60. SER COMO NIÑOS – ALMA DE NIÑO
EVANGELIO DEL SÁBADO DE LA SEMANA VII DEL TIEMPO ORDINARIO
El que no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él.
Del santo Evangelio según san Marcos: 10, 13-16
En aquel tiempo, la gente le llevó a Jesús unos niños para que los tocara, pero los discípulos trataban de impedirlo.
Al ver aquello, Jesús se disgustó y les dijo: “Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios es de los que son como ellos. Les aseguro que el que no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él”.
Después tomó en brazos a los niños y los bendijo imponiéndoles las manos.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: seguramente tus discípulos trataban de impedir que los niños se acercaran a ti porque no querían que te causaran alguna molestia.
Los corregiste, y aprovechaste la ocasión para dejar una enseñanza importante.
En los niños hay inocencia, pureza, alegría, sencillez, y otras cualidades que todos debemos procurar para llegar al Reino de Dios.
Pero esas virtudes las pides especialmente a tus amigos, los sacerdotes, porque estamos configurados contigo, que eres la perfección, y nuestra alma sacerdotal debe buscar esa perfección.
Sé que el ambiente es muy adverso, y el enemigo intenta de muchos modos que perdamos el alma de niño. ¿Qué debemos hacer, Jesús, para cuidarla y protegerla?
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdotes míos: vengan a mí, porque de los niños es el Reino de los Cielos.
Yo estoy sentado en un trono.
Tengo la majestad de un rey, pero visto tan sencillo como un mendigo.
Tengo tesoros y riquezas a mis pies, pero estoy descalzo y tengo llagas en mis manos y en mis pies.
Tengo todo el poder, pero me anonadé, y me entregué, y me sometí a los hombres como un niño pequeño. Pero parecía, más que un niño, un cordero llevado al matadero, en silencio, obediente hasta la muerte, confiado y abandonado en los brazos de mi Padre, mientras recibía el amor y los cuidados de mi Madre.
Soy Rey, y mi cuerpo es de hombre, y mi rostro es de Dios, y mi alma es de niño.
Yo amo la pureza, la inocencia, la belleza, la transparencia, el amor, la alegría, la paz, la paciencia, la afabilidad, la bondad, la fidelidad, la modestia, la humildad, la templanza, la fe, la mansedumbre del alma perfecta e inmaculada, sin mancha ni pecado, en cuyo vientre fue concebido el amor. El alma de mi Madre, preservada en la pureza desde su concepción, es el alma sacerdotal en perfección.
Así es el alma de un niño recién bautizado, coheredero del Reino de los Cielos, que recibe la pureza y los atributos de un alma destinada a la perfección, para unirse a la Santa Trinidad en Dios.
Pero su humanidad creciente, al hacerse hombre, deja todas las cosas de niño, y es tentado por el pecado, que mancha, entorpece y limita la pureza del alma.
Y dejan de ser niños, para crecer en medio del mundo como seres imperfectos que buscan y tienden a la perfección, que solo se encuentra cuando se vuelve al amor primero y a la pureza de un alma de niño, cuando convierte su corazón y se reconoce pequeño, necesitado:
- que confía y se abandona en los brazos de su padre, y se somete y obedece su voluntad;
- que pide con insistencia lo que necesita;
- que recibe con alegría lo que le da;
- que acepta, pero no se conforma y pide más;
- que es generoso con los demás;
- que juega, que ríe, que es inquieto y todo le sorprende;
- que abre los ojos y se maravilla de la naturaleza y de la creación;
- que abre los oídos y escucha;
- que abre la boca y habla;
- que está siempre atento y de todo aprende;
- que deja que lo corrijan, y se esfuerza por hacer el bien;
- que se arrepiente y reconoce que se equivoca, y sufre, y se humilla;
- que pide perdón y también perdona;
- que es feliz y nunca se preocupa, porque confía en la providencia de su padre, y en el amor y la protección de su madre;
- que sueña y se ilusiona;
- que tiene fe y esperanza, pero sobre todo que ama;
- y que en esa inocencia y en esa pureza alaba a Dios.
Amigos míos: las almas, para entrar en el Reino de los Cielos, deben ser como niños, deben ser como yo.
Ustedes han sido llamados y han sido elegidos para ser como niños.
Ustedes viven en medio del mundo sin ser del mundo, pero también son frágiles e indefensos, y están expuestos a las tentaciones, a la maldad y al dominio de los placeres del mundo. Y son como yo, odiados y perseguidos por mi causa.
El que reciba a un niño como este, en mi nombre, a mí me recibe. Pero ¡ay de aquel que robe la inocencia de alguno de estos niños! Más le valdría no haber nacido. Y si su mano es ocasión de pecado, que se la corte y la arroje, más le vale entrar al Reino de los Cielos sin una mano, que ser arrojado con las dos manos al fuego eterno.
En los Seminarios están mis niños, y yo deseo darles la protección de mi Madre, como la tuve yo, para que sean siempre como niños, y permanezcan con la pureza de intención en su corazón, buscando almas para hacerlas como niños, para llevarlas a Dios, protegidos por la oración insistente de una madre con alma de niña, que proteja con su vida la virtud, la inocencia, la pureza y su vocación sacerdotal, procurando que, aun siendo hombres, consigan la perfección de un alma de niño».
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Madre mía: son innumerables las imágenes que ha plasmado el arte cristiano, mostrándote como madre, con el Niño en brazos. Es imposible reproducir convenientemente la ternura con que mirarías a tu Hijo, y el amor de tu corazón de madre.
A todos nos ayudan esas imágenes para sentirnos igualmente protegidos y cuidados. Sobre todo a tus hijos sacerdotes, que somos otros Cristos, el mismo Cristo.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: agradezco tus cuidados, pero dime ¿cómo debe ser el alma de niño? Déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: de los niños es el Reino de los Cielos. Conserven ustedes su alma de niño, para la vida eterna. Permanezcan pequeños.
El que está configurado con mi Hijo Jesucristo permanece pequeño, porque es igual a Él.
Perseveren y alégrense, porque en ustedes se preserva la inocencia del Niño que ha nacido de mi vientre virgen, y que vive en ustedes.
Es difícil conservar la infancia del alma en medio del mundo, de la adversidad, de las tentaciones, y de todo lo que el demonio les ofrece. Pues yo les digo, hijos míos, que el que se mantiene junto a mí y camina conmigo, permanece pequeño, para que yo pueda llevarlo en brazos cuando se cansa.
Si ustedes permanecen junto a mí, como mis hijos pequeños, yo les aseguro que vivirán en la paz de un niño que se abandona en los brazos de su madre, bajo la custodia de su padre.
Cuando un niño está siendo abrazado por su madre y por su padre, en su corazón reina la fe, la esperanza, y el amor.
Fe en sus padres, porque en ellos cree, aprende de ellos y hace lo que le dicen, porque en ellos está la verdad para él.
Esperanza, porque de ellos espera recibirlo todo, sabe que estando con ellos nada le falta.
Amor, porque eso es lo que los une a los tres.
Estoy hablando de lo que pasa con un niño en el mundo, con un padre y una madre del mundo. Pues yo les digo que eso lo van a encontrar magnificado en el Padre del cielo, que es todopoderoso y eterno, y en la Madre que nunca los abandona.
Yo quiero que ustedes, mis hijos sacerdotes, vuelvan a ser como niños.
No quiero más escándalos, no quiero más traiciones, quiero la inocencia de vuelta en sus corazones.
La ambición de poder desvirtúa lo que ustedes deben ser.
¡Ay de aquel que destruya la inocencia de mis niños!
Ustedes, mis sacerdotes, son mis niños. Yo les aseguro que el demonio que los tienta y que los avergüenza será destruido.
Quiero dar a ustedes esta seguridad cuando se sientan abrazados. Nada de mí podrá separarlos. Nadie quiere desprenderse del abrazo de su madre, porque ahí todo lo encuentra. El que viene a mí lo encuentra todo, encuentra a Cristo, que los une al Padre por el Espíritu Santo.
La misión de una madre es llevar a sus hijos de vuelta a la casa del Padre.
Una madre conduce, guía, auxilia, protege, cuida, provee, da la vida por el hijo, obrando con misericordia.
Una madre alimenta y da de beber, viste al desnudo, cuida y procura al enfermo, acoge al necesitado, visita al preso, da santa sepultura al muerto, enseña, aconseja, corrige, siempre perdona, consuela, sufre con paciencia, ora por sus hijos vivos y por los muertos.
El alma de una madre es compasiva y misericordiosa, a imagen y semejanza de Dios.
El alma de un niño es paciente, es amable, no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe, no busca su interés, no toma en cuenta el mal, no se alegra de la injusticia, se alegra con la verdad, todo lo excusa, todo lo cree, todo lo soporta. El que es como niño habla como niño, piensa como niño, razona como niño.
Ustedes son configurados con Cristo para ser como niños, pero se requiere la paciencia y la fe de los santos, para resistir a las tentaciones y al pecado, para preservar la pureza y la inocencia, y perseverar en el camino de perfección, que une a las almas en Cristo, por el Espíritu, para llevarlas al Padre».