PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – DAR TESTIMONIO CON OBRAS
«Yo soy el que da testimonio de sí mismo. Y el Padre, que me ha enviado, también da testimonio de mí» (Jn 8, 18).
Eso dice Jesús.
Y tú, sacerdote, ¿das testimonio de tu Señor?
Él te ha elegido y te ha enviado para que, a través de ti, Él dé testimonio de sí mismo, por su Palabra y por tus obras.
Las Escrituras son las que dan testimonio de tu Señor.
Y tú, sacerdote, ¿predicas lo que dicen las Escrituras, y practicas lo que predicas?
¿Conoces, sacerdote, a tu Señor, y das testimonio de la verdad?
¿Haces las obras de tu Señor, que acreditan que tú, así como Él, son enviados de Dios?
¿Derramas, sacerdote, la misericordia de Dios sobre el mundo?
¿Participas, como ofrenda, unido a la cruz de tu Señor?
¿Humillas ante Él tu corazón?
¿Haces, sacerdote, oración?
¿Es tu oración un diálogo, una entrega y una recepción de amor?
¿Te confiesas, sacerdote?
¿Te reconoces pecador?
¿Te arrepientes y pides perdón?
¿Tienes el propósito de enmienda, de no volver a caer en la tentación, que te conduce al pecado, que trunca tu testimonio de amor?
¿Es tu testimonio digno del Cristo que representas?
¿Es tu testimonio de fe, sacerdote?
¿Es tu testimonio de amor?
No te engañes, sacerdote. Tu mejor testimonio son tus obras de misericordia, es tu fe, es tu esperanza y es tu amor, es tu práctica de las virtudes, es tu confianza, es tu abandono y es tu obediencia.
El mejor testimonio, sacerdote, es la conversión de tu corazón, que contrito y humillado se presenta ante su Señor inmolado y crucificado por el horror de tus pecados, para salvarte, porque te ama.
Por tanto, sacerdote, su testimonio es de amor.
No hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Ese, sacerdote, es el testimonio de tu Señor, que sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, y habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo, entregando por ellos su vida, por su propia voluntad.
Nadie se la quitó, Él mismo la quiso entregar, para padecer y morir clavado en una cruz, derramando su sangre hasta la última gota, para entregar el espíritu en las manos de su Padre y morir al mundo, para destruir la muerte y darle vida al mundo en su resurrección, y para subir al cielo; pero, al mismo tiempo, ser pan vivo bajado del cielo, y quedarse en el mundo a través de tus manos, en Cuerpo, en Sangre, en Alma, en Divinidad, en hostia viva, en Eucaristía, para que el mundo vea las obras del Padre, realizadas a través de ti, sacerdote, y por tu testimonio crean que Él es el Hijo único de Dios, que ha enviado al mundo, para que todo el que crea en Él no muera, sino que tenga vida eterna.
Pero, no te gloríes, sacerdote, si no es en la cruz de tu Señor Jesucristo, por el que el mundo es un crucificado para ti, y tú eres un crucificado para el mundo.
Ese es el testimonio de la verdad. Ese es tu testimonio, sacerdote, para que el que crea en ti crea en Él, y el que crea en Él cumpla su ley, y la enseñen a otros, para que sean grandes en el Reino de los Cielos.
Busca primero el Reino de Dios y su justicia, sacerdote, para que des testimonio de que no eres tú, el que vive, sino que es Cristo quien vive en ti, y que vives por la fe en el Hijo de Dios, que entregó su vida por ti.
¡Cristo está vivo! ¡Cristo está aquí!, en presencia viva, en Eucaristía, y ese es el testimonio que espera de ti, para que, por ti, el mundo crea.
Reflexiona en tus actos y en tu conducta, sacerdote.
¿Estás dando testimonio de tu Señor con tus obras?
¿Das fe de sus palabras con tu vida?