PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – ACTUAR IN PERSONA CHRISTI
«Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».
Esto dice el sacerdote.
Esto dice Cristo, a través del sacerdote.
Esto dice el que vino detrás de los profetas a bautizar no con agua, sino con el Espíritu Santo, y que ningún profeta es digno de desatarle las sandalias.
Pero que Él mismo configura al sacerdote, para que sea Él mismo, a través del sacerdote que actúa in persona Christi, para afiliar a cada uno de los hombres al Padre, perdonando y borrando toda mancha de pecado, para ser dignos y verdaderos hijos del Padre.
Éste es el sacerdote: el que tiene este poder en sus manos y en su palabra, para transformar completamente un alma.
Eres tú, sacerdote, en quien Dios descansa cuando ve consumada su obra a través de ti.
Eres tú, sacerdote, en quien Dios confía sus obras, para que sean realizadas a través de ti.
Eres tú, sacerdote, con quien Dios participa su redención salvadora: su obra redentora y su misión salvífica, uniéndote con su persona y su divinidad, en su único y eterno sacrificio, en el que otorga a todos los hombres la gracia de unirse a Él y de permanecer en Él, para que todo el que crea en Él, tenga vida eterna.
Eres tú, sacerdote, quien consuma la misión a la que el Hijo ha sido enviado al mundo por el amor del Padre, que amó tanto al mundo, que se entregó Él mismo a través de la entrega de su Hijo, para que todos puedan salvarse. Y es el Hijo, que tanto amó a sus amigos, que los hizo partícipes de esta misión de tal manera, que aunque Él se haya despojado de sí mismo para adquirir la naturaleza humana, para hacerse en todo como los hombres, menos en el pecado, para morir en manos de los hombres para que el mundo sea salvado, ha querido compartir la gloria de la salvación de cada uno contigo, su amigo.
Tanto te ama, que no ha querido recibir Él solo la gloria de su Padre. Te hace a ti, sacerdote, ser parte.
Tanto así te ama. Tanto así sufre por ti, cuando tú no te dejas amar por Él, y no correspondes a su amor; cuando tú te alejas de su amistad, y no aceptas ser parte de la gloria del Padre, que tiene preparada para ti, de la cual su Hijo ya goza sentado a su derecha, esperándote.
Eres tú, sacerdote, amor predilecto de Dios.
¡Date cuenta! ¡Acepta! ¡Vive y agradece ese amor que no mereces!, pero que Él, siendo el Hijo de Dios, tiene derecho a decidir entregarte, porque Él quiere amarte. Y te ama.
Eres tú, sacerdote, quien ha sido llamado y elegido para clamar con voz fuerte en medio del desierto a todos los hombres: “¡arrepiéntanse y crean en el Evangelio! ¡Conviértanse!”
Con esa convicción. Porque tú sabes que el que llama no eres tú. Es el Hijo de Dios. Y es la voz de Dios tu voz, cuando el Espíritu Santo pone sus palabras en tu boca.
Eres tú, sacerdote, el que tiene el compromiso, la responsabilidad y el deber de actuar en la persona de Cristo, porque esa es su voluntad, para bautizar, para confirmar en la fe, para entregarlo y entregarte con Él en cada Eucaristía, a cada alma desde la primera vez, de perdonar, de unir, y de regresar esa alma al abrazo misericordioso del Padre, para quien consigues por Cristo, con Él y en Él, la vida eterna para cada uno.
¿Cuánta gloria, sacerdote, quieres dar al Padre?
¿Cuánta gloria, sacerdote, quieres compartir con Cristo?
Que sea tu gloria la gloria de cada hombre bautizado en el Espíritu Santo, confirmado en la fe, reunido con Cristo a través de la Eucaristía, y ungido en el amor de Dios para la vida eterna.
Eres tú, sacerdote, corredentor con Cristo, por Él y en Él, para darle a Dios Padre, omnipotente, toda la gloria que merece, por cada pecador que se convierte. Que seas tú, sacerdote, el primero en convertir tu corazón para permanecer en Cristo, con Él y en Él, llevando almas al cielo, la tuya primero, para la gloria de Dios.