PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – CORRESPONDER AL AMOR DE DIOS
«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo».
Eso dice Jesús.
Ese es el primero de los mandamientos de tu Señor, sacerdote.
Y tú ¿cumples los mandamientos?
¿Amas al Señor tu Dios por sobre todas las cosas?
¿Se lo demuestras amándolo a través del prójimo y a través de ti mismo?
Escucha, sacerdote, las palabras de tu Señor, y obedécelo, ámalo, demuéstrale tu amor con obras.
No hay mandamiento mayor que el mandamiento del amor.
Ama, sacerdote, como ama tu Señor, hasta el extremo, entregando su cuerpo y su sangre hasta la última gota, lavando con su sangre tus pecados. Pero una sola gota de su sangre hubiera sido suficiente para lavar tus pecados y los del mundo entero.
Sin embargo, Él no quiso quedarse nada para sí mismo. Todo quiso entregarlo, hasta su espíritu, por amor a Dios, amando a los hombres como Él los amó.
Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su único Hijo para que todo el que crea en Él no muera, sino que tenga vida eterna.
Y el Hijo se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz, amando como hombre y como Dios, sufriendo como hombre y como Dios, muriendo al mundo como un hombre, y resucitando de entre los muertos como Dios y hombre, con cuerpo glorioso, conservando las marcas del pecado de los hombres en sus manos, en sus pies y en su costado, para que todo el que vea crea.
Dichosos los que creen sin haber visto. Eso dice tu Señor, sacerdote.
Y tú ¿has visto y has creído?, ¿o has creído sin haber visto?
Cumple, sacerdote, los mandamientos de la ley de tu Señor, para que otros sigan tu ejemplo, y los cumplan.
Para que, cumpliéndolos, caminen su camino y santifiquen su vida, entregando su voluntad por amor al Señor su Dios, que es el único Señor, el único Dios verdadero, y no hay otro fuera de Él.
Ama, sacerdote, y agradece. Participa, sacerdote, de la entrega de tu Señor en su único y eterno sacrificio, uniendo tus sacrificios, tus alegrías, tu entrega, tu trabajo, tu vida, al único y eterno sacrificio de Cristo, en cada Eucaristía, adorando, alabando, comulgando, haciéndolo tuyo, haciéndote a Él, dejándote amar y divinizar en Él.
Déjalo manifestarte su amor, y corresponde al amor de tu Señor, entregando al mundo su misericordia.
Trátalo bien, sacerdote, cuando lo tengas entre tus manos.
No te acostumbres a tener a todo un Dios entre tus manos.
Antes bien, haz conciencia, sacerdote, de la confianza que deposita tu Dios en ti, y agradece su gratuidad, que te santifica, y consigue para ti el Paraíso.
Ama, sacerdote, a tu prójimo como te amas a ti mismo, y dale lo que tú mismo recibes: el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que es el amor mismo, que es alimento de vida eterna y bebida de salvación, que los une, los santifica y los diviniza en su Señor.
Y entrégate tú, por Él, con Él y en Él, porque nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Y participa en la unión trinitaria de tu Dios, a su imagen y semejanza, uniendo a su pueblo santo, en un solo rebaño y con un solo Pastor.
Unión trinitaria en Cristo: tú, el pueblo, y tu Señor, para ser parte de la Santísima Trinidad, que es un solo Dios verdadero, que merece tu amor y el del mundo entero.
Y tú, sacerdote, ¿haces esto en conciencia?
¿Cómo tratas a tu Señor en el cáliz y en la patena?
¿Lo respetas? ¿Lo tratas con cariño? ¿Lo adoras? ¿Lo alabas? ¿Le dices que lo amas?
¿Lo elevas con veneración, mostrándole al pueblo a su Dios?
¿Y luego, lo comes y lo bebes con un corazón puro, haciéndolo tuyo, haciéndote suyo, agradeciendo, pidiendo, ofreciendo, recibiendo el amor, en esa unión íntima e indisoluble entre tú y tu Señor, verdadero encuentro, verdadera comunión, amando a Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, y amando a su pueblo, entregando tu vida por ellos, como Él te enseñó, por amor, como Él los amó?