22/09/2024

Jn 20, 2-9

33. DEJARSE AMAR - EL MANDAMIENTO DEL AMOR

FIESTA DE SAN JUAN, APÓSTOL Y EVANGELISTA

El otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero al sepulcro.

+ Del santo Evangelio según san Juan: 20, 2-9

El primer día después del sábado, María Magdalena vino corriendo a la casa donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto”.

Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos iban corriendo juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero al sepulcro, e inclinándose, miró los lienzos puestos en el suelo, pero no entró.

En eso llegó también Simón Pedro, que lo venía siguiendo, y entró en el sepulcro. Contempló los lienzos puestos en el suelo y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, puesto no con los lienzos en el suelo, sino doblado en sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, y vio y creyó, porque hasta entonces no habían entendido las Escrituras, según las cuales Jesús debía resucitar de entre los muertos.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: el Apóstol Juan era tu discípulo amado. No explica el Evangelio cuál era el motivo de esa predilección, pero él sentía claramente ese amor tuyo y no duda en presentarse así, como el discípulo “a quien Jesús amaba”.

Juan fue el único de los Apóstoles que te acompañó en el Calvario. Fue el que se recostó en tu pecho en la Última Cena. Y el que corrió con prisa al sepulcro el día de tu Resurrección. El que vio y creyó.

Seguramente tú lo amabas más, porque él se dejaba amar por ti. Y luego, lleno de tu amor, supo transmitirlo a los demás, aprendiendo también de la Madre, a quien llevó a vivir con él.

Señor ¿qué debo hacer para dejarme amar por ti?

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdote mío: yo soy totalmente hombre y totalmente Dios todopoderoso, compasivo, bondadoso, misericordioso, Rey de los ejércitos, amable y terrible, y digno de toda adoración y alabanza, y que está absolutamente enamorado de los hombres.

En mí es la plenitud del amor, porque yo soy el Amor; y en mí se llega a la eternidad, porque yo soy el Camino; y en mí se revela toda verdad, porque yo soy la Verdad; y en mí se concentra toda vida porque yo soy la Vida.

Mi Palabra es melodía para tus oídos, dulce miel para tu boca, poesía para tu alma, bálsamo para las heridas de tu corazón. Yo soy poesía, cántico de amor, Palabra viva, alivio, auxilio, salud. Déjate envolver en mi locura de amor, totalmente decidido y entregado a mi voluntad para hacerte parte. Déjate llevar en esta maravillosa aventura que es la vida misma, y que es recorrer conmigo el camino que te lleva a la plenitud de mi gloria, por la que todo, absolutamente todo, vale la pena.

Tú me has conocido porque te has dejado amar por mí. Yo te he amado y me has conocido por la experiencia de mi amor derramado en ti. Yo te he llenado y te he desbordado de mí. Yo soy amor, y te he dado mi paz. Tu alma descansa en mí, porque has venido a mí, cansado, fatigado, agobiado, y has experimentado que mi yugo es suave y mi carga ligera.

Sacerdote mío: yo te amo, y yo descanso en ti, porque tú te dejas amar por mí, y ese es mi descanso. Recibirme como me recibió mi Madre, ese es el sí.

Ese es el sí de mi Madre, y el sí de mi discípulo el más amado.

Es el sí al amor, sí a recibir el Amor, sí a dejarse amar por mí, sí a amarme cumpliendo la voluntad de mi Padre, sí a contemplar el Amor adorándome en cada palabra, en cada acto, en cada Eucaristía.

Sí a ser dócil instrumento del Espíritu Santo, y permitir que el Amor te llene, te desborde y se derrame, desde tu corazón a todos los corazones de los hombres, a través de mi Palabra y de mis obras.

Imita la docilidad y la amabilidad de Juan, mi discípulo amado, que sabía ser como niño y escoger siempre la mejor parte, en la disposición de recibir todo lo que yo quería darle, recostando su cabeza en mi pecho, recibiendo mi amor en cada latido de mi corazón; permaneciendo al pie de mi cruz, recibiendo mi amor al recibir a mi Madre; manteniendo la fe y corriendo, acudiendo con prontitud y antes que nadie, con la esperanza de recibir mi amor en el sepulcro, por lo que vio y creyó.

Recibe mi amor, conserva la paz de tu corazón, y transfórmate en morada de mi descanso. Navega en calma en medio de la tribulación, de las tormentas, de los vientos fuertes, sostenidos por la confianza de la fe, guiados por el faro de la luz de la esperanza y animados por la seguridad de mi amor.

Escucha y abre los ojos de tu alma, contemplándome y tocándome con los sentidos de tu corazón, recibiéndome a través de la oración, escuchando mi Palabra y viéndome, tocándome, sintiéndome en la Eucaristía.

Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. A ti, sacerdote mío, he querido revelarme a través de la experiencia de mi amor, para que seas testigo de mi misericordia y apóstol de mi amor.

Yo soy el amor de Dios manifestado a los hombres, nacido de mujer, muerto en manos de los hombres, y resucitado para la gloria de Dios. Yo te digo que, al dejarte amar por mí, te haces como niño, me entregas tu voluntad y me recibes, como Juan, recibiendo por mi misericordia a mi Madre y con ella la fortaleza, el valor y la gracia para permanecer en la fidelidad, y perseverar en la entrega. Eso quiero de ti: dejarte amar por mí.

Dejarte amar por mí es entregarte en la seguridad de mis brazos, sabiendo que yo te amo.

Dejarte amar por mí es permanecer sin prisa en el calor de mi abrazo.

Dejarte amar por mí es contemplar mi rostro mientras escuchas mi voz, como un susurro del viento, como dulce melodía a través del canto de las aves, con la fuerza del estruendo de las olas del mar, diciendo “te amo”.

Dejarte amar por mí es recibir mis caricias a través del aire que respiras, del corazón que late sin descanso, manifestando la vida que hay en ti.

Dejarte amar por mí es abrir tu corazón a la gracia y a la misericordia que se derrama de mi costado, a través del agua y la sangre que fluye como fuente viva de mi corazón, para darte vida en abundancia.

Dejarte amar por mí es detener tu día y dedicarme un poco de tu tiempo, para que tus sentidos, tus ojos, tus pensamientos y tus oídos se llenen de mí, porque muchas cosas son importantes, pero solo una es necesaria.

Dejarte amar por mí es guardar silencio para que escuches mi voz.

Dejarte amar por mí es abrir tus ojos para verme en cada persona, en cada lágrima, en cada sonrisa, en cada corazón arrepentido, en cada palabra de súplica, en cada gesto de agradecimiento, en cada nueva vida, en cada voluntad entregada, en cada trabajo realizado, en cada gota de sudor derramada, en cada rayo de sol, en el reflejo de la luna, en el brillo de las estrellas, en la belleza de la naturaleza, y en el pan y en el vino que tus manos convierten en mi carne y en mi sangre para verme en la Eucaristía.

Dejarte amar por mí es aceptarme, decirme sí, y pedirme, con tu oración, tu disposición para recibir mi amor.

Dejarte amar por mí es contemplar el misterio de mi amor por ti, desde que te llamé y te elegí para que seas todo para mí.

Dejarte amar por mí es dejarme hacer mi voluntad en ti, agradeciendo cada día que ya no eres tú, sino yo quien vive en ti.

Dejarte amar por mí es darte cuenta y aceptar que eres mío y yo te amo, porque quiero, y estoy contigo todos los días de tu vida, para llevarte a vivir conmigo en la eternidad de mi Paraíso.

Dejarte amar por mí es permanecer a mis pies, configurado conmigo, reconociendo tu pequeñez, tu fragilidad y tu voluntad de ser mi siervo para que yo te llame amigo.

Dejarte amar por mí es conocerme a través de la experiencia del amor que espera ser recibido para llenarte, para desbordarte, para que, a través de ti, se derrame al mundo mi amor.

Sacerdote mío: yo nunca te dejaré. Cielos y tierra pasarán, pero mi Palabra no pasará. Tú me has recibido y yo me quedo para siempre contigo, porque yo soy la Palabra y estoy vivo. Permanece a mis pies, persevera en tu entrega dejándote amar, adorándome, escuchándome, alabándome, recibiéndome, para que yo te llene y te desborde de este amor que solo quiere amarte, porque quiere, y que espera que con ese mismo amor me ames, tan solo porque tú quieras.

Aprende de mi Madre a recibirme, y acompáñala, porque es a través de la adoración, de la alabanza y del amor, que mis obras y los frutos se verán a través de ti. Yo soy el amor, y te mantengo unido en el amor del Corazón de mi Madre y en el mío, porque te amo».

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Madre nuestra: te pido ayuda para poder seguir el ejemplo de fidelidad de san Juan, quien supo ser fiel a Jesús en el momento más duro, y acompañarte al pie de la cruz. Recibió el premio de tenerte a ti en su casa, como verdadera madre.

En el Calvario, más bien fuiste tú quien lo sostuvo a él, por tu firmeza para aceptar la voluntad de Dios.

Y luego fue otra mujer, Magdalena, la que le dio fuerza para ir al sepulcro, corriendo de prisa.

Ayúdame tú a mí, para mantenerme firme abrazando mi cruz, y para ir también de prisa a dar testimonio de Jesús, creyendo, esperando y amando.

Y ya sabes que yo siempre te recibo en mi casa, porque te amo y quiero gozar de tu paz.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijo mío, sacerdote: contempla en el sepulcro los lienzos empapados en la sangre preciosísima de mi Hijo crucificado, muerto y sepultado, colocados con cuidado sobre la loza para dar testimonio al mundo de la verdad, través de ti.

¡Cristo está vivo! ¡Ha resucitado! No tengas miedo de llevar al mundo la verdad que a través de una mujer ha sido anunciada, porque es así, a través de una mujer, que Cristo quiso anunciar al mundo el cumplimiento de su palabra, en el pesebre y en el sepulcro.

Él es el principio y el fin. Tú eres como Juan, quien, como el discípulo amado, escuchaste el llamado y dejaste todo para tomar tu cruz y seguir a Jesús.

Has sabido permanecer al pie de la cruz, y reconocer el amor de predilección que Él ha tenido contigo.

 Has recostado tu cabeza sobre su pecho, abandonándote a su Divina voluntad, sostenido por mis brazos.

Me has recibido como Madre, y me has llevado a tu casa a vivir contigo.

Agradece, hijo, que tú has sido elegido para ser, no como Pedro, sino como Juan, que es el discípulo amado, que vio y creyó, y que, con Pedro, me acompaña a transmitir el amor de Dios a través de su palabra, para que todo el que lo escuche y lo vea, crea, porque Cristo vino al mundo a morir por los que estaban muertos, cubriéndolos con su preciosa sangre para darles vida.

Te amo hijo, con amor de predilección».

¡Muéstrate Madre, María!