67. CEGUERA ESPIRITUAL – PODER VER A JESÚS
JUEVES DE LA SEMANA VIII DEL TIEMPO ORDINARIO
Maestro, que pueda ver.
+ Del santo Evangelio según san Marcos: 10, 46-52
En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó en compañía de sus discípulos y de mucha gente, un ciego, llamado Bartimeo, se hallaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que el que pasaba era Jesús Nazareno, comenzó a gritar: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”. Muchos lo reprendían para que se callara, pero él seguía gritando todavía más fuerte: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”.
Jesús se detuvo entonces y dijo: “Llámenlo”. Y llamaron al ciego, diciéndole: “¡Ánimo! Levántate, porque él te llama”. El ciego tiró su manto; de un salto se puso en pie y se acercó a Jesús. Entonces le dijo Jesús: “¿Qué quieres que haga por ti?”. El ciego le contestó: “Maestro, que pueda ver”. Jesús le dijo: “Vete; tu fe te ha salvado” Al momento recobró la vista y comenzó a seguirlo por el camino.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: durante tu vida pública tú curaste a muchos enfermos, y el santo Evangelio destaca a algunos en particular: los leprosos, los paralíticos, los ciegos. Y es que las enfermedades del cuerpo nos hacen ver, cuando meditamos en tu palabra, cuáles son también las enfermedades del alma.
Hoy reflexionamos sobre la ceguera. El ciego del cuerpo no ve la luz natural. El ciego del alma no ve la luz sobrenatural. Y, lo que es peor, no tiene la luz sobrenatural, porque perdió la gracia por el pecado.
Señor, tú eres la luz, y entiendo muy bien a Bartimeo cuando te llamaba a gritos, porque quería ver. Tú resaltas que él tenía fe, y por eso recuperó la vista.
Me doy cuenta de que la ceguera del alma también se cura con fe, con la fe puesta en obras. Cuando el que perdió la vista también te llama a gritos en la oración, meditando en tu palabra y buscando los sacramentos.
Mi misión como sacerdote también me pide abrir los ojos de los ciegos y, para eso, debo tener los míos muy abiertos, porque un ciego no puede guiar a otro ciego.
Te pido tu luz para ver siempre con mucha claridad el camino, y para poder guiar a otros hacia ti.
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«Sacerdote mío: dichosos los que sin haber visto han creído. Por su fe yo he abierto sus ojos. Y el que vea, que vaya por el mundo, anunciando la buena nueva.
Como el Padre me ha enviado a mí, yo los envío a ellos, y te envió a ti, para que, viendo por ti, otros también crean.
Yo quiero reunirlos a ustedes, mis amigos, mis apóstoles, mis discípulos, mis sacerdotes, porque algunos viendo no ven, porque sus ojos han sido abiertos, pero han sido tapados con el velo de las tinieblas del mundo, mientras caminaban en el mundo.
Yo los he enviado a evangelizar al mundo, pero ¿quién acepta que lo guíe un ciego?
¿Quién confía en quien no tiene fe?
¿Quién sigue a quien no camina por camino seguro?
¿Quién respeta a quien no dice la verdad?
¿Quién se convence si no es con el ejemplo?
A algunos de mis sacerdotes les falta fe, les falta confianza. Tienen miedo, porque caminan como ciegos entre tinieblas, porque no saben a dónde van, les falta esperanza, les falta amor.
Yo quiero que ustedes, mis pastores, se arrepientan y crean en el Evangelio.
Que lean la palabra, que escuchen la palabra, que estudien la palabra, que entiendan la palabra, que prediquen la palabra, y la lleven a todos los rincones del mundo.
Porque todo hombre tiene derecho de conocer la palabra de Dios, que es camino de salvación, verdad y vida.
Pero que no vayan ustedes solos.
Yo he venido buscar a mis ovejas, porque mi Padre me ha enviado. Y he nacido como hombre entre los hombres, para caminar entre los hombres y así encontrarlas.
Y he predicado la palabra para que la escuchen por medio de ustedes; para que la entiendan por medio del Espíritu Santo, que está en ustedes; para que se alimenten de mí.
Y he entregado mi vida para conseguir a mis ovejas; y he sido elevado en la cruz para llamar su atención; para que vengan a mí, pidiendo perdón, arrepentidas, y acepten mi muerte como fuente de salvación, y mi resurrección como fuente de vida.
He venido a buscar a mis ovejas, para encontrarlas, para curarlas, para abrir sus ojos, para conseguirlas, para que me sigan, para tenerlas, para hacerlas mías.
Alégrense ustedes, amigos míos, y llévenles la alegría de mi encuentro, la alegría del Evangelio, la alegría de mi resurrección, la alegría de mi promesa de salvación y vida eterna.
Ustedes no deben buscar en corrientes nuevas, porque no van a encontrar, porque todo, pastores míos, ha sido escrito ya, y será cumplida hasta la última letra. Regresen a la base de la doctrina, regresen a la fe.
Yo quiero que ustedes se reúnan en oración, para pedir la gracia, para recibir los dones, para pedir la fe, para que se reencuentren conmigo, porque donde hay dos o más reunidos, ahí estoy yo.
Que cuando yo los llame vengan a mí, para abrirles los ojos, para que prediquen en mi seguridad y en mi confianza.
Que se configuren conmigo, para que extiendan la fe, para que construyan mi Reino.
Que me adoren en el altar, que es mi trono de Rey del Universo, alabándome en la Eucaristía, poniendo en mí su confianza, su seguridad y su fe. Así sus ojos serán abiertos, para que el que no crea, vea. Soy yo el que llama: que venga el que quiera ver.
Sacerdotes, apóstoles, discípulos, amigos míos: son ustedes los ojos del mundo, son ustedes los guías, los pastores, los médicos, los maestros, los pescadores de hombres.
Son ustedes los instrumentos de salvación.
Son ustedes los administradores de la gracia.
Son ustedes portadores de misericordia.
Son ustedes los que tienen el poder de transformar el pan en mi cuerpo y el vino en mi sangre, para alimentar a mi pueblo, para que vivan en mí como yo vivo en ellos, y los consiga, y los haga míos.
Porque yo vine para quedarme, para entregarme, y con mi muerte y mi resurrección, conseguirlos a todos.
Y subí al cielo, pero también me quedé, amando hasta el extremo, en cada Eucaristía, en la que yo soy y yo me doy, por medio de sus manos, configuradas conmigo.
Y en cada Eucaristía se entregan ustedes conmigo, uniéndose en el mismo y único sacrificio, para el perdón de sus pecados y de todas las almas; para unirse con ellas; para unirlas conmigo; para la salvación, que se complementa con mi muerte redentora.
Sacerdotes míos: mi pueblo está ciego. Abran sus ojos a la fe y a la voluntad de Dios, predicando el Evangelio y anunciando el Reino de los Cielos, invitándolos a construir el Reino con obras de misericordia, y lleven al mundo la paz que yo les he dejado, la paz que yo les he dado».
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Madre mía: cuando yo vi claramente que Jesús me llamaba para ser sacerdote no dudé en que debía seguir ese camino. Había pedido luces en la oración, y me las dio, pude ver. Y junto con esas luces me dio la gracia para decir que sí.
Pero puede suceder que alguno, con el paso del tiempo, “deje de ver”, se vuelva ciego. Quizá no tanto como para dudar de la vocación, pero sí deja de verse claro el camino, debido a las dificultades que comporta, o a las tentaciones que no deja de poner el enemigo.
Madre nuestra: ayúdanos a todos a no perder el camino, a volver muchas veces al amor primero, para renovar nuestra alma sacerdotal. Tú eres camino seguro, de modo que confío en tu gracia para ver siempre con claridad. Y también confío en los medios con que contamos para recuperar la vista: la confesión, la dirección espiritual, la oración, la Eucaristía…
Hago mía la oración de Bartimeo: ¡Señor, que vea! Y tú, Madre, intercede por mí.
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«Hijos míos, sacerdotes: les entrego la luz que llevo en mi seno, que es la luz de mi Hijo, para que lo vean, para que le pidan, para que aumente en ustedes la fe, la esperanza y el amor, derramando sobre ustedes su Espíritu, para que crean en el Evangelio, para que transformen el mundo llevando la fe, la esperanza y la caridad a todos los hombres, para que crean, para que reciban, para que vivan el amor y la misericordia de Dios.
Es de mi vientre de donde emana la Luz para el mundo, para que aumente en ustedes, mis hijos sacerdotes, la fe, la esperanza y el amor.
Yo soy la Perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive. Pero no soy yo, sino el Espíritu Santo que está conmigo quien otorga los dones y los aumenta, e infunde estas virtudes para que los hombres las practiquen y las perfeccionen.
Y no es de mí, sino de mi Hijo, fruto bendito de mi vientre, de quien procede la luz para el mundo, para que ustedes, mis hijos sacerdotes, vean y crean que Dios lo ha enviado.
Pidan fe, como don y como virtud. Como don, para que el Espíritu Santo les dé una fe grande; y como virtud, para que la perfeccionen, poniéndola en obras.
Pidan una firme esperanza, de acuerdo a su fe.
Pero, sobre todo, pidan una gran caridad, para que todo lo hagan con mucho amor. Porque de estos tres el amor es el más grande.
Algunos de ustedes, mis hijos sacerdotes, han olvidado el amor primero. Trabajan sin descanso, obran su fe, ofrecen, sirven, se esfuerzan, esperan y tienen paciencia, han sufrido y han sido perseguidos por la causa de mi Hijo; pero Él conoce sus obras, sus intenciones, y conoce que algunos de sus amigos se han olvidado de amar.
Aunque tengan dones y tengan fe, aunque hagan obras en plenitud de fe, como para trasladar montañas, si no tienen amor, nada son.
Yo quiero que se amen unos a otros, porque quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. El amor de Dios se manifiesta entre los hombres en que Dios envío a su único hijo al mundo, para que vivan por medio de Él.
Quiero que regresen al amor primero, que es en lo que consiste el amor: no en que lo hayan amado primero, sino en que Él los amó primero.
Porque no son ustedes los que lo eligieron a Él, sino que fue Él quien los eligió a ustedes, para que vayan y den fruto, y ese fruto permanezca.
Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él.
Quiero que vean y traten a Cristo en sus hermanos sacerdotes, y promuevan la unidad entre ustedes, y se ayuden, porque quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.
Quiero que regresen al amor primero, cuando Él los llamó, cuando sus ojos se abrieron y dijeron sí al don del sacerdocio, y creyeron y confesaron que Jesús es el Hijo de Dios, y permanecieron en el amor de Dios y Dios en ustedes.
Que vuelvan al amor primero, para que alcancen la plenitud y la perfección del amor, en el que no cabe el miedo, en el que esperan con confianza el día del juicio, esperando preparados y en vela, hasta que Él vuelva».
56. CEGUERA ESPIRITUAL – PODER VER A JESÚS
EVANGELIO DEL DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO (B)
Maestro, que pueda ver.
+ Del santo Evangelio según san Marcos: 10, 46-52
En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó en compañía de sus discípulos y de mucha gente, un ciego, llamado Bartimeo, se hallaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que el que pasaba era Jesús Nazareno, comenzó a gritar: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”. Muchos lo reprendían para que se callara, pero él seguía gritando todavía más fuerte: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”.
Jesús se detuvo entonces y dijo: “Llámenlo”. Y llamaron al ciego, diciéndole: “¡Ánimo! Levántate, porque él te llama”. El ciego tiró su manto; de un salto se puso en pie y se acercó a Jesús. Entonces le dijo Jesús: “¿Qué quieres que haga por ti?”. El ciego le contestó: “Maestro, que pueda ver”. Jesús le dijo: “Vete; tu fe te ha salvado” Al momento recobró la vista y comenzó a seguirlo por el camino.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: durante tu vida pública tú curaste a muchos enfermos, y el santo Evangelio destaca a algunos en particular: los leprosos, los paralíticos, los ciegos. Y es que las enfermedades del cuerpo nos hacen ver, cuando meditamos en tu palabra, cuáles son también las enfermedades del alma.
Hoy reflexionamos sobre la ceguera. El ciego del cuerpo no ve la luz natural. El ciego del alma no ve la luz sobrenatural. Y, lo que es peor, no tiene la luz sobrenatural, porque perdió la gracia por el pecado.
Señor, tú eres la luz, y entiendo muy bien a Bartimeo cuando te llamaba a gritos, porque quería ver. Tú resaltas que él tenía fe, y por eso recuperó la vista.
Me doy cuenta de que la ceguera del alma también se cura con fe, con la fe puesta en obras. Cuando el que perdió la vista también te llama a gritos en la oración, meditando en tu palabra y buscando los sacramentos.
Mi misión como sacerdote también me pide abrir los ojos de los ciegos y, para eso, debo tener los míos muy abiertos, porque un ciego no puede guiar a otro ciego.
Te pido tu luz para ver siempre con mucha claridad el camino, y para poder guiar a otros hacia ti.
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdote mío: dichosos los que sin haber visto han creído. Por su fe yo he abierto sus ojos. Y el que vea, que vaya por el mundo, anunciando la buena nueva.
Como el Padre me ha enviado a mí, yo los envío a ellos, y te envió a ti, para que, viendo por ti, otros también crean.
Yo quiero reunirlos a ustedes, mis amigos, mis apóstoles, mis discípulos, mis sacerdotes, porque algunos viendo no ven, porque sus ojos han sido abiertos, pero han sido tapados con el velo de las tinieblas del mundo, mientras caminaban en el mundo.
Yo los he enviado a evangelizar al mundo, pero ¿quién acepta que lo guíe un ciego?
¿Quién confía en quien no tiene fe?
¿Quién sigue a quien no camina por camino seguro?
¿Quién respeta a quien no dice la verdad?
¿Quién se convence si no es con el ejemplo?
A algunos de mis sacerdotes les falta fe, les falta confianza. Tienen miedo, porque caminan como ciegos entre tinieblas, porque no saben a dónde van, les falta esperanza, les falta amor.
Yo quiero que ustedes, mis pastores, se arrepientan y crean en el Evangelio.
Que lean la palabra, que escuchen la palabra, que estudien la palabra, que entiendan la palabra, que prediquen la palabra, y la lleven a todos los rincones del mundo.
Porque todo hombre tiene derecho de conocer la palabra de Dios, que es camino de salvación, verdad y vida.
Pero que no vayan ustedes solos.
Yo he venido buscar a mis ovejas, porque mi Padre me ha enviado. Y he nacido como hombre entre los hombres, para caminar entre los hombres y así encontrarlas.
Y he predicado la palabra para que la escuchen por medio de ustedes; para que la entiendan por medio del Espíritu Santo, que está en ustedes; para que se alimenten de mí.
Y he entregado mi vida para conseguir a mis ovejas; y he sido elevado en la cruz para llamar su atención; para que vengan a mí, pidiendo perdón, arrepentidas, y acepten mi muerte como fuente de salvación, y mi resurrección como fuente de vida.
He venido a buscar a mis ovejas, para encontrarlas, para curarlas, para abrir sus ojos, para conseguirlas, para que me sigan, para tenerlas, para hacerlas mías.
Alégrense ustedes, amigos míos, y llévenles la alegría de mi encuentro, la alegría del Evangelio, la alegría de mi resurrección, la alegría de mi promesa de salvación y vida eterna.
Ustedes no deben buscar en corrientes nuevas, porque no van a encontrar, porque todo, pastores míos, ha sido escrito ya, y será cumplida hasta la última letra. Regresen a la base de la doctrina, regresen a la fe.
Yo quiero que ustedes se reúnan en oración, para pedir la gracia, para recibir los dones, para pedir la fe, para que se reencuentren conmigo, porque donde hay dos o más reunidos, ahí estoy yo.
Que cuando yo los llame vengan a mí, para abrirles los ojos, para que prediquen en mi seguridad y en mi confianza.
Que se configuren conmigo, para que extiendan la fe, para que construyan mi Reino.
Que me adoren en el altar, que es mi trono de Rey del Universo, alabándome en la Eucaristía, poniendo en mí su confianza, su seguridad y su fe. Así sus ojos serán abiertos, para que el que no crea, vea. Soy yo el que llama: que venga el que quiera ver.
Sacerdotes, apóstoles, discípulos, amigos míos: son ustedes los ojos del mundo, son ustedes los guías, los pastores, los médicos, los maestros, los pescadores de hombres.
Son ustedes los instrumentos de salvación.
Son ustedes los administradores de la gracia.
Son ustedes portadores de misericordia.
Son ustedes los que tienen el poder de transformar el pan en mi cuerpo y el vino en mi sangre, para alimentar a mi pueblo, para que vivan en mí como yo vivo en ellos, y los consiga, y los haga míos.
Porque yo vine para quedarme, para entregarme, y con mi muerte y mi resurrección, conseguirlos a todos.
Y subí al cielo, pero también me quedé, amando hasta el extremo, en cada Eucaristía, en la que yo soy y yo me doy, por medio de sus manos, configuradas conmigo.
Y en cada Eucaristía se entregan ustedes conmigo, uniéndose en el mismo y único sacrificio, para el perdón de sus pecados y de todas las almas; para unirse con ellas; para unirlas conmigo; para la salvación, que se complementa con mi muerte redentora.
Sacerdotes míos: mi pueblo está ciego. Abran sus ojos a la fe y a la voluntad de Dios, predicando el Evangelio y anunciando el Reino de los Cielos, invitándolos a construir el Reino con obras de misericordia, y lleven al mundo la paz que yo les he dejado, la paz que yo les he dado».
+++
Madre mía: cuando yo vi claramente que Jesús me llamaba para ser sacerdote no dudé en que debía seguir ese camino. Había pedido luces en la oración, y me las dio, pude ver. Y junto con esas luces me dio la gracia para decir que sí.
Pero puede suceder que alguno, con el paso del tiempo, “deje de ver”, se vuelva ciego. Quizá no tanto como para dudar de la vocación, pero sí deja de verse claro el camino, debido a las dificultades que comporta, o a las tentaciones que no deja de poner el enemigo.
Madre nuestra: ayúdanos a todos a no perder el camino, a volver muchas veces al amor primero, para renovar nuestra alma sacerdotal. Tú eres camino seguro, de modo que confío en tu gracia para ver siempre con claridad. Y también confío en los medios con que contamos para recuperar la vista: la confesión, la dirección espiritual, la oración, la Eucaristía…
Hago mía la oración de Bartimeo: ¡Señor, que vea!
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: les entrego la luz que llevo en mi seno, que es la luz de mi Hijo, para que lo vean, para que le pidan, para que aumente en ustedes la fe, la esperanza y el amor, derramando sobre ustedes su Espíritu, para que crean en el Evangelio, para que transformen el mundo llevando la fe, la esperanza y la caridad a todos los hombres, para que crean, para que reciban, para que vivan el amor y la misericordia de Dios.
Es de mi vientre de donde emana la Luz para el mundo, para que aumente en ustedes, mis hijos sacerdotes, la fe, la esperanza y el amor.
Yo soy la Perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive. Pero no soy yo, sino el Espíritu Santo que está conmigo quien otorga los dones y los aumenta, e infunde estas virtudes para que los hombres las practiquen y las perfeccionen.
Y no es de mí, sino de mi Hijo, fruto bendito de mi vientre, de quien procede la luz para el mundo, para que ustedes, mis hijos sacerdotes, vean y crean que Dios lo ha enviado.
Pidan fe, como don y como virtud. Como don, para que el Espíritu Santo les dé una fe grande; y como virtud, para que la perfeccionen, poniéndola en obras.
Pidan una firme esperanza, de acuerdo a su fe.
Pero, sobre todo, pidan una gran caridad, para que todo lo hagan con mucho amor. Porque de estos tres el amor es el más grande.
Algunos de ustedes, mis hijos sacerdotes, han olvidado el amor primero. Trabajan sin descanso, obran su fe, ofrecen, sirven, se esfuerzan, esperan y tienen paciencia, han sufrido y han sido perseguidos por la causa de mi Hijo; pero Él conoce sus obras, sus intenciones, y conoce que algunos de sus amigos se han olvidado de amar.
Aunque tengan dones y tengan fe, aunque hagan obras en plenitud de fe, como para trasladar montañas, si no tienen amor, nada son.
Yo quiero que se amen unos a otros, porque quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. El amor de Dios se manifiesta entre los hombres en que Dios envío a su único hijo al mundo, para que vivan por medio de Él.
Quiero que regresen al amor primero, que es en lo que consiste el amor: no en que lo hayan amado primero, sino en que Él los amó primero.
Porque no son ustedes los que lo eligieron a Él, sino que fue Él quien los eligió a ustedes, para que vayan y den fruto, y ese fruto permanezca.
Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él.
Quiero que vean y traten a Cristo en sus hermanos sacerdotes, y promuevan la unidad entre ustedes, y se ayuden, porque quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.
Quiero que regresen al amor primero, cuando Él los llamó, cuando sus ojos se abrieron y dijeron sí al don del sacerdocio, y creyeron y confesaron que Jesús es el Hijo de Dios, y permanecieron en el amor de Dios y Dios en ustedes.
Que vuelvan al amor primero, para que alcancen la plenitud y la perfección del amor, en el que no cabe el miedo, en el que esperan con confianza el día del juicio, esperando preparados y en vela, hasta que Él vuelva.
Hijos míos: yo quiero llevar la luz de mi vientre a los ciegos de corazón, los que viendo no ven, los que cierran sus ojos a la verdad y caminan a través de la oscuridad, para que vean, para iluminar su camino con la luz de mi Hijo.
Permanezcan en la fe, y compadézcanse conmigo, viendo en esa oscuridad como es ultrajado el que es la verdad, el que es la luz, el que es la vida.
Quédense conmigo a los pies de la cruz vacía, por la que se santifican alabando y adorando a Cristo, que ha resucitado a la luz, a la verdad y a la vida.
Reconozcan todo lo que mi Hijo les da, para que con su luz iluminen, para que en su verdad vivan, para que por la fe tengan vida.
Yo pido para ustedes que sean abiertos sus ojos a la luz de la fe, para mantenerse de pie en el camino, soportando con paciencia, obrando con piedad, derramando misericordia, perseverando en la oración, manteniéndose en la firmeza, para que nadie arrebate su corona».