PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA - EL PODER DE LA PALABRA
«No todo el que me diga: ‘¡Señor, Señor!’, entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumpla la voluntad de mi Padre, que está en los cielos».
Eso dice Jesús.
Y te lo dice a ti, sacerdote, para que escuches su Palabra y la pongas en práctica.
Tu Señor te advierte, porque te ama.
¿Y qué es la Palabra, sino la verdad?
Una verdad que tu Señor te ha venido a enseñar.
Esa verdad que es la verdad del amor.
Es el amor, que es Él mismo, y que ha sido derramado al mundo para incluirte en esa única verdad de Dios, porque tanto amó Dios al mundo que le dio a su único Hijo, para que todo el que crea en Él no muera, sino que tenga vida eterna.
Esa es la verdad, sacerdote. Tu Señor fue enviado por su Padre para rescatar lo que se había perdido, y lo hace a través de la Palabra, que se entrega para llegar a todos los rincones del mundo, a través de la misericordia derramada en su cruz.
Palabra que no regresa vacía, regresa con las almas, porque la Palabra recoge, acoge, guarda, enriquece y diviniza, alimenta, sostiene, purifica, vivifica, santifica y salva.
Tu Señor es la Palabra, y la Palabra se encarnó en el vientre de una mujer elegida, pura, inmaculada y digna morada de Dios para contener a su criatura, que siendo Dios se despojó de sí mismo para hacerse criatura, y en esa criatura, y en ese vientre, renovar al mundo a través de la sangre compartida de una criatura con su creador.
La Palabra es dinámica, está viva, fortalece el alma. La Palabra fortalece la fe. Fe que se engendra en cada criatura por el mismo Cristo encarnado en el corazón de cada hombre dispuesto a transmitir su Palabra para ganar almas para el Reino de Dios.
Palabra que sale de la boca de una mujer que dice sí, y ese sí es Palabra de Dios que Él mismo pone en su boca, en sus labios y en su corazón, por el que la criatura une su voluntad a su creador.
Palabra que se vuelve presencia cuando la fe de la criatura se transforma en las obras de Dios.
La Palabra de Dios es como espada de dos filos que escruta los corazones, que penetra hasta las articulaciones y la médula de los huesos y expone los corazones para convertirlos, para cambiarlos, para transformar los corazones más duros, los corazones de piedra en corazones de carne.
La Palabra es el poder de Dios para divinizar al hombre, actuando en lo más íntimo, en la esencia del ser.
Ese es tu deber, sacerdote: transmitir el poder de Dios de convertir los corazones de los hombres a través de su Palabra, como espada cortante de dos filos, que enciende los corazones en el fuego del amor del Espíritu Santo y transforma el querer y el obrar.
Sin la Palabra el hombre es como una flor marchita que nadie ha tenido cuidado de regarla, de cuidarla, de protegerla, y se pierde en la indiferencia de una tierra árida en la que su misma semilla se pierde, se muere, se marchita.
Y tú, sacerdote, ¿escuchas la Palabra de tu Señor?
¿La meditas en tu corazón?
¿La practicas?, ¿o solo dices: “Señor, Señor”, y no haces lo que Él te dice? Porque, si no escuchas la Palabra, ¿cómo vas a conocer la verdad? Y ¿cómo vas a hacer la voluntad de Dios, que es que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de esa verdad?
Dios dijo hágase, y todo fue hecho. Ese es el poder de la Palabra, y ese es el poder que tu Señor Jesucristo ha traído al mundo. Te ha hecho su siervo, pero te ha llamado amigo, y te ha dado voz para hacer tu ministerio eficaz a través de la Palabra.