23/09/2024

Mc 16, 15-18

VI, n. 12. CONVERTIR CORAZONES - SEGUIR, NO PERSEGUIR

EVANGELIO DE LA FIESTA DE LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO

Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio.

+ Del santo Evangelio según san Marcos: 16, 15-18

En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado. Éstos son los milagros que acompañarán a los que hayan creído: arrojarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos, y si beben un veneno mortal, no les hará daño; impondrán las manos a los enfermos y éstos quedarán sanos”.

Palabra del Señor.

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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE

Señor Jesús: tú te fijaste en San Pablo porque viste el celo que tenía por defender la fe de sus padres.

Te atravesaste por su camino y le reclamaste que te persiguiera.

Se encontró con la verdad y se le cayeron las escamas de los ojos.

Él veía las cosas de otra manera, hasta que te vio a ti. Reaccionó bien inmediatamente, poniéndose en disposición de cumplir lo que Dios le pidiera.

Pero, Señor, es muy fácil pensar que ante una gracia así, fulminante, no se puede decir que no, como si tú quitaras la libertad. Y no es así: el Apóstol podía haberse resistido a la gracia.

Esa situación se nos podría presentar también a los que nos hemos entregado a ti en el sacerdocio. Hemos recibido gracias muy especiales, y podríamos ser infieles, si no luchamos.

Ayúdame, Jesús, a convertirme verdaderamente.

Señor ¿cómo puedo tener una fe fuerte, que me lleve a tener un corazón de carne, que te ame tanto que nunca te traicione, y poder llevar así tu Palabra a todo el mundo?

Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.

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«Sacerdotes míos: me duele los que me persiguen, porque no creen en mí. Pero me duele más los que han creído, y sus corazones han sido convertidos, y se han reconciliado conmigo, jurando fidelidad, entregándome su vida para vivir en mi amistad, y después se van.

Porque enfrían su corazón.

Porque no lo alimentan.

Porque dicen creer, pero no tienen fe.

Porque no quieren reconocerse dignos de pedir esa fe.

Porque no quieren recibir y no se abren a la gracia.

Porque tienen miedo al compromiso, a la renuncia y a la entrega.

Porque les pesa su cruz y no me piden ayuda.

Porque caminan solos, sin guía.

Porque la soberbia y la pereza los tienen dominados. Y los vicios ciegan sus ojos y cierran sus oídos, y la tibieza de sus corazones los hace indiferentes, y pierden el valor de anunciar la buena nueva y de defender la verdad.

Entonces me traicionan, porque dicen creer, pero no tienen fe; y predican en el error; y me abandonan, pero no se dan cuenta.

Pídanme la fe, para que abran sus ojos a la luz del Evangelio y se abran a recibir la gracia y la misericordia, para que se enciendan sus corazones en el celo apostólico de mi amor, y escuchen, y obedezcan; porque yo los he enviado al mundo a predicar mi Palabra y a llevar mi misericordia, porque la Palabra está unida a la misericordia.

La Palabra alimenta, sacia, sana, perdona, salva, acompaña, acoge, libera, consuela, alegra, viste, ilumina, da vida, convierte, fortalece, corrige, une, transforma.

Miren el dolor de mi Corazón, para que los que no creen, crean; los que crean pidan y reciban fe, y por esa fe conviertan sus corazones; para que prediquen mi Palabra con el ejemplo; para que sean luz del mundo y sal de la tierra.

Crean en mí, porque es más fácil creer en la mentira que en la verdad; en los falsos ídolos que en el único Dios verdadero; en falsas doctrinas que en el Magisterio de mi Iglesia; en el poder de los hombres y en el poder del dinero, que en el poder de Dios y en los tesoros del cielo; porque tienen ojos para el mundo, pero sus ojos están ciegos a la verdad y a la plenitud del Reino de los Cielos, y pierden la esperanza de la vida eterna, que por mí, y por mi pasión y muerte, he ganado para todos.

Mi Madre sufre porque son sus hijos los que me persiguen, porque yo he venido al mundo a morir para el perdón de los pecados, derramando mi sangre y mi misericordia, por la cual los hago hijos en el Hijo, y les entrego a mi Madre como madre, para que perseveren y permanezcan unidos a mí, por mi muerte y resurrección, en un solo cuerpo, por un mismo espíritu, por el que son unidos en el Hijo con el Padre, en una auténtica conversión, que por la fe transforma un corazón de piedra en un corazón de carne, para que pueda sentir, para que pueda gozar, para que pueda sufrir y padecer por mí, para que viva en la plenitud de mi encuentro, y que nunca me traicione, y que nunca me abandone.

Yo me gozo en dar gracias al Padre, porque ha ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las ha revelado a pequeños; porque ha escogido a los débiles del mundo, para confundir a los fuertes».

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Madre mía: es impresionante el ejemplo de San Pablo con motivo de su conversión. Ya era un guerrero desde antes, pero después se sumó al ejército de Cristo.

Supo armarse con las armas de la fe y del amor, para librar las batallas que se le iban a presentar en la difusión del Evangelio.

Ayúdame tú, Madre, para rechazar la soberbia o la desidia que me impide ser un valiente guerrero. Y también a ser consciente de que las armas para el combate ya las tengo. Solo falta tener fe, disposición y humildad para utilizarlas, y así cumplir en todo la voluntad de Dios.

Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.

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«Hijo mío, sacerdote: san Pablo recibió la gracia de tomar conciencia y de abrir sus ojos para vencer, primero tomando conciencia de quién era él.

Eso es lo que yo te pido, eso es lo que tienes que hacer. Y para eso hay que tocar el suelo, hay que ser humilde, hay que despojarse de todo tu pasado, abandonándote en la Divina Providencia, para hacerte todo a Él. Eso es lo que Dios hace contigo. Te ha dado la fuerza, te ha dado el poder.

Habiéndote humillado has encontrado al Dios crucificado que te configura con Él. Convirtiendo tu corazón, hijo, es así como conseguirás la conversión de todos mis hijos. Es así como me ayudas, luchando cada día por santificarte, sabiendo que todo lo que haces consigue completar lo que falta a la cruz de tu Señor.

Entiéndelo para ti: esa conversión es tomar conciencia de quién eres tú y quién es tu Señor. Dar la vida, encender tu corazón con ese querer, y con desear hacer la voluntad de Dios.

Celo apostólico. Es la gracia que te doy. Es lo que necesitas para perseverar, para luchar, para no permitir que nada ni nadie te detenga.

Y si un día te has caído del caballo, alégrate, porque solo el que se cae se puede levantar. Aquí estoy yo, y yo soy testigo de que el mismo Dios ha caído y se ha levantado contigo, porque sin Él seguirías perdido, y no podrías haber caminado hasta aquí conmigo. Glorifico a mi Señor por haberte encontrado, por haber abierto tus ojos y por haberte enviado.

Cristo está vivo no solamente en el altar. Cristo vive en cada uno de ustedes, mis hijos sacerdotes, todos los días de su vida. Adórenlo sobre todo en el altar, pero sean dignos de llevar su nombre y de proclamar su Palabra, defendiendo el Evangelio y llevando la verdad al mundo entero, para abrir los ojos de todos los hombres.

El que diga que no necesita conversión es un mentiroso. El sacramento de la confesión es la alegría del cielo, y repara mi Inmaculado Corazón, porque cada corazón arrepentido, que pide perdón y que es absuelto, se hace uno con Cristo a través del Espíritu Santo, y es parte de su Sagrado Corazón. Esa es la reparación. Actos de amor, hijo, a través de las obras de misericordia. Eso y la intención que repara y que le da mucha gloria a Dios.

La lucha es constante y la conversión es todos los días, y es la señal triunfante de los guerreros de la batalla.

Pero son muchos de ustedes, los más amados, que están luchando las batallas equivocadas, vestidos de soldados del mundo y no de guerreros del ejército de Cristo.

Están vestidos de soberbia y disfrazados de humildad.

Llevan en sus pechos corazones de piedra y no se dejan transformar.

Porque les falta fe, porque les falta amor, porque les falta disposición y humildad para reconocerse, para humillarse, para entregar su voluntad a la voluntad de Dios.

Y les falta valor y fortaleza para amar a Dios por sobre todas las cosas, y para aprender a amar a Dios amando a sus hermanos.

Y les falta temor de Dios para renunciar al mundo y seguir a Cristo, que es por quien se llega a Dios.

Y les falta piedad, para derramar la misericordia, que tampoco saben recibir.

Y les falta sabiduría y entendimiento, para acoger y hacer suyas las cosas de Dios.

Y les falta consejo, para transmitir las cosas de Dios.

Y les falta ciencia, para reconocer las cosas de Dios.

Y les falta creer que Dios los ha llamado y los ha elegido, para transformarlos en instrumentos de salvación, y les ha dado el poder de expulsar demonios, de curar enfermedades, de mover montañas y de salvar a todas las almas del mundo.

Porque les falta orar, para pedir fe, para recibir fe, para transmitir esa fe que une al pueblo de Dios en un solo pueblo santo. Fe que santifica y que salva. Fe que por las obras se demuestra y con el amor se manifiesta.

A mí me halaga que mis hijos me reconozcan como Madre, como Virgen, como Reina. Pero no todos mis hijos lo hacen.

Y más me halaga que reconozcan a mi Hijo Jesucristo como Rey, único Hijo de Dios, Luz del mundo, Verbo hecho carne, que yo de mi vientre inmaculado vi nacer. Pero no todos creen en Él.

Duele mi Corazón y arde en deseo de conversión.

De los hombres incrédulos, para que sean creyentes.

De los hombres tibios, para que sean de corazón ardiente, como yo.

De conversión de los que tienen el don de la fe, pero han renunciado a ella.

De conversión de los que aún no han sido bautizados, y no pueden ser llamados hijos de Dios. Y de sus hijos, y de los hijos de sus hijos, porque un falto de fe daña a toda una generación. Aun así, Dios, que es tan bueno, los llama de muchas y distintas maneras a la conversión y a la unidad, en un solo cuerpo y un mismo espíritu.

Y tú, hijo mío, ¿estás seguro de que tu corazón se ha convertido?

¿Perteneces solo al Reino de Dios?

Quiero hijos que tengan bien plantados sus dos pies en el Reino de Dios. Que no duden de que han recibido la gracia para no tener un pie en el reino del diablo. Esa es la convicción que yo quiero que en ti se vea. La humildad es la verdad.

Dime, hijo mío, ¿tu corazón se ha convertido?

¿Dudas del amor de Dios?

¿Estás dispuesto a morir en la batalla por mí y por mi Hijo Jesucristo, que vive y reina en ti?

¿Crees en la resurrección?

¿Crees que estoy aquí?

¿Crees que eres un elegido de Dios?

¿En dónde están puestos tus pies?

Nunca olvides que mi Hijo quiere respuestas firmes.

No solo pienses que eres bueno, que te has convertido, que tienes amor y das la vida por Cristo: ¡exprésalo y demuéstralo!

Yo veo lo que hay en tu corazón. Tu alma es transparente a mis ojos. Tus pensamientos, tu conciencia, está desnuda para mí. No tendría que preguntar. No tendrías nada que decir que yo no sepa. Pero para el mundo no es así.

Quiero enseñarte que a los hombres les hace bien la firmeza, el ejemplo, el testimonio, la voz segura y fuerte de quien lo ha dejado todo para seguir a Jesús. Los hombres necesitan de modelos, buenos pastores a quien seguir, y por eso has sido enviado para proclamar la Palabra de tu Señor a todos los pueblos. Hazlo con libertad. Expresa sin miedo tu voluntad y tu disposición de interceder por tus hermanos, para conseguir su conversión. No tengas miedo, hijo mío, de predicar a todas las naciones la Palabra de Dios.

No olvides estas palabras: hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión.

Medita esto en tu corazón».

¡Muéstrate Madre, María!