PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – INOCENCIA DEL SACERDOTE
«Éste es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo».
Eso es lo que dices tú, sacerdote, exaltando al Hijo de Dios, exaltando su Nombre sobre todo nombre, para que «al Nombre de Jesús toda rodilla se doble».
Inocencia, eso es lo que exaltas, sacerdote, en el altar.
Inocencia que derrama su sangre en un único y eterno sacrificio, para salvar a los que han perdido esa inocencia por el pecado original, para devolverles la pureza y la dignidad.
Inocencia en el pesebre y en la cruz, que no puede ser corrompida, porque es inocencia divina que purifica, que sana, que salva, que redime, que alimenta, que da vida.
Inocencia que resucita para permanecer en medio de un mundo que necesita la sangre y la carne del Cordero de Dios, en sacrificio para el perdón de los pecados del mundo.
Inocencia nacida de la inocencia de una mujer, que fue creada en la pureza, para permanecer en la inocencia, siendo modelo y siendo ejemplo de Aquel que vino al mundo haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz; en la inocencia de una pequeña creatura entregada en manos de la iniquidad, de la insolencia, de la inmundicia, de la barbaridad, de la miseria de los hombres y del pecado.
Inocencia que renueva con su sangre, y hace nuevas todas las cosas con su misericordia.
Inocencia plasmada en tu corazón, sacerdote, porque es lo que el sacerdote representa. Pero la inocencia del sacerdote es corruptible, es tentada, es manchada, es destruida, y daña la inocencia de los que ellos mismos hacen nacer a la vida, bañándolos de inocencia con el agua del bautismo.
Date cuenta, sacerdote: eres la imagen de Cristo. Representas la pureza y la inocencia del Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, y que exaltas todos los días entre tus manos.
Date cuenta, sacerdote, que eres tú quien exalta su nombre. Por tanto, deben ser tus rodillas las primeras que se doblen. Y debe ser preservada tu pureza, para que tu inocencia sea exaltada entre tus manos, uniendo tus sacrificios al único y verdadero sacrificio del Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, para que todos los invitados al Banquete del Señor sean purificados, limpiados, perdonados, redimidos, salvados y dignos de participar con Cristo, por Él y en Él, de la vida eterna, a través de la pureza de tus manos y de la inocencia de tu corazón.
Inocencia que te hace ser como niño y alcanzar la santidad, porque de los niños es el Reino de los Cielos.
Inocencia que tú mismo renuevas en cada alma, cuando, configurado con el Cordero de Dios, perdonas y absuelves los pecados de aquellos que, humillados, se acercan al confesionario para revestirse de pureza y ser dignos de participar del Banquete del Señor.
Inocencia que tú mismo, sacerdote, puedes y debes alcanzar a ejemplo de aquellos que tú mismo dignificas, humillándote y pidiendo perdón en el confesionario a través de otro que, como tú, ha sido bendecido con la gracia de Dios, para ser y representar al único Cordero de Dios que quita los pecados del mundo.
Sacerdote, dignifica tu entrega, configurando tu corazón con Aquel a quien representas y exaltas en el altar entre tus manos, cuando exaltas su Nombre, y que, en esa inocencia, eres tú el Cristo inocente, crucificado en la cruz, y que derrama su sangre inocente para el perdón de los pecados del mundo, a través de tus benditas manos, y que merece la pureza y la inocencia de esas manos que tocan y exaltan su Cuerpo y su Sangre inocente, que da vida, que redime, que perdona, que sana, que salva, que alimenta y que justifica la inocencia de los hombres para la vida eterna.
Renueva la inocencia de tu alma, la pureza de tus manos y la dignidad de tu corazón, que te hace exaltar tu nombre y llamarte a ti mismo “sacerdote”.