29. RESUCITAR MUERTOS – LEVANTAR LA FE DORMIDA
EVANGELIO DEL MARTES DE LA SEMANA IV DEL TIEMPO ORDINARIO
¡Óyeme, niña, levántate!
+Del santo Evangelio según san Marcos: 5, 21-43
En aquel tiempo, cuando Jesús regresó en la barca al otro lado del lago, se quedó en la orilla y ahí se le reunió mucha gente. Entonces se acercó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo. Al ver a Jesús, se echó a sus pies y le suplicaba con insistencia: “Mi hija está agonizando. Ven a imponerle las manos para que se cure y viva”. Jesús se fue con él, y mucha gente lo seguía y lo apretujaba.
Entre la gente había una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años. Había sufrido mucho a manos de los médicos y había gastado en eso toda su fortuna, pero en vez de mejorar, había empeorado. Oyó hablar de Jesús, vino y se le acercó por detrás entre la gente y le tocó el manto, pensando que, con solo tocarle el vestido, se curaría. Inmediatamente se le secó la fuente de su hemorragia y sintió en su cuerpo que estaba curada.
Jesús notó al instante que una fuerza curativa había salido de él, se volvió hacia la gente y les preguntó: “¿Quién ha tocado mi manto?”. Sus discípulos le contestaron: “Estás viendo cómo te empuja la gente y todavía preguntas: ‘¿Quién me ha tocado?’”. Pero él seguía mirando alrededor, para descubrir quién había sido. Entonces se acercó la mujer, asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado; se postró a sus pies y le confesó la verdad. Jesús la tranquilizó, diciendo: “Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y queda sana de tu enfermedad”.
Todavía estaba hablando Jesús, cuando unos criados llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle a éste: “Ya se murió tu hija. ¿Para qué sigues molestando al Maestro?”. Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: “No temas, basta que tengas fe”. No permitió que lo acompañaran más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago.
Al llegar a la casa del jefe de la sinagoga, vio Jesús el alboroto de la gente y oyó los llantos y los alaridos que daban. Entró y les dijo: “¿Qué significa tanto llanto y alboroto? La niña no está muerta, está dormida”. Y se reían de él.
Entonces Jesús echó fuera a la gente, y con los padres de la niña y sus acompañantes, entró a donde estaba la niña. La tomó de la mano y le dijo: “¡Talitá, kum!”, que significa: “¡Óyeme, niña, levántate!”. La niña, que tenía doce años, se levantó inmediatamente y se puso a caminar. Todos se quedaron asombrados. Jesús les ordenó severamente que no lo dijeran a nadie y les mandó que le dieran de comer a la niña.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: la resurrección de un muerto es de los más grandes milagros que realizaste. Eres el dueño de la vida y de la muerte.
Y pienso no solo en la muerte del cuerpo, sino en la del alma. También hiciste muchos de esos milagros: resucitar almas. Y lo sigues haciendo ahora, cada vez que concedes tu misericordia al pecador, ya que no quieres su muerte, sino que se convierta y viva.
La escena que nos presenta el Evangelio de hoy tiene especial riqueza: nos habla de resurrección y muerte, de fe y de incredulidad, de confianza y desconfianza.
Y la mujer del flujo de sangre nos da una lección maravillosa de lo que sucede cuando se administran los sacramentos: tocarte, Jesús, y quedar sano.
Señor, háblame de fe, de confianza, de misericordia con el pecador –con el impuro–... y de cómo quieres que yo, sacerdote, administre bien esa misericordia a través de tus sacramentos.
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdotes míos: yo soy digno de confianza. Mi Padre ha confiado en mí, y el que confía en mí, espera en mí y no queda defraudado. Yo soy un Dios fiel. Confíen en mí.
Yo no he venido a juzgar, sino a perdonar, no he venido a buscar a justos, sino a pecadores, no he venido a curar a los sanos, sino a los enfermos, no he venido a traer justicia, sino misericordia.
La misericordia es expresión del amor. Yo soy el amor.
Yo, que fui obediente hasta la muerte y una muerte de cruz, he venido a hablarles al corazón, para reconciliarlos conmigo, a través de la misericordia de Dios.
A mí se me dio el poder sobre los cielos y la tierra. Con ese poder los hago míos para llevarlos al Padre.
Y yo busco, por medio de ustedes, mis amigos, a los que se han perdido, para regresarlos al camino. El camino soy yo.
Y les he dado poder a ustedes para administrar esa misericordia, que ha sido derramada desde mi corazón abierto y expuesto en la cruz. Pero, para dar misericordia, deben primero recibirla.
Yo les pido a ustedes, mis amigos, que sean misericordiosos unos con otros, que se amen los unos a los otros, como los amo yo, que se ayuden y se perdonen unos a otros. Porque uno no puede perdonarse a sí mismo: no pueden ser juez y parte.
Que sean compasivos y se reconcilien conmigo.
Para que el que me ha traicionado pida perdón y regrese a mi amistad.
Para que el que me ha abandonado vuelva al reencuentro conmigo.
Para que el que no me escucha oiga mi voz.
Para que el que no me sigue camine conmigo.
La mies es mucha y los obreros pocos. Rueguen al Padre que envíe más obreros a su mies, y conserven ustedes, en mi amistad y a mi servicio, a esos pocos.
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Madre de misericordia: el pueblo cristiano tiene mucha fe y devoción a las imágenes y medallas religiosas. Le gusta mirarlas, tocarlas, besarlas, portarlas, para sentir hasta físicamente la protección de Dios, la tuya, la de los ángeles y santos. Se da cuenta de que se consigue una gracia especial que alivia el alma.
Yo te pido que me enseñes y me ayudes a mí, sacerdote, a saber administrar la misericordia que tu Hijo ha puesto en mis manos a través de los sacramentos, con los que Él sigue tocando y sanando a su pueblo.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
+++
«Hijo mío, sacerdote: Cristo viene todos los días. Tú lo tocas y una gran fuerza sale de Él, y te llena de Él. Cuando lo tienes en tus manos no tocas la borla de su manto, lo tocas a Él. Y basta tocarlo para que se derrame la gracia en abundancia sobre ti y sobre su pueblo, para la Iglesia entera.
También para las almas que están en el Purgatorio. Todos, los vivos y los muertos reciben la gracia del Hijo de Dios cuando se encarna para darse al mundo como alimento de vida y bebida de salvación. Aprovecha ese momento y llénate de Él.
Yo te doy mi protección, pero es preciso pedir a Dios el don de sabiduría, para saber administrar la misericordia.
La misericordia de Dios es infinita, por lo que no hay que administrarla para que no se acabe, sino para que se aproveche bien.
Sabiduría para saber cómo derramar la misericordia a cada quien, en el momento preciso.
Porque no solo de pan vive el hombre, sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios.
Yo soy Madre de gracia. Soy para mis hijos el refugio seguro a donde la tentación no llega, el alma no se corrompe y la ira de Dios no alcanza.
Yo soy Madre de misericordia. Soy refugio y auxilio para mis hijos pecadores.
Yo soy Madre del amor. Soy mediadora y dispensadora de gracia y misericordia.
Yo entrego a mi Hijo, que es la misericordia de Dios, al que acude y se refugia en mí con humildad y pidiendo mi auxilio. Porque yo siempre los llevo a Jesús.
Él es la misericordia.
Él es el alimento de vida eterna, bebida de salvación, vestido de pureza, salud para los enfermos, libertad para los presos, ayuda para el necesitado, vida para los muertos.
Él ora al Padre por los que viven en el mundo, para que los libre del mal.
Él es quien sufre con paciencia en la cruz, por los pecados de los hombres.
Él es quien consuela y perdona, corrige, aconseja y enseña.
Administrar la misericordia es discernir y obrar, para que cada corazón se disponga bien y el perdón se le pueda entregar, para que reciba la gracia del Espíritu Santo y aproveche el alimento para la vida eterna.
La sabiduría es necesaria para recibir y entregar bien la misericordia».
¡Muéstrate Madre, María!
2. RESUCITAR MUERTOS – LEVANTAR LA FE DORMIDA
EVANGELIO DEL DOMINGO XIII DEL TIEMPO ORDINARIO (B)
¡Óyeme, niña, levántate!
+Del santo Evangelio según san Marcos: 5, 21-43
En aquel tiempo, cuando Jesús regresó en la barca al otro lado del lago, se quedó en la orilla y ahí se le reunió mucha gente. Entonces se acercó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo. Al ver a Jesús, se echó a sus pies y le suplicaba con insistencia: “Mi hija está agonizando. Ven a imponerle las manos para que se cure y viva”. Jesús se fue con él, y mucha gente lo seguía y lo apretujaba.
Entre la gente había una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años. Había sufrido mucho a manos de los médicos y había gastado en eso toda su fortuna, pero en vez de mejorar, había empeorado. Oyó hablar de Jesús, vino y se le acercó por detrás entre la gente y le tocó el manto, pensando que, con solo tocarle el vestido, se curaría. Inmediatamente se le secó la fuente de su hemorragia y sintió en su cuerpo que estaba curada.
Jesús notó al instante que una fuerza curativa había salido de él, se volvió hacia la gente y les preguntó: “¿Quién ha tocado mi manto?”. Sus discípulos le contestaron: “Estás viendo cómo te empuja la gente y todavía preguntas: ‘¿Quién me ha tocado?’ ”. Pero él seguía mirando alrededor, para descubrir quién había sido. Entonces se acercó la mujer, asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado; se postró a sus pies y le confesó la verdad. Jesús la tranquilizó, diciendo: “Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y queda sana de tu enfermedad”.
Todavía estaba hablando Jesús, cuando unos criados llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle a éste: “Ya se murió tu hija. ¿Para qué sigues molestando al Maestro?”. Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: “No temas, basta que tengas fe”. No permitió que lo acompañaran más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago.
Al llegar a la casa del jefe de la sinagoga, vio Jesús el alboroto de la gente y oyó los llantos y los alaridos que daban. Entró y les dijo: “¿Qué significa tanto llanto y alboroto? La niña no está muerta, está dormida”. Y se reían de él.
Entonces Jesús echó fuera a la gente, y con los padres de la niña y sus acompañantes, entró a donde estaba la niña. La tomó de la mano y le dijo: “¡Talitá, kum!”, que significa: “¡Oyeme, niña, levántate!”. La niña, que tenía doce años, se levantó inmediatamente y se puso a caminar. Todos se quedaron asombrados. Jesús les ordenó severamente que no lo dijeran a nadie y les mandó que le dieran de comer a la niña.
Palabra del Señor.
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Señor Jesús: la resurrección de un muerto es de los más grandes milagros que realizaste. Eres el dueño de la vida y de la muerte.
Y pienso no solo en la muerte del cuerpo, sino en la del alma. También hiciste muchos de esos milagros: resucitar almas. Y lo sigues haciendo ahora, cada vez que concedes tu misericordia al pecador, ya que no quieres su muerte, sino que se convierta y viva.
La escena que nos presenta el Evangelio de hoy tiene especial riqueza: nos habla de resurrección y muerte, de fe y de incredulidad, de confianza y desconfianza.
Y la mujer del flujo de sangre nos da una lección maravillosa de lo que sucede cuando se administran los sacramentos: tocarte, Jesús, y quedar sano.
Señor, háblame de fe, de confianza, de misericordia con el pecador –con el impuro–... y de cómo quieres que yo, sacerdote, administre bien esa misericordia a través de tus sacramentos.
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdotes míos: yo soy digno de confianza. Mi Padre ha confiado en mí, y el que confía en mí, espera en mí y no queda defraudado. Yo soy un Dios fiel. Confíen en mí.
Yo no he venido a juzgar, sino a perdonar, no he venido a buscar a justos, sino a pecadores, no he venido a curar a los sanos, sino a los enfermos, no he venido a traer justicia, sino misericordia.
La misericordia es expresión del amor. Yo soy el amor.
Yo, que fui obediente hasta la muerte y una muerte de cruz, he venido a hablarles al corazón, para reconciliarlos conmigo, a través de la misericordia de Dios.
A mí se me dio el poder sobre los cielos y la tierra. Con ese poder los hago míos para llevarlos al Padre.
Y yo busco, por medio de ustedes, mis amigos, a los que se han perdido, para regresarlos al camino. El camino soy yo.
Y les he dado poder a ustedes para administrar esa misericordia, que ha sido derramada desde mi corazón abierto y expuesto en la cruz. Pero, para dar misericordia, deben primero recibirla.
Yo les pido a ustedes, mis amigos, que sean misericordiosos unos con otros, que se amen los unos a los otros, como los amo yo, que se ayuden y se perdonen unos a otros. Porque uno no puede perdonarse a sí mismo: no pueden ser juez y parte.
Que sean compasivos y se reconcilien conmigo.
Para que el que me ha traicionado pida perdón y regrese a mi amistad.
Para que el que me ha abandonado vuelva al reencuentro conmigo.
Para que el que no me escucha oiga mi voz.
Para que el que no me sigue camine conmigo.
La mies es mucha y los obreros pocos. Rueguen al Padre que envíe más obreros a su mies, y conserven ustedes, en mi amistad y a mi servicio, a esos pocos.
+++
Madre de misericordia: el pueblo cristiano tiene mucha fe y devoción a las imágenes y medallas religiosas. Le gusta mirarlas, tocarlas, besarlas, portarlas, para sentir hasta físicamente la protección de Dios, la tuya, la de los ángeles y santos. Se da cuenta de que se consigue una gracia especial que alivia el alma.
Yo te pido que me enseñes y me ayudes a mí, sacerdote, a saber administrar la misericordia que tu Hijo ha puesto en mis manos a través de los sacramentos, con los que Él sigue tocando y sanando a su pueblo.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijo mío, sacerdote: Cristo viene todos los días. Tú lo tocas y una gran fuerza sale de Él, y te llena de Él. Cuando lo tienes en tus manos no tocas la borla de su manto, lo tocas a Él. Y basta tocarlo para que se derrame la gracia en abundancia sobre ti y sobre su pueblo, para la Iglesia entera.
También para las almas que están en el Purgatorio. Todos, los vivos y los muertos reciben la gracia del Hijo de Dios cuando se encarna para darse al mundo como alimento de vida y bebida de salvación. Aprovecha ese momento y llénate de Él.
Yo te doy mi protección, pero es preciso pedir a Dios el don de sabiduría, para saber administrar la misericordia.
La misericordia de Dios es infinita, por lo que no hay que administrarla para que no se acabe, sino para que se aproveche bien.
Sabiduría para saber cómo derramar la misericordia a cada quien, en el momento preciso.
Porque no solo de pan vive el hombre, sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios.
Yo soy Madre de gracia. Soy para mis hijos el refugio seguro a donde la tentación no llega, el alma no se corrompe y la ira de Dios no alcanza.
Yo soy Madre de misericordia. Soy refugio y auxilio para mis hijos pecadores.
Yo soy Madre del amor. Soy mediadora y dispensadora de gracia y misericordia.
Yo entrego a mi Hijo, que es la misericordia de Dios, al que acude y se refugia en mí con humildad y pidiendo mi auxilio. Porque yo siempre los llevo a Jesús.
Él es la misericordia.
Él es el alimento de vida eterna, bebida de salvación, vestido de pureza, salud para los enfermos, libertad para los presos, ayuda para el necesitado, vida para los muertos.
Él ora al Padre por los que viven en el mundo, para que los libre del mal.
Él es quien sufre con paciencia en la cruz, por los pecados de los hombres.
Él es quien consuela y perdona, corrige, aconseja y enseña.
Administrar la misericordia es discernir y obrar, para que cada corazón se disponga bien y el perdón se le pueda entregar, para que reciba la gracia del Espíritu Santo y aproveche el alimento para la vida eterna.
La sabiduría es necesaria para recibir y entregar bien la misericordia».
¡Muéstrate Madre, María!