15/09/2024

Lc 2, 15-20

PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – SACRIFICIO Y MISERICORDIA

«Misericordia quiero y no sacrificios» (Mt 9, 13).

Eso dice Jesús.

Misericordia que ha bajado del cielo, para ser entregado en un pesebre y en una cruz.

Misericordia para unir el cielo con la tierra, a través del único mediador entre Dios y los hombres, que es Cristo Jesús, y que es misericordia que salva, que redime, que libera, que da vida eterna.

Misericordia que diviniza al hombre en Cristo, cuando Cristo se hace hombre, para que el hombre se haga Dios, y sean uno, perfectamente uno, como Él y el Padre son uno.

Misericordia para hacer a los hombres hijos de Dios, por filiación divina, por la que el hombre recibe y alcanza el Paraíso por heredad.

Misericordia de Dios para los hombres, a través de un único y eterno sacrificio de Dios. Porque «tanto amó Dios al mundo que le dio a su único Hijo para que todo el que crea en él tenga vida eterna».

Sacrificio por amor, cuando el Hijo de Dios adquiere la naturaleza humana para ser en todo como los hombres, menos en el pecado, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz.

Sacrificio cuando el Verbo se hace carne, en el vientre inmaculado y puro de una mujer, que entrega su vida para unirse en sacrificio en el único y eterno sacrificio de Cristo, para que Él habite entre los hombres.

Sacrificio desde el pesebre hasta la cruz, cuando Dios mismo, que es omnipotente, omnipresente y omnisciente, se entrega como prisionero, en los límites de un cuerpo y del tiempo de los hombres, para nacer como niño, para crecer como hombre, para amar hasta el extremo, entregando su cuerpo y su sangre en el altar, para morir y resucitar, para subir y penetrar el cielo como sacerdote.

Sacrificio revestido de misericordia. Ese eres tú, sacerdote, configurado con Cristo, para compartir con Él su único y eterno sacrificio, por el que el mismo Cristo se dona al sacerdote en cuerpo, en sangre, en alma, en divinidad, para compartir la salvación para todos los hombres, por su misericordia.

Por tanto, tú, sacerdote, compartes el sacrificio y la misericordia de Dios, desde el pesebre hasta la cruz.

Para morir al mundo y resucitar con Cristo, por Él y en Él, y habitar entre los hombres.

Para divinizar a los hombres haciéndolos hijos de Dios por filiación divina, a través de los sacramentos, que son sacrificio y misericordia.

Para que todos los hombres reciban y alcancen el Paraíso, y la vida eterna por heredad.

Tú tienes, sacerdote, como modelo a un único, sumo y eterno sacerdote, con quien te unes en un único y eterno sacrificio, desde el pesebre hasta la cruz.

Tu Señor te ha anunciado su misericordia. Y tú, sacerdote, ¿has acudido con prontitud a su encuentro?

¿Alabas y glorificas a Dios por todo cuanto has visto y oído, según lo que se te ha anunciado?

¿Recibes la misericordia y la transmites a través de la Palabra, contando las maravillas que ha hecho el Señor a través de sus obras prodigiosas?, ¿o haces sacrificios costosos para ti, pero que no agradan a tu Señor, porque están vacíos de misericordia?

Date prisa, sacerdote, y acércate al trono de la gracia, dispuesto a recibir la misericordia que ha nacido de una Virgen, que descansa en un pesebre y que es derramada en una cruz, por el único y eterno sacrificio agradable al Padre, la muerte de su Hijo Jesucristo, para que, por su resurrección, tengas vida, y con tu vida transmitas la misericordia al mundo entero, para que juntos alcancen la salvación.