PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – AYUNO, SACRIFICIO, ORACIÓN
«Conviértanse y crean en el Evangelio» (Mc 1, 15).
Eso dice Jesús.
Y tú eres polvo, y en polvo te convertirás, aunque seas sacerdote.
Conversión, sacerdote, conversión.
Eso es lo que te pide tu Señor.
Humildad y disposición, para que Él pueda actuar en tu corazón.
Y también te pide que conduzcas a las almas a la conversión de su corazón.
Pero no basta, sacerdote, con tu arrepentimiento.
No basta, sacerdote, con tu llanto y tu vergüenza.
No basta, sacerdote, con que creas todo lo que tú leas.
Y no basta con escuchar la Palabra que profesas.
Tienes que pedir perdón, sacerdote, y tú no puedes ser juez y parte.
Él los ha enviado de dos en dos, para que se pidan perdón, para que se perdonen, para que cumplan bien con su misión.
Humíllate, sacerdote, ante otro que, como tú, ha recibido el sacramento del Orden, y tiene el mismo poder que tú, y aun mayor, porque tú no puedes perdonarte a ti mismo.
Reconoce, sacerdote, tus limitaciones y tus debilidades, y pídele a tu Señor fortaleza y humildad. Humíllate a sus pies y pídele perdón, porque Él es la verdad, y Él sabe que no puedes arrepentirte de lo que no sabes que has hecho mal, pero, tú sí sabes, sacerdote, porque a ti se te ha revelado esa verdad.
Oración, sacerdote, oración.
Es así, como descubres lo que hay en tu corazón.
Honestidad, sacerdote: ¿dónde está tu fidelidad, si la única verdad la profesas, exiges que otros la cumplan, la presumes, la proclamas, y de ella vives, pero no la vives, no la practicas, porque no eres libre, estás atado, sacerdote, a los apegos del mundo, alejado del amor que manifiesta la congruencia de la unidad de vida, que te exige hacer lo que predicas, cumpliendo en tus obras con esa verdad que lees, que proclamas y que escuchas, que es tu ley, porque es Palabra de tu Rey, y que es su Evangelio?
Pide, sacerdote, para ti la gracia del verdadero arrepentimiento, y del verdadero conocimiento del Evangelio, para que des tu vida con alegría, unido a aquel que por ti ha dado su vida, y que te ha llamado, que te ha elegido, y que te ha hecho sacerdote como Él, para derramar su misericordia sobre las almas que Él mismo ha venido a buscar, porque Él no ha venido a buscar a justos sino a pecadores.
A ti, sacerdote, ha venido a buscarte primero.
Conviértete, sacerdote, y cree en el Evangelio.
Ama a tu Señor y agradécele, porque Él te amó primero.
Sacrificio, sacerdote, sacrificio.
Para que tengas los mismos sentimientos de Cristo.
Mortifica tu cuerpo, tus deseos y tus pasiones, para que compadezcas el dolor de tu Señor, y participes en su mismo y único sacrificio, porque no hay otro sacrificio agradable al Padre que está en el cielo que el sacrificio eterno de su Hijo, su Cordero.
Tiempo de ayuno, de sacrificio, de pedir perdón y de oración.
Sacerdote: no desprecies la oportunidad de configurarte totalmente con tu Señor.
Rema mar adentro en soledad, en silencio, cerrando la puerta, para que seas tú y sea Él los que participen en un verdadero encuentro.
Solo a Él le debes, solo a Él acude, solo a Él adora, solo a Él pide, solo a Él llama con el grito arrepentido de tu alma y un corazón contrito.
Solo ante Él humíllate para pedir perdón, solo Él tiene que saber lo que le quiere decir tu corazón.
Eso, sacerdote, se llama intimidad, y tu intimidad solo pertenece a tu Señor.
Y luego ve, y cumple con tu misión, consiguiendo para Él la conversión de cada corazón.
PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – LA INTIMIDAD DEL CORAZÓN
«Cuando vayas a orar entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora ante tu Padre, que está ahí en lo secreto. Y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará».
Eso dice Jesús.
Y te enseña a subir al monte alto con Él, a permanecer en vela, y a remar mar adentro, para tener un dulce encuentro con Él, mirándolo y dejándolo que te mire, hablándole, y dejando que Él te hable, escuchando su voz, enriqueciendo tu alma con su Palabra, alimentando de amor tu corazón.
Respeta, sacerdote, tu intimidad con tu Señor.
Acude a Él, no lo dejes solo. Te está esperando, para poseerte, para hacerte suyo, para llenarte de su gracia y de su don, para iluminarte con la luz del Espíritu Santo, en la soledad y en la oscuridad de tu cuarto, con la puerta cerrada para que no haya para ti distracción, porque tu Señor en ti tiene puesta toda su atención.
Y tú, sacerdote, ¿procuras momentos de soledad para acudir a la oración, o solo rezas en las plazas en voz alta para llamar la atención?
¿Recurres a las ayudas y a los medios que tienes a tu alcance para conseguir una profunda y perfecta oración, o solo recitas versos y te quedas dormido?
¿Eres consciente de lo que lees, y lo ofreces desde tu corazón, sintiendo y mostrándole a tu Señor cuánto lo amas, o solo predicas discursos frente a la gente como los hipócritas diciendo palabras que no sienten?
¿Obras con rectitud de intención, haciendo todo por amor de Dios, o esperas recompensa?
¿Buscas servir a Dios, o esperas halagos y aplausos?
Persevera en tu entrega, sacerdote, buscando hacer solo la voluntad de Dios y no la de los hombres; buscando agradar solo a Dios, y no a los hombres; aceptando la recompensa de tu Señor, y no la de los hombres.
Actúa con elocuencia, sacerdote, para que seas un siervo fiel y prudente, buscando siempre hacer el bien a los demás, y no obtener un bien para ti mismo, a través de la gente.
Adora, sacerdote, a tu Señor, y aprende de Él, que permanece oculto humillando su grandeza bajo las apariencias del vino y del pan, y muéstrale al mundo tu pobreza y tu humildad, alimentándolos con la riqueza de ese don espiritual, que con el poder de tus manos convierte el pan y convierte el vino, en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo.
Y tú, sacerdote, ¿reconoces la dignidad del ministerio sacerdotal como un don merecido, por lo bueno que has sido, y te sientes y presumes ser elegido, abusando del poder y de la autoridad que has recibido, o has sabido humillar tu corazón, sabiendo que la dignidad del sacerdote está precisamente en haber sido elegido por ser indigno, pecador, común entre los hombres, ignorante, miserable, que nada merece, porque por sí mismo no es nadie?
Reconoce, sacerdote, la dignidad de tu Señor en tu indignidad, la grandeza de tu Señor en tu pequeñez, la misericordia de tu Señor en tu miseria, la sabiduría en tu ignorancia, la perfección de tu Señor en tus errores, en tus pecados, en tus culpas. Y descubre el rostro de tu Señor en ti, sus sentimientos en tu corazón, y sus palabras en tu boca.
Persevera en la fe, en la esperanza y en el amor, guardándote enteramente en cuerpo y alma para tu Señor, y entrégate en cada palabra, en cada oración, en cada encuentro con tu Señor, en la intimidad de tu corazón, en el silencio y en la disposición a la unión entre la criatura y su creador, y exulta de gozo al saberte amado, al saberte elegido, al saberte consagrado y configurado con el Hijo de Dios, porque la intimidad es solo de dos.