atados y esclavizados con cadenas, y no se dan cuenta. Mira con cuánto odio me ven y me insultan. Mira cómo el pecado los vuelve contra mí.

Y ¿dónde están mis amigos?

Los que ayer decían amarme, hoy me han abandonado.

Todos se han ido. Sólo quedan los que quieren matarme con sus manos, los despiadados, los que no me quieren.

Pero los que me abandonan también me matan, con su indiferencia, con sus miedos, con sus dudas, con su ausencia.

Y sufro por mi Padre, porque Él sufre a través de mí, porque Él es rechazado a través de mí, porque yo soy el rostro del Dios que amó tanto al mundo, que dio a su único Hijo para salvarlos.

Y soy el rostro del Dios que los hombres han rechazado, desechado, perseguido, acusado, juzgado y entregado a la muerte.

Yo soy el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, entregado a los lobos, entre sus garras y sus fauces, para ser sacrificado.

Y pienso en mi Madre, que no me abandona, que permanece unida a mí y me fortalece. Acompáñame y acompáñala a ella, consuélala, compadece su dolor y nunca la abandones.

Y pienso en ti, mi amado amigo, el que nunca me abandona, porque siempre está con ella.

Y pienso en esos otros amigos míos que sufren por mí, pero sufren más por ellos mismos, porque les falta valor, porque sus fuerzas los han traicionado, porque les falta fe, porque la culpa los mantiene escondidos, porque están paralizados por el miedo, resignados a vivir sin mí, en soledad, en angustia, sin luz, en tinieblas.

Permanece unido a mi Madre y ve a buscar a esos amigos míos cuando yo me haya ido. Reúnelos con mi Madre y permanezcan con ella, fortaleciéndose en la unidad del Espíritu Santo, celebrando el memorial de mi muerte, adorando esta carne y esta sangre, hasta que vuelva.

Los que me crucifican sólo ven un hombre, porque sus ojos han sido cegados y no pueden ver que en este Hombre se entrega todo un Dios, para salvar a los hombres.

Dios Padre, que abraza en esta cruz a su pueblo, para hacerlos hijos.

Dios Hijo, que extiende los brazos en esta cruz, para crucificar los pecados de su pueblo.

Dios Espíritu Santo, que fortalece con sus Dones al hombre que carga esta cruz, para perseverar en esta entrega, donación total de Dios hecho hombre a los hombres, para hacer nuevas todas las cosas, en unidad al Padre y al Hijo, renovando la creación de Dios, para hacerla suya para siempre, en unidad, en filiación divina.

Amigo mío: escucha mis palabras. Sigo hablando desde mi cruz.

“Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

Ustedes, sacerdotes, son a los que he llamado y he escogido para quedarse conmigo, para ser mis amigos, para ser Cristos como yo.

Pero se han ido, me han abandonado, se han alejado de mi amistad, por su mal comportamiento, por su falta de fe, por no querer entregarse a mi voluntad.

Porque tienen miedo de hacer mi voluntad.

Porque dicen escucharme, pero no me escuchan.

Porque dicen seguirme, pero no lo dejan todo.

Porque dicen amarme, pero no lo demuestran.

Porque predican mi Palabra, pero no creen en ella.

Porque enseñan los mandamientos de la fe, pero no los cumplen.

Porque confiesan y absuelven, pero no se arrepienten y no piden perdón.

Porque hacen bajar el pan vivo del cielo para alimentar al pueblo, pero no me ven; me tienen entre sus manos y no me sienten; me exponen en el altar y no me adoran.

Porque no saben lo que hacen.

Pero la puerta de la misericordia ha sido abierta, para que entren ustedes primero y luego traigan a mi pueblo.

“Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”

Yo quiero que mis sacerdotes escuchen mi Palabra, que crean y que se conviertan, porque el cielo los está esperando. Yo estoy sentado a la derecha del Padre, y vendré a buscarlos con todo mi poder y gloria. Pero tienen que querer y tienen que creer, para que tengan la vida eterna que con mi sangre les he conseguido.

“He aquí a tu hijo, he aquí a tu madre”.

Acompañen a mi Madre.

Hijo mío, sacerdote: ¿no estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?

“Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”

El dolor y el sufrimiento del hombre por el tormento del pecado nublan la vista y tapan los oídos, y no permiten ver que Dios nunca abandona, sino que acompaña y compadece en silencio, hasta que te olvides de ti y te acuerdes de Él, y entonces puedas verlo y puedas escucharlo.

“Tengo sed”.

Tengo sed de almas. Quiero a mis amigos. No todos se han ido. Que los que no se han ido se reúnan en torno a mi Madre, para que el Espíritu Santo los encuentre reunidos, y con sus dones entregados, según su voluntad, sean fortalecidos, para que salgan a buscar a los que se han ido y me traigan almas, para que hagan mi voluntad, para saciar mi sed, para que permanezcan en mi amistad.

“Todo está consumado”.

No tengan miedo, porque yo he vencido al mundo, y les he demostrado que se puede vencer la tentación, y rechazar el mal y el pecado, que no tiene ningún poder sobre mí. Cumplan con la misión que yo les he encomendado, para que cuando yo vuelva y les pida cuentas, me puedan decir, que todo está consumado, unido a mi sacrificio, de acuerdo a mi voluntad.

“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”

Entréguenme su confianza, con su abandono a la voluntad de Dios, con la fe que los une en mi Espíritu, al creer que yo soy el Hijo de Dios, y que he venido a salvarlos, a unirlos conmigo, para unirlos con el Padre en un mismo Espíritu, por el que los he unido a todos en este cuerpo entregado y abandonado en las manos del Padre.

Por ese mismo Espíritu reúnanse con mi Madre, porque se los he entregado como hijos, para que la escuchen como yo, para que la obedezcan como yo, para que cumplan sus deseos como yo, para que vean mis señales, y crean, y dejen todo, y tomen su cruz y me sigan».

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Madre mía: yo quiero acompañarte en este momento de sufrimiento. ¿Qué debo hacer para aliviar tu dolor y mantenerme firme, como tú, junto a la cruz?

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijo mío, sacerdote: recibe el don de la fortaleza y acompáñame, oremos al Padre suplicando misericordia.

Ven, vamos al encuentro de mi Hijo, para fortalecer su voluntad, para alentar su entrega, entregándonos con Él, mientras extiende los brazos, soportando el dolor en cada golpe de cada martillazo, mientras su carne es traspasada y desgarrada, y su sangre brota sin parar, vistiendo la desnudez de su humanidad, con la sangre de su divinidad.

Y su carne y su sangre es exaltada en la cruz, mientras Dios es humillado hasta la muerte.

Y yo permanezco aquí, totalmente humillada, pero fuerte, al pie de la cruz de mi Hijo, diciendo sí, mientras tú me acompañas y dices sí, mientras lo contemplas totalmente entregado, destrozado, muerto; su costado abierto y su corazón expuesto, y las súplicas de su Madre escuchadas y atendidas, derramadas en un mar de sangre y agua viva, que brota del corazón de Dios, que es misericordia.

Ahora mira la cruz, sin Él, sin nada, vacía.

Adora la cruz, que lo sostuvo para redimir al mundo.

Ama la cruz, que era madero inerte, y que con su muerte es ahora un árbol de Vida.

Abraza la cruz, que abrazó Él, para abrazar al mundo y hacerse suyo, y hacerlo suyo.

Únete a la cruz de salvación, que es fuente de vida, fuente de amor y fuente de la eterna alegría.

Mira su cuerpo en mis brazos, destrozado, ya sin sangre, sin Él, sin nada, vacío. Compadece mi sufrimiento y mi dolor

Mira el cuerpo muerto de mi Hijo en mis brazos, marcado por el pecado de los hombres.

Mira mi contrariedad, recordando el anuncio del ángel del Señor, la felicidad al recibir el don más grande, la encarnación del Verbo, el Hijo de Dios hecho carne de mi carne y sangre de mi sangre. Y ahora aquí estoy yo, con el fruto de mi vientre en los brazos, sin vida, porque la entregó en manos de los que le quitaron la vida, para recuperarla de nuevo para ellos.

Hijo mío: ¿a dónde se ha ido? La soledad me destroza el alma, pero me queda la fe, la esperanza y la caridad. De estas, la caridad es la más grande. Pero, por la fe, creo y uno mi voluntad a la de Dios. Por la esperanza creo y espero su resurrección. Por la caridad acojo a todos mis hijos a los que, por uno, me entregó, para reunirlos en mi abrazo maternal hasta que vuelva.

Mira cómo se llevan su cuerpo a esa cama de piedra, oscura y fría.

Mira el sepulcro de piedra, y míralo a Él, envuelto en un lienzo, en el que parece sólo el cuerpo de un hombre, pero es el cuerpo del Hijo de Dios, y es Dios y es hombre.

Mira cómo cierran la puerta y me dejan afuera, sola, sin Él.

Mira cómo todos se van. Acompáñame tú, consuélame, une tus lágrimas con las mías, comparte conmigo el dolor y el sufrimiento de mi corazón, y nunca me abandones.

Ahora abre tus ojos: ¡mira el Cuerpo y la Sangre de Cristo vivo!, que ha sido crucificado en manos de los hombres.

Ha entregado el espíritu en manos del Padre, ha dejado su cuerpo destrozado inerte, y su sangre derramada, pero la misericordia infinita de Dios ha sido derramada.

Se ha ido, pero se ha quedado: en Carne, en Sangre, en Alma, en Divinidad, en Eucaristía».

¡Muéstrate Madre, María!