LÁMPARAS ENCENDIDAS - SER LUZ
6 DE ENERO, FERIA DEL TIEMPO DE NAVIDAD
Tú eres mi Hijo amado: yo tengo en ti mis complacencias
+ Del santo Evangelio según san Marcos: 1, 7-11
En aquel tiempo, Juan predicaba diciendo: “Ya viene detrás de mí uno que es más poderoso que yo, uno ante quien no merezco ni siquiera inclinarme para desatarle la correa de sus sandalias. Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo”.
Por esos días, vino Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Al salir Jesús del agua, vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en figura de paloma, descendía sobre él. Se oyó entonces una voz del cielo que decía: “Tú eres mi Hijo amado: yo tengo en ti mis complacencias”.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: la figura del Bautista es impactante. Tú dijiste que no había hombre, nacido de mujer, mayor que Juan. Llevaba una vida de mucha austeridad, y era muy eficaz su predicación, porque no solo predicaba con su palabra, sino con su ejemplo.
Yo pienso, Jesús, que a él lo santificaste en el seno materno, y por eso dio mucho fruto, porque era tu predilecto. Yo, en cambio, me siento muy limitado. No tengo esa gracia especial con que contaba Juan. Y me pides también que prepare tus caminos. ¿Cómo le voy a hacer?
¿Debo sentirme también tu predilecto, por ser sacerdote? A veces se me olvida que soy “el mismo Cristo”. No soy yo, eres tú el que quiere actuar a través de mí.
Señor ¿qué es lo que esperas de mí?
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdote mío: yo te envío a anunciar el Evangelio.
Para que los que tengan ojos vean y los que tengan oídos oigan.
Para que los que no creen, crean y los que creen se dispongan a recibir mi alegría para llenarlos y desbordarlos.
Para que entregues esta alegría en el anuncio de la buena nueva, llegando a todos los rincones del mundo, anunciando que el Reino de los Cielos está cerca.
Estoy a la puerta y llamo: que me abran, y que me dejen entrar.
Ustedes, mis sacerdotes, son Juan y son Elías, precursores de mi llegada, los que proclaman mi Palabra, los que construyen mi Reino, anunciando el Evangelio, bautizando en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Ustedes, que no son dignos de desatar la correa de mis sandalias, son los que yo he enviado antes de mí, para anunciar que el Hijo de Dios ha venido al mundo, nacido de un vientre puro de mujer virgen, engendrado por el Espíritu Santo, nacido como hombre siendo Dios, alimentado por los hombres, bautizado, recibido y aceptado por los hombres, escuchado y alabado por los hombres, tentado por el diablo viviendo en el desierto, rechazado por los hombres, juzgado y sentenciado injustamente, despreciado, torturado, despojado de todo, por los hombres, desangrado hasta la muerte en una cruz, sufriendo en carne y en espíritu el destierro y el exilio del mundo, al que Dios tanto ha amado, que entregó a su único Hijo al mundo para salvarlo, para redimirlo, para hacer nuevas todas las cosas, para vencer a la muerte y al pecado en la resurrección del Hijo que trae al mundo la fe, la esperanza y el amor para la vida eterna.
Permanezcan en vela y en oración, esperando a que vuelva, porque nadie sabe ni el día ni la hora, pero el tiempo está cerca.
Crean en el Evangelio, arrepiéntanse, pidan su conversión, y entréguense a mí, para que yo cambie sus corazones de piedra en corazones de carne, para que reverdezca su desierto, para que florezca y dé fruto.
Yo haré florecer sus desiertos, para que sus ofrendas sean grandes y agradables al Padre, si ustedes permanecen a los pies de mi cruz, recibiendo al Espíritu Santo, por quien recibirán la gracia de la perseverancia, y los dones para permanecer en la disposición a recibir y a entregar mi amor.
Sacerdotes míos: yo los envío a anunciar el Evangelio a todos los rincones del mundo, a llevar mi misericordia por medio de los sacramentos.
A buscar, a encontrar, a convertir, a perdonar, a reconciliar y a mantener en una misma fe a todas las almas del mundo.
Yo los envío a predicar y a edificar, a conducir el agua de mi manantial a todos los desiertos del mundo, para que brote la vida que está oculta a los ojos del mundo, a anunciar la buena nueva: que la venida del Hijo del hombre está pronta, y se acerca el día en el que el pueblo de Dios será liberado.
Que ese día los encuentre reunidos, en una misma fe, en un solo pueblo, en una sola Iglesia, en torno a mi Madre, que es Madre de mi pueblo y de mi Iglesia.
Muchos signos son enviados. No cierren sus ojos, para que vean, no cierren sus oídos para que oigan.
Ustedes son menos que Juan y menos que Elías. Ustedes son los más pequeños, pero el más pequeño en el Reino de los Cielos es el más grande.
Yo los envío como Juan y como Elías a anunciar y a construir mi Reino, para que en su pequeñez sean fruto, como el fruto bendito del vientre de mi Madre, para que siendo pequeños sean grandes, para que sean sacerdotes, para que sean Cristos en el mundo, anunciando la venida del Cristo, el Rey del Universo.
Yo soy el que soy, el que era y el que vendrá.
Ustedes son mis amigos, por los que yo he dado la vida.
Permanezcan en mi amistad, en sacrificio, unidos a mi sacrificio, entregados a mi servicio, sirviendo, unidos a mí, orando, pidiendo y haciendo penitencia, para que todo lo que yo he venido a buscar sea encontrado, lo que yo he venido a edificar sea construido y lo que yo he venido a salvar sea salvado.
Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá.
Porque todo el que pide recibe, el que busca encuentra y al que llama se le abre.
El que tenga oídos que oiga».
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Madre nuestra: en muchos lugares se celebra el día de hoy la fiesta de la Epifanía. Y en otros sitios se proclama el Evangelio de San Marcos, sobre el bautizo de Jesús en el Jordán. Son dos epifanías.
Manifestarse es “darse a conocer”. Yo diría: brillar con una luz especial, para ser visto. Y eso es Jesús: la luz del mundo.
En esos dos momentos de su vida brilló su divinidad ante los ojos de los hombres. Y tiene que seguir brillando.
Y yo, sacerdote, que soy Cristo desde el pesebre hasta la cruz, debo también ser luz del mundo, debo reflejar con mi vida y con mi ministerio esa luz, la del Sol que ilumina el mundo. Y bautizar con el fuego del Espíritu Santo.
Tu imagen bendita de Guadalupe tiene unos rayos, a modo de halo luminoso, que nos hace ver que eres la Madre del Sol (que es Jesús).
Madre nuestra: ayúdanos a saber transmitir esa luz.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: ¿no estoy yo aquí que soy su madre? ¿No están bajo mi protección y compañía? ¿Qué les aflige? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?”
Yo soy la Siempre Virgen Santa María de Guadalupe, Madre de Dios y Reina del Cielo.
En mi seno llevo la Luz, que es el Sol, para iluminar el mundo, y lo doy al mundo como fruto de mi vientre, para que el mundo lo conozca, y en Él todos los hombres tengan vida eterna.
Roma es la roca bajo mis pies sobre la cual mi Hijo edifica su Iglesia.
Es desde aquí, desde el corazón de la Iglesia, desde donde brillará la Luz para todos, a través de las estrellas de mi manto.
No permitan, que mis estrellas se apaguen.
No permitan que se extinga la luz de la fe.
Sean como estrellas que reflejen la luz del Sol, y transmitan la fe a través de la Palabra y del ejemplo.
Que la fe sea la luz que brille en sus corazones, encendidos en el amor de Cristo, para que mantengan las lámparas encendidas y sean la luz del mundo.
Entonces vendrán pastores y reyes de todas las naciones del mundo para bendecir, para adorar, para alabar, para glorificar al único Sol que brilla por su propia luz, que es Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, Hijo del Padre todopoderoso y eterno, quien creó el cielo y la tierra, que es amor, y por amor a los hombres envió a su único hijo al mundo, para retornar a Él a todos los hombres de buena voluntad, en comunión en el cuerpo de Cristo para la vida eterna.
La Luz es enviada al mundo para que los que caminen por la oscuridad la encuentren, para que los que caminen por la Luz nunca se pierdan, para que los que quieran ver la Luz, encuentren en la Luz el camino de vuelta a la casa del Padre.
Yo soy Madre de la Luz, y todo el que se reúna conmigo recibirá a Aquel que está conmigo, y que es el Espíritu de Dios, que los une al Hijo y al Padre, para que Dios permanezca en ellos y ellos permanezcan en Dios.
Mi Hijo era muy pequeño, pero en Él yo veía la grandeza de Dios, y en Él yo descubría la luz y la sabiduría cada día, y en Él descubría que era bueno temer a Dios y no a los hombres, amar a Dios y no al mundo, pero también amar a Dios amando a los hombres.
Y podía tocarlo, y abrazarlo, y besarlo, como hace cualquier madre con su hijo. Pero, cuando llegaron de lugares lejanos a adorarlo, entonces entendí que la Luz no era solo para mí, que debía compartirla con el mundo, porque para eso había nacido yo, y para eso había sido enviado Él a nacer en el mundo como un bebé, para hacerse niño, para hacerse hombre, para ser Cordero y ser sacrificado, para lavar con su sangre todos los pecados del mundo.
Y era un niño, y era hombre, y era Cordero, y era Dios revelado al hombre a través del rostro de un niño.
Y Él era judío, como yo, nacido en Belén, para hacer santa la tierra de Jerusalén, para invitarlos al banquete del Cordero. Pero los invitados no quisieron venir, y el Cordero envió a sus amigos, con su luz, a traer como invitados a todos los que quisieran venir.
Porque la Luz es para todos, pero el banquete solo es para los invitados que quieran venir, y que estén a la espera, vestidos de fiesta.
Es por esta Luz que se unirán los pueblos y las naciones en un solo pueblo santo de Dios, en una sola Santa Iglesia, edificada sobre la roca y protegida bajo mi manto maternal, para que sea adorado, alabado y glorificado el que está pronto a venir, pero nadie sabe ni el día ni la hora, sino solo el Padre».
¡Muéstrate Madre, María!
51. ADMINISTRADORES DE LA GRACIA - PRECURSORES DE LA SALVACIÓN
FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR
Tú eres mi Hijo amado; yo tengo en ti mis complacencias.
+ Del santo Evangelio según san Marcos: 1, 7-11
En aquel tiempo, Juan predicaba diciendo: “Ya viene detrás de mí uno que es más poderoso que yo, uno ante quien no merezco ni siquiera inclinarme para desatarle la correa de sus sandalias. Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo”.
Por esos días, vino Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Al salir Jesús del agua, vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en figura de paloma, descendía sobre él. Se oyó entonces una voz del cielo que decía: “Tú eres mi Hijo amado; yo tengo en ti mis complacencias”.
REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: Juan administraba un bautismo de penitencia, de conversión. Está claro que tú no necesitabas ese bautismo, pero era necesario cumplir todo lo que Dios quería.
Y lo que quería en ese momento es que, con tu bautismo, quedara instituido el sacramento de salvación, para que se aplicaran tus méritos en ese nuevo nacimiento a la vida de la gracia.
Era el Bautismo del Espíritu Santo y fuego. La puerta de los demás sacramentos de la Iglesia.
Qué importante es el Bautismo para hacer a los hombres hijos de Dios, miembros de la Iglesia, templos del Espíritu Santo.
Señor, a veces me acostumbro a celebrar ese sacramento, y lo hago de una manera rutinaria. Cómo quisiera ser más consciente de esa maravillosa realidad, para cuidar su celebración, y también para transmitir eso a los fieles.
Jesús, tú has querido que yo sea administrador de tu misericordia, de tu gracia, que pasa por mis manos como agua viva. ¿Cómo puedo evitar el acostumbramiento?
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdotes míos: vengan a sumergirse en el agua viva de mi manantial.
Este es el mar de mi misericordia que los inunda, para unirse a mi cuerpo, expuesto al mundo por el amor de Dios a los hombres.
Es en la humildad en donde el amor se manifiesta.
Dios humillado, abajado a la naturaleza de su creatura, libre de miserias y de mancha de pecado, para hacer suyas las miserias de los hombres y compadecer con su creatura, haciendo suya a su creatura, asumiendo también su pecado, sumergiendo su debilidad en el agua viva de su manantial, para limpiarlo, para purificarlo, para fortalecerlo, para santificarlo con la gracia del Espíritu Santo, y hacerlo suyo, y hacerlo parte, formando con Él un solo cuerpo en un mismo espíritu.
Este es el Bautismo, en el que muere el hombre viejo y nace el hombre nuevo, en el cuerpo de Cristo, por Él, con Él y en Él.
Este es mi cuerpo entregado a los hombres, y esta es mi sangre, derramada para los hombres. Cuerpo que los une, sangre que los lava, que los purifica, que los hace nuevos.
Este es mi Espíritu, el agua que los vivifica y el fuego que los acrisola, para hacerlos nuevos, para darles vida.
Yo soy el Hijo del hombre, y he sido enviado abajando los montes, para ser elevado.
Y he sido arrebatado para ser sentado en un trono a la derecha del Padre.
Y me fue concedido quedarme en medio de los hombres, para unir a todos los hombres con Dios, como hijos en el Hijo, por medio de instrumentos que nacen siendo hombres, y que son llamados sacerdotes, para ser mis manos, y mis pies, mi cabeza y mi cuerpo; para ser mi boca, para ser mi voz, para exaltar mi corazón, ser palabra encarnada habitando entre los hombres, para ser Cristos.
Porque vine al mundo a salvarlos, a hacerlos parte de mí, a todos y a cada uno.
Pero les ha sido respetada su libertad de elegir, de amar a Dios o de pecar.
Y es pecando como se deja de amar, y se desprenden de mi cuerpo, del cual nunca dejan de ser parte, porque han sido incluidos y sellados por el sacramento del Bautismo.
Entonces duele.
Son ustedes, sacerdotes, quienes los adhieren y los sellan, y los mantienen unidos a mi cuerpo por los sacramentos.
Son ustedes como Juan y como Elías, pero son más que ellos, porque son enviados a anunciar la buena nueva del Reino de los Cielos, pero también a construir ese Reino, bautizando a cada uno, no solo con agua sino con el Espíritu Santo y con fuego, para que sean hijos de Dios, unidos al Padre en el Hijo, como parte de mi cuerpo para la eternidad, purificados por la sangre del Cordero que quita los pecados del mundo.
Son ustedes, sacerdotes, el pegamento santo para mantener la unidad.
Son los sacramentos también para ustedes, para que sean parte y se mantengan nuevos, en gracia, santos.
Porque nadie echa vino nuevo en odres viejos, porque se echarían a perder tanto el vino como los odres; el vino nuevo se echa en odres nuevos.
Es el sacramento de la Confesión el que renueva al hombre.
Que ustedes, mis sacerdotes, que nacen siendo hombres, manifiesten su amor en la humildad y en la humillación de su corazón, acercándose al sacramento de la Reconciliación, que renueva a los hombres constantemente, para que sean odres nuevos, para contener el vino nuevo, para que, abajados en el altar, dejen de ser hombres y sean elevados en el altar siendo Cristos, uniendo a los hombres por medio de sus ministerios, sumergiendo a los hombres viejos en el agua del manantial de mi misericordia, para dar vida a hombres nuevos por la sangre derramada en mi sacrificio, en el único cuerpo de Cristo: la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, de la cual el Papa, como Cristo, es cabeza».
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Madre mía: tu maternidad divina quedó manifiesta cuando se escuchó aquella voz del cielo reconociendo a Jesús como el Hijo de Dios.
Y tú el día de mi ordenación sacerdotal me miraste a mí con amor de predilección.
Te pido que me sigas ayudando para ejercer muy bien mi ministerio, de manera particular para celebrar dignamente los santos sacramentos, fuentes de gracia, que son las huellas de tu Hijo en la tierra.
Ayúdame para que el Padre también tenga en mí sus complacencias.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: ustedes son sacerdotes para ser Cristos, como mi Hijo, ungidos de Dios, los hijos en los que el Padre se complace, para llevar a todos los hijos a Dios.
Yo les pido que hagan lo que Él les ha enseñado, para que sean Cristo, el Verbo hecho carne, para que habite entre los hombres. Que lo escuchen y que hagan lo que Él les diga.
Que dejen todo, que tomen su cruz y lo sigan, para que manifiesten la bondad del poder que les ha sido dado mediante la gracia del Sacerdocio;
- procurando para todos la gracia santificante, que hace nuevas todas las cosas;
- la Confirmación de la gracia, que los une;
- la gracia de la Reconciliación, que los renueva;
- la gracia de la Eucaristía, que los alimenta con el pan vivo bajado del cielo;
- la gracia del amor de Dios en el Matrimonio, para construir familias en una sola familia, el pueblo santo de Dios;
- y la gracia de la Unción de los enfermos, en la que Cristo compadece, fortalece y sana.
Les pido a ustedes, mis hijos predilectos, que se vistan con vestidos nuevos, y no con remiendos. Que se vistan de fiesta, se revistan de Cristo, y así permanezcan, perseverando en este estado cuando son abajados en el altar, cuando son elevados en el altar, uniéndose en el único sacrificio salvífico, y cuando son enviados entre los hombres, como Palabra de vida.
Mi corazón ha sido expuesto, al tiempo que ha sido expuesto el corazón de Jesús a los hombres, cuando el cielo fue abierto y revelado el Hijo por la boca de Dios: “este es mi hijo amado”».
¡Muéstrate Madre, María!