23/09/2024

Mc 16, 15-20

89. CREER EN JESÚS – QUEDARSE CON JESÚS

EVANGELIO DE LA SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

EVANGELIO

Subió al cielo y está sentado a la derecha de Dios.

+ Del santo Evangelio según san Marcos: 16, 15-20 (B)

En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado. Estos son los milagros que acompañarán a los que hayan creído: arrojarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos, y si beben un veneno mortal, no les hará daño; impondrán las manos a los enfermos y éstos quedarán sanos”. El Señor Jesús, después de hablarles, subió al cielo y está sentado a la derecha de Dios. Ellos fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba su predicación con los milagros que hacían.

Palabra del Señor.

 

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: el momento de tu ascensión al cielo fue muy solemne. Te estabas despidiendo de tus discípulos porque volvías al Padre, aunque al mismo tiempo les dijiste que estarías con ellos (con nosotros) hasta el fin del mundo.

Les confirmaste la misión que tenían encomendada, de ir por todo el mundo a predicar el Evangelio.

Les aseguraste que tienes todo el poder, para que se sintieran seguros, fuertes, confiados, en que no les iba a faltar tu asistencia para superar las dificultades.

Les prometiste también la asistencia del Espíritu Santo, para que les enseñara todas las cosas.

Ya no ibas a estar con ellos del mismo modo. Era normal que eso les causara tristeza, pero debían alegrarse mucho por ti, porque te vieron sufrir mucho y padecer en la cruz, y ahora recibes la gloria que te pertenece.

Habías cumplido tu misión, y eso era causa de mucha alegría. Pero todavía había que esperar al Espíritu Santo, para recibir sus dones y sus gracias, necesarias para que ellos (nosotros) cumplieran su misión.

La fiesta de la Ascensión es para mí un llamado para cumplir bien con mi misión apostólica. Y me alegra celebrarla, porque también es una confirmación de que no me faltará la ayuda de Dios para cumplirla.

El cielo está empeñado en que todos los hombres se salven, y Dios cuenta conmigo ahora para llevar a todos tu obra salvadora.

Jesús: ¿cómo puedo tener la seguridad de una fe fuerte todo el tiempo, para cumplir con mi misión apostólica?

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdotes míos: me voy a mi Padre, pero me quedo con ustedes. Me quedo y permanezco.

He venido para llevarlos conmigo: he abierto las puertas del cielo. La paternidad de mi Padre se ha revelado expresa y excelsa. Subo ahora para cantar su gloria ante la prisión de la tierra, porque soy Rey de cielos y tierra, pero mi Reino no es de este mundo.

He venido a morir para salvar al mundo, para vivir, y para que vivan conmigo.

¡Alégrense cielos y tierra, porque hoy entran en la alegría del Señor!

Discípulos míos: sean discípulos. No quieran ser más que el Maestro. Más bien aprendan a ser como el Maestro, y enseñen el camino, y traigan a la luz, y vuelvan a donde el Hijo del hombre ha ascendido, porque nadie va al Padre si no es por el Hijo; porque nadie va al Hijo si no aprende a ser como el Hijo, porque les he dejado en la verdad, y mi presencia permanece en aquel que acepta la voluntad del Padre, y se dispone a recibir, y procura, con su trabajo, dar fruto de todo lo que recibe, para ofrecer y entregar más de lo que le ha sido confiado.

Yo me voy, pero permanezco con ustedes. Permanezcan ustedes en mí, y yo los elevaré, como el Hijo del hombre ha sido elevado, y los traeré a la derecha del Padre, en donde yo he sido sentado y coronado de gloria.

¡Alégrense cielos y tierra, porque ha vencido el Dios de los ejércitos, y los ángeles cantarán su gloria por los siglos de los siglos!

¡Alégrense ustedes conmigo, porque ustedes recibirán al Espíritu Santo, que los une al Padre y al Hijo, para permanecer en la unión, en la fuerza y en el amor!

Porque fui enviado al mundo a ser en todo como ustedes, menos en el pecado, para hacerlos en todo como yo soy, para que renuncien al pecado. Sean pues discípulos como el Maestro, y den gloria a Dios.

Vengan a mí los que estén cansados, que yo los aliviaré.

Me voy, pero me quedo en la Eucaristía. Vivo y muero, resucito y me entrego, para permanecer en ustedes, para que permanezcan en mi amor.

Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes, creyendo en mí y cumpliendo mis mandamientos, y yo les haré participes de la gloria que tengo con mi Padre en el cielo, mientras ustedes construyen el Reino de los cielos en la tierra, para que, cuando yo vuelva, tenga un trono digno para sentarme.

Entonces juzgaré a los justos y a los pecadores. Y a los que crean en mí, y hayan hecho mis obras, los sentaré conmigo a la derecha de mi Padre.

Quiero que ustedes, mis amigos, me amen y hagan lo que yo les he dicho, y vivan en mí, compartiendo conmigo la gloria de mi Padre.

Quiero que den testimonio de mí y lo lleven al mundo entero.

Así es como el testimonio va pasando de unos a otros, y encendiendo corazones.

Así es como el testimonio de mis Apóstoles llegó hasta ustedes.

Yo les dejo mi paz, para que en esa paz haga su morada el Espíritu Santo, y los llene con sus dones, para que los una íntimamente a mí, y fortalecidos en esa unión, sean como yo, y tengan el valor y compartan mi sed de almas, para buscarlas, para encontrarlas, para salvarlas.

Reúnanse con mi Madre, para que permanezcan unidos, y en esa unión compartan mi paz con los atribulados, y mi alegría con los tristes, en la compañía de mi Madre y en oración constante, en la disposición del corazón a decir sí, a recibir el amor que enciende en fuego el corazón, que les da el valor y la determinación de salir al mundo a anunciar la verdad, para que los que tengan ojos vean y los que tengan oídos oigan.

En esta disposición del corazón establezcan lazos de unión fraterna, para que cumplan con el mandamiento que yo les he dado, amándose los unos a los otros como yo los he amado. Entonces conocerán la verdad, y creerán en mí, y serán atraídos a mí, y yo los haré parte.

¿Por qué es tan difícil que crean en mí?

Yo dejé la gloria que tenía con mi Padre antes de que el mundo existiera, para hacerme hombre, para habitar entre los hombres, para que me conocieran.

Yo caminé en el mundo, trabajando entre los hombres, siendo en todo igual a los hombres, menos en el pecado, para poder compadecerlos.

Yo fui bautizado, abriéndose el cielo, para que escucharan la voz del Padre diciendo: “este es mi Hijo amado, en quien me complazco”; para que escucharan y creyeran.

Yo hice signos, para consentir a mi Madre cuando todavía no había llegado mi hora.

Yo caminé predicando el Reino de Dios en templos, en montañas, en campos, en playas, en plazas, para que creyeran en mí.

Yo expulsé demonios y sané enfermos; hice milagros, resucité muertos, y alimenté multitudes, para que creyeran en mí.

Y el cielo se abrió de nuevo ante mis discípulos, abriendo sus ojos para que vieran, y sus oídos para que oyeran: “este es mi Hijo amado, escúchenlo”; para que creyeran en mí.

Y amándolos hasta el extremo partí el pan, y compartí el vino entre mis amigos, para quedarme, para que crean en mí.

Y para que se cumpliera todo lo que estaba escrito, me entregué en manos de un amigo, para morir en manos de mis enemigos, para salvarlos a todos, y para que también ellos creyeran en mí.

Y resucité de entre los muertos para darles vida, y para que crean en mí.

Y me aparecí, y comí, y conviví con mis discípulos, para que creyeran en mí.

Y los hice meter su dedo en mis llagas, y su mano en mi costado, para que creyeran en mí, y en que yo soy el Hijo de Dios, que envió al mundo como Cordero, para que en un único y eterno sacrificio diera la vida, para que el que crea se salve. Pero, aun así, no todos creen en mí, tienen miedo, no confían en mí.

Y subí al cielo para sentarme a la derecha de mi Padre, y ser coronado de gloria por mi victoria, y para que sea cumplida la promesa de mi Padre, enviándoles al que vendría después de mí: el Paráclito, para que el que no crea en mí se convierta, y crea, para que el que crea en mí sea fortalecido, y persevere hasta el final, para que el que persevere cumpliendo mis mandamientos tenga vida eterna.

Permanezcan en oración, reunidos con mi Madre, y yo enviaré al Espíritu Santo sobre ustedes, para fortalecer sus virtudes, y darles el valor y la fuerza para dar testimonio de mí.

Y encenderé sus corazones, para que compartan mi sed de almas, para que el Padre, por medio de ustedes, unidos en el Espíritu, las atraiga a mí, para que sean unidas a mí, y yo las haga participar del abrazo eterno del Padre, de la contemplación constante del Hijo, de la plenitud en la unidad por el Espíritu Santo, del amor compartido con mi Madre, en alabanza y adoración constante, que desborda el alma de alegría, compartiendo el cielo con los ángeles y los santos en el banquete eterno.

Quiero que ustedes, mis amigos, me conozcan, para que me amen, para que crean en mí, para que, cuando la tentación los aseche, y la duda y la tribulación los asalte, y se alejen de mí, por mi misericordia encuentren el camino de vuelta a la casa del Padre, porque por mi cruz las puertas han sido abiertas al abrazo del Padre, para que los que estén perdidos sean encontrados, y los que estén muertos sean vueltos a la vida.

¡Participen de mi alegría haciendo mis obras!»

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Madre nuestra, Reina del cielo: ¡alégrate, Virgen María! Has visto con tus benditos ojos cómo se iba al cielo tu Hijo Jesús, de quien fuiste una digna morada, y que ahora vuelve a su morada eterna junto al Padre y al Espíritu Santo.

En los discípulos de Jesús había una mezcla de gozo y de tristeza. Gozosos, por la alegría de ser testigos del triunfo de nuestro Señor; y tristes, porque ya no iba a estar con ellos de la misma manera que antes, aunque prometió su asistencia cotidiana hasta el fin del mundo.

Era importante tu presencia junto a ellos para fortalecer su ánimo en la espera de la venida del Espíritu Santo. Tú dabas testimonio de que en todo se cumplían las Escrituras, y la promesa de tu Hijo estaba presente: iba a llegar el Consolador, el Espíritu de verdad, que les enseñaría todas las cosas y les daría la fortaleza necesaria para cumplir con su misión.

Así ahora, Madre, te necesitamos. Sabemos que nos miras a tus hijos sacerdotes como a Juan, el discípulo predilecto de Jesús, que te llevó a su casa. Nosotros también lo hemos hecho, porque necesitamos tu compañía. Te pedimos tu intercesión, para que el Santo Paráclito derrame sus dones en nuestro corazón, y nos llene de Él, para ir con alegría por todo el mundo a transmitir, con nuestra vida y nuestra palabra, el mensaje de Cristo.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijos míos: era preciso que el Hijo del hombre sufriera mucho y fuera reprobado por los sumos sacerdotes y los escribas, que muriera y resucitara al tercer día, para que se cumplieran las Escrituras, y que todo el que no creyera por la fe, creyera por las obras.

Era preciso que el Hijo del hombre resucitado se apareciera entre sus Apóstoles y luego subiera al cielo, de donde había salido para venir al mundo, y a donde regresaba para gozar de la gloria del Padre, para que creyeran en Él.

Era preciso que Él se sentara a la derecha del Padre, para que el Espíritu Santo fuera enviado al mundo, para fortalecer a todos los que habían creído en Él, para que dieran testimonio de su fe, y otros conocieran a Cristo, y lo amaran, y creyeran en Él.

Mi corazón se llenó de alegría al ver a mi Hijo subir a la gloria del Padre, porque el Espíritu Santo estaba conmigo.

Ese fue un día muy feliz, porque vi cumplidas las Escrituras y la voluntad de Dios, porque mi Hijo había triunfado venciendo al mundo. Y así como compartí con Él la cruz, ahora compartía con Él la gloria, en un solo corazón, en una sola alma.

Pero nadie lo entendía, porque verlo partir los llenó de tristeza, porque el egoísmo los cegaba y no los dejaba ver, porque querían que se quedara con ellos, porque estar con Él era una gran fiesta, pero no se daban cuenta que Él se iba a la gloria que había dejado, para venir al mundo a buscarlos, para rescatarlos, y ahora regresaba a la gloria que tenía con su Padre antes de que el mundo existiera, para prepararles morada, para llevarlos con Él, para invitarlos a una fiesta eterna, el banquete que los ángeles disponían en el cielo, para compartir con todos los que creyeran en Él.

Pero el miedo de quedarse solos paralizaba su fe, y enfriaba sus corazones y los dispersaba. Solo Juan, que siempre estaba conmigo, compartía mi alegría, porque el Espíritu Santo, que estaba conmigo, también estaba con él.

Y entendí que debía mantenerlos unidos como mi Hijo me había pedido, porque ahora eran hijos del Padre en el Hijo. Pero la tristeza los alejaba de Él y los volvía hijos pródigos, y el Espíritu Santo, que siempre está conmigo, los atraería hacia Él, a través de la fuerza de la unión y la oración. Porque nadie puede ir al Padre si no es por el Hijo, y nadie puede ir al Hijo si el Padre no lo atrae hacia Él.

Y entendí que Él me hizo Madre de los Apóstoles, para ser Madre de todos los hombres, para reunirlos bajo mis alas, como una gallina reúne bajo sus alas a los polluelos, para darles protección y consuelo, para ser fortalecidos y poder cumplir la misión que Él mismo les había encomendado: reunir y llevar al cielo a los invitados al banquete de las bodas del Cordero.

Y ahí estaban Pedro y Juan, Santiago, Andrés, Mateo, Felipe, Tomás, Bartolomé, Santiago, Simón y Judas, no el Iscariote, que había traicionado a Jesús, sino el hijo de Santiago. Eran once, entre una multitud que oraba y adoraba, mientras el Hijo de Dios los bendecía y subía al cielo.

Permanezcan en oración, para que el Espíritu Santo, que está conmigo, esté con ustedes. Permanezcan reunidos conmigo, en la disposición de ser fortalecidos con el Espíritu Santo, para transformar su tristeza en alegría, su soledad en unidad fraterna, su miedo en confianza, su duda en fe, su debilidad en fortaleza, su desgano en ánimo, su desaliento en esperanza, su tibieza en un corazón encendido en fuego, y con amor y alegría, con paz y con paciencia, con amabilidad y bondad, con fidelidad, humildad y templanza, lleven al mundo el testimonio de lo que han visto y han oído, con valor, con seguridad, con confianza, para que los que tengan ojos vean y los que tengan oídos escuchen, para que los que crean se salven.

Es importante la fe, la esperanza y la caridad, pero de las tres la caridad es la más grande. El que no tiene caridad, nada es. Procuren la caridad y una vida de piedad, en unidad, en oración, y en mi compañía, dispuestos a recibir la gracia para transmitir con su testimonio de fe, los tesoros de mi corazón al mundo, transmitiendo con obras su fe, en la seguridad de mi compañía».

¡Muéstrate Madre, María!

 

VI, 30. PREDICAR A CRISTO – LA MISIÓN APOSTÓLICA

EVANGELIO DE LA FIESTA DE SAN MARCOS, EVANGELISTA

Prediquen el Evangelio a todas las creaturas.

+ Del santo Evangelio según san Marcos: 16, 15-20

En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado. Estos son los milagros que acompañarán a los que hayan creído: arrojarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos, y si beben un veneno mortal, no les hará daño; impondrán las manos a los enfermos y éstos quedarán sanos”.

El Señor Jesús, después de hablarles, subió al cielo y está sentado a la derecha de Dios. Ellos fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba su predicación con los milagros que hacían.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: tú envías a tus Apóstoles a predicar el Evangelio por todo el mundo. El día de tu ascensión a los cielos no se habían escrito todavía los Evangelios como los conocemos ahora. Pero era una tarea urgente, que no podía esperar.

Por tanto, esa predicación consistió en que cada uno de tus discípulos contaría sus recuerdos personales, fruto de la convivencia contigo. Estaban asistidos por el Espíritu Santo, de modo que el contenido de la predicación era lo que Dios quería que se contara.

Y se trataba de hablar de ti, de lo que habían visto y oído. No se predican ideas interesantes, doctrinas, filosofías nuevas. Se predica una Persona, la persona de Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Verbo hecho carne.

San Marcos acompañó a Pedro en su predicación, de modo que recoge lo que dijo el Príncipe de los Apóstoles, incluyendo las debilidades y traiciones del primer Papa.

Jesús: tu Palabra transmitida por los evangelistas tiene la fuerza y la luz que le das tú. ¿Cómo puedo darme más cuenta de que sigues confirmando con milagros mi predicación?

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdotes míos: aquí estoy. Contemplen mi rostro, contemplen mi cielo. Yo los llevaré conmigo al Paraíso de los que no me abandonan.

Mi rostro es de hombre y mi belleza es divina. Yo soy totalmente hombre y totalmente Dios. Tú elevas entre tus manos al Cuerpo del hombre, mientras eres inmerso en Dios, y te transformas, y te conviertes en la luz de mis ojos, para que entiendas que vienes de la luz que ilumina el mundo y vuelves del mundo a la luz.

Yo soy la Palabra, y en el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios. Y todo se hizo por ella.

Yo soy la Palabra. Y la Palabra es la luz de los hombres.

Yo soy la luz que ilumina las tinieblas. Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre los hombres, pero el mundo no la conoció, y no la recibió.

Yo he venido al mundo para que crean en mí. Y los he enviado a ustedes, mis amigos, mis apóstoles, a dar testimonio de mí. Y les he dado mi poder para expulsar demonios y para curar enfermos, para dar vida, para perdonar los pecados, para alimentar a mi pueblo, para guiarlos, para salvarlos, para confirmarlos en la verdad, para que crean en mí, para destruir el mal, para convertir corazones, para construir el Reino de los cielos y salvar almas, y así glorificar al Padre en el Hijo.

Yo soy el que hace todas estas cosas, porque yo vivo en ustedes y ustedes viven por mí, conmigo, y en mí.

Yo soy el Dios que se ha hecho hombre para habitar entre los hombres, el que ha caminado en el mundo haciendo milagros, expulsando demonios, curando enfermos, resucitando muertos, compadeciéndome de sus miserias derramando mi misericordia.

Yo soy el que fue injustamente juzgado y condenado a muerte en manos de los hombres.

Yo soy quien cargó su cruz y fue crucificado en ella.

Yo soy el que descendió a los infiernos a anunciar su victoria sobre la muerte.

Yo soy quien murió, para resucitar de entre los muertos.

Yo soy el que los envía a anunciar la Buena Nueva del Reino de los cielos.

Yo soy el que subió al Padre como hombre y como Dios, y está sentado a su derecha.

Yo soy quien es bajado del cielo como pan vivo, y expuesto en las manos de ustedes, mis amigos, de los que me aman y creen en mí, y de los que no creen en mí y me abandonan.

El corazón de ustedes está dividido.

Yo les pregunto: ¿saben quién soy?

Y ¿saben quiénes son ustedes?

Y le pregunto a cada uno:

¿Eres el que me ama, pero me niega, y luego llora arrepentido; que se reconoce débil, y yo lo hago fuerte cimiento de mi Iglesia?

¿O eres el que me sigue y luego me abandona?

¿O eres el que me besa y luego me traiciona?

¿O eres el que me ama y acompaña a mi Madre al pie de mi cruz?

Porque ese es el que me conoce, el que cree en mí, y el que no me abandona.

Los corderos abandonaron al Buen Pastor. Los pastores abandonaron al Cordero de Dios. Yo soy el Buen Pastor. Yo soy el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Y si por un hombre vino el pecado al mundo, por un hombre vino la salvación para todos.

Por un hombre que se queda y no me abandona, porque sabe quién soy yo, yo les doy a mi Madre a todos, para que los reúna y les lleve mi misericordia, para que reciban al Espíritu Santo, que es el que les recuerda que yo los envío.

A los que saben quién soy yo, yo los envío.

Yo les he dado mi Cuerpo, mi Sangre y mi Palabra. Me he dado yo mismo para que crean en mí y tengan vida eterna.

Yo les doy la fortaleza del toro para que construyan; la visión y el vuelo del águila, para que escriban; mi divina humanidad, para que caminen en medio del mundo; el poder del león, para vencer al enemigo.

Con este poder los envío a ustedes, pastores de mi Iglesia, que no son de este mundo, para que, reunidos con mi Madre, con la gracia del Espíritu Santo, conviertan sus corazones y sean verdaderos sacerdotes, para que no me abandonen y los lleve conmigo a mi Paraíso.

No los envío solos: acompañen a mi Madre.

Este es mi Cuerpo, entregado por ustedes.

Esta es mi Sangre, derramada para el perdón de sus pecados.

Esto es todo lo que tengo y todo lo que les doy.

Esta es mi pobreza, que yo les comparto para enriquecerlos a todos, para que tengan los mismos sentimientos que yo.

Esta es mi riqueza: los sentimientos de mi corazón, y se los doy para que tengan los mismos sentimientos que yo.

El Maestro soy yo. Les enseñaré a entregarme su vida, despojándose de todo, vaciándose de sí para llenarse de mí, rechazando las riquezas del mundo para enriquecerse de Dios, llevando al mundo los sentimientos de mi corazón, que yo les doy, porque son palabras, pero son experiencias de mi vida, de su vida, y de nuestro amor, para que expresen mis sentimientos haciéndolos suyos.

Permanezcan unidos conmigo en un solo corazón, despojándose de todo, para que busquen primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura. Recibirán cien veces más y heredarán la vida eterna».

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Madre mía: el demonio ronda como león rugiente buscando a quién devorar. Ayúdame a cumplir bien con mi misión apostólica, confiando en que la gracia no me faltará para vencerlo.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijos míos, sacerdotes: yo vengo a buscar a mis hijos, los que no saben llegar, los que se salen del camino, los que se pierden, los que se quedan sentados y ya no quieren caminar.

Yo les doy a ustedes mi paz para que me acompañen.

En el mundo hay mucho dolor, guerra, impiedad, iniquidad, lucha de poder, ignominia, sufrimiento, angustia, tristeza, desesperanza y desesperación, porque en el mundo falta fe. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.

Pero yo les digo que no habrá paz en el mundo hasta que haya paz en los corazones de los hombres. Paz que llevan a cada casa ustedes, que son enviados de dos en dos. Paz que deben recibir primero ustedes, para que la puedan dar.

Pero no puede dar paz el que está en guerra. Las guerras más fuertes están dentro de cada uno.

Yo les doy mi auxilio, para que ganen todas las batallas, y les traigo la paz para que la lleven a los demás. Porque sus corazones se han ensoberbecido, la tentación ha distraído su atención, y el enemigo está ganando terreno, y ha sembrado duda y miedo que los paraliza y no los deja avanzar, y algunos se han desviado del camino, otros se han perdido y otros se han quedado sentados en el camino y ya no quieren caminar, se han cansado de luchar.

El enemigo vence cuando los convence que no hay guerra por ganar, porque no existe el infierno, no hay diablo, no hay batalla por luchar, y les hace creer que el cielo está en el mundo, en los placeres y no en los deberes. Y están tan sordos y están tan ciegos que caen, y no se dan cuenta que su adversario el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quien devorar.

El hombre por naturaleza busca a Dios, porque está creado para Dios, pero la tentación lo confunde, y el egoísmo lo lleva a la soberbia, y a creerse tan sabio como Dios. Y busca conseguir la belleza del mundo y no admirar la belleza de Dios. Y ambiciona la riqueza del mundo y pierde la riqueza de Dios, que envió a su único Hijo al mundo y, siendo rico, se hizo pobre, para enriquecerlos con su pobreza.

Las batallas se ganan con amor, desde la humildad de su corazón, porque a un corazón contrito y humillado Dios no lo desprecia. Qué difícil es la lucha cuando la batalla significa renunciar a los tesoros del mundo para acumular tesoros en el cielo. Qué difícil resulta la victoria y qué fácil es la derrota, cuando su deseo es la gloria y el poder en el mundo.

Yo les digo, que la victoria se consigue compartiendo la alegría de Cristo, teniendo los mismos sentimientos que Cristo, un mismo ánimo y un mismo sentir, no por ambición y vanagloria, sino con humildad, considerando superiores a los demás, más que a uno mismo; como Él, que siendo de condición divina no codició ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo asumiendo la naturaleza humana, haciéndose obediente hasta la muerte y a una muerte de cruz.

Acompáñenme, porque yo los ayudo a resistir firmes en la fe, fuertes en la batalla y humildes en la victoria.

Qué difícil es para un rico entrar en el Reino de los cielos, porque debe despojarse de todo: de la falsa belleza, de la vanidad, del orgullo, del dinero, de la idolatría, de la comodidad, del poder, de las ambiciones, de las riquezas…, porque está henchido de egoísmo y de soberbia, que le causa apego desmedido al mundo y resistencia al cielo.

Pero para Dios no hay imposibles. Dejen ustedes todo, oren, pidan, trabajen por la paz y esperen, porque recibirán cien veces más en este mundo y la vida eterna».

¡Muéstrate Madre, María!