PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – QUERER CREER
«No sigas dudando, sino cree».
Eso dice Jesús.
Y te lo dice a ti, sacerdote, su discípulo, su apóstol, su siervo, su hermano, su amigo.
Tu Señor, siendo de condición divina, asumió la condición humana para hacerse hombre como tú, sacerdote, y fue engendrado de forma sobrenatural, y nació de vientre virgen, inmaculado, de forma sobrenatural, pero habitó entre los hombres de manera natural, viviendo una vida ordinaria en medio del mundo, pero manteniendo en todo momento la visión sobrenatural, con la que superó todas las pruebas con que fue probado, en todo igual que tú, menos en el pecado; con la que soportó las persecuciones, las calumnias, las injurias, la traición y su pasión, entregando su vida Él mismo en la crucifixión, llevando a su Paraíso al ladrón arrepentido, tan solo porque él creyó. Y pidiendo perdón por los pecados de los hombres, que no saben lo que hacen, entregó su espíritu en las manos de su Padre, y expiró.
Tu Señor dio la vida por ti, sacerdote, y después resucitó, destruyendo la muerte para darte vida, conservando las llagas de sus pies, de sus manos y de su costado, para que creas en Él, porque todo el que crea en Él tendrá vida eterna.
Tu Señor subió al cielo para sentarse a la derecha de su Padre, y para enviarte al Espíritu Santo que te recuerde todas las cosas; para que creas en Él, para que quieras creer, y también te dio el poder de bajar el pan vivo del cielo, para quedarse contigo, para que te alimentes de Él, para que lo eleves en el altar con tal devoción y adoración, convencido de que Él es el Hijo de Dios, en Cuerpo, en Sangre, en Alma, en Divinidad, en presencia viva, real, y substancial, que por tu fe otros crean.
Dichosos los que creen sin haber visto.
Y tú, sacerdote, ¿crees?
¿Contemplas al mismo Dios, por quien todo ha sido creado, entre tus manos, o metes tu dedo en sus llagas y tu mano en su costado, abriendo sus heridas con tu incredulidad, cada vez que celebras la Santa Misa, porque te falta fe?
¿Crees que hay un solo Dios? Pues haces bien, porque hasta los demonios creen y tiemblan.
Acércate, sacerdote, a la amistad de tu Señor. Recurre a la oración, y con el corazón contrito y humillado pide perdón. No pidas señales, solo pídele que aumente tu fe, que te dé visión sobrenatural, para que no seas incrédulo, sino creyente.
Tu Señor vive en ti, sacerdote, Él es la vida. Anuncia la Buena Nueva al mundo. Es Él quien te envía, y te da su paz para que la lleves a los demás.
Y te da su Palabra para que la cumplas, para que la enseñes, para que el mundo crea.
Y te da su gracia, y te da su poder, y te da su alegría, para que lleves tu cruz de cada día.
Y te llama para que vayas a Él, y descanses en Él, porque su yugo es suave y su carga ligera.
Tu Señor es tu Dios, tu amo, tu maestro, tu hermano. Pero te ha llamado amigo, porque tú has creído, y todo lo que su Padre le ha dicho te lo ha dado a conocer, para que muestres al mundo, con tus obras, tu fe.
Escucha la Palabra de tu Señor, sacerdote, que es como espada de dos filos, y penetra hasta lo más profundo de tu corazón. No hay criatura invisible para ella, todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien has de dar cuenta.
La Palabra de Dios está viva. No sigas dudando, sacerdote, sino cree.