PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – EL PODER DE LA PALABRA
«Hágase» (Gen 1, 3).
Eso dijo Dios, y todo fue creado.
Ese es el poder de la Palabra de Dios, la Palabra que crea desde la nada la vida para hacerla al Ser, que es Dios mismo.
El poder de la Palabra es el amor mismo, expresado de manera que llegue al oído de los que escuchan, de manera que salga de la boca de los que hablan, de manera que abra los corazones de los que sienten, de los que aman, de los que se han olvidado de amar, y de los que se han olvidado de sentir, de los que han descuidado su corazón, y se ha vuelto de piedra.
La Palabra tiene el poder de convertir los corazones de piedra en corazones de carne, de herir y de llegar hasta las profundidades del alma, para descubrir las intenciones de los corazones.
La Palabra tiene el poder de discernir las conciencias, de convencer y de rectificar los caminos de los que se equivocan.
La Palabra tiene el poder de guiar, de transformar y de renovar las almas.
La Palabra tiene el poder de ser hablada y de ser escuchada, de ser aceptada y de ser rechazada, de ser expuesta y de ser guardada. Pero la Palabra tiene el poder de la eternidad, de conservar a un alma en el camino para dirigirla a la verdad.
La Palabra es la verdad. “Hágase”, y la luz se hizo.
La Palabra ilumina en medio de la oscuridad y disipa las tinieblas.
La Palabra da claridad.
La Palabra enseña, es maestra.
La Palabra consuela, es misericordiosa, perdona.
Es por la Palabra que Dios llega a lo más íntimo del corazón de los hombres, por esa Palabra que Él mismo engendra en el vientre de la pureza inmaculada de la Mujer perfecta, que con una Palabra Él creó para Él mismo, para ser su morada, y la llamó Madre.
El poder de la Palabra es la humildad del mismo Dios que se abaja para humillarse, porque, siendo Dios, se despoja de sí mismo y se hace hombre, para ser igual en todo como los hombres, excepto en el pecado, porque la Palabra de Dios no acepta el pecado, es incompatible, lo rechaza, lo desprecia y por tanto lo destruye, lo perdona, lo absuelve y lo transforma en misericordia.
Y tú, sacerdote, ¿escuchas la Palabra de tu Señor?
¿La meditas en tu corazón? ¿La vives? ¿La predicas?
¿Eres dócil al Espíritu Santo?, ¿o solo dices palabrerías?
¿Eres consciente del poder que Él ha puesto en tu boca?
La Palabra tiene el poder de construir o de destruir, de dar vida o de matar, de exaltar o de tirar, de unir o de desatar, de perdonar o de juzgar y condenar.
La Palabra tiene el poder divino cuando sale de la boca de quien Dios mismo ha escogido para dirigirla a las conciencias, a los corazones, a los hombres. Y ese es el sacerdote. Por tanto, tú tienes, sacerdote, el poder de Dios a través de la Palabra, para clamar en el desierto con voz fuerte: ¡Arrepiéntanse y crean en el Evangelio! ¡El tiempo está cerca!
Pero el que dice esas palabras debe escucharlas primero.