PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – VOLUNTAD DE CREER
«El que crea en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11, 25).
Eso dice Jesús.
¿Y tú crees, sacerdote?
Caminas en el mundo con los pies en la tierra, pero ¿tienes el corazón en el cielo?
¿En dónde está puesto tu tesoro, sacerdote?
¿Cómo es tu fe?
¿Es una fe convencida de seguir a tu Señor, aun con los ojos cerrados?, ¿o es una fe ciega, que no obra porque no ve?
¿Cómo son tus obras, sacerdote?
¿Son obras llenas de misericordia?, ¿o están vacías porque te falta amor, porque te falta fe?
¿En quién está puesta tu confianza, sacerdote?
Tu Señor te revela la verdad, pero en tu voluntad está el creer, y en el creer está el confiar, y el abandono de la voluntad está en la confianza.
La fe se pone a prueba en medio de la tribulación, de la dificultad, de la tentación, del desierto y de la oscuridad del alma, y se supera con las obras que manifiestan el poder de aquel que te ha enviado, sacerdote, porque por tus frutos te reconocerán.
Ten el valor, sacerdote, de exponer tu corazón, para que se vea que tú tienes los mismos sentimientos que Cristo, y actúa con esos mismos sentimientos desde el fondo de tu corazón, transmitiendo el amor de tu Señor en obras, para que des testimonio de su amor por ti, de tu amor por Él, y del amor de ambos, compartido por cada una de las almas del pueblo de Dios, para que sea tu deseo convertir esas almas para glorificar a tu Señor, llevando muchas almas a Dios.
Que sea tu celo apostólico, sacerdote, el testimonio que exponga tu corazón ávido de verdad y de misericordia, para llevarlas a todos los rincones del mundo.
No te preocupes de lo que has de comer, ni con qué has de vestir. Busca primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se te dará por añadidura. Y ocúpate, sacerdote, en servir y en conocer a tu Señor haciendo sus obras.
Cree, sacerdote, en el Evangelio.
Cree que es la Palabra que era en el principio, y que existía y que estaba junto a Dios.
Cree que la Palabra era el Verbo y el Verbo era Dios, y todo se hizo por Él, y sin Él nada se hizo.
En Él estaba la Vida y la Vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no lo recibieron. Y el Verbo era la luz verdadera, que iluminaba todo hombre. Y en el mundo estaba, pero el mundo no la conoció.
Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron. Pero a los que lo recibieron y creyeron en Él los hizo hijos de Dios.
Por eso te envía a ti, sacerdote, para que des testimonio de Él dando testimonio de ti, para que tú, que conoces la verdad, manifiestes esa verdad a los demás, y el mundo crea.
Por eso debes creer tú primero, sacerdote, y confiar en aquello que crees, porque esa es la única verdad.
Jesucristo es el único Hijo de Dios, que ha venido a nacer al mundo, para con su muerte darle vida al mundo.
Entonces, debes creer en ti mismo, sacerdote, en el poder que Dios te ha dado a través de tu voz y a través de tus manos, con las que haces bajar el pan vivo del cielo: el mismo Cristo muerto en la cruz, resucitado y vivo, en Cuerpo, en Sangre, en Alma, en Divinidad, en presencia viva, en Eucaristía.
Ese es el testimonio que debes dar, sacerdote.
Ese es el testimonio de la verdad.
No te acostumbres, sacerdote, a tener a Dios entre tus manos.
No te acostumbres a la heredad de tu Padre, ni a la gracia que a través de ti Él derrama en el mundo entero. Antes bien, sorpréndete, sacerdote, cada vez, y agradece, porque el que cree no merece, sino uniendo su voluntad a aquel que es el único digno de merecer, porque es el único y tres veces Santo, quien siendo de condición divina se rebajó y se anonadó a sí mismo, adquiriendo la naturaleza humana, para, con su muerte, alcanzar la vida para el mundo.
Cree en el Evangelio, sacerdote, para que tu testimonio sea veraz, para que otros crean por tu palabra, y alcancen la vida eterna.
Tú tienes palabras de vida, sacerdote.