PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – UNGIR CON EL AMOR
«No juzguen nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor: él iluminará lo oculto de las tinieblas y pondrá de manifiesto las intenciones de los corazones» (1 Cor 4, 5).
Eso dicen las Escrituras.
Y tú, sacerdote, ¿eres consciente de la pureza de tu corazón, y de tu rectitud de intención?
¿Escuchas la Palabra de tu Señor y la practicas, permitiendo que deje al descubierto la intención de tu corazón?
¿Te corriges? ¿Rectificas? ¿O juzgas a los demás y no analizas tu interior?
¿Qué tan grande es tu amor por tu Señor?
¿De qué habla tu boca, sacerdote?
Escúchate y analiza tus palabras, porque la boca habla de lo que hay en el corazón.
¿Qué tan grande es tu generosidad con tu Señor?
¿Le entregas todo lo que tienes, o guardas algo de lo que Él te ha dado, para tu propio beneficio?
No te engañes, sacerdote. Tu beneficio está en agradar y en honrar a tu Señor.
¿Qué tan grande y qué tan constante es tu ofrenda?
¿Unges sus pies con tu perfume, que es la oración que realizas con el amor, desde lo más profundo de tu corazón, purificado con la vida en santidad de tu vocación, como el oro en crisol?
Si tú supieras, sacerdote, el valor de tu oración; si tú supieras el poder de tu ofrenda cuando está llena de amor por tu Señor, no desperdiciarías ni un instante, ni un momento, ni una sola oportunidad para honrar y glorificar a aquel que está a la puerta y llama, para que le abras y cenes con Él.
Tú eres, sacerdote, la ofrenda viva que une todo el honor y la gloria del pueblo de Dios a la Sangre del Cordero, en cada consagración, por el poder de tus manos, y la intención de tu corazón.
Tú tienes, sacerdote, el poder para reparar el sagrado, maltratado, injuriado, herido, lastimado, despreciado, insultado, y doloroso Corazón de tu Señor, con actos puros de amor, con tus lágrimas derramadas de arrepentimiento por la traición de su pueblo, con sufragios y obras de misericordia, convirtiendo tu vida en oración, para transformarte en una ofrenda constante y agradable a tu Señor.
No pierdas más tiempo, sacerdote, para alabar y adorar el Cuerpo y la Sangre del Cordero de Dios, que todos los días elevas entre tus manos. No sea que un día te des cuenta y te arrepientas del tiempo perdido, cuando digas: tarde te amé; tú estabas dentro de mí, y yo te buscaba fuera; tarde te amé; tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo; me llamaste y exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; tengo hambre y sed de ti; me tocaste, y deseo con ansia la paz que procede de ti.
Date cuenta, sacerdote: tu Señor está aquí. Tu pasado y tu futuro se hacen un presente constante, cuando tú permites que sea Él y no tú quien vive en ti.
Renuncia al egoísmo que te encadena al mundo, sacerdote, y entrégale tu vida al que ha dado su vida por ti. Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor, entregándole tu amor y tu vida, porque Él no se deja ganar en generosidad.
Acércate al Sagrario, sacerdote, con tu corazón contrito y humillado, con la intención de convertir tu corazón, para aprender a entregar tu vida, amando hasta el extremo, como Él, abriéndole tu alma, despojándote de tus miserias, para que Él te llene de su misericordia.
No tengas miedo al amor. Antes bien, ama, sacerdote, porque el amor todo lo puede, todo lo soporta y todo lo alcanza.
No te resignes, sacerdote, a ser un pecador avergonzado; antes bien, pide perdón y levántate, y transforma tu vida en una ofrenda de amor, para que tu Señor te diga: tus muchos pecados te han quedado perdonados, porque has mostrado mucho amor.
Agradece, sacerdote, porque Él es digno de merecer toda la gloria, el honor y el poder.