Cristo Rey (Ciclo A)

Escrito el 08/07/2025
Julia María Haces

Solemnidad de Cristo Rey (ciclo A)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2017 - Homilías en la fiesta de Cristo Rey (2013 a 2016)
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2008 y Homilía 2011
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Pere OLIVA i March (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

DISCURSO O ACCIÓN

Ez 34, 11-12.15-17; 1 Cor 15, 20-26; Mt 25, 31-46

El profeta Ezequie1 desautoriza a los pastores que ostentan el nombre de tales, mientras que en lugar de apacentar y defender a las ovejas, se ocupan enfermizamente de sí mismos. El Señor Jesús es el verdadero modelo de pastor, que no se conforma con presentarse como tal, sino que honra su nombre, sirviendo hasta el límite de entregar su vida. Los discípulos del genuino pastor tenemos que reproducir su opción fundamental, vivir haciendo el bien, compadeciéndonos de los necesitados. No es suficiente hablar en su nombre, ni declararse su seguidor, es indispensable ajustarse a los valores evangélicos de la caridad compasiva y la solidaridad desinteresada. Este relato evangélico nos recuerda que lo decisivo en la hora definitiva del juicio ante el Padre no son las palabras persuasivas, sino las acciones generosas y eficaces en favor de los demás. Eso es lo que nos acredita delante del Señor Jesús.

ANTÍFONA DE ENTRADA Ap 5, 12; 1, 6

Digno es el Cordero que fue inmolado, de recibir poder y la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor. A Él la gloria y el imperio por los siglos de los siglos.

Se dice Gloria.

ORACIÓN COLECTA

Dios todopoderoso y eterno, que quisiste fundamentar todas las cosas en tu Hijo muy amado, Rey del universo, concede, benigno, que toda la creación, liberada de la esclavitud del pecado, sirva a tu majestad y te alabe eternamente. Por nuestro Señor Jesucristo ...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Yo voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carneros y machos cabríos.

Del libro del profeta Ezequiel: 34, 11-12.15-17

Esto dice el Señor Dios: “Yo mismo iré a buscar a mis ovejas y velaré por ellas. Así como un pastor vela por su rebaño cuando las ovejas se encuentran dispersas, así velaré yo por mis ovejas e iré por ellas a todos los lugares por donde se dispersaron un día de niebla y oscuridad.

Yo mismo apacentaré a mis ovejas, yo mismo las haré reposar, dice el Señor Dios. Buscaré a la oveja perdida y haré volver a la descarriada; curaré a la herida, robusteceré a la débil, y a la que está gorda y fuerte, la cuidaré. Yo las apacentaré con justicia.

En cuanto a ti, rebaño mío, he aquí que yo voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carneros y machos cabríos”.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 22, 1-2a. 2h-3. 5-6.

R/. El Señor es mi pastor, nada me faltará.

El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes praderas me hace reposar y hacia fuentes tranquilas me conduce para reparar mis fuerzas. R/.

Tú mismo me preparas la mesa, a despecho de mis adversarios; me unges la cabeza con perfume y llenas mi copa hasta los bordes. R/.

Tu bondad y tu misericordia me acompañarán todos los días de mi vida; y viviré en la casa del Señor por años sin término. R/.

SEGUNDA LECTURA

Cristo le entregará el Reino a su Padre para que Dios sea todo en todas las cosas.

De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: 15, 20-26. 28

Hermanos: Cristo resucitó, y resucitó como la primicia de todos los muertos. Porque si por un hombre vino la muerte, también por un hombre vendrá la resurrección de los muertos.

En efecto, así como en Adán todos mueren, así en Cristo todos volverán a la vida; pero cada uno en su orden: primero Cristo, como primicia; después, a la hora de su advenimiento, los que son de Cristo.

Enseguida será la consumación, cuando, después de haber aniquilado todos los poderes del mal, Cristo entregue el Reino a su Padre. Porque él tiene que reinar hasta que el Padre ponga bajo sus pies a todos sus enemigos. El último de los enemigos en ser aniquilado, será la muerte. Al final, cuando todo se le haya sometido, Cristo mismo se someterá al Padre, y así Dios será todo en todas las cosas.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Mc 11. 9. 10

R/. Aleluya, aleluya.

¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino que llega, el reino de nuestro padre David! R/.

EVANGELIO

Se sentará en su trono de gloria y apartará a los unos de los otros.

+ Del santo Evangelio según san Mateo: 25, 31-46

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando venga el Hijo del hombre, rodeado de su gloria, acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono de gloria. Entonces serán congregadas ante él todas las naciones, y él apartará a los unos de los otros, como aparta el pastor a las ovejas de los cabritos, y pondrá a las ovejas a su derecha y a los cabritos a su izquierda.

Entonces dirá el rey a los de su derecha: ‘Vengan, benditos de mi Padre; tomen posesión del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo; porque estuve hambriento y me dieron de comer, sediento y me dieron de beber, era forastero y me hospedaron, estuve desnudo y me vistieron, enfermo y me visitaron, encarcelado y fueron a verme’. Los justos le contestarán entonces: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o encarcelado y te fuimos a ver?’. Y el rey les dirá: ‘Yo les aseguro que, cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron’.

Entonces dirá también a los de la izquierda: ‘Apártense de mí, malditos; vayan al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles; porque estuve hambriento y no me dieron de comer, sediento y no me dieron de beber, era forastero y no me hospedaron, estuve desnudo y no me vistieron, enfermo y encarcelado y no me visitaron’.

Entonces ellos le responderán: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de forastero o desnudo, enfermo o encarcelado y no te asistimos?’. Y él les replicará: ‘Yo les aseguro que, cuando no lo hicieron con uno de aquellos más insignificantes, tampoco lo hicieron conmigo’. Entonces irán éstos al castigo eterno y los justos a la vida eterna”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Al ofrecerte, Señor, el sacrificio de la reconciliación humana, te suplicamos humildemente que tu Hijo conceda a todos los pueblos los dones de la unidad y de la paz. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

PREFACIO

En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno.

Porque has ungido con el óleo de la alegría, a tu Hijo único, nuestro Señor Jesucristo, como Sacerdote eterno y Rey del universo, para que, ofreciéndose a sí mismo como víctima perfecta y pacificadora en el altar de la cruz, consumara el misterio de la redención humana; y, sometiendo a su poder la creación entera, entregara a tu majestad infinita un Reino eterno y universal: Reino de la verdad y de la vida, Reino de la santidad y de la gracia, Reino de la justicia, del amor y de la paz. Por eso, con los ángeles y los arcángeles y con todos los coros celestiales, cantamos sin cesar el himno de tu gloria: Santo, Santo, Santo ...

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sal 28, 10-11

En su trono reinará el Señor para siempre y le dará a su pueblo la bendición de la paz.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Habiendo recibido, Señor, el alimento de vida eterna, te rogamos que quienes nos gloriamos de obedecer los mandamientos de Jesucristo, Rey del universo, podamos vivir eternamente con él en el reino de los cielos. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

El Señor, pastor de Israel (Ez 34,11-12.15-17)

1ª lectura

La imagen del pastor en la Biblia se aplica con frecuencia a los reyes (1 R 22,17), quizá a raíz de David, pastor de ovejas (1 S 17,34; Sal 78,70-72), y también al Señor (Sal 23,1-6; 80,2-3). Los profetas, en especial Jeremías, acuden a la imagen del pastor cuando hablan de los que rigen, sean reyes o sacerdotes (cfr Jr 2,8; 10,21; 25,34-36; Za 11,4-17). En este primer discurso a los deportados, Ezequiel habla de los malos pastores, es decir, de los malos dirigentes que llevaron al pueblo al desastre del destierro (vv. 1-10) y, en contraste, del Señor, Pastor supremo que asume la responsabilidad de regir personalmente a su pueblo sin intermediarios (vv. 11-22), y del nuevo dirigente-mesías que Dios mismo pondrá al frente de los suyos: será el nuevo pastor, David, que conducirá al rebaño a los mejores pastos (vv. 23-31).

En los versículos que leemos este domingo Ezequiel enseña, en concreto, que es Dios mismo quien se constituye en pastor para su pueblo (v. 11), pastor solícito de sus ovejas: les pasa revista una por una, las atiende y las cuida (vv. 12-16). Además, la solicitud del buen pastor lleva consigo el ejercicio de la justicia (vv. 17): en la nueva etapa es más evidente que el amor divino y su misericordia no contradicen la condena de los impíos (v. 20), más aún, no habría verdadero amor sin justicia.

Este bello oráculo resuena en labios de Jesucristo al exponer la alegoría del Buen Pastor que cuida de sus ovejas (cfr Jn 10,1-21), al enseñar que se identifica con el Padre celestial en la alegría de encontrar a la oveja perdida (cfr Mt 18,12-14; Lc 15,4-7) y al referirse al juicio final en la escena recogida por San Mateo (Mt 25,31-46). San Agustín, en su sermón sobre los pastores, comenta: «Él vela, pues, sobre nosotros, tanto si estamos despiertos como dormidos. Por esto, si un rebaño humano está seguro bajo la vigilancia de un pastor humano, cuán grande no ha de ser nuestra seguridad, teniendo a Dios por pastor, no sólo porque nos apacienta, sino también porque es nuestro creador. Y a vosotras –dice–, mis ovejas, así dice el Señor Dios: Voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío. ¿A qué vienen aquí los machos cabríos en el rebaño de Dios? En los mismos pastos, en las mismas fuentes, andan mezclados los machos cabríos, destinados a la izquierda, con las ovejas, destinadas a la derecha, y son tolerados los que luego serán separados. Con ello se ejercita la paciencia de las ovejas, a imitación de la paciencia de Dios. Él es quien separará después, unos a la izquierda, otros a la derecha» (Sermones 47).

Cristo, causa de nuestra resurrección (1 Co 15,20-26a.28)

2ª lectura

La unión de los cristianos con Cristo es tan profunda que la resurrección de Jesucristo es principio y causa de nuestra resurrección. Como la desobediencia de Adán trajo la muerte de todos, Jesucristo –nuevo Adán– ha merecido la resurrección de todos (vv. 21-23). La salvación del cristiano culminará tras la muerte con la resurrección del cuerpo, al final de los tiempos (vv. 24-25). «Creer en la resurrección de los muertos ha sido desde sus comienzos un elemento esencial de la fe cristiana. La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella (Tertuliano, De resurrectione mortuorum, 1,1)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 991).

San Pablo expone toda la obra mesiánica y redentora de Cristo (vv. 25-28): según el designio del Padre, Cristo ha sido constituido soberano del universo, dando cumplimiento a las Escrituras (Sal 110,1 y 8,7). La soberanía de Cristo sobre toda la creación (v. 28) se realiza ya en el tiempo, pero alcanzará su plenitud definitiva al final de la historia cuando Dios sea todo en todos. La Iglesia celebra cada año, en el último domingo del tiempo ordinario, la festividad de Jesucristo, Rey del Universo, para recordar su dominio supremo y absoluto sobre todas las cosas.

El Juicio Final (Mt 25,31-46)

Evangelio

Las tres parábolas precedentes (24,42-51; 25,1-13; 25,14-30) se siguen con el anuncio del juicio del Señor. Jesús presenta con toda su grandiosidad este Juicio Final, que hará entrar a todas las cosas en el orden de la justicia divina. La Tradición cristiana le da el nombre de Juicio Final, para distinguirlo del juicio particular al que cada uno deberá someterse inmediatamente después de la muerte: «Entonces, se pondrán a la luz la conducta de cada uno y el secreto de los corazones. Entonces será condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios. La actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 678).

Todas las facetas enumeradas en los vv. 35-46 –dar de comer, dar de beber, vestir, visitar– resultan ser obras de amor cristiano cuando al hacerlas a estos «pequeños» (v. 40) se ve en ellos al mismo Cristo. Es significativo el pasaje si lo comparamos con otro anterior donde el Señor prometió que cualquiera que diera de beber sólo un vaso de agua fresca a uno de «estos pequeños por ser discípulo» (10,42), no quedaría sin recompensa. Pero ahora no se menciona el discípulo; al servir a cualquier hombre se sirve a Cristo. De aquí la importancia de practicar las obras de misericordia –corporales y espirituales– recomendadas por la Iglesia y también la entidad que tiene el pecado de omisión: no hacer lo que se debe supone dejar a Cristo mismo despojado de tales servicios. Las dimensiones del amor de Dios se miden por las obras de servicio a los demás: «Acá solas estas dos que nos pide el Señor; amor de Su Majestad y del prójimo; es en lo que hemos de trabajar. Guardándolas con perfección, hacemos su voluntad (...) La más cierta señal que –a mi parecer– hay de si guardamos estas dos cosas, es guardando bien la del amor del prójimo; porque si amamos a Dios no se puede saber (aunque hay indicios grandes para entender que le amamos), mas el amor del prójimo, sí. Y estad ciertas que mientras más en éste os viereis aprovechadas, más lo estáis en el amor de Dios; porque es tan grande el que Su Majestad nos tiene, que en pago del que tenemos a el prójimo, hará que crezca el que tenemos a Su Majestad por mil maneras; en esto yo no puedo dudar» (Sta. Teresa de Jesús, Moradas 5,3,7-8).

«Suplicio eterno» (v. 46). La existencia de un castigo eterno para los condenados y de un premio eterno para los elegidos es un dogma de fe definido solemnemente por el Magisterio de la Iglesia en el año 1215: «Jesucristo (...) ha de venir al fin del mundo, para juzgar a los vivos y a los muertos, y dar a cada uno según sus obras tanto a los réprobos como a los elegidos: todos los cuales resucitarán con sus propios cuerpos que ahora tienen, para recibir según sus obras –buenas o malas–: aquéllos, con el diablo, castigo eterno; y éstos, con Cristo, gloria sempiterna» (Conc. de Letrán IV, De fide catholica, cap. 1).

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SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)

La importancia de la misericordia y la limosna

1. Escuchemos con fervor y con toda devoción este fragmento evangélico, dulcísimo que es, que nosotros no cesamos de meditar constantemente y con el que, muy razonablemente, ha terminado el Señor su discurso. ¡Cuánta importancia daba Él a la misericordia y a la limosna! De ahí que no sólo habló anteriormente de ella de modos diversos, sino que aquí también habla finalmente con más claridad y energía, no poniéndonos delante dos o tres o cinco personas, sino el orbe entero. Cierto que tampoco antes esas dos personas representaban simplemente dos personas, sino dos grandes porciones de la humanidad: una, los que desobedecen, y otra los que obedecen; mas aquí su palabra toma acentos más trágicos y brilla con más vivo resplandor. De ahí que ya no diga: Se asemeja el reino de los cielos, sino que Él mismo se nos muestra descubiertamente, diciendo: Cuando viniere el Hijo del hombre en su gloria... Porque ahora ha venido en deshonor, en injurias e ignominias; más entonces se sentará en el trono de su gloria. Y su gloria recuerda ahora continuamente. Es que como la cruz estaba tan cerca y la cruz parecía el suplicio más ignominioso, de ahí que trate Él de levantar a sus oyentes y les ponga ante los ojos el tribunal, y delante del tribunal a la tierra entera.

Y no es éste el modo único por el que da tono de espanto a su palabra, sino el hecho de mostrarnos vacíos los cielos. Porque todos los ángeles–dice–vendrán en su acompañamiento, y también ellos darán testimonio de cuanto sirvieron, enviados por el Señor, en la salvación de los hombres. De todos los modos ha de ser espantoso aquel día. Seguidamente: Se reunirán–dice–todas las naciones, es decir, todo el género humano. Y separará los unos de los otros, como el pastor a sus ovejas. Ahora no están los hombres separados, sino todos mezclados; más entonces se hará la separación con extremo cuidado. Y, por de pronto, por el lugar que cada porción ocupa, da el Señor a entender lo que son; luego, por los nombres que les pone manifiesta la diversa calidad, pues a unos los llama ovejas, y a los otros, cabritos. Cabritos, para indicar la inutilidad; ovejas, para significar el mucho provecho. Ninguna utilidad producen, en efecto, los cabritos; mucho provecho, en cambio, sacamos de las ovejas: la lana, la leche, las crías, de todo lo cual carece el cabrito.

Ahora bien, los animales tienen de la naturaleza ser inútiles o provechosos, más en los hombres depende de su libre albedrío. De ahí que en éstos, unos son castigados y otros premiados. Sin embargo, el Señor no los castiga, hasta haberse justificado ante ellos; de ahí que, después de colocarlos a la izquierda, les dirige sus acusaciones. Ellos le responden modestamente, pero ya no les sirve para nada. Y con mucha razón, pues descuidaron una cosa en que tanto empeño tiene el Señor. A la verdad, los profetas mismos no hacían sino repetirles en todos los tonos: Misericordia quiero y no sacrificio (Os 6, 6). Moisés, su legislador, por todos los medios, por obras, por palabras, trataba de inducirlos a la práctica de la misma misericordia. Y la misma naturaleza es maestra de esa virtud. Notad, empero, cómo ellos no faltan a una o dos de sus obras, sino a todas. Porque no sólo no dieron de comer al hambriento ni vistieron al desnudo, sino que ni siquiera visitaron al enfermo, con ser tan fácil. Y advertir también cuán ligeras cosas manda. Porque no dijo: Estuve en la cárcel y me librasteis; enfermo, y me curasteis, sino: Enfermo y me visitasteis; en la cárcel, y me vinisteis a ver. Ni siquiera en dar de comer al hambriento mandó nada pesado, pues no pretende que pongamos una mesa suntuosa, sino lo necesario para el sustento, y lo pretende con figura lastimera.

De suerte que por todos lados había motivos bastantes para castigarlos: la facilidad de dar lo que se les pedía, que era un pedazo de pan; lo lastimero del que se lo pedía, que era un mendigo; la misma compasión natural, pues era un hombre; lo precioso de la promesa, pues les había prometido el reino de los cielos; lo terrible del castigo, pues les había amenazado con el infierno; la dignidad del que recibía, pues era Dios quien por los pobres recibía; la excelencia del honor, pues se había Dios dignado descender tanto; lo justo de la donación misma, pues Dios recibía lo que era suyo. Mas la avaricia ciega de una vez a los que son víctimas de ella por más grave amenaza que pese sobre ellos.

Más arriba había dicho que quien no recibiera a los suyos sufriría más grave castigo que Sodoma y Gomorra. Y aquí: En cuanto no lo hicisteis con uno de estos hermanos míos más pequeños, tampoco conmigo lo hicisteis. ¿Qué dices, Señor? ¿Son hermanos tuyos y los llamas pequeños? Por eso justamente son hermanos míos, porque son humildes, porque son mendigos, porque son desechados. Ésos son, en efecto: los desconocidos y desdeñados, a quienes el Señor llama señaladamente a su hermandad. No digo solamente a los monjes y a los que se han ido a morar en las montañas, no. Aun cuando sea un hombre del mundo, si está hambriento, si va desnudo, si es peregrino, el Señor quiere que goce de todo ese cuidado, pues el bautismo y la participación de los sacramentos le ha hecho hermano suyo.

El premio de los misericordiosos

2. Porque veamos, por otro lado, la justicia de su sentencia contra quienes no practicaron la misericordia, el Señor alaba primeramente a los que hicieron las obras de ella, y les dice: Venid, benditos de mi Padre, hereda del reino que está para vosotros aparejado desde la constitución del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer, etc. Porque no dijeran los réprobos: Es que no teníamos, el Señor los condena con el ejemplo de sus compañeros, como había antes condenado a las vírgenes fatuas por el ejemplo de los prudentes y al siervo borracho y glotón, por el siervo fiel y discreto, y al que enterró su talento, por el que granjeó otros dos, y, en general, a los que pecan, por los que practican la virtud. Esta comparación se hace a veces de igual a igual, como en el caso de las vírgenes y aquí mismo; otras, a mayor abundamiento, como cuando dice el Señor: Los hombres de Nínive se levantarán y condenarán a esta generación, porque ellos creyeron en la predicación de Jonás. Y aquí está el que es más que Jonás. Y la reina del mediodía condenará a esta generación, porque ella vino de los confines de la tierra a oír la sabiduría de Salomón. Y ahí está el que es más que Salomón (Mt 12, 41-42). Otra vez de igual a igual: Ellos serán vuestros jueces (Mt 12, 27). Y, a mayor abundamiento, dice Pablo: ¿No sabéis que juzgaremos a los ángeles? ¡Cuánto más lo temporal! (1 Co 6, 3). Aquí, en el juicio, el paralelo va también de igual a igual, pues se comparan ricos a ricos y pobres a pobres.

Mas no sólo muestra el Señor la justicia de su sentencia por el hecho de que otros en las mismas circunstancias habían hecho lo que los réprobos no hicieran, sino porque ni siquiera obedecieron en aquellas cosas en que la pobreza no era obstáculo alguno; por ejemplo, en dar de beber al sediento, en ir a ver a un encarcelado, en visitar a un enfermo.

Ya, pues, que ha alabado a quienes practicaron las obras de misericordia, muéstrales ahora cuán grande fue desde antiguo su amor para con ellos. Porque: Venid –les dice–, benditos de mi Padre; heredad el reino que está aparejado para vosotros desde la constitución del mundo. ¡Cuántos bienes no encierra ese nombre: ser benditos, y benditos de su Padre! ¿Y cómo se hicieron dignos de ese honor? ¿Cuál fue la causa de esa bendición? Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber, y lo demás. ¡Qué palabras tan llenas de honor y bienaventuranza! Y no dijo: Tomad, sino: Heredad, como si se tratara de cosa familiar, de herencia paterna, de algo que es vuestro, de algo que de antiguo se os debía. Porque antes –parece decirles– de que vosotros nacierais, todo eso estaba preparado y dispuesto para vosotros, pues ya sabía yo que habíais de ser así.

¿Y a cambio de qué reciben el reino de los cielos? A cambio de haber dado un techo, a cambio de unos vestidos, de un pedazo de pan, de un vaso de agua, de la visita a un enfermo, de la entrada en una cárcel. Porque siempre se trata de socorrer una necesidad, si bien hay casos en que ni necesidad existe. Porque, como antes dije, ni el enfermo ni el encarcelado piden sólo que se los visite, sino éste que se le dé libertad, y el otro que se le cure de su enfermedad. Más el Señor, en su benignidad, sólo nos exige lo que está en nuestra mano o, por mejor decir, menos de lo que está en nuestra mano, dejando lo demás a nuestra generosidad.

Condenación de los que no practicaron misericordia

A los réprobos, empero, les dice: Apartaos de mí, malditos; ya no dice: De mi Padre, pues no fue el Padre quien los maldijo, sino sus propias obras; al fuego eterno, que está aparejado, no para vosotros, sino para el diablo y sus ángeles. Cuando habló del reino de los cielos, dijo: Venid, benditos de mi Padre; poseed el reino, y luego prosiguió: Que está aparejado para vosotros desde la constitución del mundo; mas, hablando del fuego, no dice así, sino: Que está preparado para el demonio. Por mi parte, yo os había preparado el reino de los cielos; más el fuego, sólo para el diablo y sus ángeles, no para vosotros, estaba preparado. Mas, puesto que vosotros os habéis arrojado en él, a vosotros habéis de echaros la culpa.

Y no sólo así, con lo que luego sigue se defiende también el Señor ante ellos y les pone las causas de su sentencia: Porque tuve hambre, y no me disteis de comer. Aun cuando el que se acercaba a vosotros hubiera sido un enemigo, ¿no bastaban sus sufrimientos a conmover y doblegar al más cruel: el hambre, el frío, la cárcel, la desnudez, la enfermedad, el andar por doquiera errante al cielo raso? Bastante era todo eso para terminar con cualquier enemistad. Más vosotros no socorristeis ni a quien era vuestro amigo, vuestro bienhechor y señor. Muchas veces, al ver a un perro hambriento, nos conmovemos; a una fiera que contemplemos sufrir hambre, nos doblegamos. ¿Y viendo a tu Señor no te conmueves? ¿Qué defensa tienes en eso? Aun cuando ello solo fuera, ¿no sería bastante recompensa? No digo oír, en presencia del orbe entero, aquella palabra de bienaventuranza de boca del que está sentado en el trono de su Padre y alcanzar el reino de los cielos; no, la obra misma, digo, la obra misma, ¿no era ya en sí bastante galardón? Mas ahora, en presencia de toda la tierra y entre los esplendores de su gloria, Él te proclama y te corona, y confiesa que tú le alimentaste y acogiste, y no se avergüenza de confesarlo, a fin de abrillantar más tu corona. De ahí que unos son castigados por justicia y otros son coronados por gracia. Porque, aun cuando hubieren hecho mil buenas obras, siempre será liberalidad de la gracia darles, a cambio de tan pequeños y pobres servicios, un cielo tan inmenso, tal reino y tal honor.

(Obras de San Juan Crisóstomo, homilía 79, 1-2, BAC Madrid 1956 (II), p. 565-71)

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FRANCISCO – Ángelus 2017 - Homilías en la fiesta de Cristo Rey (2013 a 2016)

Ángelus 2017

Al final de nuestra vida seremos juzgados sobre el amor

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este último domingo del año litúrgico celebramos la solemnidad de Cristo Rey del Universo. La suya es una majestad de guía, de servicio y también una majestad que al final de los tiempos se afirmará como juicio. Hoy tenemos delante de nosotros al Cristo como rey, pastor y juez, que muestra los criterios de pertenencia al Reino de Dios. Aquí están los criterios.

La página evangélica se abre con una visión grandiosa. Jesús, dirigiéndose a sus discípulos, dice: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria» (Mateo 25, 31). Se trata de la introducción solemne del relato del juicio universal. Después de haber vivido la existencia terrenal en humildad y pobreza, Jesús se presenta ahora en la gloria divina que le pertenece, rodeado por hileras angelicales. Toda la humanidad está convocada frente a Él y Él ejercita su autoridad separando a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras.

A aquellos que pone a su derecha les dice: «Venid, benditos de mi padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era forastero y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel y vinisteis a verme» (vv. 34-36). Los justos permanecen sorprendidos, porque no recuerdan haber encontrado nunca a Jesús y menos haberlo ayudado de aquel modo; pero Él declara: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (v. 40). Esta palabra no termina nunca de conmocionarnos, porque nos revela hasta qué punto llega el amor de Dios: hasta el punto de identificarse con nosotros, pero no cuando estamos bien, cuando estamos sanos y felices, no, sino cuando estamos necesitados. Y de este modo escondido Él se deja encontrar, nos tiende la mano como mendigo. Así Jesús revela el criterio decisivo de su juicio, es decir, el amor concreto por el prójimo en dificultad. Y así se revela el poder del amor, la majestad de Dios: solidario con quien sufre para suscitar por todas partes comportamientos y obras de misericordia.

La parábola del juicio continúa presentando al rey que aleja de sí a aquellos que durante su vida no están preocupados por las necesidades de los hermanos. También en este caso esos quedan sorprendidos y preguntan: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento o forastero o desnudo o enfermo o en la cárcel y no te asistimos? (v. 44). Implícito: «¡Si te hubiéramos visto, seguramente te habríamos ayudado!». Pero el rey responderá: «En verdad os digo es que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo» (v. 45). Al final de nuestra vida seremos juzgados sobre el amor, es decir, sobre nuestro empeño concreto de amar y servir a Jesús en nuestros hermanos más pequeños y necesitados. Aquel mendigo, aquel necesitado que tiende la mano es Jesús; aquel enfermo al que debo visitar es Jesús; aquel preso es Jesús; aquel hambriento es Jesús. Pensemos en esto.

Jesús vendrá al final de los tiempos para juzgar a todas las naciones, pero viene a nosotros cada día, de tantos modos y nos pide acogerlo. Que la Virgen María nos ayude a encontrarlo y recibirlo en su Palabra y en la Eucaristía, y al mismo tiempo en los hermanos y en las hermanas que sufren el hambre, la enfermedad, la opresión, la injusticia. Puedan nuestros corazones acogerlo en el hoy de nuestra vida, para que seamos por Él acogidos en la eternidad de su Reino de luz y de paz.

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Homilía del 24 de noviembre de 2013

Cristo es el centro del pueblo de Dios y de la historia

Queridos hermanos y hermanas:

La solemnidad de Cristo Rey del Universo, coronación del año litúrgico, señala también la conclusión del Año de la Fe, convocado por el Papa Benedicto XVI, a quien recordamos ahora con afecto y reconocimiento por este don que nos ha dado. Con esa iniciativa providencial, nos ha dado la oportunidad de descubrir la belleza de ese camino de fe que comenzó el día de nuestro bautismo, que nos ha hecho hijos de Dios y hermanos en la Iglesia. Un camino que tiene como meta final el encuentro pleno con Dios, y en el que el Espíritu Santo nos purifica, eleva, santifica, para introducirnos en la felicidad que anhela nuestro corazón.

Las lecturas bíblicas que se han proclamado tienen como hilo conductor la centralidad de Cristo. Cristo está en el centro, Cristo es el centro. Cristo centro de la creación, del pueblo y de la historia.

1. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, tomada de la carta a los Colosenses, nos ofrece una visión muy profunda de la centralidad de Jesús. Nos lo presenta como el Primogénito de toda la creación: en él, por medio de él y en vista de él fueron creadas todas las cosas. Él es el centro de todo, es el principio: Jesucristo, el Señor. Dios le ha dado la plenitud, la totalidad, para que en él todas las cosas sean reconciliadas (cf. 1,12-20). Señor de la creación, Señor de la reconciliación.

Esta imagen nos ayuda a entender que Jesús es el centro de la creación; y así la actitud que se pide al creyente, que quiere ser tal, es la de reconocer y acoger en la vida esta centralidad de Jesucristo, en los pensamientos, las palabras y las obras. Y así nuestros pensamientos serán pensamientos cristianos, pensamientos de Cristo. Nuestras obras serán obras cristianas, obras de Cristo, nuestras palabras serán palabras cristianas, palabras de Cristo. En cambio, La pérdida de este centro, al sustituirlo por otra cosa cualquiera, solo provoca daños, tanto para el ambiente que nos rodea como para el hombre mismo.

2. Además de ser centro de la creación y centro de la reconciliación, Cristo es centro del pueblo de Dios. Y precisamente hoy está aquí, en el centro. Ahora está aquí en la Palabra, y estará aquí en el altar, vivo, presente, en medio de nosotros, su pueblo. Nos lo muestra la primera lectura, en la que se habla del día en que las tribus de Israel se acercaron a David y ante el Señor lo ungieron rey sobre todo Israel (cf. 2S 5,1-3). En la búsqueda de la figura ideal del rey, estos hombres buscaban a Dios mismo: un Dios que fuera cercano, que aceptara acompañar al hombre en su camino, que se hiciese hermano suyo.

Cristo, descendiente del rey David, es precisamente el «hermano» alrededor del cual se constituye el pueblo, que cuida de su pueblo, de todos nosotros, a precio de su vida. En él somos uno; un único pueblo unido a él, compartimos un solo camino, un solo destino. Sólo en él, en él como centro, encontramos la identidad como pueblo.

3. Y, por último, Cristo es el centro de la historia de la humanidad, y también el centro de la historia de todo hombre. A él podemos referir las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias que entretejen nuestra vida. Cuando Jesús es el centro, incluso los momentos más oscuros de nuestra existencia se iluminan, y nos da esperanza, como le sucedió al buen ladrón en el Evangelio de hoy.

Mientras todos se dirigen a Jesús con desprecio - «Si tú eres el Cristo, el Mesías Rey, sálvate a ti mismo bajando de la cruz»- aquel hombre, que se ha equivocado en la vida pero se arrepiente, al final se agarra a Jesús crucificado implorando: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42). Y Jesús le promete: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43): su Reino. Jesús sólo pronuncia la palabra del perdón, no la de la condena; y cuando el hombre encuentra el valor de pedir este perdón, el Señor no deja de atender una petición como esa. Hoy todos podemos pensar en nuestra historia, nuestro camino. Cada uno de nosotros tiene su historia; cada uno tiene también sus equivocaciones, sus pecados, sus momentos felices y sus momentos tristes. En este día, nos vendrá bien pensar en nuestra historia, y mirar a Jesús, y desde el corazón repetirle a menudo, pero con el corazón, en silencio, cada uno de nosotros: “Acuérdate de mí, Señor, ahora que estás en tu Reino. Jesús, acuérdate de mí, porque yo quiero ser bueno, quiero ser buena, pero me falta la fuerza, no puedo: soy pecador, soy pecadora. Pero, acuérdate de mí, Jesús. Tú puedes acordarte de mí porque tú estás en el centro, tú estás precisamente en tu Reino.” ¡Qué bien! Hagámoslo hoy todos, cada uno en su corazón, muchas veces. “Acuérdate de mí, Señor, tú que estás en el centro, tú que estás en tu Reino.”

La promesa de Jesús al buen ladrón nos da una gran esperanza: nos dice que la gracia de Dios es siempre más abundante que la plegaria que la ha pedido. El Señor siempre da más, es tan generoso, da siempre más de lo que se le pide: le pides que se acuerde de ti y te lleva a su Reino.

Jesús es el centro de nuestros deseos de gozo y salvación. Vayamos todos juntos por este camino.

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Homilía del 23 de noviembre de 2014

Quien realiza obras de misericordia demuestra haber acogido la realeza de Jesús

Queridos hermanos y hermanas:

La liturgia de hoy nos invita a fijar la mirada en Jesús como Rey del Universo. La hermosa oración del Prefacio nos recuerda que su reino es «reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz». Las lecturas que hemos escuchado nos muestran cómo realizó Jesús su reino; cómo lo realiza en el devenir de la historia; y qué nos pide a nosotros.

Ante todo, cómo realizó Jesús su reino: lo hizo con la cercanía y la ternura hacia nosotros. Él es el pastor, de quien habló el profeta Ezequiel en la primera lectura (cf. 34, 11 - 12. 15-17). Todo este pasaje está entrelazado por verbos que indican la premura y el amor del pastor hacia su rebaño: buscar, cuidar, reunir a los dispersos, conducir al apacentamiento, hacer descansar, buscar a la oveja perdida, recoger a la descarriada, vendar a la herida, fortalecer a la enferma, atender, apacentar. Todos estas actitudes se hicieron realidad en Jesucristo: Él es verdaderamente el «gran pastor de las ovejas y guardián de nuestras almas» (cf. Hb 13, 20; 1 P 2, 25).

Y quienes estamos llamados en la Iglesia a ser pastores, no podemos distanciarnos de este modelo, si no queremos convertirnos en mercenarios. Al respecto, el pueblo de Dios posee un olfato infalible al reconocer a los buenos pastores y distinguirlos de los mercenarios.

Después de su victoria, es decir, tras su Resurrección, ¿cómo lleva adelante Jesús su reino? El apóstol Pablo, en la Primera Carta a los Corintios, dice: «Cristo tiene que reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies» (15, 25). Es el Padre quien poco a poco somete todo al Hijo, y al mismo tiempo el Hijo somete todo al Padre, y al final incluso a sí mismo. Jesús no es un rey al estilo de este mundo: para Él reinar no es mandar, sino obedecer al Padre, entregarse a Él, para que se realice su designio de amor y de salvación. Así hay plena reciprocidad entre el Padre y el Hijo. Por lo tanto, el tiempo del reino de Cristo es el largo tiempo del sometimiento de todo al Hijo y de la entrega de todo al Padre. «El último enemigo en ser destruido será la muerte» (1 Cor 15, 26). Y al final, cuando todo sea sometido bajo la realeza de Jesús, y todo, incluso Jesús mismo, sea sometido al Padre, Dios será todo en todos (cf. 1 Cor 15, 28).

El Evangelio nos dice qué nos pide el reino de Jesús a nosotros: nos recuerda que la cercanía y la ternura son la norma de vida también para nosotros, y a partir de esto seremos juzgados. Este será el protocolo de nuestro juicio. Es la gran parábola del juicio final de Mateo 25. El Rey dice: «Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme» (25, 34-36). Los justos contestarán: ¿cuándo hemos hecho todo esto? Y Él responderá: «En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40).

La salvación no comienza con la confesión de la realeza de Cristo, sino con la imitación de sus obras de misericordia a través de las cuales Él realizó el reino. Quien las realiza demuestra haber acogido la realeza de Jesús, porque hizo espacio en su corazón a la caridad de Dios. Al atardecer de la vida seremos juzgados en el amor, en la proximidad y en la ternura hacia los hermanos. De esto dependerá nuestro ingreso o no en el reino de Dios, nuestra ubicación en una o en otra parte. Jesús, con su victoria, nos abrió su reino, pero está en cada uno de nosotros la decisión de entrar en él, ya a partir de esta vida —el reino comienza ahora— haciéndonos concretamente próximo al hermano que pide pan, vestido, acogida, solidaridad, catequesis. Y si amaremos de verdad a ese hermano o a esa hermana, seremos impulsados a compartir con él o con ella lo más valioso que tenemos, es decir, a Jesús y su Evangelio.

Hoy la Iglesia nos presenta como modelos a los nuevos santos que, precisamente mediante las obras de una generosa entrega a Dios y a los hermanos, sirvieron, cada uno en el propio ámbito, al reino de Dios y se convirtieron en sus herederos. Cada uno de ellos respondió con extraordinaria creatividad al mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Se dedicaron sin reservas al servicio de los últimos, asistiendo a los indigentes, enfermos, ancianos y peregrinos. Su predilección por los pequeños y los pobres era el reflejo y la medida del amor incondicional a Dios. En efecto, buscaron y descubrieron la caridad en la relación fuerte y personal con Dios, de la que brota el verdadero amor por el prójimo. Por ello, en la hora del juicio, escucharon esta dulce invitación: «Venid, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25, 34).

Con el rito de canonización, hemos confesado una vez más el misterio del reino de Dios y honrado a Cristo Rey, pastor lleno de amor por su rebaño. Que los nuevos santos, con su ejemplo y su intercesión, hagan crecer en nosotros la alegría de caminar por la senda del Evangelio, la decisión de asumirlo como la brújula de nuestra vida. Sigamos sus huellas, imitemos su fe y su caridad, para que también nuestra esperanza se revista de inmortalidad. No nos dejemos distraer por otros intereses terrenos y pasajeros. Y que la Madre, María, reina de todos los santos, nos guíe en el camino hacia el reino de los cielos.

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Homilía del 22 de noviembre de 2015

La fuerza del reino de Cristo es el amor

Queridos hermanos y hermanas:

En este último domingo del año litúrgico, celebramos la solemnidad de Cristo Rey. Y el Evangelio de hoy nos hace contemplar a Jesús mientras se presenta ante Pilatos como rey de un reino que «no es de este mundo» (Jn 18, 36). Esto no significa que Cristo sea rey de otro mundo, sino que es rey de otro modo, y sin embargo es rey en este mundo. Se trata de una contraposición entre dos lógicas. La lógica mundana se apoya en la ambición, la competición, combate con las armas del miedo, del chantaje y de la manipulación de las conciencias. La lógica del Evangelio, es decir la lógica de Jesús, en cambio se expresa en la humildad y la gratuidad, se afirma silenciosa pero eficazmente con la fuerza de la verdad. Los reinos de este mundo a veces se construyen en la arrogancia, rivalidad, opresión; el reino de Cristo es un «reino de justicia, de amor y de paz» (Prefacio).

¿Cuándo Jesús se ha revelado rey? ¡En el evento de la Cruz! Quien mira la Cruz de Cristo no puede no ver la sorprendente gratuidad del amor. Alguno de vosotros puede decir: «Pero, ¡padre, esto ha sido un fracaso!». Es precisamente en el fracaso del pecado –el pecado es un fracaso–, en el fracaso de la ambición humana, donde se encuentra el triunfo de la Cruz, ahí está la gratuidad del amor. En el fracaso de la Cruz se ve el amor, este amor que es gratuito, que nos da Jesús. Hablar de potencia y de fuerza, para el cristiano, significa hacer referencia a la potencia de la Cruz y a la fuerza del amor de Jesús: un amor que permanece firme e íntegro, incluso ante el rechazo, y que aparece como la realización última de una vida dedicada a la total entrega de sí en favor de la humanidad. En el Calvario, los presentes y los jefes se mofan de Jesús clavado en la cruz, y le lanzan el desafío: «Sálvate a ti mismo bajando de la cruz» (Mc 15, 30). «Sálvate a ti mismo». Pero paradójicamente la verdad de Jesús es la que en forma de burla le lanzan sus adversarios: «A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar» (v. 31). Si Jesús hubiese bajado de la cruz, habría cedido a la tentación del príncipe de este mundo; en cambio Él no puede salvarse a sí mismo precisamente para poder salvar a los demás, porque ha dado su vida por nosotros, por cada uno de nosotros. Decir: «Jesús ha dado su vida por el mundo» es verdad, pero es más bonito decir: «Jesús ha dado su vida por mí». Y hoy en la plaza, cada uno de nosotros diga en su corazón: «Ha dado su vida por mí, para poder salvar a cada uno de nosotros de nuestros pecados».

Y esto, ¿quién lo entendió? Lo entendió bien uno de los dos ladrones que fueron crucificados con Él, llamado el «buen ladrón», que le suplica: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23, 42). Y este era un malhechor, era un corrupto y estaba ahí condenado a muerte precisamente por todas las brutalidades que había cometido en su vida. Pero vio en la actitud de Jesús, en la humildad de Jesús, el amor. Y esta es la fuerza del reino de Cristo: es el amor. Por esto la majestad de Jesús no nos oprime, sino que nos libera de nuestras debilidades y miserias, animándonos a recorrer los caminos del bien, la reconciliación y el perdón. Miremos la Cruz de Jesús, miremos al buen ladrón y digamos todos juntos lo que dijo el buen ladrón: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Todos juntos: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Pedir a Jesús, cuando nos sintamos débiles, pecadores, derrotados, que nos mire y decir: «Tú estás ahí. ¡No te olvides de mí!».

Ante las muchas laceraciones en el mundo y las demasiadas heridas en la carne de los hombres, pidamos a la Virgen María que nos sostenga en nuestro compromiso de imitar a Jesús, nuestro rey, haciendo presente su reino con gestos de ternura, comprensión y misericordia.

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Homilía del 20 de noviembre de 2016

Cristo rey transforma el pecado en gracia, la muerte en resurrección, el miedo en confianza

Queridos hermanos y hermanas:

La solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo corona el año litúrgico y este Año santo de la misericordia. El Evangelio presenta la realeza de Jesús al culmen de su obra de salvación, y lo hace de una manera sorprendente. «El Mesías de Dios, el Elegido, el Rey» (Lc 23,35.37) se muestra sin poder y sin gloria: está en la cruz, donde parece más un vencido que un vencedor. Su realeza es paradójica: su trono es la cruz; su corona es de espinas; no tiene cetro, pero le ponen una caña en la mano; no viste suntuosamente, pero es privado de la túnica; no tiene anillos deslumbrantes en los dedos, pero sus manos están traspasadas por los clavos; no posee un tesoro, pero es vendido por treinta monedas.

Verdaderamente el reino de Jesús no es de este mundo (cf. Jn 18,36); pero justamente es aquí —nos dice el Apóstol Pablo en la segunda lectura—, donde encontramos la redención y el perdón (cf. Col 1,13-14). Porque la grandeza de su reino no es el poder según el mundo, sino el amor de Dios, un amor capaz de alcanzar y restaurar todas las cosas. Por este amor, Cristo se abajó hasta nosotros, vivió nuestra miseria humana, probó nuestra condición más ínfima: la injusticia, la traición, el abandono; experimentó la muerte, el sepulcro, los infiernos. De esta forma nuestro Rey fue incluso hasta los confines del Universo para abrazar y salvar a todo viviente. No nos ha condenado, ni siquiera conquistado, nunca ha violado nuestra libertad, sino que se ha abierto paso por medio del amor humilde que todo excusa, todo espera, todo soporta (cf. 1 Co 13,7). Sólo este amor ha vencido y sigue venciendo a nuestros grandes adversarios: el pecado, la muerte y el miedo.

Hoy queridos hermanos y hermanas, proclamamos está singular victoria, con la que Jesús se ha hecho el Rey de los siglos, el Señor de la historia: con la sola omnipotencia del amor, que es la naturaleza de Dios, su misma vida, y que no pasará nunca (cf. 1 Co 13,8). Compartimos con alegría la belleza de tener a Jesús como nuestro rey; su señorío de amor transforma el pecado en gracia, la muerte en resurrección, el miedo en confianza.

Pero sería poco creer que Jesús es Rey del universo y centro de la historia, sin que se convierta en el Señor de nuestra vida: todo es vano si no lo acogemos personalmente y si no lo acogemos incluso en su modo de reinar. En esto nos ayudan los personajes que el Evangelio de hoy presenta. Además de Jesús, aparecen tres figuras: el pueblo que mira, el grupo que se encuentra cerca de la cruz y un malhechor crucificado junto a Jesús.

En primer lugar, el pueblo: el Evangelio dice que «estaba mirando» (Lc 23,35): ninguno dice una palabra, ninguno se acerca. El pueblo está lejos, observando qué sucede. Es el mismo pueblo que por sus propias necesidades se agolpaba entorno a Jesús, y ahora mantiene su distancia. Frente a las circunstancias de la vida o ante nuestras expectativas no cumplidas, también podemos tener la tentación de tomar distancia de la realeza de Jesús, de no aceptar totalmente el escándalo de su amor humilde, que inquieta nuestro «yo», que incomoda. Se prefiere permanecer en la ventana, estar a distancia, más bien que acercarse y hacerse próximo. Pero el pueblo santo, que tiene a Jesús como Rey, está llamado a seguir su camino de amor concreto; a preguntarse cada uno todos los días: «¿Qué me pide el amor? ¿A dónde me conduce? ¿Qué respuesta doy a Jesús con mi vida?».

Hay un segundo grupo, que incluye diversos personajes: los jefes del pueblo, los soldados y un malhechor. Todos ellos se burlaban de Jesús. Le dirigen la misma provocación: «Sálvate a ti mismo» (cf. Lc 23,35.37.39). Es una tentación peor que la del pueblo. Aquí tientan a Jesús, como lo hizo el diablo al comienzo del Evangelio (cf. Lc 4,1-13), para que renuncie a reinar a la manera de Dios, pero que lo haga según la lógica del mundo: baje de la cruz y derrote a los enemigos. Si es Dios, que demuestre poder y superioridad. Esta tentación es un ataque directo al amor: «Sálvate a ti mismo» (vv. 37. 39); no a los otros, sino a ti mismo. Prevalga el yo con su fuerza, con su gloria, con su éxito. Es la tentación más terrible, la primera y la última del Evangelio. Pero ante este ataque al propio modo de ser, Jesús no habla, no reacciona. No se defiende, no trata de convencer, no hace una apología de su realeza. Más bien sigue amando, perdona, vive el momento de la prueba según la voluntad del Padre, consciente de que el amor dará su fruto.

Para acoger la realeza de Jesús, estamos llamados a luchar contra esta tentación, a fijar la mirada en el Crucificado, para ser cada vez más fieles. Cuántas veces en cambio, incluso entre nosotros, se buscan las seguridades gratificantes que ofrece el mundo. Cuántas veces hemos sido tentados a bajar de la cruz. La fuerza de atracción del poder y del éxito se presenta como un camino fácil y rápido para difundir el Evangelio, olvidando rápidamente el reino de Dios como obra. Este Año de la misericordia nos ha invitado a redescubrir el centro, a volver a lo esencial. Este tiempo de misericordia nos llama a mirar al verdadero rostro de nuestro Rey, el que resplandece en la Pascua, y a redescubrir el rostro joven y hermoso de la Iglesia, que resplandece cuando es acogedora, libre, fiel, pobre en los medios y rica en el amor, misionera. La misericordia, al llevarnos al corazón del Evangelio, nos exhorta también a que renunciemos a los hábitos y costumbres que pueden obstaculizar el servicio al reino de Dios; a que nos dirijamos sólo a la perenne y humilde realeza de Jesús, no adecuándonos a las realezas precarias y poderes cambiantes de cada época.

En el Evangelio aparece otro personaje, más cercano a Jesús, el malhechor que le ruega diciendo: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (v. 42). Esta persona, mirando simplemente a Jesús, creyó en su reino. Y no se encerró en sí mismo, sino que, con sus errores, sus pecados y sus dificultades se dirigió a Jesús. Pidió ser recordado y experimentó la misericordia de Dios: «hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Dios, apenas le damos la oportunidad, se acuerda de nosotros. Él está dispuesto a borrar por completo y para siempre el pecado, porque su memoria, no como la nuestra, olvida el mal realizado y no lleva cuenta de las ofensas sufridas. Dios no tiene memoria del pecado, sino de nosotros, de cada uno de nosotros, sus hijos amados. Y cree que es siempre posible volver a comenzar, levantarse de nuevo.

Pidamos también nosotros el don de esta memoria abierta y viva. Pidamos la gracia de no cerrar nunca la puerta de la reconciliación y del perdón, sino de saber ir más allá del mal y de las divergencias, abriendo cualquier posible vía de esperanza. Como Dios cree en nosotros, infinitamente más allá de nuestros méritos, también nosotros estamos llamados a infundir esperanza y a dar oportunidad a los demás. Porque, aunque se cierra la Puerta santa, permanece siempre abierta de par en par para nosotros la verdadera puerta de la misericordia, que es el Corazón de Cristo. Del costado traspasado del Resucitado brota hasta el fin de los tiempos la misericordia, la consolación y la esperanza.

Muchos peregrinos han cruzado la Puerta santa y lejos del ruido de las noticias has gustado la gran bondad del Señor. Damos gracias por esto y recordamos que hemos sido investidos de misericordia para revestirnos de sentimientos de misericordia, para ser también instrumentos de misericordia. Continuemos nuestro camino juntos. Nos acompaña la Virgen María, también ella estaba junto a la cruz, allí ella nos ha dado a luz como tierna Madre de la Iglesia que desea acoger a todos bajo su manto. Ella, junto a la cruz, vio al buen ladrón recibir el perdón y acogió al discípulo de Jesús como hijo suyo. Es la Madre de misericordia, a la que encomendamos: todas nuestras situaciones, todas nuestras súplicas, dirigidas a sus ojos misericordiosos, que no quedarán sin respuesta.

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BENEDICTO XVI - Ángelus 2008 y Homilía 2011

Ángelus 2008

Dios acoge en su reino a los que día a día se esfuerzan por poner en práctica su palabra

Queridos hermanos y hermanas: 

Celebramos hoy, último domingo del año litúrgico, la solemnidad de nuestro Señor Jesucristo, Rey del universo. Sabemos por los Evangelios que Jesús rechazó el título de rey cuando se entendía en sentido político, al estilo de los “jefes de las naciones” (cf. Mt 20, 25). En cambio, durante su Pasión, reivindicó una singular realeza ante Pilato, que lo interrogó explícitamente: “¿Tú eres rey?”, y Jesús respondió: “Sí, como dices, soy rey” (Jn 18, 37); pero poco antes había declarado: “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18, 36).

En efecto, la realeza de Cristo es revelación y actuación de la de Dios Padre, que gobierna todas las cosas con amor y con justicia. El Padre encomendó al Hijo la misión de dar a los hombres la vida eterna, amándolos hasta el supremo sacrificio y, al mismo tiempo, le otorgó el poder de juzgarlos, desde el momento que se hizo Hijo del hombre, semejante en todo a nosotros (cf. Jn 5, 21-22. 26-27).

El evangelio de hoy insiste precisamente en la realeza universal de Cristo juez, con la estupenda parábola del juicio final, que san Mateo colocó inmediatamente antes del relato de la Pasión (cf. Mt 25, 31-46). Las imágenes son sencillas, el lenguaje es popular, pero el mensaje es sumamente importante: es la verdad sobre nuestro destino último y sobre el criterio con el que seremos juzgados. “Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis” (Mt 25, 35), etc. ¿Quién no conoce esta página? Forma parte de nuestra civilización. Ha marcado la historia de los pueblos de cultura cristiana: la jerarquía de valores, las instituciones, las múltiples obras benéficas y sociales. En efecto, el reino de Cristo no es de este mundo, pero lleva a cumplimiento todo el bien que, gracias a Dios, existe en el hombre y en la historia. Si ponemos en práctica el amor a nuestro prójimo, según el mensaje evangélico, entonces dejamos espacio al señorío de Dios, y su reino se realiza en medio de nosotros. En cambio, si cada uno piensa sólo en sus propios intereses, el mundo no puede menos de ir hacia la ruina.

Queridos amigos, el reino de Dios no es una cuestión de honores y de apariencias; por el contrario, como escribe san Pablo, es “justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14, 17). Al Señor le importa nuestro bien, es decir, que todo hombre tenga la vida y que, especialmente sus hijos más “pequeños”, puedan acceder al banquete que ha preparado para todos. Por eso, no soporta las formas hipócritas de quien dice: “Señor, Señor”, y después no cumple sus mandamientos (cf. Mt 7, 21). En su reino eterno, Dios acoge a los que día a día se esfuerzan por poner en práctica su palabra. Por eso la Virgen María, la más humilde de todas las criaturas, es la más grande a sus ojos y se sienta, como Reina, a la derecha de Cristo Rey. A su intercesión celestial queremos encomendarnos una vez más con confianza filial, para poder cumplir nuestra misión cristiana en el mundo.

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Homilía 2011

Seguir a Cristo puede llevar a hacer grandes sacrificios

Queridos hermanos y hermanas

(…) El Evangelio que acabamos de escuchar, nos dice que Jesús, el Hijo del hombre, el juez último de nuestra vida ha querido tomar el rostro de los hambrientos y sedientos, de los extranjeros, los desnudos, enfermos o prisioneros, en definitiva, de todos los que sufren o están marginados; lo que les hagamos a ellos será considerado como si lo hiciéramos a Jesús mismo. No veamos en esto una mera fórmula literaria, una simple imagen. Toda la vida de Jesús es una muestra de ello. Él, el Hijo de Dios, se ha hecho hombre, ha compartido nuestra existencia hasta en los detalles más concretos, haciéndose servidor de sus hermanos más pequeños. Él, que no tenía donde reclinar su cabeza, fue condenado a morir en una cruz. Este es el Rey que celebramos.

Sin duda, esto puede parecernos desconcertante. Aún hoy, como hace 2000 años, acostumbrados a ver los signos de la realeza en el éxito, la potencia, el dinero o el poder, tenemos dificultades para aceptar un rey así, un rey que se hace servidor de los más pequeños, de los más humildes, un rey cuyo trono es la cruz. Sin embargo, dicen las Sagradas Escrituras, así es como se manifiesta la gloria de Cristo; en la humildad de su existencia terrena es donde se encuentra su poder para juzgar al mundo. Para él, reinar es servir. Y lo que nos pide es seguir por este camino para servir, para estar atentos al clamor del pobre, el débil, el marginado. El bautizado sabe que su decisión de seguir a Cristo puede llevarle a grandes sacrificios, incluso el de la propia vida. Pero, como nos recuerda san Pablo, Cristo ha vencido a la muerte y nos lleva consigo en su resurrección. Nos introduce en un mundo nuevo, un mundo de libertad y felicidad. También hoy son tantas las ataduras con el mundo viejo, tantos los miedos que nos tienen prisioneros y nos impiden vivir libres y dichosos. Dejemos que Cristo nos libere de este mundo viejo. Nuestra fe en Él, que vence nuestros miedos, nuestras miserias, nos da acceso a un mundo nuevo, un mundo donde la justicia y la verdad no son una parodia, un mundo de libertad interior y de paz con nosotros mismos, con los otros y con Dios. Este es el don que Dios nos ha dado en nuestro bautismo.

«Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25, 34). Acojamos estas palabras de bendición que el Hijo del hombre dirigirá el Día del Juicio a quienes habrán reconocido su presencia en los más humildes de sus hermanos con un corazón libre y rebosante de amor de Dios. Hermanos y hermanas, este pasaje del Evangelio es verdaderamente una palabra de esperanza, porque el Rey del universo se ha hecho muy cercano a nosotros, servidor de los más pequeños y más humildes. Y quisiera dirigirme con afecto a todos los que sufren, a los enfermos, a los aquejados del sida u otras enfermedades, a todos los olvidados de la sociedad. ¡Tened ánimo! El Papa está cerca de vosotros con el pensamiento y la oración. ¡Tened ánimo! Jesús ha querido identificarse con el pequeño, con el enfermo; ha querido compartir vuestro sufrimiento y reconoceros a vosotros como hermanos y hermanas, para liberaros de todo mal, de toda aflicción. Cada enfermo, cada persona necesitada merece nuestro respeto y amor, porque a través de él Dios nos indica el camino hacia el cielo.

Queridos hermanos y hermanas, todos los que han recibido ese don maravilloso de la fe, el don del encuentro con el Señor resucitado, sienten también la necesidad de anunciarlo a los demás. La Iglesia existe para anunciar esta Buena Noticia. Y este deber es siempre urgente. Después de 150 años, hay todavía muchos que aún no han escuchado el mensaje de salvación de Cristo. Hay también muchos que se resisten a abrir sus corazones a la Palabra de Dios. Y son numerosos aquellos cuya fe es débil, y su mentalidad, costumbres y estilo de vida ignoran la realidad del Evangelio, pensando que la búsqueda del bienestar egoísta, la ganancia fácil o el poder es el objetivo final de la vida humana. ¡Sed testigos ardientes, con entusiasmo, de la fe que habéis recibido! Haced brillar por doquier el rostro amoroso de Cristo, especialmente ante los jóvenes que buscan razones para vivir y esperar en un mundo difícil.

Queridos hermanos y hermanas, os invito por tanto a fortalecer vuestra fe en Jesucristo mediante una auténtica conversión a su persona. Sólo Él nos da la verdadera vida, y nos libera de nuestros temores y resistencias, de todas nuestras angustias. Buscad las raíces de vuestra existencia en el bautismo que habéis recibido y que os ha hecho hijos de Dios. Que Jesucristo os dé a todos la fuerza para vivir como cristianos y tratar de transmitir con generosidad a las nuevas generaciones lo que habéis recibido de vuestros padres en la fe.

Que el Señor os llene de su gracia.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Cristo, Señor y Rey

440. Jesús acogió la confesión de fe de Pedro que le reconocía como el Mesías anunciándole la próxima pasión del Hijo del Hombre (cf. Mt 16, 23). Reveló el auténtico contenido de su realeza mesiánica en la identidad transcendente del Hijo del Hombre “que ha bajado del cielo” (Jn 3, 13; cf. Jn 6, 62; Dn 7, 13) a la vez que en su misión redentora como Siervo sufriente: “el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20, 28; cf. Is 53, 10-12). Por esta razón el verdadero sentido de su realeza no se ha manifestado más que desde lo alto de la Cruz (cf. Jn 19, 19-22; Lc 23, 39-43). Solamente después de su resurrección su realeza mesiánica podrá ser proclamada por Pedro ante el pueblo de Dios: “Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado” (Hch 2, 36).

IV. SEÑOR

446. En la traducción griega de los libros del Antiguo Testamento, el nombre inefable con el cual Dios se reveló a Moisés (cf. Ex 3, 14), YHWH, es traducido por “Kyrios” [“Señor”]. Señor se convierte desde entonces en el nombre más habitual para designar la divinidad misma del Dios de Israel. El Nuevo Testamento utiliza en este sentido fuerte el título “Señor” para el Padre, pero lo emplea también, y aquí está la novedad, para Jesús reconociéndolo como Dios (cf. 1 Co 2,8).

447. El mismo Jesús se atribuye de forma velada este título cuando discute con los fariseos sobre el sentido del Salmo 109 (cf. Mt 22, 41-46; cf. también Hch 2, 34-36; Hb 1, 13), pero también de manera explícita al dirigirse a sus apóstoles (cf. Jn 13, 13). A lo largo de toda su vida pública sus actos de dominio sobre la naturaleza, sobre las enfermedades, sobre los demonios, sobre la muerte y el pecado, demostraban su soberanía divina.

448. Con mucha frecuencia, en los Evangelios, hay personas que se dirigen a Jesús llamándole “Señor”. Este título expresa el respeto y la confianza de los que se acercan a Jesús y esperan de él socorro y curación (cf. Mt 8, 2; 14, 30; 15, 22, etc.). Bajo la moción del Espíritu Santo, expresa el reconocimiento del misterio divino de Jesús (cf. Lc 1, 43; 2, 11). En el encuentro con Jesús resucitado, se convierte en adoración: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28). Entonces toma una connotación de amor y de afecto que quedará como propio de la tradición cristiana: “¡Es el Señor!” (Jn 21, 7).

449. Atribuyendo a Jesús el título divino de Señor, las primeras confesiones de fe de la Iglesia afirman desde el principio (cf. Hch 2, 34-36) que el poder, el honor y la gloria debidos a Dios Padre convienen también a Jesús (cf. Rm 9, 5; Tt 2, 13; Ap 5, 13) porque él es de “condición divina” (Flp 2, 6) y el Padre manifestó esta soberanía de Jesús resucitándolo de entre los muertos y exaltándolo a su gloria (cf. Rm 10, 9;1 Co 12, 3; Flp 2,11).

450. Desde el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y sobre la historia (cf. Ap 11, 15) significa también reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo absoluto, a ningún poder terrenal sino sólo a Dios Padre y al Señor Jesucristo: César no es el “Señor” (cf. Mc 12, 17; Hch 5, 29). “La Iglesia cree.. que la clave, el centro y el fin de toda historia humana se encuentra en su Señor y Maestro” (GS 10, 2; cf. 45, 2).

451. La oración cristiana está marcada por el título “Señor”, ya sea en la invitación a la oración “el Señor esté con vosotros”, o en su conclusión “por Jesucristo nuestro Señor” o incluso en la exclamación llena de confianza y de esperanza: “Maran atha” (“¡el Señor viene!”) o “Maran atha” (“¡Ven, Señor!”) (1 Co 16, 22): “¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20).

Artículo 7. “DESDE ALLI HA DE VENIR A JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS”

I. VOLVERA EN GLORIA

Cristo reina ya mediante la Iglesia...

668. “Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos” (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: Posee todo poder en los cielos y en la tierra. Él está “por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación” porque el Padre “bajo sus pies sometió todas las cosas” (Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (cf. Ef 4, 10; 1 Co 15, 24. 27-28) y de la historia. En él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación (Ef 1, 10), su cumplimiento transcendente.

669. Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo (cf. Ef 1, 22). Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia (cf. Ef 4, 11-13). “La Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio”, “constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra” (Lumen Gentium, 3; 5).

670. Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la “última hora” (1 Jn 2, 18; cf. 1 P 4, 7). “El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta” (Lumen Gentium, 48). El Reino de Cristo manifiesta ya su presencia por los signos milagrosos (cf. Mc 16, 17-18) que acompañan a su anuncio por la Iglesia (cf. Mc 16, 20).

... esperando que todo le sea sometido

671. El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado “con gran poder y gloria” (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (cf. 2 Te 2, 7) a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (cf. 1 Co 15, 28), y “mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios” (Lumen Gentium, 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (cf. 1 Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (cf. 2 P 3, 11-12) cuando suplican: “Ven, Señor Jesús” (cf.1 Co 16, 22; Ap 22, 17-20).

672. Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel (cf. Hch 1, 6-7) que, según los profetas (cf. Is 11, 1-9), debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio (cf Hch 1, 8), pero es también un tiempo marcado todavía por la “tristeza” (1 Co 7, 26) y la prueba del mal (cf. Ef 5, 16) que afecta también a la Iglesia (cf. 1 P 4, 17) e inaugura los combates de los últimos días (1 Jn 2, 18; 4, 3; 1 Tm 4, 1). Es un tiempo de espera y de vigilia (cf. Mt 25, 1-13; Mc 13, 33-37).

Un pueblo sacerdotal, profético y real

783. Jesucristo es aquél a quien el Padre ha ungido con el Espíritu Santo y lo ha constituido “Sacerdote, Profeta y Rey”. Todo el Pueblo de Dios participa de estas tres funciones de Cristo y tiene las responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas (cf. Redemptor Hominis, 18-21).

786. El Pueblo de Dios participa, por último, en la función regia de Cristo”. Cristo ejerce su realeza atrayendo a sí a todos los hombres por su muerte y su resurrección (cf. Jn 12, 32). Cristo, Rey y Señor del universo, se hizo el servidor de todos, no habiendo “venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28). Para el cristiano, “servir es reinar” (Lumen Gentium, 36), particularmente “en los pobres y en los que sufren” donde descubre “la imagen de su Fundador pobre y sufriente” (Lumen Gentium, 8). El pueblo de Dios realiza su “dignidad regia” viviendo conforme a esta vocación de servir con Cristo.

De todos los que han nacido de nuevo en Cristo, el signo de la cruz hace reyes, la unción del Espíritu Santo los consagra como sacerdotes, a fin de que, puesto aparte el servicio particular de nuestro ministerio, todos los cristianos espirituales y que usan de su razón se reconozcan miembros de esta raza de reyes y participantes de la función sacerdotal. ¿Qué hay, en efecto, más regio para un alma que gobernar su cuerpo en la sumisión a Dios? Y ¿qué hay más sacerdotal que consagrar a Dios una conciencia pura y ofrecer en el altar de su corazón las víctimas sin mancha de la piedad? (San León Magno, serm. 4, 1).

Su participación en la misión real de Cristo

908. Por su obediencia hasta la muerte (cf. Flp 2, 8-9), Cristo ha comunicado a sus discípulos el don de la libertad regia, “para que vencieran en sí mismos, con la apropia renuncia y una vida santa, al reino del pecado” (Lumen Gentium, 36).

El que somete su propio cuerpo y domina su alma, sin dejarse llevar por las pasiones es dueño de sí mismo: Se puede llamar rey porque es capaz de gobernar su propia persona; Es libre e independiente y no se deja cautivar por una esclavitud culpable (San Ambrosio, Psal. 118, 14, 30: PL 15, 1403A).

2105.. El deber de dar a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente. Esa es “la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo” (Dignitatis Humanae, 1). Al evangelizar sin cesar a los hombres, la Iglesia trabaja para que puedan “informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que cada uno vive” (Apostolicam Actuositatem, 13). Deber social de los cristianos es respetar y suscitar en cada hombre el amor de la verdad y del bien. Les exige dar a conocer el culto de la única verdadera religión, que subsiste en la Iglesia católica y apostólica (cf Dignitatis Humanae, 1). Los cristianos son llamados a ser la luz del mundo (cf Apostolicam Actuositatem, 13). La Iglesia manifiesta así la realeza de Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas (cf León XIII, enc. “Inmortale Dei”; Pío XI “Quas primas”).

2628. La adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura ante su Creador. Exalta la grandeza del Señor que nos ha hecho (cf Sal 95, 1-6) y la omnipotencia del Salvador que nos libera del mal. Es la acción de humillar el espíritu ante el “Rey de la gloria” (Sal 14, 9-10) y el silencio respetuoso en presencia de Dios “siempre mayor” (S. Agustín, Sal. 62, 16). La adoración de Dios tres veces santo y soberanamente amable nos llena de humildad y da seguridad a nuestras súplicas.

Cristo, el juez

II. PARA JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS

678. Siguiendo a los profetas (cf. Dn 7, 10; Joel 3, 4; Ml 3,19) y a Juan Bautista (cf. Mt 3, 7-12), Jesús anunció en su predicación el Juicio del último Día. Entonces, se pondrán a la luz la conducta de cada uno (cf. Mc 12, 38-40) y el secreto de los corazones (cf. Lc 12, 1-3; Jn 3, 20-21; Rm 2, 16; 1 Co 4, 5). Entonces será condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios (cf Mt 11, 20-24; 12, 41-42). La actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino (cf. Mt 5, 22; 7, 1-5). Jesús dirá en el último día: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).

679. Cristo es Señor de la vida eterna. El pleno derecho de juzgar definitivamente las obras y los corazones de los hombres pertenece a Cristo como Redentor del mundo. “Adquirió” este derecho por su Cruz. El Padre también ha entregado “todo juicio al Hijo” (Jn 5, 22; cf. Jn 5, 27; Mt 25, 31; Hch 10, 42; 17, 31; 2 Tm 4, 1). Pues bien, el Hijo no ha venido para juzgar sino para salvar (cf. Jn 3,17) y para dar la vida que hay en él (cf. Jn 5, 26). Es por el rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno se juzga ya a sí mismo (cf. Jn 3, 18; 12, 48); es retribuido según sus obras (cf. 1 Co 3, 12- 15) y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el Espíritu de amor (cf. Mt 12, 32; Hb 6, 4-6; 10, 26-31).

La resurrección de los muertos

1001. ¿Cuándo? Sin duda en el “último día” (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); “al fin del mundo” (Lumen Gentium, 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:

El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar (1 Ts 4, 16).

V. EL JUICIO FINAL

1038. La resurrección de todos los muertos, “de los justos y de los pecadores” (Hch 24, 15), precederá al Juicio final. Esta será “la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn 5, 28-29). Entonces, Cristo vendrá “en su gloria acompañado de todos sus ángeles, ... Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda... E irán estos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna.” (Mt 25, 31. 32. 46).

1039. Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios (cf. Jn 12, 49). El Juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena:

Todo el mal que hacen los malos se registra - y ellos no lo saben. El día en que “Dios no se callará” (Sal 50, 3) ... Se volverá hacia los malos: “Yo había colocado sobre la tierra, dirá El, a mis pobrecitos para vosotros. Yo, su cabeza, gobernaba en el cielo a la derecha de mi Padre -pero en la tierra mis miembros tenían hambre. Si hubierais dado a mis miembros algo, eso habría subido hasta la cabeza. Cuando coloqué a mis pequeñuelos en la tierra, los constituí comisionados vuestros para llevar vuestras buenas obras a mi tesoro: como no habéis depositado nada en sus manos, no poseéis nada en Mí” (San Agustín, serm. 18, 4, 4).

1040. El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá lugar; sólo El decidirá su advenimiento. Entonces, El pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que Su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último. El juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte (cf. Ct 8, 6).

1041. El mensaje del Juicio final llama a la conversión mientras Dios da a los hombres todavía “el tiempo favorable, el tiempo de salvación” (2 Co 6, 2). Inspira el santo temor de Dios. Compromete para la justicia del Reino de Dios. Anuncia la “bienaventurada esperanza” (Tt 2, 13) de la vuelta del Señor que “vendrá para ser glorificado en sus santos y admirado en todos los que hayan creído” (2 Ts 1, 10).

“Venga tu Reino”

2816. En el Nuevo Testamento, la palabra “basileia” se puede traducir por realeza (nombre abstracto), reino (nombre concreto) o reinado (de reinar, nombre de acción). El Reino de Dios está ante nosotros. Se aproxima en el Verbo encarnado, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la muerte y la Resurrección de Cristo. El Reino de Dios adviene en la Ultima Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. El Reino de Dios llegará en la gloria cuando Jesucristo lo devuelva a su Padre:

Incluso puede ser que el Reino de Dios signifique Cristo en persona, al cual llamamos con nuestras voces todos los días y de quien queremos apresurar su advenimiento por nuestra espera. Como es nuestra Resurrección porque resucitamos en él, puede ser también el Reino de Dios porque en él reinaremos (San Cipriano, Dom. orat. 13).

2817. Esta petición es el “Marana Tha”, el grito del Espíritu y de la Esposa: “Ven, Señor Jesús”:

Incluso aunque esta oración no nos hubiera mandado pedir el advenimiento del Reino, habríamos tenido que expresar esta petición, dirigiéndonos con premura a la meta de nuestras esperanzas. Las almas de los mártires, bajo el altar, invocan al Señor con grandes gritos: ‘¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia por nuestra sangre a los habitantes de la tierra?’ (Ap 6, 10). En efecto, los mártires deben alcanzar la justicia al fin de los tiempos. Señor, ¡apresura, pues, la venida de tu Reino! (Tertuliano, or. 5).

2818. En la oración del Señor, se trata principalmente de la venida final del Reino de Dios por medio del retorno de Cristo (cf Tt 2, 13). Pero este deseo no distrae a la Iglesia de su misión en este mundo, más bien la compromete. Porque desde Pentecostés, la venida del Reino es obra del Espíritu del Señor “a fin de santificar todas las cosas llevando a plenitud su obra en el mundo” (MR, plegaria eucarística IV).

2819. “El Reino de Dios es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14, 17). Los últimos tiempos en los que estamos son los de la efusión del Espíritu Santo. Desde entonces está entablado un combate decisivo entre “la carne” y el Espíritu (cf Ga 5, 16-25):

Solo un corazón puro puede decir con seguridad: ‘¡Venga a nosotros tu Reino!’. Es necesario haber estado en la escuela de Pablo para decir: ‘Que el pecado no reine ya en nuestro cuerpo mortal’ (Rm 6, 12). El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios: ‘¡Venga tu Reino!’ (San Cirilo de Jerusalén, catech. myst. 5, 13).

2820. Discerniendo según el Espíritu, los cristianos deben distinguir entre el crecimiento del Reino de Dios y el progreso de la cultura y la promoción de la sociedad en las que están implicados. Esta distinción no es una separación. La vocación del hombre a la vida eterna no suprime, sino que refuerza su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz (cf Gaudium et Spes, 22; 32; 39; 45; EN 31).

2821. Esta petición está sostenida y escuchada en la oración de Jesús (cf Jn 17, 17-20), presente y eficaz en la Eucaristía; su fruto es la vida nueva según las Bienaventuranzas (cf Mt 5, 13-16; 6, 24; 7, 12-13).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Y de nuevo vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos

Hemos llegado al último Domingo del año litúrgico, en el que celebramos la fiesta de Cristo Rey. El Evangelio nos hace asistir al último acto de la historia humana: el juicio universal.

«Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas, de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda».

¡Qué diferencia entre esta escena y aquella en que Cristo es juzgado! Entonces, todos sentados, Anás, Caifás, Pilatos, y él de pie y encadenado; ahora, todos de pie y él sentado sobre el trono. En este mundo los hombres y la historia juzgan a Cristo; en aquel día, Cristo juzgará a los hombres y a la historia. Él «examina» a los hombres y a los pueblos. Ante él se decide quién permanece y quién cae. No hay apelación. Él es la instancia suprema. Ésta es la fe inmutable de la Iglesia que en su Credo continúa proclamando: «y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin».

Durante tantos milenios de vida sobre la tierra, el hombre se ha acostumbrado a todo; se ha adaptado a cualquier clima, inmunizado de cualquier enfermedad. Mas, a una cosa no se ha acostumbrado nunca: a la injusticia. Continúa sintiéndola como intolerable. Nos rebelamos ante la idea de que el mal, el abuso, deban permanecer sin ser castigados y triunfantes para siempre. Es a esta sed de justicia a lo que responderá el juicio. j Una vez se hará una buena luminosidad o claridad sobre todo!

Sin la fe en el juicio final, todo el mundo y la historia llegan a ser incomprensibles, escandalosos. Al visitante, que llega a la plaza de San Pedro, en Roma, la columnata de Bernini le parece, a primera vista, como un espectáculo bastante confuso. Los cuatro órdenes de columnas, que circundan la plaza, se le presentan «discordantes». Pero, se sabe que hay un punto, señalado en tierra por un círculo, en el que es necesario colocarse. Desde aquel punto de observación, el golpe de vista cambia completamente. Aparece una admirable armonía; los cuatro órdenes de columnas se alinean como por encanto, como si fuesen una sola columna. j Milagro de perspectiva! Es un símbolo de 10 que sucederá en la plaza más grande, que existirá en el mundo. En él todo nos aparece confuso, absurdo, fruto más de un capricho de la casualidad que de una providencia divina. Es necesario colocarse en el punto justo para no perderse y entrever un orden detrás de todo; y este punto justo es el juicio de Dios.

¡Cómo cambian de aspecto las cuestiones humanas, vistas desde este ángulo; también, las que están en acto en el mundo de hoy! Nos llegan cada día noticias de atrocidades contra los débiles y los indefensos, que permanecen impunes. Hemos visto a hombres, acusados de crímenes horrendos, defenderse con la sonrisa en los labios; tener en jaque a jueces y a tribunales; hacerse fuertes por falta de pruebas. Como si consiguiéndolo subrepticiamente ante los jueces humanos, ya lo tuvieran resuelto todo. Yo quisiera decirles a ellos: ¡No os ilusionéis!; ¡no habéis hecho nada! El verdadero juicio debe aún comenzar. Tendréis incluso que terminar vuestros días en libertad, temidos, honrados, hasta con un espléndido funeral como si no hubierais hecho nada. El verdadero Juez os espera detrás de la puerta; y a él no se le engaña. Dios no se deja corromper.

Arrepentíos; pero, en serio, no sólo hipócritamente para gozar de la impunidad después del delito. El Evangelio de hoy nos dice además cómo se desarrollará el juicio: «y entonces dirá a los de su izquierda: Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis».

¿Qué será, por lo tanto, de quienes no sólo no han dado de comer a quien tenía hambre, sino que hasta se lo han quitado; no sólo no han hospedado al forastero sino que lo han hecho huésped y forastero; no sólo no han visitado al que estaba en la cárcel, sino que los han puesto injustamente en la cárcel, lo han secuestrado, torturado o muerto?

Pero, no nos ilusionemos ni siquiera nosotros. La cuestión no afecta sólo a algunos pocos criminales. Es hasta posible que se instaure un sentido general de impunidad, por el que se hace gala hasta de violar la ley, corromper o dejarse corromper, con la excusa de que lo hacen todos, que es la praxis común. Pero, mientras tanto, la ley no ha sido nunca abrogada. Y he aquí que un día cualquiera alguien comienza una investigación y es una hecatombe. Pero ¿quién se para a reflexionar que, de hecho, ésta es la situación en que vivimos algo todos, perseguidos y perseguidores, en relación con la ley de Dios? Se violan alegremente los mandamientos de Dios, uno tras otro, comprendido el que dice que no hay que matar (por no hablar ni siquiera del que dice que no hay que no cometer adulterio) con el pretexto de que todos lo hacen, que la cultura, el progreso, hasta la ley humana, hoy hasta lo consienten. Pero, Dios no ha pretendido nunca abrogar ni los mandamientos ni los Evangelios, y este sentido general de seguridad es totalmente ficticio y es un terrible engaño.

En el plano político, todos reaccionamos indignados apenas viene avanzada la propuesta de un «golpe de esponja» o de nada, que cancele todas las responsabilidades penales; pero, después, tácitamente esto es lo que pretendemos de Dios en el plano espiritual: sobre todo, un golpe de esponja. Además, se dice, ¡Dios es bueno y lo perdona todo! Si no ¿qué Dios es? Sin pensar que, si Dios descendiese a realizar pactos con el pecado, iría totalmente abajo la distinción entre bien y mal, y con ello el universo entero.

No debemos dejar caer en el olvido las palabras, que las generaciones pasadas nos han transmitido: Dies irae dies illa... «Día de la ira, de aquel día... Nos hará temblar cuando el Juez aparecerá para cribarlo todo con rigor». ¿Qué le ha sucedido al pueblo cristiano? En un tiempo, se escuchaban estas palabras con un saludable temblor. Ahora, la gente va al teatro de la Ópera, escucha la Misa de Réquiem de Verdi o de Mozart, se apasiona con las notas del Dies irae, sale canturreándolas y repitiendo miméticamente, quizás, hasta los movimientos con la cabeza. Pero, lo último, que cada uno piensa, es que aquellas palabras le afectan también personalmente, que es asimismo de él de quien se está hablando.

Se ha hablado mucho de la restauración del Juicio Universal de Miguel Ángel. Pero, hay otro juicio universal a restaurar lo más pronto posible, el pintado no sobre las paredes de ladrillos, sino sobre los corazones de los cristianos. También éste, en efecto, está desteñido del todo y está yendo a la ruina. «El más allá (y con él el juicio) ha llegado a ser una broma, una exigencia tan incierta, que nos divierte hasta el pensamiento de que hubo un tiempo en que esta idea transformaba la entera existencia» (S. Kierkegard).

He visto de muchacho la escena de un film, que no he olvidado nunca. Un puente del ferrocarril por una parte venía abajo en un río lleno de agua; y por otra en el vacío pendían los dos muñones de las vías. El guardián del más cercano paso a nivel, dándose cuenta del peligro, corre hacia el encuentro con el tren, que en el atardecer está llegando a toda velocidad; y, estando a mitad de la vía, agita una linterna gritando desesperadamente: «¡Párate, párate; atrás, atrás!» Aquel tren nos representa al vivo. Es la imagen de una sociedad, que avanza descuidada al ritmo de Rockn roil, embriagada por sus conquistas, sin darse cuenta de la vorágine abierta que hay ante ella. La Iglesia se esfuerza en gritar como aquel guardián: ¡Atrás, atrás!; pero ¿quién le escucha?

Alguno puede intentar hasta consolarse diciendo que, después de todo, el día del juicio aún está lejano, posiblemente millones de años. Pero, es todavía Jesús quien desde el Evangelio le responde: «¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma» (Lucas 12,20).  El tema del juicio se entrecruza en la liturgia de este Domingo con el de Jesús el Buen Pastor. En el Salmo responsorial se dice: «El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar» (Salmo 23,1).

El sentido es claro: ahora, Cristo se deja encontrar por nosotros como el Buen Pastor; un día estará obligado a ser nuestro Juez. Ahora, es el tiempo de la misericordia; entonces, será el tiempo de la justicia. Nos corresponde a nosotros, mientras que aún estamos a tiempo, escoger a quién queremos encontrar. Yo deseo que el tiempo, que hemos pasado juntos en este año para reflexionar sobre el Evangelio, nos haya ayudado a conocer mejor al Buen Pastor y así a no temer al Juez.

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Someterse al Rey

Jesucristo es el Hijo de Dios, es el Rey del Universo. Vino al mundo, pero el mundo no lo recibió.

El Rey fue apresado, torturado, crucificado y muerto en la Cruz, porque los hombres no reconocieron su reinado.

Su Reino no es de este mundo y, sin embargo, reinó sobre el mundo, comprando con su sangre, derramada hasta la última gota, a todos los hombres, para hacerlos parte de su Reino.

El Rey resucitó de entre los muertos para darle vida al mundo, ganándose el derecho de juzgar a cada hombre. Al final de los tiempos, el Rey vendrá con todo su poder y su gloria y, como justo Juez, expulsará de su Reino a los que no obraron como Él les enseñó y les mandó: con misericordia.

Lo que los hombres hacen o dejan de hacer con el prójimo, lo hacen o lo dejan de hacer con el Rey. ¡Ay de aquel que desprecia al Rey!, porque de Él es todo el poder y la justicia, y de las obras de amor que hicieron o dejaron de hacer le darán cuentas al Rey.

Él es un Rey de amor, que juzgará a cada uno en el amor, y de acuerdo a la ley del amor.

Todo el que pertenece al Reino de Dios debe someterse a la ley y cumplir sus mandamientos.

Todo aquel que no se quiera someter al Rey será apartado y echado al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles, porque el que no se somete al Rey desobedece a Dios y se aparta de Él, perdiendo la oportunidad de participar de la gloria eterna de Dios en el Paraíso.

Obra tú con misericordia, adora a tu Rey. Su Reino no es de este mundo, pero Él ha venido a construir su Reino en el mundo, para reunir en su Reino, que es la Santa Iglesia Católica, a todos los hijos de Dios.

En el mundo reina el Rey del Universo, que está vivo, y está presente en Cuerpo, en Sangre, en Alma, en Divinidad, y con toda su majestuosidad derrama constantemente para el mundo su misericordia.

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Nuestra vida hacia Dios

Celebramos hoy, con toda la Iglesia, la gran solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. Posiblemente nada nos parece más razonable a los cristianos que esta proclamación solemne y pública, ante todo el mundo, que hacemos hoy. Queremos reafirmar de modo expreso –con el deseo de que suene nuestra voz hasta el último confín– la realeza, el señorío, el poder, el dominio absoluto del Hijo de Dios encarnado sobre todo cuanto existe.

De la misma naturaleza del Padre, por Quien no todo fue hecho, Jesucristo es Nuestro Señor y, por consiguiente, el objetivo primordial de toda acción humana, para que tenga el sentido y el valor necesario para ser propiamente humana. De otro modo, las ocupaciones nuestras no pasarían de ser algo nuestro. Sin aquel valor trascendente que, de suyo, alcanzan cuando tienden a Dios: cuando no se quedan en solucionar un problema humano o, tal vez, en satisfacer una ilusión que no trasciende a nuestras propias personas. Parece, en efecto, muy pocas veces vale la pena apurarse tanto por nosotros mismos ante lo poco como somos: cualquier imprevisto nos desconcierta; una mala caída nos discapacita, si no acaba con nuestra vida; ¿qué será de mí mañana?, pues, en absoluto soy dueño de mi existencia.

Nos desenvolvemos entre conjeturas. Entretanto, Dios permanece siempre. Únicamente Dios es capaz de pronunciar consentido esa palabra –siempre–, que utilizamos los hombres con tanta precipitación y alegría como inconsciencia. Es el alfa y la omega. Por Él, con Él y en Él es todo. Solamente Dios es necesario: ¿notará mucho el mundo mi desaparición?, ¿sería la vida diferente si hubiera muerto al nacer? Pero no hemos muerto todavía y tenemos influencia en el mundo. Una relativa influencia y, por tanto, una relativa responsabilidad; pero verdadera responsabilidad. Tan sólo los hombres tienen responsabilidad. Es una manifestación más de la dignidad humana. La responsabilidad tiene que ver con la libertad, y con esa categoría excelsa que sitúa al hombre por encima de las otras criaturas terrenas.

Únicamente los hombres, por ser hijos de Dios en Jesucristo, pueden, entre todo lo que contemplamos, reflexionar sobre estas cuestiones. Y pobre sería esta reflexión si no abocara en el reconocimiento de un Dios absoluto y verdaderamente Señor y dueño de habernos configurado como somos. Poderoso para determinar un universo material y un espíritu del que participan de diversos modos sus obras.

Las palabras de san Mateo que hoy consideramos se refieren a un juicio de Jesucristo como Rey Todopoderoso. Se trata de un juicio a los hombres en el que se pondera la conducta de cada uno, no tanto por su justicia, corrección o buen hacer, respecto a la opinión de los demás o según unos criterios mayoritariamente aprobados. Por sorprendente de parezca, el propio Jesucristo se siente directamente afectado, en primera persona, por la conducta humana. En efecto, el objetivo material y más directo de nuestras acciones nunca es lo preponderante. ¿Amo Dios mientras llevo a cabo esto o aquello? De eso se trata: cuanto hicisteis... a Mí me lo hicisteis.

Ni uno sólo de nuestros pasos es indiferente. En cada instante vivimos una oportunidad de actuar según Dios o no. Ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacerlo todo para la Gloria de Dios, decía san Pablo a los primeros cristianos de Corinto. Que es Cristo Rey y que vivimos en su Reino, debe ser una realidad viva para cada uno. Lo será si, de la mañana a la noche, intentamos vivir en su real presencia. Muy conscientes de que un gran Señor contempla con interés nuestros actos, pues, en cada uno de ellos –por el amor que dirigimos a los demás– espera Él nuestro amor.

También lo que parece más alejado del servicio al prójimo es, en la práctica, o puede ser, por acto de caridad. También nuestro descanso, la diversión, el trabajo que carece más mecánico y material. Todo se reconduce a la postre a un servicio, porque, aunque beneficie primero a quien lo realiza, acaba siendo asimismo ganancia para otros en su segundo momento. Así es la conducta del cristiano, empeñado en convertir en servicio a Dios sus días de tránsito en el mundo. Porque, en la práctica, el amor a Dios lo manifestamos en el interés actual por quienes nos rodean. El apostolado, de hecho, será siempre consecuencia de la propia santidad. Una consecuencia necesaria, inevitable, se podría decir. Interés y preocupación por los demás que se refiere a toda la persona, cuerpo y espíritu, salud y santidad, bienestar material y alegría de hijo de Dios.

La Madre de Dios se siente feliz –mi alma alaba al Señor– porque desea ser esclava del Rey del mundo. Que nos conceda, le pedimos, la virtud de la humildad para ser también nosotros felices y difundir felicidad.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Rey y pastor

La liturgia nos habla hoy –en el último domingo del año– de Jesucristo. Lo hace con dos grandes imágenes: Rey y Pastor. Son estos dos títulos que no se limitan a presentarnos, por decirlo así, dos caras distintas de la misma persona, y tampoco a describir en forma estática nuestra relación con Cristo. Entre esos dos títulos de Cristo fluye toda la historia de la salvación y, por eso, se da una grandiosa teología de la historia que, en esta solemnidad de Cristo Rey, somos llamados a aprender a partir de la liturgia. El año de la Iglesia no podía concluir en forma más digna.

Antes que nada, notamos una cierta distribución. En la primera parte de la liturgia de la palabra (primera lectura y salmo responsorial), predomina la imagen del Pastor; en la segunda parte (segunda lectura y Evangelio), la del Rey.

En el Antiguo Testamento, la imagen del Dios-pastor es característica del profeta Ezequiel (como la del esposo lo es de aseas y la del padre de Isaías), y es justamente de Ezequiel de donde está sacada la primera lectura. Es un himno a la ternura de Yahvé: Yo mismo voy a buscar mi rebaño y me ocuparé de él... así me ocuparé de mis ovejas... Buscaré a la oveja perdida, haré volver a la descarriada, vendaré a la herida y curaré a la enferma. Los Padres de la Iglesia han hablado a menudo de la synkatabasis de Dios, un concepto que quería expresar la condescendencia de Dios: al pie de la letra, su descender para estar con los hombres, y bien, esta página del profeta es como su traducción en imágenes vivientes.

El salmo responsorial incluye la respuesta del rebaño a esta extraordinaria ternura de Dios; es el canto de estupor y de júbilo del hombre religioso que se siente ovejita de su Dios:

El Señor es mi pastor,

nada me puede faltar.

Él me hace descansar en verdes praderas,

me conduce a las aguas tranquilas...

Con la segunda lectura –decíamos–, aparece en primer plano la imagen del Rey en lugar de la del Pastor. San Pablo habla de la reunificación de lo creado alrededor de Cristo resucitado, evocando, con su lenguaje, una situación política familiar para los antiguos: la del hijo de un rey que ha reconquistado un reino usurpado al padre y ahora, después de vencer a un enemigo después del otro, se dispone a devolver el reino pacificada al legítimo soberano. Existe –es verdad– un enemigo que, si bien herido, resiste todavía –la muerte–, pero también eso está destinado a ser sometido a fin de que Dios sea todo en todos.

El Apóstol revela así el movimiento secreto de la historia y del mundo: ellos están en camino hacia una meta luminosa, hacia una plenitud. A T. de Chardin le agradaba llamar a esta meta el punto Omega, inspirándose justamente en las palabras del Apocalipsis que hemos leído hoy como proclamación del Evangelio: Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin.

La historia externa y profana, la que conocen el sociólogo y el filósofo de la historia, parece, de un extremo al otro, una desmentida clarísima de todo esto. Se presenta muy a menudo como un movimiento de retroceso, un movimiento de disgregación antes que de reunificación y, de todos modos, como un movimiento sin sentido: algo parecido a la agitación de un hormiguero, un tiempo invertebrado, como lo llamó alguien. Sólo a la luz de la fe se revela la otra óptica, la de san Pablo: este río que parece fluir hacia atrás y perderse en mil meandros, en realidad corre seguro hacia el gran mar de la eternidad.

¿Qué aprendemos de nuevo al ir al pasaje evangélico? Algo esencial: que este movimiento de retorno a Dios de las criaturas (el reditus creaturarum ad Deum”) no tendrá una salida indiscriminada y automática. Habrá un discernimiento, un juicio. Es una imagen conmocionante la que Jesús bosqueja en su discurso escatológico. Él, que siempre había hablado del Pastor bueno que reúne a las ovejas en un solo redil (Jn. 10, 16), ahora habla del Pastor que separa una oveja de la otra y constituye dos rediles eternos: uno para las cabras y otro para las ovejas. El Pastor deja el lugar al Rey-juez que se sienta en su trono glorioso.

Ahora preguntémonos: ¿por qué esta sucesión de imágenes en la fiesta de Cristo Rey? ¿Qué nos quiere decir la liturgia con la elección de estos pasajes de la Escritura?

Creo que la idea central es ésta. Nuestra vida tiene dos tiempos. El primer tiempo es el terrenal que estamos viviendo. En él, encontramos a Cristo como buen Pastor; la decisión está en nuestras manos; es aquel que san Pablo llama el momento favorable o el día de la salvación (2 Cor. 6, 2). Sin embargo, llegará un momento en el que se cruzará un umbral y se pasará a una fase nueva: aquella en la cual se encontrará a Cristo en calidad de juez, en la cual la decisión ya no estará en nuestras manos, en la cual ya no existirá el tiempo del debate o de la defensa, sino sólo el de la sentencia. Nuestros padres pensaban más a menudo que nosotros en ese momento que llamaban significativamente aquel día (dies illa”) y sentían frente a él un saludable temor; durante siglos, al cantar la austera secuencia del Dies irae, meditaron sobre el momento en que, en medio del estupor de la naturaleza, la criatura resurgirá para responder al juez: cuando el juez se siente, todo lo que estaba oculto se manifestará y nada quedará sin castigo.

Los hombres siempre trataron de encontrar un pasaje por donde escapar de la tremenda seriedad de este pensamiento. Por ejemplo, elaboraron la idea de los ciclos sucesivos de existencia, por la cual es posible recomenzar desde el principio, incluso después de aquel día. En la antigüedad, parece que ésta fue la teoría de Orígenes, y también en nuestros días no pocos se consuelan con esta esperanza, pensando siempre en nuevas encarnaciones después de la muerte. Pero es una esperanza falaz (¡si es que se la puede llamar esperanza!); Dios no creó el mundo como una especie de juego para ser llevado a cabo, un juego en el cual nada es serio porque nada es definitivo. Si un árbol cae –dice la Escritura– hacia el sur o hacia el norte, queda en el mismo lugar donde cayó (Ecl. 11, 3); atrás no se vuelve, ni siquiera para decirlo a los propios hermanos, como habría querido hacerla el rico epulón (cfr. Lc. 16, 27).

Es un pensamiento austero que hizo temblar las venas y los pulsos de hombres infinitamente más santos que nosotros. Pero la liturgia no lo ha querido evocar, en esta fiesta de Cristo Rey, para hacernos temblar. En todo caso, sí para hacernos volver a descubrir con alivia, como a quien despierta de una pesadilla, que todavía estamos a tiempo, que todavía estamos en el día de la salvación. Si hoy escuchan su voz, no endurezcan su corazón: comentando estas palabras del Salmo, la epístola a los hebreos nos repite: Anímense mutuamente cada día mientras dure este hoy; a fin de que nadie se endurezca, seducido por el pecado (Heb. 3, 13).

Ahora, entonces, Cristo es para nosotros el pastor bueno cantado por Ezequiel. Y lo es de veras, en el sentido de que hoy mismo hace por nosotros lo que prometió por boca del profeta. En efecto, nos ha reunido aquí para la comida dominical y ahora está ante nosotros como el pastor cuando se encuentra en medio de sus ovejas; nos nutre con su palabra y con su cuerpo; si alguna ovejita llegó hasta aquí enferma o herida, desgarrado su espíritu por el pecado, o aunque sea sólo por el desaliento, él está dispuesto a vendar sus heridas, a curarla con el bálsamo de su perdón y de su consuelo.

No nos queda más que repetir con alegría, una vez más: El Señor es mi pastor, nada me puede faltar.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en el Santuario del Amor Misericordioso, en Colevalenza (22-XI-1981)

- La gracia de Dios

“Venid vosotros benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo” (Mt 25,43). Hemos escuchado estas palabras hace poco, en el Evangelio de la solemnidad de hoy. El Hijo del hombre pronunciará estas palabras cuando, como rey, se encuentre ante todos los pueblos de la tierra, al fin del mundo. Entonces, cuando “Él separará a unos de otros, como un pastor separa a las ovejas de las cabras” (Mt 25,32), a todos los que se hallen a su derecha, les dirá las palabras: “heredad el reino”.

Este reino es el don definitivo del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Es el don madurado “desde la creación del mundo” (Mt 25,34), en el curso de toda la historia de la salvación. Es don del amor misericordioso.

Por esto, hoy, la fiesta de Cristo Rey del universo y último domingo del año litúrgico, he deseado venir al santuario del Amor Misericordioso. La liturgia de este domingo nos hace conscientes, de modo particular, que en el reino revelado por Cristo crucificado y resucitado se debe cumplir definitivamente la historia del hombre y del mundo: “Cristo ha resucitado, primicia de todos los que han muerto” (1 Cor 15,20).

El reino de Cristo, que es don del amor eterno, del amor misericordioso, ha sido preparado “desde la creación del mundo”.

- El pecado esclaviza al hombre

Sin embargo, “por un hombre vino la muerte” (1 Cor 15,21) y “por Adán murieron todos” (1 Cor 15,22).

A la esencia del reino, nacido del amor eterno, pertenece la Vida y no la muerte. La muerte entró en la historia del hombre juntamente con el pecado. A la esencia del reino, nacido del amor eterno, pertenece la gracia, no el pecado. El pecado y la muerte son enemigos del reino porque en ellos se sintetiza, en cierto sentido, la suma del mal que hay en el mundo, el mal que ha penetrado en el corazón del hombre y en su historia.

El amor misericordioso tiene su plenitud en el bien. El reino “preparado desde la creación del mundo” es reino de la verdad y de la gracia, del bien y de la vida. Tendiendo a la plenitud del bien, el amor misericordioso entra en el mundo signado con la marca de la muerte y de la destrucción. El amor misericordioso penetra en el corazón del hombre, oprimido por el pecado y la concupiscencia, que es “del mundo”. El amor misericordioso establece un encuentro con el mal; afronta el pecado y la muerte. Y en esto precisamente se manifiesta y se vuelve a confirmar el hecho de que este amor es más grande que todo mal.

Sin embargo, San Pablo nos hace caer en la cuenta de lo largo que es el camino que este amor debe recorrer, el camino que lleva al cumplimiento del reino “preparado desde la creación del mundo”. Escribiendo sobre Cristo Rey, se expresa así: “Cristo tiene que reinar hasta que Dios haga a sus enemigos estrado de sus pies. El último enemigo aniquilado será la muerte” (1 Cor 15,25 s).

La muerte ya fue aniquilada por primera vez en la resurrección de Cristo, que en esta victoria se ha manifestado Señor y Rey. Sin embargo, en el mundo continúa dominando la muerte: “por Adán murieron todos”, porque sobre el corazón del hombre y sobre su historia pesa el pecado. Parece pesar de modo especial sobre nuestra época.

¡Qué grande es la potencia del amor misericordioso que esperamos hasta que Cristo haya puesto a todos los enemigos bajo sus pies, venciendo hasta el fondo el pecado y aniquilando, como último enemigo, a la muerte!

El reino de Cristo es una tensión hasta la victoria definitiva del amor misericordioso, hacia la plenitud escatológica del bien y de la gracia, de la salvación y de la vida. Esta plenitud tiene su comienzo visible sobre la tierra en la cruz y en la resurrección. Cristo, crucificado y resucitado, es revelación auténtica del amor misericordioso en profundidad. Él es rey de nuestros corazones.

“Cristo tiene que reinar” en su cruz y resurrección, tiene que reinar hasta que “devuelva a Dios Padre su reino...” (1 Cor 15,24). Efectivamente, cuando haya “aniquilado todo principado, poder y fuerza” que tienen al corazón humano en la esclavitud del pecado, y al mundo sometido a la muerte; cuando “todo le esté sometido”, entonces también el Hijo hará acto de sumisión a Aquél que le ha sometido todo, “y así Dios lo será todo para todos” (1 Cor 15,28).

He aquí la definición del reino preparado “desde la creación del mundo”. He aquí el cumplimiento definitivo del amor misericordioso: ¡Dios todo en todos!

Cuantos en el mundo repiten cada día las palabras “venga a nosotros tu reino”, rezan en definitiva “para que Dios sea todo en todos”. Sin embargo, “por un hombre vino la muerte” (1 Cor 15,21), la muerte, cuya dimensión interna en el espíritu humano es el pecado.

El hombre, pues, permaneciendo en esta dimensión de muerte y de pecado, el hombre tentado desde el comienzo con la palabra: “seréis como Dios” (cfr. Gen 3,5), mientras reza “venga tu reino”, por desgracia, se oponen a su venida, incluso la rechaza. Parece decir: si en definitiva Dios será “todo en todos”, ¿qué quedará para mí, hombre? ¿Acaso este reino escatológico no absorberá al hombre, no lo aniquilará?

Si Dios es todo, el hombre no es nada; no existe. Así proclaman los autores de las ideologías y programas que exhortan al hombre a volver las espaldas a Dios, a oponerse a su reino con absoluta firmeza y determinación, porque sólo así puede construir el propio reino; esto es, el reino del hombre en el mundo, el reino indivisible del hombre.

Así creen, así proclaman, y por esto luchan. Al comprometerse en esta batalla, parecen no advertir que el hombre no puede reinar mientras en él continúe dominando el pecado; que no es verdaderamente rey cuando la muerte domina sobre él... ¿Qué tipo de reino puede ser éste, si no libera al hombre de ese “principado, potestad y fuerza”, que arrastran al mal su conciencia y su corazón, y hacen brotar de las obras del genio humano horribles amenazas de destrucción?

Ésta es la verdad sobre el mundo en que vivimos. La verdad sobre el mundo, en el cual el hombre, con toda su firmeza y determinación, rechaza el Reino de Dios para hacer de este mundo el propio reino indivisible. Y, al mismo tiempo, sabemos que en el mundo está ya el reino de Dios. Está de modo irreversible. Está en el mundo: ¡está en nosotros!

- La potencia del amor misericordioso

¡Oh!, ¡de cuánta potencia de amor tiene necesidad el hombre y el mundo de hoy! ¡De cuánta potencia del amor misericordioso! Para que ese reino, que ya está en el mundo, pueda reducir a la nada el reino del “principado, poder y fuerza”, que inducen el corazón del hombre al pecado, y extienden sobre el mundo la horrible amenaza de la destrucción. ¡Oh! ¡cuánta potencia del amor misericordioso se debe manifestar en la cruz y en la resurrección de Cristo!

“Cristo tiene que reinar...”. Cristo reina por el hecho de que lleva al Padre a todos y a todo, reina para entregar “el reino a Dios Padre” (1 Cor 15,24), para someterse a sí mismo a Aquél que le ha sometido todas las cosas (1 Cor 15,28).

Él reina como Pastor, como el Buen Pastor. Pastor es aquél que ama a las ovejas y tiene cuidado de ellas, las protege de la dispersión, las reúne “de todos los lugares donde se desperdigaron el día de los nubarrones y de la oscuridad” (Ez 34,12).

La liturgia de hoy contiene un emocionante diálogo del pastor con el rebaño. Dice el Pastor: “Yo mismo apacentaré mis ovejas, yo mismo las haré sestear... Buscaré las ovejas perdidas, haré volver a las descarriadas, vendaré a las heridas, curaré a las enfermas; a las gordas y fuertes las guardaré y las apacentaré debidamente” (Ez 34,15-16). Dice el rebaño: “El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar. Me conduce hacia fuentes tranquilas, y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre... Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor, por años sin término” (Sal 22/23, 1-3.6).

Éste es el diálogo cotidiano de la Iglesia: el diálogo que tiene lugar entre el Pastor y el rebaño y en este diálogo madura el reino “preparado desde la creación del mundo” (Mt 25,24).

Cristo Rey, como Buen Pastor, prepara de diversos modos a su rebaño, esto es, a todos aquellos a quienes Él debe entregar al padre “para que Dios sea todo para todos” (1 Cor 15,28). ¡Cuánto desea Él decir un día a todos: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino”! (Mt 25,34). ¡Cómo desea encontrar, al culminar la historia del mundo, a aquellos a los que podrá decir: “...tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt 25,35-36).

¡Cómo desea reconocer a sus ovejas por las obras de caridad, incluso por una sola de ellas, incluso por el vaso de agua dado en su nombre! (cfr. Mc 9,41) ¡Cómo desea reunir a sus ovejas en un solo redil definitivo, para colocarlas “a su derecha” y decir: “heredad... el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo”!

Y, sin embargo, en la misma parábola, Cristo habla de las cabras que se hallarán “a la izquierda”. Son los que han rechazado el reino. Han rechazado no sólo a Dios, considerando y proclamando que su reino aniquila al indiviso reino del hombre en el mundo, sino que ha rechazado también al hombre: no le han hospedado, no le han visitado, no le han dado de comer ni de beber. Efectivamente, el reino de Cristo se confirma, en las palabras del último juicio, como reino del amor hacia el hombre. La última base de la condenación será precisamente esa motivación: “cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo” (Mt 25,45).

Éste es, pues, el reino del amor al hombre, del amor en la verdad; y, por esto, es el reino del amor misericordioso. Este reino es el don “preparado desde la creación del mundo”, don del amor. Y también fruto del amor, que en el curso de la historia del hombre y del mundo se abre constantemente camino a través de las barreras de la indiferencia, del egoísmo, de la despreocupación y del odio; a través de las barreras de la concupiscencia de la carne, de los ojos y de la soberbia de la vida (cfr. 1 Jn 2,16); a través del fomes del pecado que cada uno lleva en sí, a través de la historia de los pecados humanos y de los crímenes, como por ejemplo los que gravitan sobre nuestro siglo y sobre nuestra generación...¡a través de todo esto!

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Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Termina el año litúrgico con esta solemnidad de Cristo Rey. A lo largo de él hemos contemplado la vida de Jesús desde que nace hasta que muere y es elevado al Cielo. Cristo es Rey. Así lo declara el Antiguo y el Nuevo Testamento. Así lo expresa la Liturgia y lo declara Él mismo: “Yo soy Rey, yo nací para esto y para esto vine al mundo” (Jn 18,37). Sin embargo, su reino no es como los de este mundo, apoyados en la fuerza. Su reino es el de la verdad y la vida, la santidad y la gloria, la justicia y la paz, como reza el Prefacio de la Misa de hoy.

En el Evangelio que acabamos de oír se nos presenta a Cristo rodeado de poder y de gloria, y de todos sus ángeles para juzgar a todos los hombres de todos los tiempos. Se ha dicho muchas veces que una persona vale por lo que vale su corazón. “Al atardecer −decía S. Juan de la Cruz− te examinarán en el amor”. Efectivamente. Jesús no nos preguntará por el dinero ganado, ni por el prestigio social adquirido, ni por el éxito profesional conquistado, sino por el amor afectivo y efectivo a los demás: “Me disteis de comer...; No me disteis de comer...”.

¡Qué campo para la reflexión en estas palabras del Señor! Pensemos en ese “y no, y no, y no...”, omisiones. Lo que debimos haber hecho o dicho y no lo hicimos o no lo dijimos. Lo que no mereció ni un minuto de nuestra atención. Los servicios prestados a medias o de mala gana. La limosna negada de una sonrisa, una palabra amable, un silencio comprensivo, un consejo oportuno. El perdón que no supimos expresar. La conversación sobre materias religiosas que el respeto humano heló en nuestros labios. La ayuda negada a los necesitados de bienes materiales. ¡Todo un inmenso campo donde el corazón cristiano podría haberse volcado! ¡Docenas de ocasiones diarias de tender nuestras manos, servicialmente, a quienes nos rodean, y en quienes está el Señor!

Hay que convencerse de que en dar está nuestra ganancia. El amor hecho de preocupación y de servicio por los demás, rompe el caparazón del egoísmo, del yo, y así como al destapar un perfume valioso el lugar se llena de su fragancia, así también se libera lo mejor de nosotros mismos: el amor de Dios que fue derramado en nuestros corazones el día del Bautismo. ¡Qué distinto es todo al lado de alguien que no es egoísta, que da generosamente su tiempo, su calor humano, su trato respetuoso, servicial, atento, sus conocimientos! Cuando los cristianos se conducen así, la religión deja de ser para los demás una teoría que se puede discutir, para convertirse en un hecho que permite sentir la cercanía de Jesús, un preludio de ese reinado que hoy celebramos con toda la Iglesia.

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Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

“Volverá el Señor, Rey del universo, y «separará a unos de otros»”

I. LA PALABRA DE DIOS

Ez 34,11s.15-17: «A vosotras, ovejas mías, os voy a juzgar»

Sal 22,1-2a.2b-3.5s.: «El Señor es mi pastor, nada me falta»

1Co 15,20-26a.28: «Devolverá el Reino de Dios Padre para que Dios sea todo en todo»

Mt 25,31-46: «Se sentará en el trono de su gloria y separará a unos de otros»

II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO

En este Domingo, el anuncio evangélico tiene dos perspectivas destacadas: la contemplación de Cristo Rey y el retorno del Señor con el juicio final, que prolonga los Domingos anteriores.

La contemplación de Cristo Rey coloca en primer plano la persona de Cristo, por la acumulación de títulos cristológicos en esta perícopa: Hijo del hombre, Pastor, Rey, Hijo del Padre, Hermano de los hombres, Señor, Juez de todas las vidas humanas.

El retorno del Señor coloca en primer plano, en el juicio final, la caridad con los más necesitados. Se completan las parábolas anteriores: En la vigilancia y el quehacer cristiano, la caridad ocupa el centro. Y la caridad ha de completarse con la vigilancia y el quehacer cristianos.

III. SITUACIÓN HUMANA

Nos cuesta trabajo reconocer a Cristo como rey, porque la comprensión que de sí mismo tiene como siervo no se corresponde con nuestras ideas e imágenes del poder, de la primacía y del dominio.

Muchos de nuestros contemporáneos no pasan del Cristo de las narraciones evangélicas al Rey del universo. Es un mal síntoma de la dificultad en transcender al hombre admirado, Jesús de Nazaret.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe

– En Cristo Rey: «... La Ascensión de Cristo al cielo significa su participación en el poder y en la autoridad de Dios mismo... Cristo es el Señor del cosmos... y de la historia... Como Señor, Cristo es también Cabeza de su Cuerpo... la Iglesia» (668-669).

– En el juicio de Dios: “... Entonces, se pondrán a luz la conducta de cada uno... y el secreto de los corazones... Jesús dirá en el último día: «Cuanto hicisteis a uno de estos... a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40)” (678).

La respuesta

– A Cristo Rey la adoración: “Es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura... el silencio respetuoso en presencia de Dios «siempre mayor»…” (2628).

– Ante el juicio de Dios: “S. Juan Crisóstomo lo recuerda ... «No hacer participar a los pobres de los propios bienes es robarles»...” (2446).

– “Desde el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y sobre la historia significa también reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo absoluto, a ningún poder terrenal sino sólo a Dios Padre y al Señor Jesucristo: César no es el «Señor». «La Iglesia cree... que la clave, el centro y el fin de toda historia humana se encuentra en su Señor y Maestro»” (450).

El testimonio cristiano

– Sobre la solemnidad de Cristo Rey: “La Iglesia manifiesta... la realeza de Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas (León XIII, enc. «Inmortale Dei»)” (2105).

– Sobre el juicio: «Cuando damos a los pobres las cosas indispensables, no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo... es cumplir un deber de justicia (S. Gregorio Magno, past., 3, 21)» (2469).

En el anuncio evangélico del juicio final, se destacan: la realeza de Cristo y el amor a los necesitados. La primera pide adoración, “silencio respetuoso [de todo el ser] ante el Dios «siempre mayor»”. El segundo, renuncia al ansia de poseer que ha de redundar en la comunicación de bienes.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

El reinado de Cristo.

– Un reinado de justicia y de amor.

I. El Señor se sienta como rey eterno, el Señor bendice a su pueblo con la paz, nos recuerda una de las Antífonas de la Misa.

La Solemnidad que celebramos «es como una síntesis de todo el misterio salvífico». Con ella se cierra el año litúrgico, después de haber celebrado todos los misterios de la vida del Señor, y se presenta a nuestra consideración a Cristo glorioso, Rey de toda la creación y de nuestras almas. Aunque las fiestas de Epifanía, Pascua y Ascensión son también de Cristo Rey y Señor de todo lo creado, la de hoy fue especialmente instituida para mostrar a Jesús como el único soberano ante una sociedad que parece querer vivir de espaldas a Dios.

En los textos de la Misa se pone de manifiesto el amor de Cristo Rey, que vino a establecer su reinado, no como la fuerza de un conquistador, sino con la bondad y mansedumbre del pastor: Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas siguiendo su rastro. Como un pastor sigue el rastro de su rebaño cuando se encuentran las ovejas dispersas, así seguiré Yo el rastro de mis ovejas: y las libraré, sacándolas de todos los lugares donde se desperdigaron el día de los nubarrones y de la oscuridad. Con esta solicitud buscó el Señor a los hombres dispersos y alejados de Dios por el pecado. Y como estaban heridos y enfermos, los curó y vendó sus heridas. Tanto los amó que dio la vida por ellos. «Como Rey viene para revelar el amor de Dios, para ser el Mediador de la Nueva Alianza, el Redentor del hombre. El Reino instaurado por Jesucristo actúa como fermento y signo de salvación para construir un mundo más justo, más fraterno, más solidario, inspirado en los valores evangélicos de la esperanza y de la futura bienaventuranza, a la que todos estamos llamados. Por esto en el Prefacio de la celebración eucarística de hoy se habla de Jesús que ha ofrecido al Padre un reinado de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz». Así es el reino de Cristo, al que somos llamados para participar en él y para extenderlo a nuestro alrededor con un apostolado fecundo. El Señor ha de estar presente en familiares, amigos, vecinos, compañeros de trabajo... Ante los que reducen la religión a un cúmulo de negaciones, o se conforman con un catolicismo de media tinta; ante los que quieren poner al Señor de cara a la pared, o colocarle en un rincón del alma...: hemos de afirmar, con nuestras palabras y con nuestras obras, que aspiramos a hacer de Cristo un auténtico rey de todos los corazones..., también de los suyos.

– Que Cristo reine en primer lugar en nuestra inteligencia, en nuestra voluntad, en todas las acciones...

II. Oportet autem illum regnare..., es necesario que Él reine...

San Pablo enseña que la soberanía de Cristo sobre toda la creación se cumple ya en el tiempo, pero alcanzará su plenitud definitiva tras el juicio universal. El Apóstol presenta este acontecimiento misterioso para nosotros, como un acto de solemne homenaje al Padre: Cristo ofrecerá como un trofeo toda la creación, le brindará el Reino que hasta entonces le había encomendado. Su venida gloriosa al fin de los tiempos, cuando haya establecido el cielo nuevo y la tierra nueva, llevará consigo el triunfo definitivo sobre el demonio, el pecado, el dolor y la muerte.

Mientras tanto, la actitud del cristiano no puede ser pasiva ante el reinado de Cristo en el mundo. Nosotros deseamos ardientemente ese reinado: ¡Oportet illum regnare...! Es necesario que reine en primer lugar en nuestra inteligencia, mediante el conocimiento de su doctrina y el acatamiento amoroso de esas verdades reveladas; es necesario que reine en nuestra voluntad, para que obedezca y se identifique cada vez más plenamente con la voluntad divina; es preciso que reine en nuestro corazón, para que ningún amor se interponga al amor a Dios; es necesario que reine en nuestro cuerpo, templo del Espíritu Santo; en nuestro trabajo, camino de santidad... ¡Qué grande eres Señor y Dios nuestro! Tú eres el que pones en nuestra vida el sentido sobrenatural y la eficacia divina. Tú eres la causa de que, por amor de tu Hijo, con todas las fuerzas de nuestro ser, con el alma y con el cuerpo podamos repetir: oportet illum regnare!, mientras resuena la copla de nuestra debilidad, porque sabes que somos criaturas.

La fiesta de hoy es como un adelanto de la segunda venida de Cristo en poder y majestad, la venida gloriosa que llenará los corazones y secará toda lágrima de infelicidad. Pero es a la vez una llamada y acicate para que a nuestro alrededor el espíritu amable de Cristo impregne todas las realidades terrenas, pues «la esperanza de una tierra nueva no debe atenuar, sino más bien estimular, el empeño por cultivar esta tierra, en donde crece ese cuerpo de la nueva familia humana que aya nos puede ofrecer un cierto esbozo del mundo nuevo. Por lo tanto, aunque haya que distinguir con cuidado el progreso terreno del desarrollo del Reino de Cristo, sin embargo, el progreso terreno, en cuanto que puede ayudar a organizar mejor la sociedad humana, es de gran importancia para el reino de Dios.

»Los bienes de la dignidad humana, de la comunión fraterna y de la libertad –es decir, todos los bienes de la naturaleza y los frutos de nuestro esfuerzo– los volveremos a encontrar, después de que los hayamos propagado (...), y esta vez ya limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo devuelva al Padre el Reino eterno y universal (...). El Reino está ya presente misteriosamente en esta tierra; y cuando el Señor venga alcanzará su perfección». Nosotros colaboramos en la extensión del reinado de Jesús cuando procuramos hacer más humano y más cristiano el pequeño mundo que nos rodea, el que cada día frecuentamos.

– Extender el Reino de Cristo.

III. A la pregunta de Pilato, contestó Jesús: Mi reino no es de este mundo... Y ante la nueva interpelación del procurador, respondió: Yo soy Rey. Para esto he nacido... No siendo de este mundo, el Reino de Cristo comienza ya aquí. Se extiende su reinado en medio de los hombres cuando éstos se sienten hijos de Dios, se alimentan de Él y viven para Él. Cristo es un Rey a quien se le ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra, y gobierna siendo manso y humilde de corazón, sirviendo a todos, porque ha venido no a ser servido, sino a servir, y dar su vida para la redención de muchos. Su trono fue primero el pesebre de Belén, y luego la Cruz del Calvario. Siendo el Príncipe de los reyes de la tierra, no exige más tributos que la fe y el amor.

Un ladrón fue el primero en reconocer su realiza: Jesús –le decía con una fe sencilla y humilde–, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino. El título que para muchos fue motivo de escándalo y de injurias, será la salvación de este hombre en el que ha ido arraigando la fe, cuando más oculta parecía estar la divinidad del Salvador, que «concede siempre más de lo que se le pide: el ladrón sólo pedía que se acordase de él; pero el Señor le dice: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso. La vida consiste en habitar con Jesucristo, y donde está Jesucristo allí está su Reino».

En la fiesta de hoy oímos al Señor que nos dice en la intimidad de nuestro corazón: Yo tengo sobre ti pensamientos de paz y no de aflicción, y hacemos el propósito de arreglar en nuestro corazón lo que no sea conforme con el querer de Cristo. A la vez, le pedimos poder colaborar en esa tarea grande de extender su reinado a nuestro alrededor y en tantos lugares donde aún no le conocen. A esto hemos sido llamados los cristianos, ésa es nuestra tarea apostólica y el afán que nos debe comer el alma: lograr que sea realidad el reinado de cristo, que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo fuerte y pacífico del amor. Esto sólo lo lograremos acercando a muchos a Jesús, mediante un apostolado constante y eficaz entre las personas que diariamente pasan cerca de nuestra vida.

Para hacer realidad nuestros deseos acudimos, una vez más, a Nuestra Señora. María, la Madre santa de nuestro Rey, la Reina de nuestro corazón, cuida de nosotros como sólo Ella sabe hacerlo. Madre compasiva, trono de la gracia: te pedimos que sepamos componer en nuestra vida y en la vida de los que nos rodean, verso a verso, el poema sencillo de caridad, quasi fluvium pacis (Is 66, 12), como un río de paz. Porque Tú eres mar de inagotable misericordia.

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Rev. D. Pere OLIVA i March (Barcelona, España) (www.evangeli.net)

«Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis»

Hoy, Jesús nos habla del juicio definitivo. Y con esa ilustración metafórica de ovejas y cabras, nos hace ver que se tratará de un juicio de amor. «Seremos examinados sobre el amor», nos dice san Juan de la Cruz.

Como dice otro místico, san Ignacio de Loyola en su meditación Contemplación para alcanzar amor, hay que poner el amor más en las obras que en las palabras. Y el Evangelio de hoy es muy ilustrativo. Cada obra de caridad que hacemos, la hacemos al mismo Cristo: «(…) Porque tuve hambre, y me disteis de comer; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; en la cárcel, y vinisteis a verme» (Mt 25,34-36). Más todavía: «Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).

Este pasaje evangélico, que nos hace tocar con los pies en el suelo, pone la fiesta del juicio de Cristo Rey en su sitio. La realeza de Cristo es una cosa bien distinta de la prepotencia, es simplemente la realidad fundamental de la existencia: el amor tendrá la última palabra.

Jesús nos muestra que el sentido de la realeza –o potestad– es el servicio a los demás. Él afirmó de sí mismo que era Maestro y Señor (cf. Jn 13,13), y también que era Rey (cf. Jn 18,37), pero ejerció su maestrazgo lavando los pies a los discípulos (cf. Jn 13,4 ss.), y reinó dando su vida. Jesucristo reina, primero, desde una humilde cuna (¡un pesebre!) y, después, desde un trono muy incómodo, es decir, la Cruz.

Encima de la cruz estaba el cartel que rezaba «Jesús Nazareno, Rey de los judíos» (Jn 19,19): lo que la apariencia negaba era confirmado por la realidad profunda del misterio de Dios, ya que Jesús reina en su Cruz y nos juzga en su amor. «Seremos examinados sobre el amor».

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Soldados del ejército del Rey

«Lleva en su manto y en su muslo escrito: “Rey de reyes y Señor de señores”» (Apoc 19, 16).

Eso dice la Escritura.

Y el Rey de reyes y Señor de señores es Cristo, que se reúne con sus ejércitos para vencer al enemigo y a sus ejércitos.

Es el Rey que anuncia su triunfo, porque vendrá de nuevo con todo su poder y toda su majestad, y con sus ángeles del cielo, para reunir a su pueblo en el banquete del Rey, porque sus juicios son verdaderos y justos.

Sacerdote: tú eres un soldado del ejército del Rey, y tú luchas cada día junto a Él para obtenerle la victoria de su pueblo sobre sus enemigos.

Tú eres, sacerdote, quien lucha día a día entregando la vida por su Rey, porque el Rey te ha cautivado, te ha motivado cuando te ha llamado, y tú lo has seguido, porque es un Rey que no ha impuesto su voluntad sobre la tuya, pero que te ha dado la libertad para descubrir cuál es su voluntad, y darte cuenta de que su voluntad es mejor que la tuya.

Tú has dejado todo, para tomar las armas del Rey y seguirlo, y el Rey te ha provisto de regalos para que en la lucha no seas vencido.

Son los dones, sacerdote, que en función a tu ministerio del orden sacerdotal el Espíritu Santo ha infundido, y te da la gracia para que descubras que ya no eres tú, sino el Rey quien vive en ti. Es Cristo, quien se manifiesta en ti y a través de ti, es Él quien lucha y quien vence todas tus batallas, porque es Él quien tiene todo el poder.

Concientiza, sacerdote, tu debilidad, tu pequeñez, y tu fragilidad, porque eres solo un soldado del gran ejército del Rey, pero con Él, por Él y en Él, eres parte del Rey, quien te comparte su poder.

Abre tus ojos para que veas los milagros que tus manos realizan, para que veas y reconozcas a los más necesitados que Dios pone en tu camino, para que sea Él, y no tú, quien los sane, quien los cure, quien los convierta, quien los salve.

Pero eres tú el soldado que actúa con el poder del Rey, mientras el Rey permanece sentado en su trono a la derecha de su Padre, protegiendo a su ejército contra el ataque del enemigo, mientras cada soldado es fortalecido con su gracia.

Sacerdote, soldado del ejército del Rey de reyes y Señor de señores, dispón tu corazón a recibir la gracia de tu Señor, para que seas fortalecido y enviado con el arma que gana todas las batallas: es el arma del amor.

Disponte sacerdote a recibir el amor.

Déjate amar por Dios y ama con el amor que recibes: ese es el poder de Dios que quiere darte, esa es la gracia de Dios que quiere manifestarte, y esa es la gran verdad que quiere revelarte.

El Rey del universo es un Rey de amor. Si tienes amor nada te falta. Las batallas se vencen con amor, pero nadie puede dar lo que no tiene, y nadie puede tener lo que no recibe, y nadie puede recibir si no abre la puerta.

Sacerdote, el Rey está a la puerta y llama. Escucha su voz y ábrele la puerta, para que pueda entrar. Entonces cenará contigo y tú con Él, en el gran banquete del Rey. Y esa es la victoria sobre todas las batallas.

Deja que el Rey cure tus heridas, deja que sane la lepra de tu corazón.

Mantén firme tu fe y pide la gracia de ser alimentado, fortalecido, para que estés bien dispuesto a recibir las armas que te procuren la victoria.

Tú construyes, sacerdote, el Reino del Cielo en la tierra. Prepara el camino para que sea un reino de sacerdotes, una nación santa, y un pueblo bien dispuesto, para que, cuando Cristo vuelva a proclamar su victoria, puedas cantar alabanzas, unido con todos los soldados del Rey y sus ángeles, diciendo “aleluya, aleluya, ha vencido el Rey, y ha establecido su reinado el Señor Dios todopoderoso”, para que des testimonio y digas: “Dios me ha sanado, porque yo era un leproso, porque tenía un corazón de piedra, y Él me dio un corazón de carne; porque yo era débil y frágil, y me vistió de fortaleza y de fe, y me dio un corazón dispuesto para amar y para recibir el amor, con el que he ganado todas mis batallas”.

Ese es, sacerdote, el testimonio al que has sido llamado a dar cuando salgas al campo de batalla, al que has sido enviado por el Rey, como precursor de su victoria.

Dichosos los invitados al banquete de las bodas del Cordero, que es el Rey de reyes y Señor de señores.

(Espada de Dos Filos V, n. 91)

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