PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – DEJARLO TODO
«Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 5, 3).
Eso dice Jesús.
Y tu espíritu, sacerdote, ¿vive la pobreza? ¿O vive inquieto ante la tentación de las riquezas?
¿Qué es, sacerdote, lo que hay en tu corazón?
Sé sincero y honesto contigo mismo, y descubre en lo más profundo de tu interior.
¿Hay desprendimiento o ambición?
Tu Señor lo sabe todo de ti, sacerdote.
Su Santo Espíritu penetra hasta lo más profundo de tus entrañas, y descubre las intenciones de tu corazón.
Tú puedes, sacerdote, pretender engañarte a ti mismo cerrando tus ojos, para que no veas, y tus oídos, para que no escuches, manteniendo frío tu corazón, y duro como la piedra, para resistirte al llamado de tu Señor, y entregarle totalmente tu corazón, porque no confías, porque tienes miedo, porque estás resignado, porque estás cómodo, porque estás apesadumbrado, porque estás cansado, porque estás perseguido, porque has sido calumniado, porque estás herido, porque te has aislado y te sientes solo, y enriqueces tu egoísmo y tu soberbia con los placeres del mundo, pero a tu Señor, sacerdote, no puedes engañarlo.
Él conoce absolutamente todo de ti: tus sentimientos, tus emociones, tus debilidades, tus aflicciones, tus angustias, tus miedos, tus deseos, tus alegrías, tus pertenencias, tus posesiones, tus desprendimientos del mundo, tu pobreza, pero también la riqueza a la que te mantienes aferrado y encadenado, y que no eres capaz de pedirle su ayuda para ser liberado, porque no confías totalmente en tu Padre amoroso y providente.
Es más fácil, sacerdote, recibir cuando no tienes. Es más fácil pedir cuando te sientes necesitado. Y es más fácil agradecer así cada regalo. Pero también es más fácil dar que recibir, porque para dar se necesita generosidad, pero para recibir se necesita humildad.
El humilde es generoso, pero el generoso no siempre es humilde.
El pobre cuando tiene da, porque compadece, porque sabe lo que el otro siente, lo que el otro sufre, lo que el otro necesita.
Es más fácil para un pobre ser misericordioso, porque conoce la miseria; y se da al miserable, porque padece, y entonces compadece.
Es así como tu Señor, siendo Dios, se hizo hombre, adquiriendo la naturaleza humana para vivir en medio de los hombres y padecer, y compadecer a los pobres.
Y si Él, siendo rico, se ha hecho pobre, ¿no deberías tú hacer lo mismo, sacerdote?
¿Es acaso el discípulo más que su Maestro?
Él te ha llamado y te ha elegido, y te ha pedido dejarlo todo, para tomar tu cruz y seguirlo.
Cruz de pobreza, de castidad y de obediencia.
Cruz en la que mueres al mundo y a tus pasiones, para servir a tu Señor, renunciando a los placeres del mundo, para conseguir para Él un Reino de sacerdotes, profetas y reyes, para la gloria del Padre que está en el cielo.
Pero no te gloríes, sacerdote, si no es en la cruz de tu Señor, porque nada puedes sin Él, y alégrate, porque sirves al que todo lo puede, porque nada es imposible para Dios.
Sacerdote: despréndete de todo, también de lo que te queda. Da lo que te hace falta entregarle a tu Señor, para que seas totalmente suyo, y verdaderamente libre.
No basta, sacerdote, escuchar y predicar la Palabra de Dios. No basta tener fe. No basta ser sacerdote para ser santo, porque no todo el que diga: “¡Señor, Señor!” entrará en el Reino de los Cielos, sino el que escucha y cumple la Palabra y la voluntad de Dios.
Tú eres, sacerdote, el hijo predilecto de tu Señor.
Analiza tu conciencia. Sé sincero. Preséntate ante Él y dile cómo estás correspondiendo a su amor, qué tanto confías en Él, qué tanto te entregas a Él, qué tanto te falta dejar, cuáles son los apegos que te enriquecen, a los que debes renunciar para ser verdaderamente pobre y digno de seguirlo.
Pídele, sacerdote, que te vacíe de ti para que te llene de Él y te desborde, para que sea Él y no tú quien viva en ti.
Pídele, sacerdote, que te ayude a renunciar al mundo, que te libere de las tentaciones que te impiden servirlo, como Él merece ser servido.
Pídele que te haga humilde y pobre de espíritu.
Pídele con insistencia, hasta que no quede nada en ti, tan solo tu miseria, tu fe, tu esperanza, y sobre todo tu amor.
Y Dios, que es bueno y misericordioso, que es compasivo y generoso, te lo dará todo, hasta su Cielo, porque te ama y Él quiere todo de ti.
Entrégale, sacerdote, tu vergüenza, tu pecado, tu ambición, tu deseo, tu pasión, tu soberbia, tu duda, tu desconfianza, tu miedo, tu angustia, tu cansancio, tu ignorancia, tu debilidad, tu impiedad, tus posesiones, tus apegos, tus falsas seguridades, tu orgullo, tu poder, tu tibieza, tu indiferencia y tu voluntad, porque esa es tu riqueza.
Y Él te dará, con su perdón, la sabiduría, el entendimiento, el consejo, la fortaleza, la ciencia, la piedad, el temor de Dios, la paciencia, la longanimidad, la bondad, la benignidad, la mansedumbre, la fidelidad, la modestia, la continencia, la castidad, la caridad, el gozo y la paz de tu pobreza.
Entonces, sacerdote, entenderás que en tu Señor está la única y verdadera riqueza, y que la da a los que lo aman, a través del Espíritu Santo, para que alcancen la salvación por Cristo, con Él y en Él, porque nada es imposible para Dios.