48. NECESITADOS DE LA GRACIA – PODER VER A JESÚS
EVANGELIO DEL MIÉRCOLES DE LA SEMANA VI DEL TIEMPO ORDINARIO
El ciego quedó curado y veía todo con claridad
+ Del santo Evangelio según san Marcos: 8, 22-26
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos llegaron a Betsaida y enseguida le llevaron a Jesús un ciego y le pedían que lo tocara. Tomándolo de la mano, Jesús lo sacó del pueblo, le puso saliva en los ojos, le impuso las manos y le preguntó: “¿Ves algo?”. El ciego, empezando a ver, le dijo: “Veo a la gente, como si fueran árboles que caminan”.
Jesús le volvió a imponer las manos en los ojos y el hombre comenzó a ver perfectamente bien: estaba curado y veía todo con claridad. Jesús lo mandó a su casa, diciéndole: “Vete a tu casa, y si pasas por el pueblo, no se lo digas a nadie”.
Palabra del Señor.
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: tú no necesitabas ningún gesto para devolver la salud a un enfermo. Bastaba tu palabra, como sucedió con el siervo del Centurión y tantos casos más. Pero a este ciego lo tomas de la mano, lo sacas del pueblo, le pones saliva en los ojos, le impones las manos dos veces…
Llama la atención ese proceder tuyo. Quiero pensar que me quieres decir, especialmente a mí y a todos los sacerdotes, que hay personas “especialmente ciegas”, que necesitan mucha ayuda para poder verte a ti, y tú necesitas que yo me esmere en el ejercicio de mi ministerio, con todo el sacrificio que haga falta, para ayudarles.
Pero lo primero que quieres es que yo mismo reconozca mi ceguera y busque ver la luz, porque un ciego no puede guiar a otro ciego.
¡Señor, que vea! Dame tu gracia para ver con claridad todo lo que tú quieres que cambie, para que vea con claridad cuál es la voluntad de Dios para mí en cada momento.
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Sacerdotes míos, no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Yo quito los velos de los ojos, pero ustedes los cubren con sus manos, porque no quieren ver, porque es más fácil cerrar los ojos para no ver, que ver y obedecer.
Ustedes son como atletas que compiten para ganar el premio, algunos caminan, otros corren, pero no conocen el camino y no saben cuál es el premio.
El corredor aprieta el paso, y mortifica el cuerpo, fortalecido con la voluntad, cuando sabe el camino y visualiza la meta, cuando sabe a dónde ir y cómo llegar, cuando ve que el camino es largo y fatigoso, pero el premio es grande y vale la pena.
Yo soy el camino, y la gloria de mi Padre es el premio.
Pero no me conocen, y no comprenden la grandeza y el valor de la gloria que yo les hice alcanzable, porque yo mismo recorrí el camino y he ganado el premio para todos.
Pero ustedes compiten unos contra otros, y por eso no llegan a la meta: porque ven la paja en el ojo de su hermano y no la viga que llevan en el suyo; porque no se han dado cuenta que la competencia es consigo mismo, con constancia, su voluntad contra sus debilidades y sus miserias; su obediencia contra sus tentaciones y sus pasiones, ayudándose con la energía de sus virtudes y la omnipotencia de mi gracia.
Su misión es la misma que tuve yo.
La ayuda para cumplirla es la misma que tuve yo, y todavía más grande, porque yo estoy con ustedes todos los días de su vida.
La misión es clara: despojarse de todo, hasta de sí mismos –para hacerse esclavos, y darse cuenta de la miseria de sus cuerpos y de sus almas, necesitados de la gracia y la misericordia de Dios–, y hacerse obedientes hasta la muerte y una muerte de cruz, para dar la vida salvando almas, y llevarlas al cielo para glorificar al Padre en el Hijo, recibiendo en la corona merecida el premio.
Pero ustedes solo ven la cruz, que es la puerta, y no ven lo que hay después de la puerta, que es el premio.
Los que han entrado por la puerta y han comprendido la grandeza y el valor del premio, lleven a mis corredores esta sabiduría a través de la predicación del Evangelio.
La misión general de mis sacerdotes es una: la mía. La misión particular de cada uno son las obras encomendadas, que realizan para cumplir la misión.
Aprendan de mí, porque el discípulo no es más que el Maestro. Pero, cuando aprenda, será como su Maestro.
Aprendan de mí, porque la misión del Hijo la comparten con la Madre; pero la Madre también es partícipe del premio con el Hijo».
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Madre mía: tú fuiste auxilio y fortaleza para los discípulos de Jesús cuando se fue al cielo. Ayúdame también a mí, para cumplir bien con mi misión.
Yo quiero cumplir siempre la voluntad de Dios. Llévame de tu mano por el camino y consígueme las luces del Espíritu Santo, para verla con claridad y cumplirla.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos, sacerdotes: yo soy Madre y mediadora de todas las gracias.
Pero toda gracia y todo auxilio viene de Dios, a través de Jesucristo, por su bondad y misericordia.
El auxilio de mi Hijo es enseñarle el camino a cada uno, para que se cumpla la voluntad de Dios en cada uno.
La voluntad de Dios se cumple en cada uno cuando cada uno la conoce, la acepta y une la suya a esa voluntad divina, por la que se derraman todas las gracias.
Mi auxilio es persuadir a mis hijos en su disposición, para que acepten y den su sí, para que entreguen, en la libertad que Dios les ha dado, su voluntad a la voluntad de Dios.
Mi auxilio es interceder por cada uno de mis hijos, para que el Espíritu Santo, que siempre está conmigo, esté con ellos, y les dé la sabiduría y el entendimiento, el consejo, la fortaleza, la ciencia, la piedad y el temor de Dios, para conocer esa voluntad, para disipar las dudas y que vean con claridad.
Mi auxilio está en mostrarles el camino, la verdad y la vida, y llevarlos de la mano en esa voluntad, de vuelta a la casa del Padre.
Mi auxilio está en que soy la Madre de Dios, y por Él soy madre de todos los hombres. Y un hijo siempre consiente las peticiones de su madre.
Mi auxilio está en mostrarme Madre con mis hijos, y en llevar la paz a sus corazones.
¿No estoy yo aquí que soy su Madre? ¿Tienen necesidad de alguna otra cosa?
Yo acudo a los que piden mi auxilio.
Yo acudo en su auxilio, y les consigo la claridad para que conozcan la voluntad de Dios, y les pido su confianza, su abandono y su obediencia, entregándose totalmente en esa voluntad, en la que darán su vida por la Santa Iglesia, para recuperarla de nuevo en Cristo.
Yo quiero mostrarles que soy Madre.
Mi auxilio está en pedir la gracia de Dios para que ustedes permanezcan en Él como Él permanece en ustedes.
Pero se requiere la voluntad de cada uno, y aquí se requiere la paciencia de los santos, de los que guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús».
¡Muéstrate Madre, María!