4. CONOCER LA META PARA QUERER LLEGAR – EL PODER DE DECIR ‘SÍ QUIERO’
EVANGELIO DEL JUEVES DE LA SEMANA I DEL TIEMPO ORDINARIO
Se le quitó la lepra y quedó limpio.
+ Del santo Evangelio según san Marcos: 1, 40-45
En aquel tiempo, se le acercó a Jesús un leproso para suplicarle de rodillas: “Si tú quieres, puedes curarme”. Jesús se compadeció de él, y extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: “¡Sí quiero: sana!”. Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio.
Al despedirlo, Jesús le mandó con severidad: “No se lo cuentes a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo prescrito por Moisés”.
Pero aquel hombre comenzó a divulgar tanto el hecho, que Jesús no podía ya entrar abiertamente en la ciudad, sino que se quedaba fuera, en lugares solitarios, a donde acudían a él de todas partes.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: aquel leproso, y muchos otros que te pidieron su curación, sabían que no podían acercarse a ti, porque habían contraído una impureza legal.
Pero su enfermedad tan lamentable nos hace comprender que ellos quisieran poner todos los medios posibles para buscar su curación.
El leproso había oído hablar de ti, de que tenías el poder de hacer milagros, y que solo bastaba que quisieras hacerlo, porque ninguna persona es merecedora de recibir un milagro en su favor. Todo se debe a tu gratuidad.
Y así se presenta contigo: “Señor, si quieres”. Esas palabras están llenas de fe.
Tu respuesta me llena a mí de confianza, y me hace pensar que siempre quieres, pero que estás esperando mi fe, y mi humildad, y que yo también responda “sí quiero” a los requerimientos divinos.
Pienso en la lepra de mis pecados, que tanto daño hacen a mi alma. Por eso tengo que decir “sí quiero convertirme”, sí te quiero decir que “sí” a ti y “no” al pecado.
Cuántas veces, Jesús, me has mostrado tu misericordia, has perdonado mis pecados, has sanado mi alma, has sanado mi cuerpo, y así me has mostrado el cielo.
El gozo de tu presencia me inunda de paz, y de la alegría de tu encuentro. Yo estoy en ti, y tú en mí. Yo quiero permanecer en ti, como tú permaneces en mí.
Señor, te amo, y me dejo amar por ti, sumergido en tu amor, y en ese estado indescriptible del alma en que uno se da totalmente, sin esperar nada a cambio, pero lo recibe todo.
Tú entregaste tu cuerpo purísimo en la cruz para limpiar la lepra de mi pecado. Te pido, Jesús, que aumentes mi fe, para dar testimonio de que tu muerte es vida.
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdotes míos: el Padre del cielo ha enviado a su único Hijo al mundo para que todo el que crea en Él tenga vida eterna. Y yo he entregado mi cuerpo limpio, puro, sin mancha ni pecado. Pero los hombres del mundo han enviado al Hijo a la muerte, para devolverlo al Padre, herido el cuerpo, abierto el corazón y desfigurado el rostro, por el pecado de los hombres.
Esta es mi sangre, derramada para el perdón de los pecados de todos los hombres, para entregar a los hombres a Dios a su imagen y semejanza, tal como Él los creó: limpios, puros, sin mancha ni pecado. Pero la lepra del pecado ha permanecido en los hombres, porque no han creído que el Hijo de Dios sí puede sanarlos.
Que den testimonio de esto los que crean en mí, porque todo el que cree en mí y cumple mis mandamientos, ha sido sanado.
Den testimonio también del don de la fe que Dios les ha dado para creer en Él, para creer en mí, porque todo el que cree en el Hijo de Dios viene de Dios y da testimonio de la verdad.
Hagan lo que yo les digo».
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Madre mía: tú eres mi salud, y lo digo no solamente porque puedo acudir a ti para que me sanes el cuerpo cuando estoy enfermo, sino porque procuras la salud de mi alma, incluso adelantándote, como buena madre.
Tú sabes cuánto te necesito. Te pido con frecuencia que ruegues por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Y es que al final de mi vida quiero irme al cielo, para verte, y para gozar de Dios para toda la eternidad.
Pero sé que no puedo entrar al cielo si mi alma está manchada. Si tú quieres, puedes limpiarme. Ayúdame a que yo también siempre quiera. Ayúdame a conocer la meta, para querer llegar, para estar seguro de que todo mi esfuerzo vale la pena.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijo mío, sacerdote: mi Hijo ha perdonado tus pecados y ha sanado tu alma, pero también ha sanado tantas veces tu cuerpo, para que se note su poder, porque el Hijo del Hombre tiene el poder sobre la tierra de perdonar los pecados, de sanar el alma y de sanar el cuerpo.
Yo quiero que des testimonio exponiendo tu corazón, para que se vea lo que hace mi Hijo con un corazón que está dispuesto: lo convierte y lo hace suyo, porque así lo quiere. Porque ¿de qué sirve un cuerpo sano si el alma está enferma?
La manifestación de la salud de tu alma está en tu entrega de vida y en tu amor a Cristo, que lo demuestras cuando pones tu fe por obra, dando testimonio de mi Hijo con tus obras de misericordia.
Es necesario conocer cuál es la meta, para querer llegar y recibir el premio. Pero es una meta muy grande, para que una mente tan limitada, como la de los hombres, la pueda comprender.
No hay palabras para describir el cielo. Pero se puede captar con los ojos del alma, y así pueden ver el premio que mi Hijo le tiene prometido a los que creen en Él, y lo aman, y lo obedecen.
Entonces entenderán que la meta no es la cruz. La cruz es el medio para llegar a la meta. La meta es Cristo, y en Él está el cielo.
Te diré a qué se parece el cielo, para que hagas de esa meta tu mayor deseo.
El cielo se parece al descanso cuando estás cansado.
Se parece a dormir cuando tienes sueño.
Se parece a cantar con alegría.
Se parece al pan cuando tienes hambre y al agua cuando tienes sed.
Se parece a la cumbre de la montaña más alta, desde donde todo se puede ver.
Se parece a un glaciar y a un manantial.
Se parece al cielo azul en un día de sol.
Se parece a la lluvia fecundando la tierra.
Se parece a la risa de un niño, y al recuerdo de amor más profundo de un anciano.
Se parece al nacimiento de un bebé y a la vitalidad de un joven.
Se parece al viento fresco en una tarde de verano, y al calor del fuego en una noche de invierno.
Se parece a la nieve en las montañas cuando brilla con el sol.
Se parece al mar en calma, y al cielo en una puesta de sol.
Se parece al amanecer y al rocío de la mañana.
Se parece al nido de las aves más hermosas.
Se parece al campo de trigales y a la vid.
Se parece a un jardín de flores blancas y rosas rojas.
Se parece a un bosque de árboles grandes y frondosos, iluminado por los rayos de sol.
Se parece a un huerto de árboles con frutos maduros y dulces.
Se parece al ruido de la lluvia, a un novio enamorado y a un poema de amor.
Se parece a la compañía del amigo más querido, y al abrazo de una madre.
Se parece a un caramelo en la boca de un niño, y una entrega mutua de amor totalmente correspondido.
Se parece a las estrellas en una noche de luna llena.
Se parece a la aurora boreal y al arco iris.
Se parece a un palacio con tronos y coronas, y a ser sentado y coronado de gloria, y servido por los ángeles en un banquete de bodas.
Se parece a la plenitud, al gozo y a la paz de un alma que no necesita nada, porque está unida a Dios y nada le falta.
Se parece al lobo morando con el cordero, y al leopardo echado con el cabrito, a la vaca con la osa descansando y al león comiendo paja como los bueyes.
El cielo se parece a todo esto al mismo tiempo, pero nada de esto se parece al cielo.
Que tu alma desee el cielo. Ese debe ser tu único anhelo, para que vivas con los pies en la tierra, pero con el corazón en el cielo.
Que ver la meta te impulse a llegar, pero debes saber que al cielo no puedes llegar solo, porque para ir al cielo se necesita amar. Y el que ama verdaderamente espera el cielo en el amado.
El cielo está en Cristo. Cree en Él y ama a los demás como Él los amó, dando la vida. Porque nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Es maravilloso amar a Dios por sobre todas las cosas, y dejarse amar por Él, abriendo el corazón a la gracia y a la misericordia con docilidad, para que el Espíritu Santo actúe, convierta, una.
Yo te doy un tesoro de mi corazón: mi piedad, para que tu amor se transforme en obras, con compasión y misericordia.
Piedad para construir las obras de Dios, y conseguir que las almas sean piadosas y misericordiosas.
Yo te acompaño a llevar con piedad la misericordia de Dios al mundo entero, para que todos crean que el Reino de los Cielos ha llegado, y dispongan sus corazones a la gracia del Espíritu Santo, para que se conviertan y digan: “habla Señor, que tu siervo escucha”.
¡Muéstrate Madre, María!