PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – SER TESTIMONIO
“Yo soy el que da testimonio de sí mismo, y el Padre, que me ha enviado, también da testimonio de mí” (Jn 8, 18).
Eso dice Jesús.
Y tú, sacerdote, ¿escuchas su Palabra? ¿Le crees?
¿Das testimonio de que Cristo, que ha padecido y muerto en la cruz, está vivo, porque ha resucitado para darte vida, para que vivas en Él y Él viva contigo?
Tu Señor da testimonio de sí mismo, y el Padre, que lo ha enviado, también da testimonio de Él, haciéndote a ti y a Él, por un solo sacrificio y una misma resurrección, en perfecta configuración, una sola cosa, para que tú, sacerdote, vayas a Él y lleves a todas las almas del mundo contigo a través de Cristo, que, por su pasión, con su muerte y su resurrección, ha abierto las puertas del cielo al mundo entero, y les ha ganado, por heredad, el Paraíso, porque nadie va al Padre si no es por el Hijo, pero nadie va al Hijo si el Padre no lo atrae hacia Él.
Eres tú, sacerdote, instrumento fiel con el que el Padre atrae a los hombres al Hijo, para que el Hijo lo lleve a Él. Pero de ti, sacerdote, se requiere la fe y la paciencia de los santos, para perseverar con docilidad, cumpliendo, por tu propia voluntad y en la libertad que Dios te ha dado, la misión que te ha encomendado.
Escucha, sacerdote, la buena nueva, el anuncio del ángel del Señor y del mismo Cristo, resucitado y vivo, que sale a tu encuentro en el camino, como aquel día en que llegó a los oídos de los discípulos todo lo que las santas mujeres habían visto y habían oído.
Escucha, sacerdote, y cree.
Pídele a tu Señor que aumente tu fe, y contagia esa fe a todos los rincones de la tierra, porque tú eres, sacerdote, luz para el mundo.
Tú eres, sacerdote, la luz que Dios ha creado desde el principio de la creación del mundo, para iluminar la oscuridad y ser la vida de los hombres.
Tú eres, sacerdote, la luz que vino al mundo y que los hombres no recibieron, porque prefirieron las tinieblas a la luz.
Tú eres, sacerdote, la Palabra encarnada, que fue escuchada, pero que fue crucificada.
Tú eres, sacerdote, la Palabra resucitada, que hace nuevas todas las cosas, y la luz que ilumina la oscuridad del mundo para dar vida.
Tú eres, sacerdote, la presencia viva de Cristo resucitado y glorificado, que se entrega una y otra vez a los hombres, todos los días, a través de tus manos, en la Eucaristía y a través de tu voz, con la Palabra de Dios, que es como espada de dos filos, que penetra hasta lo más profundo del alma, y abre cada corazón, para que reciban la vida y su resurrección a través de su gracia y de su misericordia.
Tú tienes, sacerdote, alimento de vida, bebida de salvación, y palabras de vida eterna.
Por tanto, sacerdote, grande es tu misión. Tu Señor ha puesto en tus manos la salvación que Él ha traído al mundo, y te ha dado la fe, para que tú confirmes en la fe a tus hermanos, y te envía a construir su Reino con ellos, porque por la fe serán salvados, pero por las obras serán juzgados.
Acude, sacerdote, con prontitud a este nuevo llamado, para que tú, como el discípulo amado que corrió, vio y creyó, tengas el valor de anunciar al mundo que Cristo ha resucitado y está vivo, y que Él es el Hijo de Dios.
Tú eres, sacerdote, verdadero profeta, y verdadera luz, para dar al mundo testimonio de la verdad.
Y tú, sacerdote, ¿cumplirás con tu misión?, ¿o permitirás que los falsos profetas convenzan al mundo con mentiras, y no alcance la salvación?
Sacerdote: en tus manos está el poder de Cristo crucificado y resucitado.