PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – VOCACIÓN AL AMOR
«El que es fiel a mis palabras, no morirá para siempre».
Eso dice Jesús.
Él es la Palabra, y Él es la Vida.
Y tú, sacerdote, has recibido la vocación para ser configurado con tu Señor, configurado con la Palabra y con la Vida, para mostrarle al mundo el amor de Dios a través de la Palabra, y darles Vida.
Por tanto, sacerdote, tu vocación es al amor.
Pero el amor requiere fidelidad de ambas partes, para que sea una donación completa, porque esa es la expresión más perfecta del amor: donación total mutua, recíproca y correspondida, que no busca más interés que amar y darse al otro.
Y en ese dar, recibir, para completar el círculo perfecto y dinámico del amor, como perfecto, dinámico, infinito y eterno es Dios.
Y tú, sacerdote, ¿eres fiel a tu Señor?
¿Eres fiel al amor?
¿Eres fiel a su Palabra?
¿Crees que el Evangelio es la ley de Dios y la única verdad, y que se cumplirá hasta la última letra?
¿Crees en la doctrina católica, en el Catecismo y en el Magisterio de la Santa Iglesia?, ¿o buscas palabras de mentira, porque no estás dispuesto a serle fiel a la verdad?
¿En dónde, sacerdote, está puesta tu fidelidad?
¿Crees, sacerdote, que el Evangelio es la única fuente veraz en la que se basa toda doctrina para ser fuente de inspiración divina?
¿Crees, sacerdote, que la Palabra de tu Señor es como espada de dos filos, que penetra hasta lo más profundo de tu interior, tocando fibras delicadas en tu conciencia, que te llevan a un verdadero arrepentimiento y a la conversión de tu corazón?
Arrepiéntete, sacerdote, pide perdón, y cree en el Evangelio, porque es la Palabra de tu Señor, de tu Maestro, de tu Pastor.
Él es el único Hijo del único Dios verdadero, y el Espíritu Santo es la única fuente de inspiración para iluminar en tu conciencia y en tu corazón la decisión de tu voluntad a serle fiel al amor.
La fidelidad, sacerdote, es una decisión.
Está en tus manos, en tu voluntad, en tu obediencia, y en la gracia que te ha sido dada cuando te ha sido confiada la vocación al amor.
Pero también es verdad, sacerdote, que tú no puedes hacer nada con tus propias fuerzas.
Reconoce tu fragilidad, y pídele a tu Señor que muestre en tu debilidad su fortaleza, pero que mantenga la fragilidad de tu humanidad, para que se vea que, cuando eres débil, entonces eres fuerte.
Tú tienes un Señor que te comprende, porque ha sido probado en todo como tú, menos en el pecado.
Tú tienes un Maestro que es perfecto, y que todo lo que ha oído de su Padre te lo ha venido a enseñar.
Tú tienes un Pastor fiel que nunca te abandona, y que ha dejado a sus noventa y nueve ovejas justas, para venirte a buscar, y llenar de alegría el cielo, con el corazón arrepentido de un solo pecador que se convierte.
Esa es tu fidelidad, sacerdote.
Esa es la alegría del cielo.
Tú eres la promesa de tu Señor para el mundo, para que, el que crea en Él se salve. Pero tú debes ser ejemplo, sacerdote, demostrando el amor que tú le tienes a tu Señor, y más aún, demostrándole al mundo quién es Él, cómo te ama Él, cómo te es fiel, entregándose por amor a ti hasta la muerte, y una muerte de cruz.
Confía, sacerdote, en sus palabras.
Entrégale tu voluntad, tu corazón, tu fidelidad, y tu fe, a través de tus obras.
Y entrégale también tus pecados, porque solo a través de Él tú puedes ser perdonado, justificado y salvado, para que tengas la vida eterna que Él ya te ha dado, y que tú desprecias y rechazas cada vez que cometes pecado.
Regresa, sacerdote, a la amistad de tu Señor, y corresponde a su amor con la fidelidad en su Palabra.
Eso es, sacerdote, lo que te pide tu Señor.
Eso es lo que merece tu Señor.
Eso es lo que espera de ti tu Señor.
¡Ay de ti si no anunciaras el Evangelio!, porque eso es lo que te ha mandado tu Señor, no para que te gloríes, sino para que obedezcas, y para que, por tu obediencia, nadie te prive de su gloria, porque cumpliendo con este deber cumples, sacerdote, con la misión que te ha sido encomendada, y a la que tú eres fiel.
Pídele, sacerdote, a tu Señor, que te ayude como Él ha prometido, porque está escrito que Él dice: “No temas, yo te ayudo”.
Pídele, sacerdote, que te ayude a serle fiel, y lo hará, porque Él no puede contradecirse a sí mismo.
Pídele, entonces, sacerdote, en esa fidelidad, la renovación de tu alma sacerdotal.