PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – PERMANECER CON LA MADRE
«Ahí está tu Madre».
Eso dice Jesús.
Eso te dice a ti, sacerdote. Y también te pide que la lleves a vivir contigo, para que la acompañes, para que ella te muestre el camino seguro, porque ella siempre te lleva a Jesús.
Permanece, sacerdote, con la Madre al pie de la cruz.
Compadece su dolor, y permítele ser tu consuelo, porque ella te comprende y te ayuda, haciéndote partícipe de su sufrimiento, cuando entiendas, sacerdote, que es por ti, esas lágrimas que brotan de sus ojos y escurren por su rostro.
Son lágrimas de amor, lágrimas de alegría y de dolor.
Alegría cuando eres fiel a tu Señor, cuando lo obedeces y cumples su Palabra, cuando permaneces al pie de la cruz, perseverando en tu entrega, dejándolo todo para seguir a Jesús.
Dolor, cuando te alejas de la amistad de tu Señor, empañando con el pecado tu amor a la cruz y a tu Señor crucificado, negándote la oportunidad de permanecer configurado con tu Señor resucitado.
Persevera, sacerdote, en el perfeccionamiento de la virtud para cumplir el ministerio sacerdotal que te ha sido asignado, y que tú, por tu propia voluntad has aceptado.
Acepta, sacerdote, tu condición de esclavo, y sirve a tu Señor, aceptando tu debilidad y tu miseria, tu necesidad de auxilio y de compañía, que somete tu orgullo y tu soberbia, aceptando con humildad, que en tu debilidad está la fortaleza de aquel que es tu Amo, tu Señor y tu Amigo, y que, en configuración total, comparte todo contigo.
Él vive en ti, sacerdote. Por tanto, no le niegues el derecho de la compañía de su Madre, que te ayuda, que te auxilia, que te protege, que te acompaña a perseverar en esa configuración, para que, unido a tu Señor, puedas cumplir con tu misión.
Abre, sacerdote, tu corazón, a recibir las gracias que tiene para ti la Madre, por la misericordia del Hijo, para que permanezcas en la fidelidad a su amistad y nunca te pierdas.
Pero si un día, sacerdote, te sintieras solo, perdido, abrumado, angustiado, herido, desconsolado, deprimido, sufriendo la soledad y la sequedad de tu desierto, date cuenta, sacerdote, que no estás solo: estás compartiendo el dolor de la Madre al pie de la cruz del Hijo, porque una madre nunca abandona.
Líbrate, sacerdote, de tu egoísmo, y compadece su dolor. Ella sufre por ti y por tu falta de amor, y por tantos hijos que rechazan su salvación, despreciando el sacrificio del Hijo, por el que les ha ganado la libertad y la vida, a través de su redención.
No desprecies, sacerdote, la cruz de tu Señor, porque es puerta del cielo, fuente de vida, instrumento de salvación, para que tú mueras al mundo como Él, por muchos, y seas el consuelo de la Madre, que ve en ti la esperanza del cielo y la consumación de su propia misión a través de su sacrificio unido a la cruz de su Hijo.
Que seas tú, sacerdote, varón de dolores, como Él, regidor de las naciones, que reúne, que santifica y que salva al pueblo de Dios.
Es así, sacerdote, como alivias el dolor de su Inmaculado Corazón, dando testimonio al mundo de tu amor y de tu fidelidad al único Redentor y Salvador, que resucitó de entre los muertos, y que ha vencido al mundo. Porque, si por un hombre vino la muerte al mundo, por un hombre ha venido la resurrección de los muertos.
Padece, sacerdote, y compadece la cruz de tu Señor, para que seas alivio, y no causa de su dolor.
PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – EN MANOS DE LA MADRE
«Mujer, ahí tienes a tu hijo. Ahí tienes a tu Madre» (Jn 19, 26-27).
Esas son palabras de Jesús.
Son palabras de amor, y es la misericordia derramada de Dios a través del Hijo, en un último acto de amor, antes de entregar su espíritu en las manos de su Padre.
El Hijo entrega la Madre al discípulo, que permanece unido a Él, y que nunca lo abandona, para hacerlo como Él, igual a Él, de la misma naturaleza del Padre: hijo, configurado con Él, hombre y Dios, entregando su humanidad y su divinidad a su Madre, a través de ti, sacerdote.
Tu Señor te mira, y se compadece de ti: el amigo fiel, el discípulo amado, que no lo ha abandonado, y te eleva, te hace a Él, uniéndote con Él, entregándote en las manos de su Madre, para que ella te acoja en su corazón, como a Él lo acogió en su vientre.
Y te eleva con ella a los altares, uniendo en ti a la humanidad entera, para que sea partícipe del único y eterno sacrificio redentor de Cristo, por quien todo está consumado.
Pero de ti, sacerdote, se requiere disposición para aceptar a la Madre, reconociéndote hijo, reconociéndola Madre de tu Señor, y también tuya, para que la lleves a vivir a tu casa, contigo.
Para que te abandones a su protección y a sus cuidados, totalmente confiado y entregado, como un niño en los brazos de su madre.
De ti se requiere que entregues tu voluntad a la voluntad de tu Señor, para que cumplas sus últimos deseos.
Ten compasión, sacerdote, como compasión ha tenido de ti tu Señor cuanto te ha mirado, porque tú no lo has abandonado, y míralo tú también.
Cumple la voluntad de un moribundo que entrega su vida para salvar la tuya, renovando a la humanidad.
Aprende de la Madre, escucha las palabras de tu Señor, y obedece, sacerdote: acoge a la Madre que te acoge como verdadero hijo para llevarte en su regazo.
Pues, como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también, por la obediencia de uno solo, todos serán constituidos justos.
Tú has sido llamado y has sido elegido, porque tu Señor, antes de nacer, ya te había conocido, y te había consagrado.
Acepta la voluntad de tu Señor, y conságrate, sacerdote, a su Madre y a su Corazón Inmaculado, para que siendo todo de ella, seas todo de Él.
Haz oración, para que dispongas tu corazón a recibir las gracias de tu Señor.
Haz sacrificio, sacerdote, a través de la mortificación de tus sentidos, y de tus obras de misericordia, por las que las gracias se derraman al mundo entero, a través de los sacramentos.
Vive la fe, la esperanza y la caridad con el prójimo, llevando tu cruz de cada día con alegría, y adorando el cuerpo y la sangre de tu Señor, que es presencia real y substancial en la Eucaristía.
Pídele a tu Señor la conversión de tu corazón, y ofrece tu consagración, tus sacrificios y tus oraciones, por la conversión de los pobres pecadores.
Lleva, sacerdote, al mundo la paz, rezando el Rosario y diciendo: “Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo. Te pido perdón por todos los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman”.