23/09/2024

Mc 9, 30-37

56. MIEMBROS VIVOS DE LA IGLESIA – LECCIONES PARA HACERSE ÚLTIMO

MARTES DE LA SEMANA VII DEL TIEMPO ORDINARIO

El Hijo del hombre va a ser entregado. Si alguno quiere ser el primero que sea el servidor de todos.

Del santo Evangelio según san Marcos: 9, 30-37

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos atravesaban Galilea, pero él no quería que nadie lo supiera, porque iba enseñando a sus discípulos. Les decía: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le darán muerte, y tres días después de muerto, resucitará”. Pero ellos no entendían aquellas palabras y tenían miedo de pedir explicaciones.

Llegaron a Cafarnaúm, y una vez en casa, les preguntó: “¿De qué discutían por el camino?”. Pero ellos se quedaron callados, porque en el camino habían discutido sobre quién de ellos era el más importante. Entonces Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: “Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”.

Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: “El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe. Y el que me reciba a mí, no me recibe a mí, sino a aquel que me ha enviado”.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: en tu camino hacia Jerusalén vas preparando a tus discípulos para el momento de la cruz, e insistes en la importancia de ser entregado, morir y resucitar.

Era necesario que los Doce fueran columnas fuertes de tu Iglesia, de modo que había que hablarles claro y explicarles todas las cosas, para que asumieran sin dudar el riesgo de seguirte de cerca.

También les das lecciones de amor y de humildad, porque solo así serían columnas firmes. No tolerabas manifestaciones de soberbia. Ellos querían saber quién era el más importante. Se los dejaste claro: el primero tiene que ser el último, el servidor de todos.

Por eso el Santo Padre es el “siervo de los siervos de Dios”. Así deben ser, sobre todo, los que ocupan cargos de responsabilidad en tu Iglesia: servidores de todos.

Señor, soy consciente de que yo debo ser un miembro vivo, sano, fuerte, de tu Iglesia, que es tu cuerpo. ¿Cómo puedo de verdad servir bien a la Iglesia y mantenerme pequeño?

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdotes míos: ¿me aman?

Amigos míos: yo los amo.

Yo he querido demostrar mi amor de tal manera al mundo, que he puesto mi confianza en el corazón de cada uno de los hombres.

He decidido correr el riesgo de permanecer entregado y abandonado en sus manos, hasta el punto de esperar que crean en mí, aunque solo vean un trozo de pan.

He decidido correr el riesgo de ser ultrajado, despreciado por algunos, de permitir que cometan sacrilegios conmigo, porque el amor se demuestra en libertad, y en esa libertad el Espíritu Santo puede actuar y convertir los corazones, aun de aquellos hombres que se burlan de mí.

Corran conmigo el riesgo de hacerse últimos, para que sean conmigo primeros en el Reino de los Cielos.

Corran conmigo el riesgo, entregando su vida como yo, para que crean en mí, arriesgándose al desprecio de algunos, que no creerán en ustedes.

Háganlo todo por amor de Dios. Eso es lo que debe haber en ustedes.

Corran el riesgo de escuchar mi voz para llevarla a los demás. Dejen que los vean. Yo les aseguro que, por ustedes, muchos incrédulos creerán en mí.

Yo los invito a derramar mi gracia como lluvia de agua viva, transformada en el mejor de los vinos, por petición de la más humilde creatura en el mundo, que jamás dudó de mí, y de que yo soy el Hijo único de Dios, engendrado en su vientre y en su corazón.

Ella, esclava del Señor, la última, es ahora la primera. A ella se deben. A ella me debo yo.

Que el Espíritu Santo descienda sobre ustedes, a través de la compañía de mi Madre. Su nombre es María.

¡Corran el riesgo!

¡Vivan en mi locura!

¡Reciban el fuego que mantendrá la llama en su corazón siempre viva!

Sacerdotes de mi pueblo: ámenme con todo su corazón, con toda su alma, con toda su mente, y amen a su prójimo como a ustedes mismos.

Amen mi Cuerpo, amen mi Sangre, amen mi Alma, amen mi Divinidad.

Ámenme, mis amigos, de la misma forma, como Dios y como hombre.

Contemplen mi cuerpo. Amen mi cuerpo. Y así como aman mi cuerpo, amen mi Iglesia, porque es mi cuerpo.

Así como aman cada miembro de mi cuerpo y aman todo de mí, amen a mi Iglesia y amen a cada miembro.

Así como compadecen mis llagas, así compadezcan el dolor de mi Iglesia, que es doliente, enfermiza, despreciada, herida por la rebeldía de los hombres, inmolada por la culpa; pero inmortal, eterna, gloriosa, firme, segura, que todo lo puede y todo lo soporta, porque en ella está el amor que sana, que repara, que salva, que resucita y da vida, que hace nuevas todas las cosas.

La Iglesia es mi cuerpo. Los miembros son parte, yo soy cabeza. Y María es Madre.

Todos se ayudan, todos se afectan, porque todos son uno, una sola Iglesia, mi cuerpo y mi sangre, el cuerpo y la sangre de Cristo.

Sacerdotes míos: así como me han entregado su vida, den su vida por mi Iglesia».

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 Madre nuestra: tú eres Reina de la humildad y Madre de la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo, tu Hijo.

Por esa razón te preocupas de nosotros, tus hijos, miembros de la Iglesia, y, por eso, parte del cuerpo de tu Hijo; nos proteges de las asechanzas del demonio, y nos cuidas.

Te interesa especialmente que luchemos para ser humildes, porque solo así vamos a poder servir a tu Hijo eficazmente. Intercedes por nosotros, y sabes muy bien qué es lo que nos conviene.

 ¡Ayúdanos a ser miembros vivos y fuertes!

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijos míos, sacerdotes:

Así como el cuerpo de Cristo fue concebido humano y divino.

Así como el Verbo se hizo carne y habitó entre los hombres.

Así como enseñó, alimentó, cuidó, protegió y salvó a la humanidad con su vida, derramando su misericordia.

Así como fue tentado, perseguido, flagelado, burlado, juzgado, incomprendido, atacado, martirizado, inmolado, condenado, maltratado, desfigurado, herido, lacerado, desechado, odiado, ofendido, calumniado, coronado de espinas, crucificado.

Así como en tres días fue reconstruido, y su triunfo es para siempre.

Así es la Santa Iglesia, que es el cuerpo de Cristo.

Yo soy Madre. Yo cuido y protejo. Yo piso la cabeza de la serpiente, y el mal no prevalecerá sobre ella.

Pero los demonios están furiosos, porque no pudieron robar al niño que nació de mi vientre, y en cambio fue arrebatado hasta el cielo, y está en un trono, sentado a la derecha de su Padre, compartiendo su gloria.

Y me hizo Madre, y me hizo Reina del cielo y de la tierra, y el demonio no tiene poder sobre Él.

Y por Él no tiene poder sobre mí. Entonces hace la guerra a mis otros hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y dan testimonio de Jesús.

Yo soy Madre, y los cuido, y los protejo, como parte del cuerpo de mi Hijo. Cuido y protejo a la Santa Iglesia, y, a través de ella, Dios derrama su misericordia, como lo hizo a través de Cristo en la cruz.

Y la Iglesia es santa y misericordiosa, alimenta, da de beber, viste, acoge y asiste al peregrino, visita al enfermo y al preso, da santa sepultura a los muertos, da consejo, enseña, corrige, perdona, sufre con paciencia los defectos de los demás, ora por los vivos y por los muertos.

La Iglesia une, santifica y salva. Es el medio de salvación y el camino seguro que lleva a Dios, que une al Padre en filiación divina y los hace hijos y parte, en la Santísima Trinidad, en el Hijo, por el Espíritu.

Está constituida por los miembros que la integran, y en construcción continua, y reúne y renueva constantemente, y sana con la sangre de Cristo a los miembros enfermizos, que perjudican a los otros miembros, y santifica constantemente a los miembros que ayudan a los otros miembros, para generar una armonía en comunión.

Y es una, y es santa, católica y apostólica, como sus miembros deben ser. Un solo cuerpo, un solo pueblo santo, una sola religión católica, y una misma misión apostólica.

He sido coronada con doce estrellas, como doce son los pilares de la Iglesia, doce las naciones, doce los Apóstoles, que, con su sangre unida a la de Cristo, dieron inicio a la construcción de la Iglesia.

Hijos míos: si los miembros del cuerpo se enferman por la corrupción del pecado del mundo, por la soberbia y la maldad, la sangre del cuerpo –que es la sangre viva del Cordero, y que es conducida por los apóstoles, con su humildad y por la gracia de Dios–, los cura, los sana, los restablece, los renueva, los vivifica.

Pero si la maldad y la soberbia del mundo contaminan a los apóstoles que han sido llamados a ser los últimos, pero quieren ser los primeros, ¿cómo harán para que no se destruyan los miembros?

Ustedes han sido llamados por ser pequeños, para servir, y el que quiera servir, que se haga último. Porque, ¿quién es más grande, el que se sienta en la mesa o el que le sirve?

Mi Hijo está entre los que sirven.

Ustedes, mis hijos sacerdotes, son mis niños, y no saben pedir lo que les conviene. Y algunos se pierden jugando a ser grandes, porque no saben permanecer pequeños.

Manténganse reunidos en oración y no se distraigan, y todo lo que pidan en nombre de mi Hijo Jesucristo les será concedido. Porque al que pide se le da, el que busca encuentra, y al que toca se le abre.

Yo intercedo siempre por ustedes, para que pidan y reciban lo que les conviene».

¡Muéstrate Madre, María!

 

11. ENVIADOS COMO NIÑOS – HACERSE PEQUEÑO

EVANGELIO DEL DOMINGO XXV DEL TIEMPO ORDINARIO (B)

El Hijo del hombre va a ser entregado. -Si alguno quiere ser el primero, que sea el servidor de todos.

+ Del santo Evangelio según san Marcos: 9, 30-37

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos atravesaban Galilea, pero él no quería que nadie lo supiera, porque iba enseñando a sus discípulos. Les decía: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le darán muerte, y tres días después de muerto, resucitará”. Pero ellos no entendían aquellas palabras y tenían miedo de pedir explicaciones.

Llegaron a Cafarnaúm, y una vez en casa, les preguntó: “¿De qué discutían por el camino?”. Pero ellos se quedaron callados, porque en el camino habían discutido sobre quién de ellos era el más importante. Entonces Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: “Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”.

Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: “El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe. Y el que me reciba a mí, no me recibe a mí, sino a aquel que me ha enviado”.

Palabra del Señor.

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Señor Jesús: la imagen más común de los niños refleja su alegría. Los niños son alegres porque no están pensando en problemas o situaciones difíciles. Ellos gozan de la vida, y confían todo a sus padres. En todo caso, sus padres son los que se tienen que preocupar de él.

Tú nos pides que nos hagamos como niños. Y lo entiendo así. Debemos vivir siempre con la alegría de los hijos de Dios, confiando en que estamos en los brazos providentes del Padre que está en los cielos, quien es todopoderoso y nos quiere más que una madre puede querer a sus hijos.

Hoy también nos hablas de alegría con la imagen del buen pastor, que se alegra por recuperar a la oveja perdida. Y también pienso en Dios, quien no solo me cuida y me quiere como un padre a sus hijos, sino que me perdona y me recupera si me he perdido. Y yo me alegro con su alegría.

Jesús: reconozco que la alegría es parte importante de mi camino, y es fundamental que sea alegre, para acercar a otras almas a ti, con mi testimonio de vida. Enséñame a ser un niño alegre.

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdote mío: tú serás la alegría de mi rebaño.

Yo te llevaré a dónde están reunidas las noventa y nueve ovejas de mi rebaño, que dejé para venir a buscarte.

Te mostraré lo que hago yo con la oveja que se pierde, y que yo mismo salgo a buscar, y cuando la encuentro la curo, la abrazo y la cuido, para hacerla como mis más pequeños.

De esta alegría está lleno el cielo, de la alegría de los más pequeños, de los que son como yo, porque los que son como yo son los que entran en el cielo.

Yo te he elegido entre mis amigos, mis sacerdotes, mis pastores. No eres tú el que me han elegido. Soy yo quien te ha elegido a ti, para que seas como yo, para que seas como niño, y seas modelo de inocencia, de pureza, de obediencia, de abandono, de confianza, de fidelidad, de amistad sincera, de buena voluntad, de fe, de esperanza, de caridad, de servicio, de entrega, de alma agradecida, de alegría, de paz; para que seas guía para los hombres del mundo hacia la salvación, el camino, la verdad y la vida, porque yo soy, y ellos son por mí, conmigo, y en mí.

Yo te he elegido y te he puesto al frente, para que administres mis bienes y los repartas entre los hombres, entre los ricos y los pobres, y yo te envío para que llegues hasta los más necesitados, a todos los rincones del mundo, y lleves mi gloria en tu sonrisa de niño, para que se vea que en tu pequeñez está mi grandeza, en tu humildad mi poder y en tu debilidad mi fortaleza.

Entonces el mundo verá que basta ser como un niño pequeño, para poder entrar en el Reino de los Cielos.

Un niño se ciñe a la obediencia de sus padres, y no hay mejor cosa que quiera hacer que agradarles y recibir su amor y su abrazo.

Un niño llama la atención de su padre para pedir lo que quiere y recibir lo que necesita.

Un niño se deja llevar de la mano de su padre y va a donde él va, y hace lo que él le dice, y vive sin preocuparse, porque confía, como hijo, en la providencia y en el amor de su padre.

Un niño siempre dice la verdad, porque es lo único que conoce.

Un niño juega como niño y sueña a ser grande.

El alma de un niño es misericordiosa, porque un niño es generoso y se da, pero también pide y siempre está dispuesto a recibir con emoción, con alegría, con ilusión, con esperanza.

El rostro de un niño es alegre y es señal de corazón satisfecho, porque un rostro triste es de preocupación y afán.

Un niño no se preocupa por el mañana, disfruta hoy y deja que el mañana se preocupe de sí mismo. Bástale a cada día su propio afán.

Un niño se abandona en los brazos de su madre, y en la seguridad de su protección y de su auxilio en todo momento.

Un niño camina con su madre, la sigue a dondequiera que va, y permite y espera que ella lo alimente, le dé de beber, lo vista, lo acoja en su casa, lo cure, lo ayude, lo aconseje, lo enseñe, lo corrija, lo consuele, lo perdone, le tenga paciencia por sus errores, lo proteja y rece por él.

Un niño crece en estatura, en sabiduría y en gracia de Dios, cuando el modelo que sigue soy yo ceñido a mis padres en el seno de mi Sagrada Familia: Dios Padre y la Santa Madre Iglesia.

Pero algunos de mis amigos no están siendo modelos, no se están ciñendo a la obediencia de sus padres. Se quedan en el templo, pero se olvidan de ser niños por querer ser grandes, y se pierden.

Y buscan reconocimiento entre los doctores y los sabios, y se pierden.

Y asumen servir a Dios sin buscar a Dios, y se pierden.

Y proclaman la ley de Dios, pero no la cumplen, y se pierden.

Y predican la Palabra de Dios, pero no la entienden, y no la guardan, y se pierden.

Y obedecen primero a la voluntad de los hombres que a la voluntad de Dios, y se pierden.

Y salen del templo para caminar en medio del mundo, pero no pretenden perder su vida llevándome a los demás, sino encontrarse ellos mismos, y piensan como los hombres, y se pierden.

Porque el que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por mi palabra, la salvará.

Yo envío a mis amigos como niños a llevar la paz a cada casa, a cada familia, a cada alma. Pero, si no los reciben, volverá la paz a ellos para que la lleven a otra parte.

El que reciba a uno de estos niños en mi nombre a mí me recibe. Y el que dé de beber tan solo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, tan solo por ser mi amigo, no perderá su recompensa.

Pero más grande será el premio para el que reciba a uno de estos pequeños que ha perdido el camino, que ha olvidado la verdad, que ha descuidado la fe y la esperanza de vida, y lo devuelve al abrazo misericordioso del Padre, que no quiere que se pierda ninguno.

Porque cuando estaba yo con ellos cuidaba en su nombre a todos los que me había dado. Y velé por ellos, y ninguno se perdió, menos el que tenía que perderse, para que se cumpliera la Escritura.

Pero ahora estoy sentado a la derecha del Padre y les digo esto para que tengan mi alegría en cada uno, para que se ayuden unos a otros, para que se amen los unos a los otros como yo los he amado.

Yo llamo a mis ovejas para que reciban y sigan a mis pastores, y los tomen como modelo para entrar en el Reino de los Cielos. Pero algunos no están siendo modelo, y se pierden con ellos.

Yo llamo a las ovejas a través de mi Madre, para que los ayuden y mis pastores se conviertan, y vuelvan a ser como niños, y ninguno se pierda, para que sean como yo soy, y sean pequeños, para ser grandes en el Reino de los Cielos».

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Madre mía: me enamoran tantas imágenes tuyas con el Niño Jesús en brazos, manifestando tu ternura y amor por el Hijo de Dios.

Yo me veo también allí, en tus brazos, como otro Cristo, confiando en tu ternura y tu amor. Ayúdame a mí a mantenerme pequeño en la tierra, para ser grande en el cielo.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijos míos, sacerdotes: ustedes son elegidos para ser grandes, como modelos de Cristo. Pero, para ser grandes, primero deben hacerse pequeños, humildes y sencillos de corazón, como los niños, porque el que no se haga como niño no entrará en el Reino de los Cielos, pero el que se haga como niño será el más grande en el Reino de los Cielos.

Cada niño es una nueva oportunidad, un nuevo inicio en la humanidad, un nuevo comienzo para amar, para transformar el mundo para darle gloria a Dios.

El corazón de un niño es corazón de carne, suave, puro.

La inocencia de un niño es su voluntad unida a la de Dios, esperando, confiando, amando, abandonado en su providencia y en su bondad de Padre, de Madre, de Hermano, de Amigo.

Un niño es un libro sin escribir, una historia sin comenzar, un regalo sin terminar, entregado por las manos de Dios a los hombres, para enseñar, para aprender, para hacer crecer, para construir con Él y hacer más grande su reino.

Un niño es semilla plantada en la tierra, que es la familia. Es oportunidad para el hombre de hacer que la tierra sea fértil y la semilla dé fruto bueno para ofrecer a Dios, para agradar a Dios, para unirse en Dios.

Es en el niño en donde se manifiesta la obra maestra de la creación de Dios.

Yo los llamo a ustedes para que abran su corazón, para que entreguen su voluntad y vuelvan a ser niños, para que crezcan en el amor por el que el Padre los lleva al Hijo y el hijo los une al Padre.

Cada niño, cada bebé, es mi cordero. Yo lloro por mis hijos, sufro por mis corderos. Es por mi oración que yo me entrego por ellos, para que los dejen nacer, para que los hagan crecer, para que se mantengan unidos en el rebaño y nunca se pierdan, para que, si un día se perdieran, vean la luz y encuentren el camino de vuelta a la casa del Padre.

Yo vengo a traerles mi auxilio y mi misericordia, para que todos ustedes se salven, porque el Padre que está en el cielo no quiere que se pierda ni uno de sus pequeños.

Yo les doy este tesoro: la inocencia de mi corazón.

Inocencia para que acojan a todos mis pequeños y no desprecien a ninguno.

Inocencia para que sean modelo de un corazón de niño, y tengan los mismos sentimientos de Cristo.

Alégrense de su inocencia, porque ustedes son la alegría del cielo».

¡Muéstrate Madre, María!