14/09/2024

Mt 13, 10-17

PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – NADAR EN LA ABUNDANCIA DE LA GRACIA

«Dichosos ustedes, porque sus ojos ven y sus oídos oyen».

Eso dijo Jesús.

Se lo dijo a los sencillos y humildes, y te lo dice a ti, sacerdote, para que agradezcas que tienes ojos, y veas, y que tienes oídos, y oigas.

Tu Señor quiere que entiendas, sacerdote, porque, ¿de qué te sirve poder ver y poder oír, si no quieres entender, porque no te quieres convertir?

¿De qué te sirve escuchar la Palabra de tu Señor, si no la aplicas en tu vida?

¿De qué te sirve ver las obras que ha hecho tu Señor, si no crees en Él?

Y ¿de qué te sirve tu fe si no la pones en obras?

Tu Señor te ha dado ojos para que veas, sacerdote; te ha dado oídos para que oigas; te ha dado voz para que prediques, y te habla claro para que entiendas; pero de ti se requiere disposición y voluntad para ver y escuchar lo que a veces no quieres entender, porque no te conviene, porque expone tu comodidad, y te compromete con una responsabilidad.

Tu Señor te ha enviado a predicar su Palabra, sacerdote, y eso implica explicarla, para que otros la puedan entender, porque ellos no tienen tu misma gracia. Pero, para poder predicar, primero debes escuchar, y entender que lo que tú predicas es la verdad.

Tu Señor te ha dado mucho, sacerdote, y te dará más, porque Él ha dicho que al que tiene mucho se le dará más, pero al que tiene poco, hasta ese poco se le quitará. Por tanto, sacerdote, extiende tus brazos y abre tu corazón, con la disposición de recibir los dones y gracias que tu Señor tiene para ti.

Tu Señor te envía a predicar, sacerdote, porque tú no puedes dejar de hablar de lo que has visto y de lo que has oído. Tú eres el testimonio del mismo Cristo vivo, que ha venido al mundo a morir para salvarlos.

Tu Señor te envía a predicar, sacerdote, no porque seas grande, sino porque eres pequeño; no para que des grandes sermones, sino para que cuentes la verdad, y lleves su misericordia y su paz a todos los rincones del mundo, y que, cuando Él vuelva, encuentre fe sobre la tierra.

Y tú, sacerdote, ¿estás dispuesto a decir a la luz lo que tu Señor te dice en la oscuridad, y a proclamar desde las azoteas lo que te dice al oído, para que todo el que te escuche, y te vea, sepa que Cristo está contigo?

¿O tienes miedo?

¿A qué le temes, sacerdote?

Escucha, sacerdote: el Señor es tu Dios, el Señor es uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Que estas palabras queden grabadas en tu corazón, y que ames al prójimo como a ti mismo, porque es así como perfeccionó la ley tu Señor, cuando vino al mundo y vio que los que tenían ojos no querían ver, y los que tenían oídos no querían oír, ni entender.

Tu Señor te ha llamado, sacerdote, y te ha dado oídos para que escuches su voz.

Tu Señor se ha transubstanciado en tus manos, sacerdote, y te ha dado ojos para que veas su Carne y su Sangre.

Tu Señor te ha dado su Palabra, sacerdote, para que la escuches, para que la entiendas, para que la vivas, para que la practiques, para que la prediques, para que la expliques, para que penetres con ella todos los corazones, como espada de dos filos, hasta lo más profundo, para que quieran convertirse los corazones de piedra en corazones de carne, y Él los salve.

Tu misión es grande, sacerdote. Tu Señor te ha dado mucho. Y, porque tienes, te dará más, y nadarás en la abundancia transformante de la gracia.

¡Dichoso seas, sacerdote!