PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – SANTIFICAR A LA IGLESIA
«Te desposaré conmigo para siempre. Te desposaré en justicia y en derecho, en amor y en misericordia» (Os 2, 21).
Eso te dice a ti tu Dios, sacerdote, para que tú repitas esas palabras frente al altar a tu novia la Santa Iglesia Católica.
Eso te dice tu Señor, y te desposa en fidelidad y te hace suyo para siempre, sacerdote, para que lo que Él ha unido, nunca lo separe el hombre.
Y la fidelidad se consigue con amor, porque el amor todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta y no acaba nunca, pero si no tienes amor, nada tienes, sacerdote.
El novio debe conocer a la novia para poder desposarse con ella para siempre, porque el amor surge al tratarse de amistad, al conocerse, al respetarse, al procurarse, al hablar, al escuchar, al dar y al recibir, haciéndose complemento, necesitándose uno al otro de tal manera, que quieran comprometerse para entregarse mutuamente para siempre y hacerse una sola cosa.
Sacerdote: tú has desposado a tu novia para siempre. Unión indisoluble que te asegura ser suyo, hacerla tuya eternamente.
Abraza a tu esposa, sacerdote, y condúcela hacia la perfección, adórnala, embellécela, hazla digna, para presentarla a tu Señor.
Es parte de ti, sacerdote, y no puede llegar al cielo sin ti, y tú no eres digno de presentarte ante tu Señor sin ella, porque tú y ella son una sola cosa.
Tú la provees, sacerdote. Ella es tu esposa. Ella te cuida, te acoge y te acompaña. No la descuides, sacerdote.
Es infiel el que engaña, y tú le has prometido fidelidad.
Tu esposa, sacerdote, es el cuerpo de Cristo, del cual Él es cabeza.
Tú, sacerdote, representas a Cristo, por tanto, eres cabeza, para guiar, para enseñar, para regir, para gobernar, para santificar.
Santifícate tú, sacerdote, para que santifiques a tu Iglesia, llevándola a la perfección en un solo pueblo santo de Dios.
Repara, sacerdote, las heridas causadas al cuerpo de tu esposa. Sánala, porque tú tienes el poder. Y no seas tú el causante de su desgracia.
Y, si un día la ofendieras, sacerdote, vuelve a ella arrepentido con tu corazón contrito y humillado, y pide perdón por haber manchado su vestido blanco y su velo con tu pecado. Y límpialo, sacerdote, con tu arrepentimiento, con tu sacrificio y tu penitencia.
Gana, sacerdote, indulgencias para ti, para que vuelvas a vestirla de tu pureza, confirmándola con tu fe, alentándola con tu esperanza y llenándola con los besos de tu amor, que es la misericordia de tu Señor a través de cada sacramento.
Y si te has alejado, sacerdote, vuelve, escucha la voz de tu Señor que te llama, y ven a su encuentro.
Reconoce tu condición. No eres un hombre solo. No eres un hombre soltero. No eres un hombre viudo. No eres un hombre disponible para el mundo.
Tú eres un sacerdote desposado para siempre, como aquel que te ha llamado, que te ha elegido y que te ha pedido dejar casa, hermanos, mujer, padre, madre, tierras, por Él. Porque Él te ha hablado con palabras de amor y tú te has enamorado, has dicho sí, te has despojado de todo, hasta de ti mismo, para seguirlo, haciéndote obediente como Él, hasta la muerte, y una muerte de cruz.
Acepta tu condición, sacerdote, y permanece enamorado, porque eres un hombre que ha sido configurando con Cristo en el amor, para ser desposado con su Iglesia.
Ama, sacerdote a tu Iglesia, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas. Y defiéndela, y protégela, y procúrala, y atiéndela, y provéela, porque esa es tu obligación.
Permanece unido a ella y demuéstrale tu amor y tu fidelidad, en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad, porque juraste amarla y respetarla todos los días de tu vida.
Tú eres sacerdote para siempre.