PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – DIGNIDAD SACERDOTAL
«Te vi cuando estabas debajo de la higuera».
Eso dijo Jesús.
Te lo dijo a ti, sacerdote.
Tu Señor fue a tu encuentro. Él te llamó por tu nombre, porque desde antes de nacer, Él ya te conocía.
Tu Señor te eligió, sacerdote; no eres tú quien lo ha elegido a Él. Es Él quien te ha encontrado; no eres tú, quien lo ha encontrado a Él; no eres tú quien escogió tu vocación, es Él quien la infundió en tu corazón, porque Él te amó primero.
Tu Señor no se equivoca, sacerdote. Él es quien te creó, y, conociendo tus defectos, de virtudes te llenó.
Acepta y agradece el favor de tu Señor, que siendo tú un indigno y miserable pecador, te ha concedido el honor del don inmerecido de tu vocación, por la que lo has dejado todo, para seguirlo.
Tu Señor te vio cuando estabas debajo de la higuera, sacerdote, y Él vio algo bueno en ti, algo que no es tuyo, pero que Él puso ahí: la dignidad de tu alma sacerdotal, por la que decidiste luchar; y que no entendías, pero que sabías que algo en ti había que debías de encontrar, a pesar de tu sorpresa y de tu incredulidad en que Dios en ti de esa forma se pudiera fijar.
Tu corazón está inquieto, sacerdote, y no descansará hasta que descanse en tu Señor. Esa fue la conclusión a la que llegaste, porque no encontraste otra razón, pero la alegría de tu alma se apoderó, cuando hiciste un justo discernimiento, y tomaste la decisión de dejarlo todo: padre, madre, hermanos, hermanas, casas, tierras, sueños, deseos, viajes, placeres, hijos, una profesión; todo, absolutamente todo, por servir a tu Señor.
Y te sentiste como un loco enamorado, que ha encontrado una pasión, que ha sentido el corazón encendido de celo apostólico por esta vocación, en la que no esperas nada, pero lo das todo, en la esperanza de un encuentro permanente con aquel que te llamó para pertenecerle siempre, y ser partícipe de la redención, al ser configurado con Cristo Buen Pastor.
Y tú, sacerdote, ¿recuerdas ese momento, cuando estabas debajo de la higuera y tu Señor te vio?
¿Recuerdas los sentimientos desbordados en tu corazón agitado, al descubrir el llamado?
¿Recuerdas el amor primero?
¿Conservas en tu corazón tan solo ese recuerdo, o mantienes encendido el fuego del amor de Cristo?
¿Sigue inquieto tu corazón, o has buscado descanso en los placeres del mundo, en falsas seguridades e infidelidades, que han enfriado tu corazón, y has apagado la llama viva del amor?
¿Tienes los mismos sentimientos que tu Señor, o se ha vuelto de piedra tu corazón?
Escucha, sacerdote, la Palabra de tu Señor. Conviértete, y cree en el Evangelio, que es el llamado continuo que Él te dejó, para que vayas a su encuentro con los oídos abiertos, y el alma dispuesta a una verdadera renovación, porque la Palabra de Dios es viva y eficaz, más cortante que la espada de dos filos; penetra hasta la división entre alma y espíritu, articulaciones y médulas, y discierne sentimientos y pensamientos del corazón.
Renueva, sacerdote, tu vocación; fortalece tu fe, persevera con esperanza, permaneciendo unido al amor de tu Señor, a través de la Palabra y de la oración, para que vuelvas a estar debajo de la higuera, en donde tu Señor te encontró, para que con el corazón contrito y humillado, arrepentido y avergonzado, tú lo mires y Él te mire, y vuelvas a escuchar ese llamado que te vuelve a la vida, que te regresa la ilusión de conseguir un alma pura, digna de servir a tu Señor, en esta maravillosa aventura de ser al mismo tiempo sacerdote, víctima y altar, entregando tu vida para la salvación de las almas, con la alegría de mostrarle al mundo el tesoro de tu dignidad sacerdotal.