15/09/2024

Lc 1, 26-38

PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – MANTENER EL SÍ TODOS LOS DÍAS

«Sí».

Esa es la única respuesta que espera de ti tu Señor, sacerdote, cuando te dice: “ven y sígueme”.

Esa es la respuesta que tú le has dado, cuando Él te ha llamado y te ha preguntado si estás dispuesto a renunciar a todo, incluso a ti mismo, para tomar tu cruz y seguirlo, para ser en el mundo el mismo Cristo, que actúa en persona, para conquistar el mundo para Él.

Y tú has dicho “sí, hágase en mí según tu Palabra”.

Y tu Señor ha tomado tu “sí”, y lo ha transformado en un “ahora y para siempre”, haciéndote sacerdote configurado con Cristo para la eternidad.

Tú dijiste “sí”, sacerdote, y tu Señor se ha tomado en serio tu palabra.

Y tú, sacerdote, ¿te tomas en serio la Palabra de tu Señor?

¿Has dicho “sí” por tu propia y completa voluntad, entregando en ese “sí” tu vida?

¿Mantienes, sacerdote, ese “sí” todos los días?

¿Es completo tu “sí”, o le pones condiciones?

¿Reflejas con tu ejemplo de vida ese “sí” completo?

¿Manifiestas con tus obras tu fe, reafirmando en ese “sí” tu total entrega al servicio de Dios a través del servicio a la Santa Iglesia?

¿Es tu “sí” total, sacerdote?

Analiza tus actos y tu conciencia, y descubre tu realidad, y date cuenta, sacerdote, que sin un “sí” completo no puedes vivir en la verdad. Entonces, no eres libre.

Busca, sacerdote, tu propia libertad, abandonando tu voluntad en la voluntad de aquel que te pide que seas frío o que seas caliente, pero que no seas tibio.

“Sí”. Esa es la única respuesta a las preguntas de tu Señor. Esa es la correspondencia a su amor.

“No”, es el rechazo a la voluntad de tu Señor.

A veces sí y a veces no, es el desconcierto de tu voluntad, aprisionada por el pecado y encadenada al mundo, que desprecia la gracia de la gratuidad infinita de Dios.

Permanecer abierto a la vida a través de la misericordia de tu Señor. Eso es lo que Él te pide.

Pero, para decirle “sí”, también necesitas su gracia.

Acércate, sacerdote, a tu Señor, con un corazón contrito y humillado que Él no desprecia.

Pídele perdón, dale las gracias, y dile “ayúdame más”, para que perseveres en la humildad, en el “sí”, y en la entrega que de ti espera.

Pídele la gracia, sacerdote, para que puedas decir “sí”, por tu propia y completa voluntad, “aquí estoy Señor, hágase en mí según tu Palabra”.

Acepta, sacerdote, la voluntad de tu Señor y el plan que tiene para ti, en tu misión para salvar con Él a las almas.

Obedece a esa voluntad, aunque no quieras, aunque no te guste, aunque tengas miedo, aunque te preocupes, aunque no entiendas, aunque sea absurdo.

Escúchalo y agradece que te llama a ti, y que se complace en ti cuando le dices “sí”.

Entrega, sacerdote, el timón de tu vida a tu Señor, y deja que Él sea tu Guía, tu Maestro y tu Pastor.

No juzgues sus designios ni contradigas sus deseos. Antes bien, obedece como un siervo prudente y fiel, porque eso es lo que tu amo merece.

Él, que es tres veces santo, es digno de confianza, es digno de tu amor, es digno de merecer tu abandono, tu confianza y tu obediencia, y tiene derecho de actuar en ti porque un día tú dijiste “sí”. Y ya no eres tú, sino Él quien vive en ti, y en ese “sí” te has embarcado con Él en una maravillosa aventura, diferente cada día, emocionante y a veces desconcertante, bella, a veces difícil, a veces cansada, a veces incomprensible, pero siempre en la esperanza de que esta maravillosa aventura la vives con Cristo, y no tiene fin, porque continúa en el paraíso.

Dile “sí”, sacerdote, a la vida, y vive en Cristo, porque Él es la Vida.

Dile “sí”, sacerdote, al amor, y ama con Cristo, porque Él es el Amor.

Dile “sí”, sacerdote, a la verdad, y consigue la libertad en Cristo, porque Él es la Verdad.

Dile “sí”, sacerdote, al camino que te lleva al paraíso, y camina con Cristo, porque Él es el Camino.

Pídele, sacerdote, a tu Señor, la gracia de la perseverancia en el “sí” todos los días de tu vida, y ábrele tu corazón, para que recibas la gracia y la misericordia de Dios todos los días de tu vida, para que escuches y hagas siempre lo que Él te diga.

Tú no eres digno de tu Señor, sacerdote, pero una sola palabra tuya bastará para sanarte: fiat!

PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – PUREZA ENGENDRA PUREZA

“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”.

Eso dijo el Ángel del Señor.

Se lo dijo a María, anunciándole que sería la Madre del Salvador.

La pureza engendra pureza.

La pureza no puede ser engendrada si no es por la pureza.

La pureza es Dios, la pureza es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Pureza que fue enviada al mundo para ser encarnada en la pureza.

Pureza hecha creatura en el vientre inmaculado y puro de una creatura pura, creada inmaculada, sin mancha ni pecado desde su concepción, para nacer pura, sin mancha y sin pecado, y crecer para convertirse en una mujer inmaculada y pura, sin mancha ni pecado, para engendrar la pureza, digna de merecer una morada inmaculada y pura, sin pecado, sin mancha ni arruga.

El Padre, que amó tanto al mundo que envió a su único Hijo para salvarlo, prepara desde un principio una morada digna para su Hijo; morada que recibe, engendra, hace crecer, alimenta, permite nacer a la pureza, en medio de la miseria del mundo, y en medio del pecado de los hombres, para salvar a los hombres, para dignificarlos, para devolverles la pureza con la que habían sido creados en un principio.

Tu Señor te ha elegido, sacerdote, para ser purificado, para ser ofrenda, para ser dignificado, para ser divinizado, para ser puro y vivir sin mancha ni pecado.

Pero tú, sacerdote, naciste siendo un hombre pecador, miserable, indigno, que no conoció la gracia de la pureza, porque fuiste concebido con la mancha del pecado original, del que has sido purificado por la gracia, de manos de otro sacerdote, a través del Bautismo, que infunde la gracia que solo da el Espíritu Santo.

Y es así como el hombre conoce la gracia, y se convierte en una creatura pura, inmaculada, sin mancha ni arruga, sin pecado, para vivir en medio de un mundo de pecado.

Pero en donde abundó el pecado sobreabundó la gracia, que acompaña a ese niño que un día escuchó un llamado y se siente indigno y pecador, y Dios lo llama para ser ejemplo de la pureza, de la belleza, de la gracia del Hijo de Dios, y dice sí, pero sigue siendo un pecador.

Tu Señor ha creado tu alma sacerdotal, para ser una morada digna, pura, inmaculada, para recibir y para configurarse con la pureza que es Dios.

Y tú, sacerdote, ¿eres consciente de que solo la pureza engendra pureza?

¿Estás siempre dispuesto a recibir la gracia que te purifica, que te dignifica y que te diviniza en Cristo?

¿Recibes la gracia para transformar tu corazón?

¿Estás dispuesto a renovar tu alma, para ser una morada digna de tu creador, a imagen y semejanza de la Mujer que te engendró en su corazón?

Acepta, sacerdote, la dignidad que te da tu Señor, y dispón tu corazón para entregarlo en los brazos de la Mujer que en su pureza engendró la pureza, para que naciera en medio de la miseria de los hombres, para atraerlos, por su misericordia, a la pureza que lo engendró: el Espíritu Creador, Espíritu de gracia, Espíritu consolador, Santo Paráclito renovador.

PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – ELEGIDOS CON PREDILECCIÓN

«Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra».

Eso dijo María, la virgen.

Y tu Señor vio la humillación de su esclava, y no la llamó sierva, la llamó Madre.

Tu Señor ha visto también en ti la humillación de su esclavo, dispuesto a servirlo. Y no te ha llamado siervo, te ha llamado amigo, te ha hecho su hermano, y te ha ungido para que lo sirvas como sacerdote.

Alégrate, sacerdote, porque has sido lleno de gracia, el Señor está contigo. Tu Señor te ha llamado, y tú has escuchado, y has dicho “sí, hágase en mí según tu Palabra”, como la Madre de tu Señor te enseñó. Porque, así como a ella le fue anunciado el nacimiento de tu Señor, a ti te fue anunciada tu elección de predilección, para ser configurado con Cristo Buen Pastor, por quien te haces como ella, corredentor, para llevar al mundo, a través de Cristo, la salvación.

Tú tienes, sacerdote, muchas cosas en común con tu Señor y con su Madre, al recibir su Cuerpo y su Sangre, para amarlo, para adorarlo, para entregarlo; y al mismo tiempo, tu Señor comparte contigo sus mismos sentimientos, y enciende de fuego apostólico tu corazón, para que continúes su misión, predicando su Palabra, invitando al mundo a la conversión.

Tu Señor ha coronado a su Madre con la corona de gloria, con la que anuncia su victoria, proclamando su muerte y su resurrección, elevado entre tus manos, en cada Eucaristía, en cada celebración. Porque de pie a tu derecha está la Reina, enjoyada en oro de Ofir. Y el Rey está prendado de su belleza, y le concede muchas gracias para ti.

Y tú, sacerdote, ¿reconoces a la Madre de tu Señor como tu Madre y como la Reina del cielo y de la tierra?

¿Te rindes a sus pies como Reina, y te entregas en sus brazos como Madre?

¿Reconoces su poder como Reina, sobre los cielos y la tierra, y su omnipotencia suplicante, como Madre?

¿Aceptas su compañía?

¿Acudes a su protección de Reina, y a sus cuidados de Madre?

¿Veneras a la Reina y alabas a la Madre?

¿Crees en su virginidad y en su maternidad, en su pureza, y en su inmaculada concepción, en la eficacia de su gracia, y en su poderosa intercesión?

¿Te reconoces hijo, y la reconoces madre?

¿Ya has consagrado tu vida a su Inmaculado Corazón?

No le niegues a tu Señor, sacerdote, el derecho que Él exige, de tener junto a Él (junto a ti) la compañía de su Madre, porque no eres tú, sino Él, quien te elige, y es en ti en quien Él vive.

No temas, sacerdote, porque tú, al igual que la Madre, has encontrado gracia ante Dios, no para engendrar al Hijo, sino para ser acogido como verdadero hijo, por la Madre de Dios, que tiene para ti un amor de predilección; porque has sido llamado, y has sido elegido; has escuchado el llamado y has acudido; has dicho sí, y a todo has renunciado, para seguir a aquel que te ha configurado con Él, para continuar su misión salvadora, y su obra redentora, y que le ha concedido al mundo la libertad, la salvación y la vida eterna. Y a su madre la corona de la victoria, por la que alcanza para el mundo la paz.