PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – LA ORACIÓN PERFECTA
«Cuando ustedes hagan oración no hablen mucho, como los paganos, que se imaginan que a fuerza de mucho hablar, serán escuchados» (Mt 6, 7).
Eso dice Jesús.
Y no solo te lo dice, y te corrige, sacerdote, sino que te enseña a orar como Él, y te da el tesoro de la oración perfecta que sale de su boca, pero proviene de su Sagrado Corazón.
Imita a tu Señor, sacerdote, en todo. También en la oración, porque Él lo sabe todo, lo conoce todo, lo es todo. Él es la verdad, y a ti se te revela a través de la Palabra, para que la pongas en práctica, y la enseñes a los demás, como Él, a través de palabras que salgan de tu boca, pero provengan de tu corazón, y a través de tu ejemplo.
Tu Señor te enseña a orar como Él, en el silencio de tu interior y a través de tus actos, mostrando tu fe y tu amor al exterior, transformando tu vida en una constante oración, en todo momento, en cualquier situación, a cualquier hora, en cualquier ocasión, llevando una vida contemplativa en medio del mundo, que es a donde Él te ha enviado a llevar su misericordia.
Tu Señor te enseña a alabar y a adorar a Dios, mientras le pides que intervenga en tu vida entregándole tu voluntad, para que se haga su voluntad en la tierra como en el cielo, pidiéndole que te provea, que te alimente el alma, el cuerpo, y la mente, para que sea Él quien obre en ti, y a través de ti, en la salud y en la enfermedad, en la vida y en la muerte, disponiéndote a recibir el pan celestial que te da vida aún después de la muerte.
Tu Señor te enseña a perdonar y a pedir perdón, porque eso te santifica y te compromete a cumplir tu misión, llevando a los demás el perdón de tu Señor, pero perdonando también tú –a los que te ofenden, a los que te agreden, a los que te injurian, a los que te calumnian, a los que te persiguen, a los que te difaman, a los que te lastiman–, no sólo con palabras, sino con verdadera intención, amando desde el fondo de tu corazón, con toda tu mente, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, entregando tu vida, poniendo la otra mejilla, permitiéndote ser clavado con tu Señor en la cruz del confesionario, porque tú, sacerdote, tienes el poder de perdonar los pecados.
Tu Señor te da su paz, y así como el Padre lo envió, Él te envía, y te pide tu disposición para que recibas al Espíritu Santo, dándote por Él, el poder de perdonar, de absolver, de lavar, de limpiar, de purificar, de renovar y de santificar las almas.
Usa ese poder, sacerdote, porque los pecados que tú perdones quedarán perdonados, pero los pecados que no perdones, les quedarán sin perdonar.
Tu Señor te enseña, sacerdote, a reconocerte pecador, y a aceptar ser perdonado en la medida en que tú perdonas a los demás.
Por tanto, sacerdote, tu Señor te da una doble lección y también una doble gracia. Bienaventurados los misericordiosos, porque recibirán misericordia.
Tu Señor te enseña a orar y a reconocerte frágil y débil, necesitado de su gracia para no caer en la tentación, rechazando todo afecto al pecado, pidiéndole al Padre que te libre de todo mal, confirmando tu fe, aceptando el bien y rechazando el mal.
Tu Señor te enseña a orar, sacerdote, con perfección, pidiéndole al Padre con humildad y devoción, con insistencia y con todas tus fuerzas, con toda tu alma, con toda tu mente y con todo tu corazón, dispuesto a recibir, no porque merezcas por ti, ni por tus propios méritos, sino porque Él ha conseguido para ti, con su amor, la Divina Filiación que te merece la heredad como hijo de Dios. Y esa, sacerdote, es la verdad revelada en la perfecta oración.