PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – VENCER LAS TENTACIONES
«No tentarás al Señor, tu Dios» (Mt 4, 7).
Eso dice la Escritura.
¿Cuáles son tus tentaciones, sacerdote?
¿Las conoces?
¿Te conoces?
¿Las aceptas?
¿Las rechazas?
¿Las evitas, o facilitas la ocasión para que la tentación se convierta para ti en pecado?
¿Reconoces tu debilidad y luchas, o pretendes ser tan fuerte y tu soberbia te vence?
¿Buscas ayuda, sacerdote, o pretendes dominar tus pasiones y justificar tus acciones por ti mismo?
Eso, sacerdote, es tentar al Señor tu Dios, porque también está escrito que tú tienes un tesoro, pero lo llevas en vasija de barro.
La mejor estrategia para vencer una batalla es conocer al enemigo.
Sacerdote: el enemigo lo conoces cuando te conoces a ti mismo y conoces las debilidades que el pecado original ha dejado como herida en tu humanidad, por la que ha debilitado tu carne.
Si conoces, sacerdote, esa herida, si identificas tus debilidades, entonces conocerás al enemigo, porque él te conoce bien, y él es el que ha ocasionado esa herida en la que él mismo se expone, se refleja y manifiesta su poder sobre ti.
Pero el enemigo, sobre tu Señor no tiene ningún poder. Por tanto, si estás solo, sacerdote, puedes perder, pero si es tu Señor quien vive en ti, Él gana las batallas por ti.
Pero, ante la tentación, se requiere tu voluntad entregada a tu Señor, para que Él pueda actuar, porque lo que está en juego es tu libertad y Él la respeta, es tuya. Y, en esa libertad, es precisamente en donde la tentación tiene lugar, y el enemigo te acecha, te conoce, sabe tu debilidad y tu flaqueza.
Él no quiere el barro, quiere el tesoro. Pero, para robar el tesoro, él destruye el barro.
El tesoro es tu fe y tu libertad, por la que ganas o pierdes la vida que tu Señor ya ha ganado para ti, con su vida.
El barro eres tú, sacerdote, es tu alma, y es tu voluntad, por la que decides ganar o perder la vida, ser libre o permanecer atado a las cadenas del mundo, vivir con Cristo, por Él y en Él, o vivir esclavizado a tus pasiones, accediendo a las tentaciones en un mundo de pecado que te lleva a la muerte.
Sacerdote: tú no tienes un Señor lejano que no te comprenda. Tú tienes un Señor que, siendo Dios, se ha hecho hombre para ser el Sumo y Eterno Sacerdote, que ha sido tentado, que ha sido probado en todo como los hombres, menos en el pecado, y que ha sabido resistir como hombre, sufriendo como hombre y venciendo como hombre, con ayuda de Dios, al enemigo, usando la Palabra de Dios, que es viva y eficaz como espada de dos filos, y es arma poderosa a la que no puede vencer el enemigo.
Sigue sus pasos, sacerdote. Él es tu Maestro. Él te enseña el camino. Escucha su Palabra y ponla en práctica, y no te dejes vencer por las tentaciones del enemigo.
Conócete, sacerdote, para que descubras en tu barro las grietas que te hacen frágil y que te quiebran, porque hacen débil tu voluntad.
Y pídele a tu Señor que te fortalezca, para que tu voluntad sepa alejarte de la ocasión que te lleva a perder la batalla y a entregarte en los brazos del enemigo.
Conócete, sacerdote. Para eso es la mortificación, para que descubras tus flaquezas y le ruegues a tu Señor que te dé su gracia, para que tú te gloríes en tu flaqueza, porque es ahí en donde tu Señor manifiesta su fuerza.
Pídele a tu Señor que habite en ti, y que no te deje caer en tentación.
Eso, sacerdote, se hace en la oración.
Haz conciencia, sacerdote, medita en tu corazón y descubre en tu pasado, en tu presente y en tu futuro:
¿Cuáles son tus tentaciones?
¿Cuáles son tus debilidades?
¿Cuáles son tus pasiones?
¿Son recurrentes tus pecados?
¿Has facilitado tú mismo las ocasiones?
¿Cuáles son tus pecados recurrentes?
Y de esos pecados, ¿verdaderamente te arrepientes?
¿Los confiesas?
¿Pides perdón, y recibes, sacerdote, de otro como tú la absolución?
Pide a tu Señor la gracia. Pero recuerda, sacerdote, que la gracia para resistir a toda tentación y al pecado la recibes en el sacramento de la confesión, a través de la reconciliación con aquel que es tu fortaleza, y por quien tú vives y luchas para ganar todas las batallas.
Pídele a tu Señor la protección de su Madre, porque a ella el enemigo le teme, y se aleja, porque ella pisa su cabeza, y lo vence con el poder del fruto que lleva en su vientre.
Pídele a ella, sacerdote, la gracia de la humildad, para que sepas reconocer en ti tu debilidad; y en tus tentaciones, las acechanzas del enemigo.
Pídele que proteja tu tesoro, para que no sea robado, mientras fortaleces el barro alimentándolo con la Palabra que sale de la boca de tu Señor, porque no solo de pan vive el hombre.
Rechaza las doctrinas extrañas y los ídolos que te prometen poder. Solo a tu Señor debes adorar, y solo a Él debes servir.
Eres suyo, sacerdote.
Él te protege de toda apostasía, cuando lo adoras en la Eucaristía.
Es con la fe que resistes a las tentaciones.
Es por la fe que te arrepientes y confiesas tus pecados.
Es en la fe que confirmas con libertad, y por tu propia voluntad, que solo a Dios le perteneces.
Pero ten cuidado, sacerdote. No pongas en duda ni en prueba el amor de tu Señor por ti, ni su poder, porque Él es el amor y tiene todo el poder, pero tú nada mereces, y su gracia te basta.