Santísima Trinidad (Ciclo A)

Escrito el 08/07/2025
Julia María Haces

Santísima Trinidad (A)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

 

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Homilía 2013 y Ángelus 2013 a 2017
  • BENEDICTO XVI – Homilía 2008
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Cardenal Jorge MEJÍA Archivista y Bibliotecario de la S.R.I. (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

MISERICORDIOSO Y FIEL

Ex 34,4-6.8-9,2 Cor 13,11-13; Jn 3,16-18

Esta hermosa presentación que el Señor hace de sí mismo a Moisés es un referente fundamental para comprender el misterio de Dios. La enumeración de adjetivos del campo de la misericordia es notable. Dios es el compasivo, clemente, paciente, misericordioso y fiel. La misericordia de Dios no está exenta de la justicia, que viene a ser la contraparte necesaria de la compasión divina. El Dios que se alegra al perdonar no puede volverse cómplice de los malvados que pisotean a los débiles. Tiene que dar la cara por sus hijos pequeños. En el Evangelio de san Juan, el Señor Jesús se concibe a sí mismo como el Hijo enviado por el Padre para salvar al mundo. Creer en Jesús implica adherirse a su estilo de vida. Quien aprenda a vivir como Jesús vivió no tendrá de que afligirse. Ha comenzado a vivir su condición de criatura salvada por el amor de Dios.

ANTÍFONA DE ENTRADA

Bendito sea Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia con nosotros.

ORACIÓN COLECTA

Dios Padre, que al enviar al mundo la Palabra de verdad y el Espíritu santificador, revelaste a todos los hombres tu misterio admirable, concédenos que, profesando la fe verdadera, reconozcamos la gloria de la eterna Trinidad y adoremos la Unidad de su majestad omnipotente. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Yo soy el Señor, el Señor Dios, compasivo y clemente.

Del libro del Éxodo: 34, 4-6. 8-9

En aquellos días, Moisés subió de madrugada al monte Sinaí, llevando en la mano las dos tablas de piedra, como le había mandado el Señor. El Señor descendió en una nube y se le hizo presente. Moisés pronunció entonces el nombre del Señor, y el Señor, pasando delante de él, proclamó: “Yo soy el Señor, el Señor Dios, compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel”.

Al instante, Moisés se postró en tierra y lo adoró, diciendo: “Si de veras he hallado gracia a tus ojos, dígnate venir ahora con nosotros, aunque este pueblo sea de cabeza dura; perdona nuestras iniquidades y pecados, y tómanos como cosa tuya”. 

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Daniel 3, 52. 53. 54. 55. 56.

R/. Bendito seas para siempre, Señor.

Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres. Bendito sea tu nombre santo y glorioso. R/.

Bendito seas en el templo santo y glorioso. Bendito seas en el trono de tu reino. R/.

Bendito eres tú, Señor, que penetras con tu mirada los abismos y te sientas en un trono rodeado de querubines. Bendito seas, Señor, en la bóveda del cielo. R/.

SEGUNDA LECTURA

Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con ustedes.

De la segunda carta del apóstol san Pablo a los corintios: 13,11-13

Hermanos: Estén alegres, trabajen por su perfección, anímense mutuamente, vivan en paz y armonía. Y el Dios del amor y de la paz estará con ustedes.

Salúdense los unos a los otros con el saludo de paz.

Los saludan todos los fieles.

La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con ustedes. 

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr. Apoc 1, 8

R/. Aleluya, aleluya.

Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Al Dios que es, que era y que vendrá. R/.

EVANGELIO

Dios envió a su Hijo al mundo para que el mundo se salvara por él.

+ Del santo Evangelio según san Juan: 3, 16-18

“Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por él. El que cree en él no será condenado; pero el que no cree ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios”. 

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Por la invocación de tu nombre, santifica, Señor, estos dones que te presentamos y transfórmanos por ellos en una continua oblación a ti. Por Jesucristo, nuestro Señor.

PREFACIO

El misterio de la Santísima Trinidad.

En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno.

Que con tu Hijo único y el Espíritu Santo, eres un solo Dios, un solo Señor, no en la singularidad de una sola persona, sino en la trinidad de una sola sustancia.

Y lo que creemos de tu gloria, porque tú lo revelaste, eso mismo lo afirmamos de tu Hijo y también del Espíritu Santo, sin diferencia ni distinción.

De modo que al proclamar nuestra fe en la verdadera y eterna divinidad, adoramos a tres personas distintas, en la unidad de un solo ser e iguales en su majestad.

A quien alaban los ángeles y los arcángeles, y todos los coros celestiales, que no cesan de aclamarte con una sola voz: Santo, Santo, Santo...

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Ga 4, 6

Porque ustedes son hijos de Dios, Dios infundió en sus corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abbá, Padre.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Que la recepción de este sacramento y nuestra profesión de fe en la Trinidad santa y eterna, y en su Unidad indivisible, nos aprovechen, Señor, Dios nuestro, para la salvación de cuerpo y alma. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Dios compasivo y misericordioso (Ex 34,4b-6.8-9)

1ª lectura

La teofanía o manifestación de Dios en el Sinaí está descrita en este capítulo 34 con sobriedad, pero contiene los mismos elementos señalados en el capítulo 19 del Éxodo: preparación esmerada de Moisés (Ex 34,2; cfr Ex 19,10-11); prohibición de que se aproximen a la montaña los miembros del pueblo (Ex 34,3; cfr Ex 19,12-13); aparición de Dios dentro de la nube (Ex 34,5; cfr Ex 19,16-20). Comparando ambos relatos, éste hace más hincapié en la familiaridad de Dios: «se colocó junto a él» (Ex 34,5). La iniciativa divina de aproximarse al hombre es patente y fundamenta la Alianza.

«E invocó el nombre del Señor» (Ex 34,5 5). Por el contexto es Moisés quien invoca, aunque el texto hebreo admite que fuera Dios el sujeto del verbo, en cuyo caso el sentido debe ser: «Y proclamó su nombre, Señor». Es ésta la misma expresión del v. 6, que resulta más comprensible, suponiendo que es el Señor quien «proclama» y quien da la definición de Sí mismo cumpliendo así lo prometido (cfr Ex 33,19). Cabe pensar que el autor sagrado ha dejado estas frases con el doble sentido intencionadamente porque tienen el mismo valor de revelación puestas en boca de Moisés o como pronunciadas directamente por Dios.

A la invocación de Moisés, el Señor responde manifestándose a Sí mismo. La repetición solemne del nombre de Yahwéh (Señor) enfatiza la presentación litúrgica de Sí mismo ante la asamblea israelita. En la descripción que sigue y que viene a ser un estribillo en muchos otros lugares (cfr Ex 20,5-6; Nm 14,18; Dt 5,9-18, etc.) se subrayan dos atributos fundamentales de Dios: la justicia y la misericordia. Dios no puede dejar impune el pecado y lo castiga siempre; los profetas enseñarán también que el castigo es, ante todo, personal (cfr Jr 31,29; Ez 18,2 ss.). Pero en este antiguo texto únicamente se señala de modo general que Dios es justo, para poner más de relieve que es misericordioso. El hombre que tiene conciencia de su propio pecado sólo tiene acceso a Dios, desde la certeza de que Dios puede y quiere perdonarlo. «El concepto de mi­sericordia, comenta Juan Pablo II, tiene en el Antiguo Testamento una larga y rica historia. Debemos remontarnos hasta ella para que resplandezca más plenamente la misericordia revelada por Cristo. (...) La miseria del hombre es también su pecado. El pueblo de la Antigua Alianza conoció esta miseria desde los tiempos del éxodo, cuando levantó el becerro de oro. Sobre este gesto de ruptura de la Alianza, triunfó el Señor mismo, manifestándose solemnemente a Moisés como “Dios de ternura y de gracia, lento a la cólera y rico en misericordia y fidelidad” (Ex 34,6). Es en esta revelación central donde el pueblo elegido y cada uno de sus miembros encontrarán, después de toda culpa, la fuerza y la razón para dirigirse al Señor con el fin de recordarle lo que Él había revelado de sí mismo y para implorar su perdón» (Dives in misericordia, n. 4). Sobre el «celo de Dios» véase nota a 20,5-6.

Moisés vuelve a implorar al Señor en favor de su pueblo formulando tres peticiones (cfr Ex 34,8-9) que resumen otras muchas oraciones previas: su presencia y protección en la aventura del desierto (cfr Ex 33, 15-17), el perdón del gravísimo pecado cometido (cfr Ex 32,11-14), y finalmente la decisión de tomarlos como heredad propia, distinguiéndolos así de todos los pueblos de la tierra (cfr Ex 33,16) y haciéndoles volver al estado originario que Dios había anunciado como «posesión suya» (cfr Ex 19,5). Estas tres peticiones serán constantes, en la vida del pueblo y de cada hombre que reconoce a Dios (cfr Sal 86,1-15; 103,8-10, etc.).

La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo (2 Co 13,11-13)

2ª lectura

San Pablo termina la carta segunda a los corintios con estas exhortaciones cargadas de afecto y desvelo por sus fieles: «Vivid en la unión y la paz, y Dios estará con vosotros, pues Dios es un Dios de amor y de paz. Su amor producirá vuestra paz y todos los males serán desterrados de vuestra Iglesia» (S. Juan Crisóstomo, In 2 Corinthios 30).

La fórmula final (v. 13), recogida en la liturgia como uno de los saludos iniciales de la Santa Misa, expresa la fe en la Santísima Trinidad y la petición de todos los bienes sobrenaturales: «La gracia de Cristo, por la que somos justificados y salvados; el amor de Dios Padre, por el que somos unidos a Él; y la comunión del Espíritu Santo, que nos distribuye los dones divinos» (Sto. Tomás de Aquino, Super 2 Corinthiosad loc.)

Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito (Jn 3,16-18)

Evangelio

Estas palabras finales del diálogo con Nicodemo (cfr Jn 3,16-21) sintetizan cómo la muerte de Jesucristo es la manifestación suprema del amor de Dios por nosotros los hombres. Tanto para los inmediatos destinatarios del evangelio, como para el lector actual, esas palabras constituyen una llamada apremiante a corresponder al amor de Dios: que «nos acordemos del amor con que [el Señor] nos hizo tantas mercedes y cuán grande nos le mostró Dios (...): que amor saca amor (...). Procuremos ir mirando esto siempre y despertándonos para amar» (Sta. Teresa de Jesús, Vida 22,14).

Las palabras «tanto amó Dios al mundo...» (v. 16) las comenta Juan Pablo II diciendo que «nos introducen al centro mismo de la acción salvífica de Dios. Ellas manifiestan también la esencia misma de la soteriología cristiana, es decir, de la teología de la salvación. Salvación significa liberación del mal, y por ello está en estrecha relación con el problema del sufrimiento. Según las palabras dirigidas a Nicodemo, Dios da su Hijo al “mundo” para librar al hombre del mal, que lleva en sí la definitiva y absoluta perspectiva del sufrimiento. Contemporáneamente, la misma palabra “da” (“dio”) indica que esta liberación debe ser realizada por el Hijo unigénito mediante su propio sufrimiento. Y en ello se manifiesta el amor, el amor infinito, tanto de ese Hijo unigénito como del Padre, que por eso “da” a su Hijo. Éste es el amor hacia el hombre, el amor por el “mundo”: el amor salvífico» (Salvifici doloris, n. 11).

La entrega de Cristo constituye la llamada más apremiante a corresponder a su gran amor: Si Dios nos ha creado, si nos ha redimido, si nos ama hasta el punto de entregar por nosotros a su Hijo Unigénito (Jn 3,16), si nos espera —¡cada día!— como esperaba aquel padre de la parábola a su hijo pródigo (cfr Lc 15,11-32), ¿cómo no va a desear que lo tratemos amorosamente? Extraño sería no hablar con Dios, apartarse de Él, olvidarle, desenvolverse en actividades ajenas a esos toques ininterrumpidos de la gracia (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 251).

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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)

Comentario trinitario de Jn 17,3.

Cristo el Señor, que nos oye juntamente con el Padre, se dignó orar por nosotros al Padre. ¿Hay cosa más segura que nuestra felicidad, si ora por nosotros quien concede lo que pide? Cristo es, en efecto, hombre y Dios; ora en cuanto hombre, y en cuanto Dios otorga lo que pide. Habéis de tener claro que atribuye todo al Padre, porque no es el Padre quien procede de él, sino él del Padre. Todo lo asigna a la fuente de que deriva. Pero también él es fuente nacida del Padre; él es la fuente de la vida. Así, pues, el Padre fuente engendró una fuente. La fuente engendró otra fuente, pero la fuente que engendra y la engendrada son una única fuente; del mismo modo que son un único Dios el Dios que engendra y el engendrado, es decir, el Hijo nacido del Padre. El Padre no es el Hijo, el Hijo no es el Padre; el Padre no procede del Hijo, más el Hijo sí procede del Padre; pero, no obstante, el Padre y el Hijo son una sola cosa a causa de la única sustancia y son un único Dios a causa de la divinidad inseparable. Por tanto, lo que escuchasteis que dijo: Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo, procurad no entenderlo como si sólo el Padre fuese verdaderamente Dios y no el Hijo. Tenemos un testimonio divino al respecto. El mismo apóstol Juan dice claramente en su carta:

Para que existamos en Jesucristo, su hijo verdadero; él es, en efecto, verdaderamente Dios y la vida eterna. Retened que Cristo es verdadero

Dios y la vida eterna. Por tanto, cuando oís: Para que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a quien enviaste, Jesucristo, debéis sobrentender también: único Dios verdadero, es decir, para que conozcan al único Dios verdadero: a ti y al que enviaste, Jesucristo.

Esta cuestión está de todo punto concluida. Pero ¿qué hacemos con el Espíritu Santo? Si se refieren al Padre y a Cristo las palabras: Para que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo, es decir, que te conozcan a ti y a Jesucristo como único Dios verdadero, va a costar demostrar que también el Espíritu Santo es verdadero Dios. No se pasó por alto al Espíritu Santo, pues está implícito. No es solamente Espíritu del Padre ni sólo Espíritu del Hijo, sino Espíritu del Padre y del Hijo. Por tanto, aunque se calle su nombre, cuando se nombra a los otros dos, queda sobrentendido él en ellos, puesto que es Espíritu de ambos. Voy a traer una frase de la Escritura que os haga comprender lo que estoy diciendo. Dice el Apóstol: Nadie conoce las cosas del hombre, a no ser el espíritu del hombre que mora en él. ¿Cuáles son las cosas del hombre? Las que piensa el hombre en cuanto hombre; allí se manifiesta propiamente como hombre, en sus pensamientos. ¿Acaso tu espíritu conoce mis pensamientos, o el mío los tuyos? Nadie conoce las cosas del hombre, a no ser el espíritu del hombre que mora en él. Eso dijo el Apóstol, y añadió: Lo mismo pasa con las cosas de Dios; nadie las conoce, a no ser el Espíritu de Dios. ¿Cómo entendemos esto? Es una afirmación absoluta. Si las cosas de Dios no las conoce nadie sino el Espíritu de Dios, ¿las desconoce entonces el Hijo de Dios? Lejos de nosotros esta intelección diabólica; apártese de nosotros. ¿Así que la Palabra de Dios desconoce las cosas de Dios? ¿Así que desconoce las cosas de Dios el Hijo de Dios? ¿Desconoce las cosas de Dios aquel por quien todo fue hecho? Las conoce; pero ¿quién las conoce sino el Espíritu de Dios? Así, pues, del mismo modo que cuando escuchas: Nadie conoce las cosas de Dios sino el Espíritu de Dios, no excluyes al Hijo, de idéntica manera, cuando oyes: Para que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo, no has de excluir al Espíritu Santo.

Dice la herejía: «Si hay un solo Dios verdadero, no entiendo lo que decís, pues sólo es verdadero Dios el Padre, a quien se refiere Cristo al decir: Para que te conozcan a ti, único Dios verdadero». Añade: Y al que enviaste, Jesucristo. —No quiero añadirlo, dice. —Pero lo añadió él. —Pero yo, insiste, no quiero añadirlo. —Ni yo escucharte. —No obstante, puesto que consideras que el Padre es el único Dios verdadero, ¿qué dirás de la carta de Juan, en la que se lee, referido a Cristo, que Él es Dios verdadero y la vida eterna? Finalmente, ¿a quién o de quién se dijo: El único que hace obras maravillosas? ¿Del Padre, del Hijo o de ambos? Si del Padre, se sigue que el Hijo no realiza obras maravillosas. Y ¿dónde queda entonces lo que él mismo dice: Como el Padre resucita a los muertos y les da la vida, así también el Hijo da la vida a los que quiere? Tiene el mismo poder y la misma divinidad. Si, pues, también el Hijo hace obras maravillosas, ¿cómo es que las hace solamente el Padre? Si, en cambio, se dijo de los dos, se sigue que el Padre y el Hijo son un solo Dios. Agregad al Espíritu Santo; agregadlo, no lo separéis, para no ser separados vosotros.

Adoremos a Dios, de quien somos templos. Sólo a Dios podemos hacer un templo, sea de madera o de piedra. Si fuéramos paganos, levantaríamos templos a los dioses; pero a dioses falsos, como se los levantaron los pueblos infieles, alejados de Dios. Salomón, en cambio, siendo profeta de Dios, construyó un templo de madera y de piedra, pero a Dios; a Dios, no a un ídolo, ni a un ángel, ni al sol, ni a la luna; al Dios que hizo el cielo y la tierra; al Dios vivo, que hizo cielo y tierra y permanece en el cielo, le hizo un templo de tierra. Dios no lo tomó a deshonra, antes bien mandó que lo hiciera. ¿Por qué ordenó que se le levantara un templo? ¿No tenía dónde residir? Escuchadlo que dijo el bienaventurado Esteban en el momento de su pasión: Salomón le edificó una casa, pero el excelso no habita en templos de hechura humana. ¿Por qué, pues, quiso hacer un templo o que el templo fuese levantado? Para que fuera prefiguración del cuerpo de Cristo. Aquel templo era una sombra; llegó la luz y ahuyentó la sombra. Busca ahora el templo construido por Salomón, y encontrarás las ruinas. ¿Por qué se convirtió en ruinas aquel templo? Porque se cumplió lo que él simbolizaba. Hasta el mismo templo que es el cuerpo del Señor se derrumbó, pero se levantó; y de tal manera que en modo alguno podrá derrumbarse de nuevo. Cuando los judíos le dijeron: ¿Qué señal nos das para que creamos en ti?, les respondió: Destruid este templo, y yo lo levantaré en tres días. Él les hablaba en el templo construido por Salomón, y les decía: Destruid este templo; pero no escuchaban ni entendían a qué se refería con el término este; pensaban que él hablaba de aquel mismo templo. Finalmente, le replicaron ellos: Este templo fue levantado en cuarenta y seis años, ¿y vas a levantarlo tú en tres días? De aquí que el evangelista añada a continuación: Esto lo decía del templo de su cuerpo.

Así, pues, el templo de Dios es el cuerpo de Cristo. ¿Qué son nuestros cuerpos? Miembros de Cristo. Escuchad al Apóstol mismo: ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? Quien dijo: Vuestros cuerpos son miembros de Cristo, ¿qué otra cosa mostró sino que nuestros cuerpos y nuestra cabeza, que es Cristo, constituyen en conjunto el único templo de Dios? Tenemos confianza en que el cuerpo de Cristo y nuestros cuerpos serán el templo de Dios, y ciertamente lo serán; pero, si no creemos, no llegaremos a serlo. Si, pues, nuestros cuerpos son miembros de Cristo, escuchad otra afirmación del Apóstol: ¿Ignoráis que vuestro cuerpo es el templo en vosotros del Espíritu Santo que habéis recibido de Dios? He aquí que tiene templo; ¿no es entonces Dios? Si lo tuviera de madera y de piedras, sería Dios; si lo tuviera construido por mano de nombre, sería Dios; y ¿no es Dios quien tiene un templo hecho de miembros de Dios? Agregad, pues, el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es Dios. Hay un único Dios: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El Padre no es el Hijo, el Hijo no es el Padre, el Espíritu de ambos no es ni el Padre ni el Hijo; pero el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un único Dios. Edificaos en la unidad para que no caigáis en la separación.

Escuchasteis lo que pidió para nosotros; más aún, expresó su voluntad. Padre, quiero que los que me diste... Quiero, Padre; yo hago lo que tú quieres, haz tú lo que yo deseo. Quiero. ¿Qué cosa? Que donde yo estoy, estén ellos también conmigo. ¡Oh casa bienaventurada! ¡Oh patria sin peligro alguno, libre de enemigos y epidemias! En ella vivimos en paz, sin ansias de emigrar, pues no encontraremos lugar más seguro. Cuanto eliges en esta tierra, lo eliges sabiendo que va a ser causa de temor, no de tranquilidad. Búscate para ti un lugar mientras te hallas en este mal lugar, es decir, en este mundo, en esta vida llena de tentaciones, en esta mortalidad pletórica de gemidos y temores. Mientras te hallas en este sitio malo, elígete un lugar a donde puedas emigrar. No podrás emigrar del malo al bueno si no haces el bien mientras estás en el malo. ¿De qué lugar se trata? De aquel donde nadie siente hambre. Por tanto, si quieres habitar en aquel sitio bueno donde nadie siente hambre, reparte tu pan con el hambriento en este mundo. En aquel lugar dichoso nadie es peregrino, todos se encuentran en la propia patria; por tanto, si quieres estar en aquel lugar bueno, recibe en tu casa, mientras estás en el lugar malo, al peregrino que no tiene a dónde entrar; dale hospitalidad en el lugar malo, para llegar al lugar bueno donde no puedes ser huésped. En aquel lugar bueno nadie necesita vestido, pues no hay ni frío ni calor; ¿qué necesidad, pues, de techo o de ropa? Pero he aquí que donde no habrá techo, sino protección, aun allí encontramos un techo: Pondré mi esperanza en la sombra de tus alas. Así, pues, a quien no tiene techo en este lugar malo, otórgaselo tú, para hallarte en aquel lugar bueno donde tu techo será tal que no tengas que repararlo, pues allí donde está la fuente perenne de la verdad no llovizna. Pero esa lluvia alegra sin provocar humedad, lluvia que no es otra cosa que la fuente de la vida. ¿Qué significa: Señor, en ti está la fuente de la vida? Y la Palabra se hizo carne.

6. Por tanto, hermanos, haced el bien en este lugar malo para llegar al lugar bueno, del que dice quién nos lo está preparando: Quiero que donde estoy yo, estén ellos también conmigo. El subió para prepararlo, para que nosotros lleguemos tranquilos estando ya todo dispuesto. Él se prepara; permaneced en él. ¿Es Cristo para ti pequeña casa? Ya no temes ni a su pasión: resucitó de los muertos, y ya no muere, la muerte no tiene ya dominio sobre él. El lugar malo, los días malos, no son otra cosa que este mundo; pero hagamos el bien en este lugar malo y vivamos bien en medio de estos días malos. Tanto el lugar malo como los días malos pasarán, y llegarán el lugar bueno y los días buenos, uno y otros eternos. Los mismos días buenos no serán más que un único día. ¿Por qué son aquí los días malos? Porque pasa uno para que llegue el otro; pasa el hoy para que venga el mañana y pasó el ayer para que llegara el hoy. Donde nada pasa no hay más que un único día, y ese día es Cristo. También el Padre es día; pero el Padre es Día que no procede de otro día, mientras que el Hijo es día de día. Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor toda la tierra. Cantad al Señor y bendecid su nombre; anunciad rectamente al día del día su salvación. El día es Cristo. Si no lo reconoces, escucha al sabio anciano; si aún no tienes la sabiduría por ser joven, escucha a las canas de la verdad. Aquel anciano Simeón puso sus ojos en Cristo el Señor, niño aún sin habla llevado por su madre, y que, no obstante, contenía el cielo. Le vio pequeño, reconoció su grandeza y lo acogió en sus manos, pues había recibido un oráculo de Dios según el cual no gustaría la muerte hasta no haber visto al Ungido del Señor. Recibiéndolo en sus manos, dijo: Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo ir en paz, pues mis ojos han visto tu salvación. Por tanto, anunciad al día del día su salvación. Así debió de pensar Simeón: «Llegó el que esperaba; ¿qué hago aquí?» Lo sostuvo en sus manos, teniendo que ser sostenido él mismo por él; llevaba a Cristo hombre y era llevado por Cristo Dios.

7. Retened lo dicho. Voy a presentaros una norma para que no os extrañéis cuando el Hijo diga algo que parezca dar a entender que el Padre es mayor que él: o bien se refiere a su condición de hombre, pues Dios es mayor que el hombre, o bien a su condición de engendrado, como homenaje a quien le engendró. Más que esto no busquéis, pues Dios engendró a Dios y el grande engendró a uno igual que él. Si Dios no engendró a un verdadero Dios y, siendo él grande, no lo engendró igual a sí, engendró a un monstruo, no a un hijo verdadero. Mas, dado que engendró a un hijo verdadero, éste es idéntico a quien lo engendró.

Sermones (4º) (t. XXIV), Sermón 217, 1-7, BAC Madrid 1983, 199-207

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FRANCISCO – Homilía 2013 y Ángelus 2013 a 2017

Homilía 2013 (en diálogo con los niños que hicieron su Primera Comunión)

El Padre nos ha dado la vida; Jesús nos ha dado la salvación, y el Espíritu Santo ¡Nos ama!

Queridos hermanos y hermanas:

El párroco, en sus palabras, me ha hecho recordar algo bello de la Virgen. Cuando la Virgen, en cuanto recibió el anuncio de que sería la madre de Jesús, y también el anuncio de que su prima Isabel estaba encinta —dice el Evangelio—, se fue deprisa; no esperó. No dijo: «Pero ahora yo estoy embarazada; debo atender mi salud. Mi prima tendrá amigas que a lo mejor la ayudarán». Ella percibió algo y «se puso en camino deprisa». Es bello pensar esto de la Virgen, de nuestra Madre, que va deprisa, porque tiene esto dentro: ayudar. Va para ayudar, no para enorgullecerse y decir a la prima: «Oye, ahora mando yo, porque soy la mamá de Dios». No; no hizo eso. Fue a ayudar. Y la Virgen es siempre así. Es nuestra Madre, que siempre viene deprisa cuando tenemos necesidad. Sería bello añadir a las Letanías de la Virgen una que diga así: «Señora que vas deprisa, ruega por nosotros». Es bello esto, ¿verdad? Porque Ella siempre va deprisa, Ella no se olvida de sus hijos. Y cuando sus hijos están en dificultades, tienen una necesidad y la invocan, Ella acude deprisa. Y esto nos da una seguridad, una seguridad de tener a la Mamá al lado, a nuestro lado siempre. Se va, se camina mejor en la vida cuando tenemos a la mamá cerca. Pensemos en esta gracia de la Virgen, esta gracia que nos da: estar cerca de nosotros, pero sin hacernos esperar. ¡Siempre! Ella está —confiemos en esto— para ayudarnos. La Virgen que siempre va deprisa, por nosotros.

La Virgen nos ayuda también a entender bien a Dios, a Jesús, a entender bien la vida de Jesús, la vida de Dios, a entender bien quién es el Señor, cómo es el Señor, quién es Dios. A vosotros, niños, os pregunto: «¿Quién sabe quién es Dios?». Levantad la mano. Dime. ¡Eso! Creador de la Tierra. ¿Y cuántos Dios hay? ¿Uno? Pero a mí me han dicho que hay tres: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. ¿Cómo se explica esto? ¿Existe uno o existen tres? ¿Uno? ¿Uno? ¿Y cómo se explica que uno sea el Padre, otro el Hijo y otro el Espíritu Santo? ¡Más fuerte, más fuerte! Esa está bien. Son tres en uno, tres personas en uno. ¿Y qué hace el Padre? El Padre es el principio, el Padre, que ha creado todo, nos ha creado a nosotros. ¿Qué hace el Hijo? ¿Qué hace Jesús? ¿Quién sabe decir qué hace Jesús? ¿Nos ama? ¿Y qué más? ¡Trae la Palabra de Dios! Jesús viene a enseñarnos la Palabra de Dios. ¡Muy bien esto! ¿Y además? ¿Qué hizo Jesús en la tierra? ¡Nos ha salvado! Y Jesús vino para dar su vida por nosotros. El Padre crea a todos, crea el mundo; Jesús nos salva; ¿y el Espíritu Santo, qué hace? ¡Nos ama! ¡Te da el amor! Todos los niños juntos: el Padre crea a todos, crea el mundo; Jesús nos salva; y ¿el Espíritu Santo? ¡Nos ama! Y ésta es la vida cristiana: hablar con el Padre, hablar con el Hijo y hablar con el Espíritu Santo. Jesús nos ha salvado, pero también camina con nosotros en la vida. ¿Es verdad esto? ¿Y cómo camina? ¿Qué hace cuando camina con nosotros en la vida? Esto es difícil. ¡Quien lo diga gana el derbi! ¿Qué hace Jesús cuando camina con nosotros? ¡Más fuerte! Primero: nos ayuda. ¡Nos guía! ¡Muy bien! Camina con nosotros, nos ayuda, nos guía y nos enseña a ir adelante. Y Jesús nos da también la fuerza para caminar. ¿Es verdad? Nos sostiene. ¡Bien! En las dificultades, ¿verdad? ¡Y también con las tareas de la escuela! Nos sostiene, nos ayuda, nos guía, nos sostiene. ¡Eso es! Jesús va siempre con nosotros. Vale. Pero oíd, Jesús nos da la fuerza. ¿Cómo nos da la fuerza Jesús? ¡Vosotros sabéis cómo nos da la fuerza! ¡Más fuerte; no oigo! En la Comunión nos da la fuerza, precisamente nos ayuda con la fuerza. Él viene a nosotros. Pero cuando vosotros decís «nos da la Comunión», ¿un pedazo de pan te da tanta fuerza? ¿No es pan eso? ¿Es pan? Esto es pan, pero el que está en el altar ¿es pan o no es pan? ¡Parece pan! No es precisamente pan. ¿Qué es? Es el Cuerpo de Jesús. Jesús viene a nuestro corazón. Eso. Pensemos en esto, todos: el Padre nos ha dado la vida; Jesús nos ha dado la salvación, nos acompaña, nos guía, nos sostiene, nos enseña; ¿y el Espíritu Santo? ¿Qué nos da el Espíritu Santo? ¡Nos ama! Nos da el amor. Pensemos en Dios así y pidamos a la Virgen, la Virgen nuestra Madre, deprisa siempre para ayudarnos, que nos enseñe a entender bien cómo es Dios: cómo es el Padre, cómo es el Hijo y cómo es el Espíritu Santo. Así sea.

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Ángelus 2013

Hoy alabamos a Dios no por un particular misterio, sino por Él mismo

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy es el domingo de la Santísima Trinidad. La luz del tiempo pascual y de Pentecostés renueva cada año en nosotros la alegría y el estupor de la fe: reconocemos que Dios no es una cosa vaga, nuestro Dios no es un Dios «spray», es concreto, no es un abstracto, sino que tiene un nombre: «Dios es amor». No es un amor sentimental, emotivo, sino el amor del Padre que está en el origen de cada vida, el amor del Hijo que muere en la cruz y resucita, el amor del Espíritu que renueva al hombre y el mundo. Pensar en que Dios es amor nos hace mucho bien, porque nos enseña a amar, a darnos a los demás como Jesús se dio a nosotros, y camina con nosotros. Jesús camina con nosotros en el camino de la vida.

La Santísima Trinidad no es el producto de razonamientos humanos; es el rostro con el que Dios mismo se ha revelado, no desde lo alto de una cátedra, sino caminando con la humanidad. Es justamente Jesús quien nos ha revelado al Padre y quien nos ha prometido el Espíritu Santo. Dios ha caminado con su pueblo en la historia del pueblo de Israel y Jesús ha caminado siempre con nosotros y nos ha prometido el Espíritu Santo que es fuego, que nos enseña todo lo que no sabemos, que dentro de nosotros nos guía, nos da buenas ideas y buenas inspiraciones.

Hoy alabamos a Dios no por un particular misterio, sino por Él mismo, «por su inmensa gloria», como dice el himno litúrgico. Le alabamos y le damos gracias porque es Amor, y porque nos llama a entrar en el abrazo de su comunión, que es la vida eterna.

Confiemos nuestra alabanza a las manos de la Virgen María. Ella, la más humilde entre las criaturas, gracias a Cristo ya ha llegado a la meta de la peregrinación terrena: está ya en la gloria de la Trinidad. Por esto María nuestra Madre, la Virgen, resplandece para nosotros como signo de esperanza segura. Es la Madre de la esperanza; en nuestro camino, en nuestra vía, Ella es la Madre de la esperanza. Es la madre que también nos consuela, la Madre de la consolación y la Madre que nos acompaña en el camino. Ahora recemos a la Virgen todos juntos, a nuestra Madre que nos acompaña en el camino.

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Ángelus 2014

El Espíritu Santo nos comunica la vida divina, y así nos hace entrar en el dinamismo de la Trinidad

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy celebramos la solemnidad de la santísima Trinidad, que presenta a nuestra contemplación y adoración la vida divina del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: una vida de comunión y de amor perfecto, origen y meta de todo el universo y de cada criatura, Dios. En la Trinidad reconocemos también el modelo de la Iglesia, en la que estamos llamados a amarnos como Jesús nos amó. Es el amor el signo concreto que manifiesta la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es el amor el distintivo del cristiano, como nos dijo Jesús: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13, 35). Es una contradicción pensar en cristianos que se odian. Es una contradicción. Y el diablo busca siempre esto: hacernos odiar, porque él siembra siempre la cizaña del odio; él no conoce el amor, el amor es de Dios.

Todos estamos llamados a testimoniar y anunciar el mensaje de que «Dios es amor», de que Dios no está lejos o es insensible a nuestras vicisitudes humanas. Está cerca, está siempre a nuestro lado, camina con nosotros para compartir nuestras alegrías y nuestros dolores, nuestras esperanzas y nuestras fatigas. Nos ama tanto y hasta tal punto, que se hizo hombre, vino al mundo no para juzgarlo, sino para que el mundo se salve por medio de Jesús (cf. Jn 3, 16-17). Y este es el amor de Dios en Jesús, este amor que es tan difícil de comprender, pero que sentimos cuando nos acercamos a Jesús. Y Él nos perdona siempre, nos espera siempre, nos quiere mucho. Y el amor de Jesús que sentimos, es el amor de Dios.

El Espíritu Santo, don de Jesús resucitado, nos comunica la vida divina, y así nos hace entrar en el dinamismo de la Trinidad, que es un dinamismo de amor, de comunión, de servicio recíproco, de participación. Una persona que ama a los demás por la alegría misma de amar es reflejo de la Trinidad. Una familia en la que se aman y se ayudan unos a otros, es un reflejo de la Trinidad. Una parroquia en la que se quieren y comparten los bienes espirituales y materiales, es un reflejo de la Trinidad.

El amor verdadero es ilimitado, pero sabe limitarse para salir al encuentro del otro, para respetar la libertad del otro. Todos los domingos vamos a misa, juntos celebramos la Eucaristía, y la Eucaristía es como la «zarza ardiendo», en la que humildemente habita y se comunica la Trinidad; por eso la Iglesia ha puesto la fiesta del Corpus Christi después de la de la Trinidad. El jueves próximo, según la tradición romana, celebraremos la santa misa en San Juan de Letrán, y después haremos la procesión con el Santísimo Sacramento. Invito a los romanos y a los peregrinos a participar, para expresar nuestro deseo de ser un pueblo «congregado en la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (san Cipriano). Os espero a todos el próximo jueves, a las 19.00, para la misa y la procesión del Corpus Christi.

Que la Virgen María, criatura perfecta de la Trinidad, nos ayude a hacer de toda nuestra vida, en los pequeños gestos y en las elecciones más importantes, un himno de alabanza a Dios, que es amor.

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Ángelus 2015

El camino de la vida cristiana es un camino esencialmente «trinitario»

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y feliz domingo!

Hoy celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad, que nos recuerda el misterio del único Dios en tres Personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La Trinidad es comunión de Personas divinas, las cuales son una con la otra, una para la otra y una en la otra: esta comunión es la vida de Dios, el misterio de amor del Dios vivo. Y Jesús nos reveló este misterio. Él nos habló de Dios como Padre; nos habló del Espíritu; y nos habló de sí mismo como Hijo de Dios. Y así nos reveló este misterio. Y cuando, resucitado, envió a los discípulos a evangelizar a todos los pueblos les dijo que los bautizaran «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19). Este mandato, Cristo lo encomienda en todo tiempo a la Iglesia, que heredó de los Apóstoles el mandato misionero. Lo dirige también a cada uno de nosotros que, en virtud del Bautismo, formamos parte de su comunidad.

Por lo tanto, la solemnidad litúrgica de hoy, al tiempo que nos hace contemplar el misterio estupendo del cual provenimos y hacia el cual vamos, nos renueva la misión de vivir la comunión con Dios y vivir la comunión entre nosotros según el modelo de la comunión divina. No estamos llamados a vivir los unos sin los otros, por encima o contra los demás, sino los unos con los otros, por los otros y en los otros. Esto significa acoger y testimoniar concordes la belleza del Evangelio; vivir el amor recíproco y hacia todos, compartiendo alegrías y sufrimientos, aprendiendo a pedir y conceder el perdón, valorizando los diversos carismas bajo la guía de los pastores. En una palabra, se nos encomienda la tarea de edificar comunidades eclesiales que sean cada vez más familia, capaces de reflejar el esplendor de la Trinidad y evangelizar, no sólo con las palabras, sino con la fuerza del amor de Dios que habita en nosotros.

La Trinidad, como indicaba, es también el fin último hacia el cual está orientada nuestra peregrinación terrenal. El camino de la vida cristiana es, en efecto, un camino esencialmente «trinitario»: el Espíritu Santo nos guía al pleno conocimiento de las enseñanzas de Cristo, y también nos recuerda lo que Jesús nos enseñó; y Jesús, a su vez, vino al mundo para hacernos conocer al Padre, para guiarnos hacia Él, para reconciliarnos con Él. Todo, en la vida cristiana, gira alrededor del misterio trinitario y se realiza en orden a este misterio infinito. Intentemos pues, mantener siempre elevado el «tono» de nuestra vida, recordándonos para qué fin, para cuál gloria nosotros existimos, trabajamos, luchamos y sufrimos; y a cuál inmenso premio estamos llamados. Este misterio abraza toda nuestra vida y todo nuestro ser cristiano. Lo recordamos, por ejemplo, cada vez que hacemos la señal de la cruz: en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y ahora os invito a hacer todos juntos, y con voz fuerte, esta señal de la cruz: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».

En este último día del mes de mayo, el mes mariano, nos encomendamos a la Virgen María. Que Ella, quien más que cualquier otra criatura, ha conocido, adorado, amado el misterio de la Santísima Trinidad, nos guíe de la mano; nos ayude a percibir, en los acontecimientos del mundo, los signos de la presencia de Dios, Padre Hijo y Espíritu Santo; nos conceda amar al Señor Jesús con todo el corazón, para caminar hacia la visión de la Trinidad, meta maravillosa a la cual tiende nuestra vida. Le pedimos también que ayude a la Iglesia a ser misterio de comunión y comunidad hospitalaria, donde toda persona, especialmente pobre y marginada, pueda encontrar acogida y sentirse hija de Dios, querida y amada.

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Ángelus 2016

Esta fiesta nos invita a comprometernos en los acontecimientos cotidianos para ser fermento de comunión, de consolación y de misericordia.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy, fiesta de la Santísima Trinidad, el Evangelio de san Juan nos presenta un pasaje del largo discurso de despedida, pronunciado por Jesús poco antes de su pasión. En este discurso Él explica a los discípulos las verdades más profundas relacionadas con Él; y así se expresa la relación entre Jesús, el Padre y el Espíritu. Jesús sabe que está cerca de la realización del designio del Padre, que se cumplirá con su muerte y resurrección; por esto quiere asegurar a los suyos que no los abandonará, porque su misión será prolongada por el Espíritu Santo. Será el Espíritu quien prolongará la misión de Jesús, es decir, guiará a la Iglesia hacia adelante.

Jesús revela en qué consiste esta misión. Sobre todo el Espíritu nos conduce a entender muchas cosas que Jesús mismo tiene aún que decir (cf. Jn 16, 12). No se trata de doctrinas nuevas y especiales, sino de una plena comprensión de todo lo que el Hijo oyó del Padre y dio a conocer a los discípulos (cf. v. 15). El Espíritu nos guía por nuevas situaciones existenciales con una mirada dirigida a Jesús y, al mismo tiempo, abierto a los eventos y al futuro. Él nos ayuda a caminar en la historia firmemente radicados en el Evangelio y también con dinámica fidelidad a nuestras tradiciones y costumbres.

Pero el misterio de la Trinidad nos habla también de nosotros, de nuestra relación con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. En efecto, mediante el Bautismo, el Espíritu Santo nos ha insertado en el corazón y en la vida misma de Dios, que es comunión de amor. Dios es una «familia» de tres Personas que se aman tanto que forman una sola cosa. Esta «familia divina» no está cerrada en sí misma, sino que está abierta, se comunica en la creación y en la historia y ha entrado en el mundo de los hombres para llamar a todos a formar parte de ella. El horizonte trinitario de comunión nos envuelve a todos y nos anima a vivir en el amor y la fraternidad, seguros de que ahí donde hay amor, ahí está Dios.

Nuestro ser creados a imagen y semejanza de Dios-comunión nos llama a comprendernos a nosotros mismos como seres-en-relación y a vivir las relaciones interpersonales en la solidaridad y en el amor recíproco. Tales relaciones se juegan, sobre todo, en el ámbito de nuestras comunidades eclesiales, para que sea cada vez más evidente la imagen de la Iglesia icono de la Trinidad. Pero se juega en las distintas relaciones sociales, desde la familia, hasta las amistades y el ambiente de trabajo: son ocasiones concretas que se nos ofrecen para construir relaciones cada vez más humanamente ricas, capaces de respeto recíproco y de amor desinteresado.

La fiesta de la Santísima Trinidad nos invita a comprometernos en los acontecimientos cotidianos para ser fermento de comunión, de consolación y de misericordia. En esta misión, nos sostiene la fuerza que el Espíritu Santo nos dona: ella cura la carne de la humanidad herida por la injusticia, por los abusos, por el odio y la avidez. La Virgen María en su humildad, acogió la voluntad del Padre y concibió al Hijo por obra del Espíritu Santo. Que ella, espejo de la Trinidad, nos ayude a reforzar nuestra fe en el Misterio trinitario y a encarnarla con elecciones y actitudes de amor y de unidad.

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Ángelus 2017

Dios siempre nos busca antes, nos espera antes, nos ama antes

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Las lecturas bíblicas de este domingo, fiesta de la Santísima Trinidad, nos ayudan a entrar en el misterio de la identidad de Dios. La segunda lectura presenta las palabras de buenos deseos que san Pablo dirige a la comunidad de Corinto: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2 Corintios 13, 13). Esta —digamos— «bendición» del apóstol es fruto de su experiencia personal del amor de Dios, ese amor que Cristo resucitado le había revelado, que transformó su vida y le “empujó” a llevar el Evangelio a las gentes. A partir de esta experiencia suya de gracia, Pablo puede exhortar a los cristianos con estas palabras: «alegraos; sed perfectos; animaos; tened un mismo sentir, […] vivid en paz» (v. 11). La comunidad cristiana, aun con todos los límites humanos, puede convertirse en un reflejo de la comunión de la Trinidad, de su bondad, de su belleza. Pero esto —como el mismo Pablo testimonia— pasa necesariamente a través de la experiencia de la misericordia de Dios, de su perdón.

Es lo que le ocurre a los judíos en el camino del éxodo. Cuando el pueblo infringió la alianza, Dios se presentó a Moisés en la nube para renovar ese pacto, proclamando el propio nombre y su significado. Así dice: «Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad» (Éxodo 34, 6). Este nombre expresa que Dios no está lejano y cerrado en sí mismo, sino que es Vida y quiere comunicarse, es apertura, es Amor que rescata al hombre de la infidelidad. Dios es «misericordioso», «piadoso» y «rico de gracia» porque se ofrece a nosotros para colmar nuestros límites y nuestras faltas, para perdonar nuestros errores, para volver a llevarnos por el camino de la justicia y de la verdad. Esta revelación de Dios llegó a su cumplimiento en el Nuevo Testamento gracias a la palabra de Cristo y a su misión de salvación. Jesús nos ha manifestado el rostro de Dios, Uno en la sustancia y Trino en las personas; Dios es todo y solo amor, en una relación subsistente que todo crea, redime y santifica: Padre e Hijo y Espíritu Santo.

Y el Evangelio de hoy «nos presenta» a Nicodemo, el cual, aun ocupando un lugar importante en la comunidad religiosa y civil del tiempo, no dejó de buscar a Dios. No pensó: «He llegado», no dejó de buscar a Dios; y ahora ha percibido el eco de su voz en Jesús. En el diálogo nocturno con el Nazareno, Nicodemo comprende finalmente ser ya buscado y esperado por Dios, ser amado personalmente por Él. Dios siempre nos busca antes, nos espera antes, nos ama antes. Es como la flor del almendro; así dice el Profeta: «florece antes» (cf. Jeremías 1,11-12). Así efectivamente habla Jesús: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan 3, 16). ¿Qué es esta vida eterna? Es el amor desmesurado y gratuito del Padre que Jesús ha donado en la cruz, ofreciendo su vida por nuestra salvación. Y este amor con la acción del Espíritu Santo ha irradiado una luz nueva sobre tierra y en cada corazón humano que le acoge; una luz que revela los rincones oscuros, las durezas que nos impiden llevar los frutos buenos de la caridad y de la misericordia.

Nos ayude la Virgen María a entrar cada vez más, con todo nuestro ser, en la Comunión trinitaria, para vivir y testimoniar el amor que da sentido a nuestra existencia.

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BENEDICTO XVI - Homilía 2008

Dios es Uno en cuanto que es todo y sólo Amor 

Queridos hermanos y hermanas:

Es una gran alegría para mí encontrarme en medio de vosotros y celebrar para vosotros la Eucaristía, en la fiesta solemne de la Santísima Trinidad (…).

En esta solemnidad, la liturgia nos invita a alabar a Dios no sólo por una maravilla realizada por él, sino sobre todo por cómo es él; por la belleza y la bondad de su ser, del que deriva su obrar. Se nos invita a contemplar, por decirlo así, el Corazón de Dios, su realidad más profunda, que es la de ser Unidad en la Trinidad, suma y profunda comunión de amor y de vida. Toda la sagrada Escritura nos habla de él. Más aún, es él mismo quien nos habla de sí en las Escrituras y se revela como Creador del universo y Señor de la historia.

Hoy hemos escuchado un pasaje del libro del Éxodo en el que —algo del todo excepcional— Dios proclama incluso su propio nombre. Lo hace en presencia de Moisés, con el que hablaba cara a cara, como con un amigo. ¿Y cuál es este nombre de Dios? Es siempre conmovedor escucharlo: “Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en gracia y fidelidad” (Ex 34, 6). Son palabras humanas, pero sugeridas y casi pronuncias por el Espíritu Santo. Nos dicen la verdad sobre Dios: eran verdaderas ayer, son verdaderas hoy y serán verdaderas siempre; nos permiten ver con los ojos de la mente el rostro del Invisible, nos dicen el nombre del Inefable. Este nombre es Misericordia, Gracia, Fidelidad.

(…) María no hablaba de sí misma, nunca habla de sí misma, sino siempre de Dios, y lo hizo con este nombre tan antiguo y siempre nuevo: misericordia, que es sinónimo de amor, de gracia.

Aquí radica toda la esencia del cristianismo, porque es la esencia de Dios mismo. Dios es Uno en cuanto que es todo y sólo Amor, pero, precisamente por ser Amor es apertura, acogida, diálogo; y en su relación con nosotros, hombres pecadores, es misericordia, compasión, gracia, perdón. Dios ha creado todo para la existencia, y su voluntad es siempre y solamente vida.

Para quien se encuentra en peligro, es salvación. Acabamos de escucharlo en el evangelio de san Juan: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna” (Jn 3, 16). En este entregarse de Dios en la persona del Hijo actúa toda la Trinidad: el Padre, que pone a nuestra disposición lo que más ama; el Hijo que, de acuerdo con el Padre, se despoja de su gloria para entregarse a nosotros; y el Espíritu, que sale del sereno abrazo divino para inundar los desiertos de la humanidad. Para esta obra de su misericordia, Dios, disponiéndose a tomar nuestra carne, quiso necesitar un “sí” humano, el “sí” de una mujer que se convirtiera en la Madre de su Verbo encarnado, Jesús, el Rostro humano de la Misericordia divina. Así, María llegó a ser, y es para siempre, la “Madre de la Misericordia”, como se dio a conocer también aquí, en Savona.

A lo largo de la historia de la Iglesia, la Virgen María no ha hecho más que invitar a sus hijos a volver a Dios, a encomendarse a él en la oración, a llamar con insistencia confiada a la puerta de su Corazón misericordioso. En verdad, él no desea sino derramar en el mundo la sobreabundancia de su gracia. “Misericordia y no justicia”, imploró María, sabiendo que su Hijo Jesús ciertamente la escucharía, pero de igual modo consciente de la necesidad de conversión del corazón de los pecadores. Por eso, invitó a la oración y a la penitencia.

En esta fiesta de la Trinidad deseo subrayar la dimensión de alabanza, de contemplación, de adoración. Pienso en las familias jóvenes, y quiero invitarlas a no tener miedo de experimentar, desde los primeros años de matrimonio, un estilo sencillo de oración doméstica, favorecido por la presencia de niños pequeños, muy predispuestos a dirigirse espontáneamente al Señor y a la Virgen. Exhorto a las parroquias y a las asociaciones a dedicar tiempo y espacio a la oración, porque las actividades son pastoralmente estériles si no están precedidas, acompañadas y sostenidas constantemente por la oración.

¿Y qué decir de la celebración eucarística, especialmente de la misa dominical? El día del Señor ocupa con razón el centro de la atención pastoral de los obispos italianos: es preciso redescubrir la raíz cristiana del domingo, a partir de la celebración del Señor resucitado, encontrado en la palabra de Dios y reconocido en la fracción del Pan eucarístico. Y luego también se ha de revalorizar el sacramento de la Reconciliación como medio fundamental para el crecimiento espiritual y para poder afrontar con fuerza y valentía los desafíos actuales.

Junto con la oración y los sacramentos, otros instrumentos inseparables de crecimiento son las obras de caridad, que se han de practicar con fe viva. Sobre este aspecto de la vida cristiana quise reflexionar también en la encíclica Deus caritas est. En el mundo moderno, que a menudo hace de la belleza y de la eficiencia física un ideal que se ha de perseguir de cualquier modo, como cristianos estamos llamados a encontrar el rostro de Jesucristo, “el más hermoso de los hijos de Adán” (Sal 45, 3), precisamente en las personas que sufren y en las marginadas. Por desagracia, hoy son numerosas las emergencias morales y materiales que nos preocupan. A este propósito, aprovecho de buen grado esta ocasión para dirigir un saludo a los detenidos y al personal del centro penitenciario “San Agustín” de Savona, que viven desde hace tiempo una situación particularmente difícil. También saludo con afecto a los enfermos que están en el hospital, en las clínicas o en sus domicilios particulares.

Deseo dirigiros unas palabras en particular a vosotros, queridos sacerdotes, para expresaros mi aprecio por vuestro trabajo silencioso y por la ardua fidelidad con que lo lleváis a cabo. Queridos hermanos en Cristo, creed siempre en la eficacia de vuestro servicio sacerdotal diario. Es muy valioso a los ojos de Dios y de los fieles; su valor no puede cuantificarse en cifras y estadísticas: sólo conoceremos sus resultados en el Paraíso. Muchos de vosotros sois de edad avanzada: esto me hace pensar en aquel estupendo pasaje del profeta Isaías, que dice: “Los jóvenes se cansan, se fatigan; los adultos tropiezan y vacilan; mientras que a los que esperan en el Señor él les renovará el vigor; subirán con alas como de águilas; correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse” (Is 40, 30-31).

En una de sus obras, un famoso escritor francés nos ha dejado una frase que hoy quiero compartir con vosotros: “Hay una sola tristeza: no ser santos” (Léon Bloy, La femme pauvre, II, 27). Queridos jóvenes, atreveos a comprometer vuestra vida en opciones valientes; naturalmente, no solos, sino con el Señor. Dad a esta ciudad el impulso y el entusiasmo que derivan de vuestra experiencia viva de fe, una experiencia que no mortifica las expectativas de la vida humana, sino que las exalta al participar en la misma experiencia de Cristo.

Y esto vale también para los cristianos de más edad. A todos deseo que la fe en Dios uno y trino infunda en cada persona y en cada comunidad el fervor del amor y de la esperanza, la alegría de amarse entre hermanos y ponerse humildemente al servicio de los demás. Esta es la “levadura” que hace crecer a la humanidad, la luz que brilla en el mundo.

María santísima, Madre de la Misericordia, juntamente con todos vuestros santos patronos, os ayude a encarnar en la vida diaria la exhortación del Apóstol que acabamos de escuchar. Con gran afecto la hago mía: “Alegraos; sed perfectos; animaos; tened un mismo sentir; vivid en paz, y el Dios de la caridad y de la paz estará con vosotros” (2 Co 13, 11). Amén.

MÁS HOMILÍAS DE BENEDICTO XVI

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

El misterio de la Trinidad

202. Jesús mismo confirma que Dios es “el único Señor” y que es preciso amarle con todo el corazón, con toda el alma, con todo el espíritu y todas las fuerzas (cf. Mc 12,29-30). Deja al mismo tiempo entender que Él mismo es “el Señor” (cf. Mc 12,35-37). Confesar que “Jesús es Señor” es lo propio de la fe cristiana. Esto no es contrario a la fe en el Dios Único. Creer en el Espíritu Santo, “que es Señor y dador de vida”, no introduce ninguna división en el Dios único:

«Creemos firmemente y confesamos que hay un solo verdadero Dios, inmenso e inmutable, incomprensible, todopoderoso e inefable, Padre, Hijo y Espíritu Santo: Tres Personas, pero una sola esencia, substancia o naturaleza absolutamente simple (Concilio de Letrán IV: DS 800).

232. Los cristianos son bautizados “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). Antes responden “Creo” a la triple pregunta que les pide confesar su fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu: Fides omnium christianorum in Trinitate consistit (“La fe de todos los cristianos se cimienta en la Santísima Trinidad”) (San Cesáreo de Arlés, Expositio symboli [sermo 9]: CCL 103, 48).

233. Los cristianos son bautizados en “el nombre” del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y no en “los nombres” de éstos (cf. Virgilio, Professio fidei (552): DS 415), pues no hay más que un solo Dios, el Padre todopoderoso y su Hijo único y el Espíritu Santo: la Santísima Trinidad.

234. El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la “jerarquía de las verdades de fe” (DCG 43). “Toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela a los hombres, los aparta del pecado y los reconcilia y une consigo” (DCG 47).

235. En este párrafo, se expondrá brevemente de qué manera es revelado el misterio de la Bienaventurada Trinidad (I), cómo la Iglesia ha formulado la doctrina de la fe sobre este misterio (II), y finalmente cómo, por las misiones divinas del Hijo y del Espíritu Santo, Dios Padre realiza su “designio amoroso” de creación, de redención, y de santificación (III).

236. Los Padres de la Iglesia distinguen entre la Theologia y la Oikonomia, designando con el primer término el misterio de la vida íntima del Dios-Trinidad, con el segundo todas las obras de Dios por las que se revela y comunica su vida. Por la Oikonomia nos es revelada la Theologia; pero inversamente, es la Theologia, la que esclarece toda la Oikonomia. Las obras de Dios revelan quién es en sí mismo; e inversamente, el misterio de su Ser íntimo ilumina la inteligencia de todas sus obras. Así sucede, analógicamente, entre las personas humanas. La persona se muestra en su obrar y a medida que conocemos mejor a una persona, mejor comprendemos su obrar.

237. La Trinidad es un misterio de fe en sentido estricto, uno de los misterios escondidos en Dios, “que no pueden ser conocidos si no son revelados desde lo alto” (Concilio Vaticano I: DS 3015). Dios, ciertamente, ha dejado huellas de su ser trinitario en su obra de Creación y en su Revelación a lo largo del Antiguo Testamento. Pero la intimidad de su Ser como Trinidad Santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón e incluso a la fe de Israel antes de la Encarnación del Hijo de Dios y el envío del Espíritu Santo.

II La revelación de Dios como Trinidad

El Padre revelado por el Hijo

238. La invocación de Dios como “Padre” es conocida en muchas religiones. La divinidad es con frecuencia considerada como “padre de los dioses y de los hombres”. En Israel, Dios es llamado Padre en cuanto Creador del mundo (Cf. Dt 32,6; Ml 2,10). Pues aún más, es Padre en razón de la Alianza y del don de la Ley a Israel, su “primogénito” (Ex 4,22). Es llamado también Padre del rey de Israel (cf. 2 S 7,14). Es muy especialmente “el Padre de los pobres”, del huérfano y de la viuda, que están bajo su protección amorosa (cf. Sal 68,6).

239. Al designar a Dios con el nombre de “Padre”, el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad transcendente y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad (cf. Is 66,13; Sal 131,2) que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura. El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene recordar, entonces, que Dios transciende la distinción humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Transciende también la paternidad y la maternidad humanas (cf. Sal 27,10), aunque sea su origen y medida (cf. Ef 3,14; Is 49,15): Nadie es padre como lo es Dios.

240. Jesús ha revelado que Dios es “Padre” en un sentido nuevo: no lo es sólo en cuanto Creador; Él es eternamente Padre en relación a su Hijo único, que recíprocamente sólo es Hijo en relación a su Padre: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27).

241. Por eso los Apóstoles confiesan a Jesús como “el Verbo que en el principio estaba junto a Dios y que era Dios” (Jn 1,1), como “la imagen del Dios invisible” (Col 1,15), como “el resplandor de su gloria y la impronta de su esencia” Hb 1,3).

242. Después de ellos, siguiendo la tradición apostólica, la Iglesia confesó en el año 325 en el primer Concilio Ecuménico de Nicea que el Hijo es “consubstancial” al Padre (Símbolo Niceno: DS 125), es decir, un solo Dios con él. El segundo Concilio Ecuménico, reunido en Constantinopla en el año 381, conservó esta expresión en su formulación del Credo de Nicea y confesó “al Hijo Único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, consubstancial al Padre” (Símbolo Niceno-Constantinopolitano: DS 150).

El Padre y el Hijo revelados por el Espíritu

243. Antes de su Pascua, Jesús anuncia el envío de “otro Paráclito” (Defensor), el Espíritu Santo. Este, que actuó ya en la Creación (cf. Gn 1,2) y “por los profetas” (Símbolo Niceno-Constantinopolitano: DS 150), estará ahora junto a los discípulos y en ellos (cf. Jn 14,17), para enseñarles (cf. Jn 14,16) y conducirlos “hasta la verdad completa” (Jn 16,13). El Espíritu Santo es revelado así como otra persona divina con relación a Jesús y al Padre.

244. El origen eterno del Espíritu se revela en su misión temporal. El Espíritu Santo es enviado a los Apóstoles y a la Iglesia tanto por el Padre en nombre del Hijo, como por el Hijo en persona, una vez que vuelve junto al Padre (cf. Jn 14,26; 15,26; 16,14). El envío de la persona del Espíritu tras la glorificación de Jesús (cf. Jn 7,39), revela en plenitud el misterio de la Santa Trinidad.

245. La fe apostólica relativa al Espíritu fue proclamada por el segundo Concilio Ecuménico en el año 381 en Constantinopla: “Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre” (DS 150). La Iglesia reconoce así al Padre como “la fuente y el origen de toda la divinidad” (Concilio de Toledo VI, año 638: DS 490). Sin embargo, el origen eterno del Espíritu Santo está en conexión con el del Hijo: “El Espíritu Santo, que es la tercera persona de la Trinidad, es Dios, uno e igual al Padre y al Hijo, de la misma sustancia y también de la misma naturaleza [...] por eso, no se dice que es sólo el Espíritu del Padre, sino a la vez el espíritu del Padre y del Hijo” (Concilio de Toledo XI, año 675: DS 527). El Credo del Concilio de Constantinopla (año 381) confiesa: “Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria” (DS 150).

246. La tradición latina del Credo confiesa que el Espíritu “procede del Padre y del Hijo (Filioque)”. El Concilio de Florencia, en el año 1438, explicita: “El Espíritu Santo [...] tiene su esencia y su ser a la vez del Padre y del Hijo y procede eternamente tanto del Uno como del Otro como de un solo Principio y por una sola espiración [...]. Y porque todo lo que pertenece al Padre, el Padre lo dio a su Hijo único al engendrarlo a excepción de su ser de Padre, esta procesión misma del Espíritu Santo a partir del Hijo, éste la tiene eternamente de su Padre que lo engendró eternamente” (DS 1300-1301).

247. La afirmación del Filioque no figuraba en el símbolo confesado el año 381 en Constantinopla. Pero sobre la base de una antigua tradición latina y alejandrina, el Papa san León la había ya confesado dogmáticamente el año 447 (cf. Quam laudabilitier: DS 284) antes incluso que Roma conociese y recibiese el año 451, en el concilio de Calcedonia, el símbolo del 381. El uso de esta fórmula en el Credo fue poco a poco admitido en la liturgia latina (entre los siglos VIII y XI). La introducción del Filioque en el Símbolo Niceno-Constantinopolitano por la liturgia latina constituye, todavía hoy, un motivo de no convergencia con las Iglesias ortodoxas.

248. La tradición oriental expresa en primer lugar el carácter de origen primero del Padre por relación al Espíritu Santo. Al confesar al Espíritu como “salido del Padre” (Jn 15,26), esa tradición afirma que éste procede del Padre por el Hijo (cf. AG 2). La tradición occidental expresa en primer lugar la comunión consubstancial entre el Padre y el Hijo diciendo que el Espíritu procede del Padre y del Hijo (Filioque). Lo dice “de manera legítima y razonable” (Concilio de Florencia, 1439: DS 1302), porque el orden eterno de las personas divinas en su comunión consubstancial implica que el Padre sea el origen primero del Espíritu en tanto que “principio sin principio” (Concilio de Florencia 1442: DS 1331), pero también que, en cuanto Padre del Hijo Único, sea con él “el único principio de que procede el Espíritu Santo” (Concilio de Lyon II, año 1274: DS 850). Esta legítima complementariedad, si no se desorbita, no afecta a la identidad de la fe en la realidad del mismo misterio confesado.

III. La Santísima Trinidad en la doctrina de la fe

La formación del dogma trinitario

249. La verdad revelada de la Santísima Trinidad ha estado desde los orígenes en la raíz de la fe viva de la Iglesia, principalmente en el acto del Bautismo. Encuentra su expresión en la regla de la fe bautismal, formulada en la predicación, la catequesis y la oración de la Iglesia. Estas formulaciones se encuentran ya en los escritos apostólicos, como este saludo recogido en la liturgia eucarística: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros” (2 Co 13,13; cf. 1 Co 12,4-6; Ef 4,4-6).

250. Durante los primeros siglos, la Iglesia formula más explícitamente su fe trinitaria tanto para profundizar su propia inteligencia de la fe como para defenderla contra los errores que la deformaban. Esta fue la obra de los Concilios antiguos, ayudados por el trabajo teológico de los Padres de la Iglesia y sostenidos por el sentido de la fe del pueblo cristiano.

251. Para la formulación del dogma de la Trinidad, la Iglesia debió crear una terminología propia con ayuda de nociones de origen filosófico: “substancia”, “persona” o “hipóstasis”, “relación”, etc. Al hacer esto, no sometía la fe a una sabiduría humana, sino que daba un sentido nuevo, sorprendente, a estos términos destinados también a significar en adelante un Misterio inefable, “infinitamente más allá de todo lo que podemos concebir según la medida humana” (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 2).

252. La Iglesia utiliza el término “substancia” (traducido a veces también por “esencia” o por “naturaleza”) para designar el ser divino en su unidad; el término “persona” o “hipóstasis” para designar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en su distinción real entre sí; el término “relación” para designar el hecho de que su distinción reside en la referencia de cada uno a los otros.

El dogma de la Santísima Trinidad

253. La Trinidad es una. No confesamos tres dioses sino un solo Dios en tres personas: “la Trinidad consubstancial” (Concilio de Constantinopla II, año 553: DS 421). Las personas divinas no se reparten la única divinidad, sino que cada una de ellas es enteramente Dios: “El Padre es lo mismo que es el Hijo, el Hijo lo mismo que es el Padre, el Padre y el Hijo lo mismo que el Espíritu Santo, es decir, un solo Dios por naturaleza” (Concilio de Toledo XI, año 675: DS 530). “Cada una de las tres personas es esta realidad, es decir, la substancia, la esencia o la naturaleza divina” (Concilio de Letrán IV, año 1215: DS 804).

254. Las Personas divinas son realmente distintas entre sí. “Dios es único pero no solitario” (Fides Damasi: DS 71). “Padre”, “Hijo”, Espíritu Santo” no son simplemente nombres que designan modalidades del ser divino, pues son realmente distintos entre sí: “El que es el Hijo no es el Padre, y el que es el Padre no es el Hijo, ni el Espíritu Santo el que es el Padre o el Hijo” (Concilio de Toledo XI, año 675: DS 530). Son distintos entre sí por sus relaciones de origen: “El Padre es quien engendra, el Hijo quien es engendrado, y el Espíritu Santo es quien procede” (Concilio de Letrán IV, año 1215: DS 804). La Unidad divina es Trina.

255. Las Personas divinas son relativas unas a otras. La distinción real de las Personas entre sí, porque no divide la unidad divina, reside únicamente en las relaciones que las refieren unas a otras: “En los nombres relativos de las personas, el Padre es referido al Hijo, el Hijo lo es al Padre, el Espíritu Santo lo es a los dos; sin embargo, cuando se habla de estas tres Personas considerando las relaciones se cree en una sola naturaleza o substancia” (Concilio de Toledo XI, año 675: DS 528). En efecto, “en Dios todo es uno, excepto lo que comporta relaciones opuestas” (Concilio de Florencia, año 1442: DS 1330). “A causa de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo” (Concilio de Florencia, año 1442: DS 1331).

256. A los catecúmenos de Constantinopla, san Gregorio Nacianceno, llamado también “el Teólogo”, confía este resumen de la fe trinitaria:

«Ante todo, guardadme este buen depósito, por el cual vivo y combato, con el cual quiero morir, que me hace soportar todos los males y despreciar todos los placeres: quiero decir la profesión de fe en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Os la confío hoy. Por ella os introduciré dentro de poco en el agua y os sacaré de ella. Os la doy como compañera y patrona de toda vuestra vida. Os doy una sola Divinidad y Poder, que existe Una en los Tres, y contiene los Tres de una manera distinta. Divinidad sin distinción de substancia o de naturaleza, sin grado superior que eleve o grado inferior que abaje [...] Es la infinita coaturalidad de tres infinitos. Cada uno, considerado en sí mismo, es Dios todo entero [...] Dios los Tres considerados en conjunto [...] No he comenzado a pensar en la Unidad cuando ya la Trinidad me baña con su esplendor. No he comenzado a pensar en la Trinidad cuando ya la unidad me posee de nuevo... (Orationes, 40,41: PG 36,417).

IV Las obras divinas y las misiones trinitarias

257. O lux beata Trinitas et principalis Unitas! (“¡Oh Trinidad, luz bienaventurada y unidad esencial!”) (LH, himno de vísperas “O lux beata Trinitas”). Dios es eterna beatitud, vida inmortal, luz sin ocaso. Dios es amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios quiere comunicar libremente la gloria de su vida bienaventurada. Tal es el “designio benevolente” (Ef 1,9) que concibió antes de la creación del mundo en su Hijo amado, “predestinándonos a la adopción filial en Él” (Ef 1,4-5), es decir, “a reproducir la imagen de su Hijo” (Rm 8,29) gracias al “Espíritu de adopción filial” (Rm 8,15). Este designio es una “gracia dada antes de todos los siglos” (2 Tm 1,9-10), nacido inmediatamente del amor trinitario. Se despliega en la obra de la creación, en toda la historia de la salvación después de la caída, en las misiones del Hijo y del Espíritu, cuya prolongación es la misión de la Iglesia (cf. AG 2-9).

258. Toda la economía divina es la obra común de las tres Personas divinas. Porque la Trinidad, del mismo modo que tiene una sola y misma naturaleza, así también tiene una sola y misma operación (cf. Concilio de Constantinopla II, año 553: DS 421). “El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios de las criaturas, sino un solo principio” (Concilio de Florencia, año 1442: DS 1331). Sin embargo, cada Persona divina realiza la obra común según su propiedad personal. Así la Iglesia confiesa, siguiendo al Nuevo Testamento (cf. 1 Co 8,6): “Uno es Dios [...] y Padre de quien proceden todas las cosas, Uno el Señor Jesucristo por el cual son todas las cosas, y Uno el Espíritu Santo en quien son todas las cosas (Concilio de Constantinopla II: DS 421). Son, sobre todo, las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo las que manifiestan las propiedades de las personas divinas.

259. Toda la economía divina, obra a la vez común y personal, da a conocer la propiedad de las Personas divinas y su naturaleza única. Así, toda la vida cristiana es comunión con cada una de las personas divinas, sin separarlas de ningún modo. El que da gloria al Padre lo hace por el Hijo en el Espíritu Santo; el que sigue a Cristo, lo hace porque el Padre lo atrae (cf. Jn 6,44) y el Espíritu lo mueve (cf. Rm 8,14).

260. El fin último de toda la economía divina es la entrada de las criaturas en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad (cf. Jn 17,21-23). Pero desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad: “Si alguno me ama —dice el Señor— guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23).

«Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme enteramente de mí mismo para establecerme en ti, inmóvil y apacible como si mi alma estuviera ya en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de ti, mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu Misterio. Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí enteramente, totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora» (Beata Isabel de la Trinidad, Oración)

684. El Espíritu Santo con su gracia es el “primero” que nos despierta en la fe y nos inicia en la vida nueva que es: “que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3). No obstante, es el “último” en la revelación de las personas de la Santísima Trinidad. San Gregorio Nacianceno, “el Teólogo”, explica esta progresión por medio de la pedagogía de la “condescendencia” divina:

«El Antiguo Testamento proclamaba muy claramente al Padre, y más obscuramente al Hijo. El Nuevo Testamento revela al Hijo y hace entrever la divinidad del Espíritu. Ahora el Espíritu tiene derecho de ciudadanía entre nosotros y nos da una visión más clara de sí mismo. En efecto, no era prudente, cuando todavía no se confesaba la divinidad del Padre, proclamar abiertamente la del Hijo y, cuando la divinidad del Hijo no era aún admitida, añadir el Espíritu Santo como un fardo suplementario si empleamos una expresión un poco atrevida ... Así por avances y progresos “de gloria en gloria”, es como la luz de la Trinidad estalla en resplandores cada vez más espléndidos» (San Gregorio Nacianceno, Oratio 31 [Theologica 5], 26: SC 250, 326 [PG 36, 161-164]).

732. En este día se revela plenamente la Santísima Trinidad. Desde ese día el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que creen en Él: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en la comunión de la Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los “últimos tiempos”, el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no consumado:

«Hemos visto la verdadera Luz, hemos recibido el Espíritu celestial, hemos encontrado la verdadera fe: adoramos la Trinidad indivisible porque ella nos ha salvado» (Oficio Bizantino de las Horas. Oficio Vespertino del día de Pentecostés, Tropario 4)

En la Iglesia y en su Liturgia

249. La verdad revelada de la Santísima Trinidad ha estado desde los orígenes en la raíz de la fe viva de la Iglesia, principalmente en el acto del Bautismo. Encuentra su expresión en la regla de la fe bautismal, formulada en la predicación, la catequesis y la oración de la Iglesia. Estas formulaciones se encuentran ya en los escritos apostólicos, como este saludo recogido en la liturgia eucarística: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros” (2 Co 13,13; cf. 1 Co 12,4-6; Ef 4,4-6).

813. La Iglesia es una debido a su origen: “El modelo y principio supremo de este misterio es la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas” (UR2). La Iglesia es una debido a su Fundador: “Pues el mismo Hijo encarnado [...] por su cruz reconcilió a todos los hombres con Dios [...] restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo” (GS 78, 3). La Iglesia es una debido a su “alma”: “El Espíritu Santo que habita en los creyentes y llena y gobierna a toda la Iglesia, realiza esa admirable comunión de fieles y une a todos en Cristo tan íntimamente que es el Principio de la unidad de la Iglesia” (UR 2). Por tanto, pertenece a la esencia misma de la Iglesia ser una:

«¡Qué sorprendente misterio! Hay un solo Padre del universo, un solo Logos del universo y también un solo Espíritu Santo, idéntico en todas partes; hay también una sola virgen hecha madre, y me gusta llamarla Iglesia» (Clemente de Alejandría, Paedagogus 1, 6, 42).

950. La comunión de los sacramentos. “El fruto de todos los Sacramentos pertenece a todos. Porque los Sacramentos, y sobre todo el Bautismo que es como la puerta por la que los hombres entran en la Iglesia, son otros tantos vínculos sagrados que unen a todos y los ligan a Jesucristo. Los Padres indican en el Símbolo que debe entenderse que la comunión de los santos es la comunión de los sacramentos [...]. El nombre de comunión puede aplicarse a todos los sacramentos puesto que todos ellos nos unen a Dios [...]. Pero este nombre es más propio de la Eucaristía que de cualquier otro, porque ella es la que lleva esta comunión a su culminación” (Catecismo Romano, 1, 10, 24).

1077. “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado” (Ef 1,3-6).

1078. Bendecir es una acción divina que da la vida y cuya fuente es el Padre. Su bendición es a la vez palabra y don (“bene-dictio”, “eu-logia”). Aplicado al hombre, este término significa la adoración y la entrega a su Creador en la acción de gracias.

1079. Desde el comienzo y hasta la consumación de los tiempos, toda la obra de Dios es bendición. Desde el poema litúrgico de la primera creación hasta los cánticos de la Jerusalén celestial, los autores inspirados anuncian el designio de salvación como una inmensa bendición divina.

1080. Desde el comienzo, Dios bendice a los seres vivos, especialmente al hombre y la mujer. La alianza con Noé y con todos los seres animados renueva esta bendición de fecundidad, a pesar del pecado del hombre por el cual la tierra queda “maldita”. Pero es a partir de Abraham cuando la bendición divina penetra en la historia humana, que se encaminaba hacia la muerte, para hacerla volver a la vida, a su fuente: por la fe del “padre de los creyentes” que acoge la bendición se inaugura la historia de la salvación.

1081. Las bendiciones divinas se manifiestan en acontecimientos maravillosos y salvadores: el nacimiento de Isaac, la salida de Egipto (Pascua y Éxodo), el don de la Tierra prometida, la elección de David, la presencia de Dios en el templo, el exilio purificador y el retorno de un “pequeño resto”. La Ley, los Profetas y los Salmos que tejen la liturgia del Pueblo elegido recuerdan a la vez estas bendiciones divinas y responden a ellas con las bendiciones de alabanza y de acción de gracias.

1082. En la liturgia de la Iglesia, la bendición divina es plenamente revelada y comunicada: el Padre es reconocido y adorado como la fuente y el fin de todas las bendiciones de la creación y de la salvación; en su Verbo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros, nos colma de sus bendiciones y por él derrama en nuestros corazones el don que contiene todos los dones: el Espíritu Santo.

1083. Se comprende, por tanto, que en cuanto respuesta de fe y de amor a las “bendiciones espirituales” con que el Padre nos enriquece, la liturgia cristiana tiene una doble dimensión. Por una parte, la Iglesia, unida a su Señor y “bajo la acción el Espíritu Santo” (Lc 10,21), bendice al Padre “por su don inefable” (2 Co 9,15) mediante la adoración, la alabanza y la acción de gracias. Por otra parte, y hasta la consumación del designio de Dios, la Iglesia no cesa de presentar al Padre “la ofrenda de sus propios dones” y de implorar que el Espíritu Santo venga sobre esta ofrenda, sobre ella misma, sobre los fieles y sobre el mundo entero, a fin de que por la comunión en la muerte y en la resurrección de Cristo-Sacerdote y por el poder del Espíritu estas bendiciones divinas den frutos de vida “para alabanza de la gloria de su gracia” (Ef 1,6).

II. La obra de Cristo en la liturgia

Cristo glorificado...

1084. “Sentado a la derecha del Padre” y derramando el Espíritu Santo sobre su Cuerpo que es la Iglesia, Cristo actúa ahora por medio de los sacramentos, instituidos por Él para comunicar su gracia. Los sacramentos son signos sensibles (palabras y acciones), accesibles a nuestra humanidad actual. Realizan eficazmente la gracia que significan en virtud de la acción de Cristo y por el poder del Espíritu Santo.

1085. En la liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual. Durante su vida terrestre Jesús anunciaba con su enseñanza y anticipaba con sus actos el misterio pascual. Cuando llegó su hora (cf Jn 13,1; 17,1), vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre “una vez por todas” (Rm 6,10; Hb 7,27; 9,12). Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida.

...desde la Iglesia de los Apóstoles...

1086. “Por esta razón, como Cristo fue enviado por el Padre, Él mismo envió también a los Apóstoles, llenos del Espíritu Santo, no sólo para que, al predicar el Evangelio a toda criatura, anunciaran que el Hijo de Dios, con su muerte y resurrección, nos ha liberado del poder de Satanás y de la muerte y nos ha conducido al reino del Padre, sino también para que realizaran la obra de salvación que anunciaban mediante el sacrificio y los sacramentos en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica” (SC 6).

1087. Así, Cristo resucitado, dando el Espíritu Santo a los Apóstoles, les confía su poder de santificación (cf Jn 20,21- 23); se convierten en signos sacramentales de Cristo. Por el poder del mismo Espíritu Santo confían este poder a sus sucesores. Esta “sucesión apostólica” estructura toda la vida litúrgica de la Iglesia. Ella misma es sacramental, transmitida por el sacramento del Orden.

...está presente en la liturgia terrena...

1088. “Para llevar a cabo una obra tan grande” —la dispensación o comunicación de su obra de salvación— «Cristo está siempre presente en su Iglesia, principalmente en los actos litúrgicos. Está presente en el sacrificio de la misa, no sólo en la persona del ministro, “ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz”, sino también, sobre todo, bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su Palabra, pues es Él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura. Está presente, finalmente, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20)» (SC 7).

1089. “Realmente, en una obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a la Iglesia, su esposa amadísima, que invoca a su Señor y por Él rinde culto al Padre Eterno” (SC 7).

...la cual participa en la liturgia celestial

1090. “En la liturgia terrena pregustamos y participamos en aquella liturgia celestial que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre, como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero; cantamos un himno de gloria al Señor con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos, esperamos participar con ellos y acompañarlos; aguardamos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste Él, nuestra vida, y nosotros nos manifestemos con Él en la gloria” (SC 8; cf. LG 50).

III. El Espíritu Santo y la Iglesia en la liturgia

1091. En la liturgia, el Espíritu Santo es el pedagogo de la fe del Pueblo de Dios, el artífice de las “obras maestras de Dios” que son los sacramentos de la Nueva Alianza. El deseo y la obra del Espíritu en el corazón de la Iglesia es que vivamos de la vida de Cristo resucitado. Cuando encuentra en nosotros la respuesta de fe que él ha suscitado, entonces se realiza una verdadera cooperación. Por ella, la liturgia viene a ser la obra común del Espíritu Santo y de la Iglesia.

1092. En esta dispensación sacramental del misterio de Cristo, el Espíritu Santo actúa de la misma manera que en los otros tiempos de la economía de la salvación: prepara la Iglesia para el encuentro con su Señor, recuerda y manifiesta a Cristo a la fe de la asamblea; hace presente y actualiza el misterio de Cristo por su poder transformador; finalmente, el Espíritu de comunión une la Iglesia a la vida y a la misión de Cristo.

El Espíritu Santo prepara a recibir a Cristo

1093. El Espíritu Santo realiza en la economía sacramental las figuras de la Antigua Alianza. Puesto que la Iglesia de Cristo estaba “preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza” (LG 2), la liturgia de la Iglesia conserva como una parte integrante e irremplazable, haciéndolos suyos, algunos elementos del culto de la Antigua Alianza:

– principalmente la lectura del Antiguo Testamento;

– la oración de los Salmos;

– y sobre todo la memoria de los acontecimientos salvíficos y de las realidades significativas que encontraron su cumplimiento en el misterio de Cristo (la Promesa y la Alianza; el Éxodo y la Pascua; el Reino y el Templo; el Exilio y el Retorno).

1094. Sobre esta armonía de los dos Testamentos (cf DV 14-16) se articula la catequesis pascual del Señor (cf Lc 24,13- 49), y luego la de los Apóstoles y de los Padres de la Iglesia. Esta catequesis pone de manifiesto lo que permanecía oculto bajo la letra del Antiguo Testamento: el misterio de Cristo. Es llamada catequesis “tipológica”, porque revela la novedad de Cristo a partir de “figuras” (tipos) que lo anunciaban en los hechos, las palabras y los símbolos de la primera Alianza. Por esta relectura en el Espíritu de Verdad a partir de Cristo, las figuras son explicadas (cf 2 Co 3, 14-16). Así, el diluvio y el arca de Noé prefiguraban la salvación por el Bautismo (cf 1 P 3, 21), y lo mismo la nube, y el paso del mar Rojo; el agua de la roca era la figura de los dones espirituales de Cristo (cf 1 Co 10,1-6); el maná del desierto prefiguraba la Eucaristía “el verdadero Pan del Cielo” (Jn 6,32).

1095. Por eso la Iglesia, especialmente durante los tiempos de Adviento, Cuaresma y sobre todo en la noche de Pascua, relee y revive todos estos acontecimientos de la historia de la salvación en el “hoy” de su Liturgia. Pero esto exige también que la catequesis ayude a los fieles a abrirse a esta inteligencia “espiritual” de la economía de la salvación, tal como la liturgia de la Iglesia la manifiesta y nos la hace vivir.

1096. Liturgia judía y liturgia cristiana. Un mejor conocimiento de la fe y la vida religiosa del pueblo judío tal como son profesadas y vividas aún hoy, puede ayudar a comprender mejor ciertos aspectos de la liturgia cristiana. Para los judíos y para los cristianos la Sagrada Escritura es una parte esencial de sus respectivas liturgias: para la proclamación de la Palabra de Dios, la respuesta a esta Palabra, la adoración de alabanza y de intercesión por los vivos y los difuntos, el recurso a la misericordia divina. La liturgia de la Palabra, en su estructura propia, tiene su origen en la oración judía. La oración de las Horas, y otros textos y formularios litúrgicos tienen sus paralelos también en ella, igual que las mismas fórmulas de nuestras oraciones más venerables, por ejemplo, el Padre Nuestro. Las plegarias eucarísticas se inspiran también en modelos de la tradición judía. La relación entre liturgia judía y liturgia cristiana, pero también la diferencia de sus contenidos, son particularmente visibles en las grandes fiestas del año litúrgico como la Pascua. Los cristianos y los judíos celebran la Pascua: Pascua de la historia, orientada hacia el porvenir en los judíos; Pascua realizada en la muerte y la resurrección de Cristo en los cristianos, aunque siempre en espera de la consumación definitiva.

1097. En la liturgia de la Nueva Alianza, toda acción litúrgica, especialmente la celebración de la Eucaristía y de los sacramentos es un encuentro entre Cristo y la Iglesia. La asamblea litúrgica recibe su unidad de la “comunión del Espíritu Santo” que reúne a los hijos de Dios en el único Cuerpo de Cristo. Esta reunión desborda las afinidades humanas, raciales, culturales y sociales.

1098. La asamblea debe prepararse para encontrar a su Señor, debe ser “un pueblo bien dispuesto” (cf. Lc 1, 17). Esta preparación de los corazones es la obra común del Espíritu Santo y de la asamblea, en particular de sus ministros. La gracia del Espíritu Santo tiende a suscitar la fe, la conversión del corazón y la adhesión a la voluntad del Padre. Estas disposiciones preceden a la acogida de las otras gracias ofrecidas en la celebración misma y a los frutos de vida nueva que está llamada a producir.

El Espíritu Santo recuerda el misterio de Cristo

1099. El Espíritu y la Iglesia cooperan en la manifestación de Cristo y de su obra de salvación en la liturgia. Principalmente en la Eucaristía, y análogamente en los otros sacramentos, la liturgia es Memorial del Misterio de la salvación. El Espíritu Santo es la memoria viva de la Iglesia (cf Jn 14,26).

1100. La Palabra de Dios. El Espíritu Santo recuerda primeramente a la asamblea litúrgica el sentido del acontecimiento de la salvación dando vida a la Palabra de Dios que es anunciada para ser recibida y vivida:

«La importancia de la Sagrada Escritura en la celebración de la liturgia es máxima. En efecto, de ella se toman las lecturas que luego se explican en la homilía, y los salmos que se cantan; las preces, oraciones e himnos litúrgicos están impregnados de su aliento y su inspiración; de ella reciben su significado las acciones y los signos» (SC24).

1101. El Espíritu Santo es quien da a los lectores y a los oyentes, según las disposiciones de sus corazones, la inteligencia espiritual de la Palabra de Dios. A través de las palabras, las acciones y los símbolos que constituyen la trama de una celebración, el Espíritu Santo pone a los fieles y a los ministros en relación viva con Cristo, Palabra e Imagen del Padre, a fin de que puedan hacer pasar a su vida el sentido de lo que oyen, contemplan y realizan en la celebración.

1102. “La fe se suscita en el corazón de los no creyentes y se alimenta en el corazón de los creyentes con la palabra [...] de la salvación. Con la fe empieza y se desarrolla la comunidad de los creyentes” (PO 4). El anuncio de la Palabra de Dios no se reduce a una enseñanza: exige la respuesta de fe, como consentimiento y compromiso, con miras a la Alianza entre Dios y su pueblo. Es también el Espíritu Santo quien da la gracia de la fe, la fortalece y la hace crecer en la comunidad. La asamblea litúrgica es ante todo comunión en la fe.

1103. La Anámnesis. La celebración litúrgica se refiere siempre a las intervenciones salvíficas de Dios en la historia. “El plan de la revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas; [...] las palabras proclaman las obras y explican su misterio” (DV2). En la liturgia de la Palabra, el Espíritu Santo “recuerda” a la asamblea todo lo que Cristo ha hecho por nosotros. Según la naturaleza de las acciones litúrgicas y las tradiciones rituales de las Iglesias, la celebración “hace memoria” de las maravillas de Dios en una Anámnesis más o menos desarrollada. El Espíritu Santo, que despierta así la memoria de la Iglesia, suscita entonces la acción de gracias y la alabanza (Doxología).

El Espíritu Santo actualiza el misterio de Cristo

1104. La liturgia cristiana no sólo recuerda los acontecimientos que nos salvaron, sino que los actualiza, los hace presentes. El misterio pascual de Cristo se celebra, no se repite; son las celebraciones las que se repiten; en cada una de ellas tiene lugar la efusión del Espíritu Santo que actualiza el único Misterio.

1105. La Epíclesis (“invocación sobre”) es la intercesión mediante la cual el sacerdote suplica al Padre que envíe el Espíritu santificador para que las ofrendas se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo y para que los fieles, al recibirlos, se conviertan ellos mismos en ofrenda viva para Dios.

1106. Junto con la Anámnesis, la Epíclesis es el centro de toda celebración sacramental, y muy particularmente de la Eucaristía:

«Preguntas cómo el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino [...] en Sangre de Cristo. Te respondo: el Espíritu Santo irrumpe y realiza aquello que sobrepasa toda palabra y todo pensamiento [...] Que te baste oír que es por la acción del Espíritu Santo, de igual modo que gracias a la Santísima Virgen y al mismo Espíritu, el Señor, por sí mismo y en sí mismo, asumió la carne humana» (San Juan Damasceno, Expositio fidei, 86 [De fide orthodoxa, 4, 13]).

1107. El poder transformador del Espíritu Santo en la liturgia apresura la venida del Reino y la consumación del misterio de la salvación. En la espera y en la esperanza nos hace realmente anticipar la comunión plena con la Trinidad Santa. Enviado por el Padre, que escucha la epíclesis de la Iglesia, el Espíritu da la vida a los que lo acogen, y constituye para ellos, ya desde ahora, “las arras” de su herencia (cf Ef 1,14; 2 Co 1,22).

La comunión en el Espíritu Santo

1108. La finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción litúrgica es poner en comunión con Cristo para formar su Cuerpo. El Espíritu Santo es como la savia de la viña del Padre que da su fruto en los sarmientos (cf Jn 15,1-17; Ga 5,22). En la liturgia se realiza la cooperación más íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El Espíritu de comunión permanece indefectiblemente en la Iglesia, y por eso la Iglesia es el gran sacramento de la comunión divina que reúne a los hijos de Dios dispersos. El fruto del Espíritu en la liturgia es inseparablemente comunión con la Trinidad Santa y comunión fraterna (cf 1 Jn 1,3-7).

1109. La Epíclesis es también oración por el pleno efecto de la comunión de la asamblea con el Misterio de Cristo. “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo” (2 Co 13,13) deben permanecer siempre con nosotros y dar frutos más allá de la celebración eucarística. La Iglesia, por tanto, pide al Padre que envíe el Espíritu Santo para que haga de la vida de los fieles una ofrenda viva a Dios mediante la transformación espiritual a imagen de Cristo, la preocupación por la unidad de la Iglesia y la participación en su misión por el testimonio y el servicio de la caridad.

2845. No hay límite ni medida en este perdón, esencialmente divino (cf Mt 18, 21-22; Lc17, 3-4). Si se trata de ofensas (de “pecados” según Lc 11, 4, o de “deudas” según Mt 6, 12), de hecho nosotros somos siempre deudores: “Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor” (Rm 13, 8). La comunión de la Santísima Trinidad es la fuente y el criterio de verdad en toda relación (cf 1 Jn 3, 19-24). Se vive en la oración y sobre todo en la Eucaristía (cf Mt 5, 23-24):

«Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos: Dios quiere ser pacificado con oraciones de paz. La obligación más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de todo el pueblo fiel» (San Cipriano de Cartago, De dominica Oratione, 23).

La Trinidad y la oración

2655. La misión de Cristo y del Espíritu Santo que, en la liturgia sacramental de la Iglesia, anuncia, actualiza y comunica el Misterio de la salvación, se continúa en el corazón que ora. Los Padres espirituales comparan a veces el corazón a un altar. La oración interioriza y asimila la liturgia durante y después de la misma. Incluso cuando la oración se vive “en lo secreto” (Mt 6, 6), siempre es oración de la Iglesia, comunión con la Trinidad Santísima (cf Institución general de la Liturgia e las Horas, 9).

2664. No hay otro camino de oración cristiana que Cristo. Sea comunitaria o individual, vocal o interior, nuestra oración no tiene acceso al Padre más que si oramos “en el Nombre” de Jesús. La santa humanidad de Jesús es, pues, el camino por el que el Espíritu Santo nos enseña a orar a Dios nuestro Padre.

La oración a Jesús

2665. La oración de la Iglesia, alimentada por la palabra de Dios y por la celebración de la liturgia, nos enseña a orar al Señor Jesús. Aunque esté dirigida sobre todo al Padre, en todas las tradiciones litúrgicas incluye formas de oración dirigidas a Cristo. Algunos salmos, según su actualización en la Oración de la Iglesia, y el Nuevo Testamento ponen en nuestros labios y graban en nuestros corazones las invocaciones de esta oración a Cristo: Hijo de Dios, Verbo de Dios, Señor, Salvador, Cordero de Dios, Rey, Hijo amado, Hijo de la Virgen, Buen Pastor, Vida nuestra, nuestra Luz, nuestra Esperanza, Resurrección nuestra, Amigo de los hombres...

2666. Pero el Nombre que todo lo contiene es aquel que el Hijo de Dios recibe en su encarnación: JESÚS. El nombre divino es inefable para los labios humanos (cf Ex 3, 14; 33, 19-23), pero el Verbo de Dios, al asumir nuestra humanidad, nos lo entrega y nosotros podemos invocarlo: “Jesús”, “YHVH salva” (cf Mt 1, 21). El Nombre de Jesús contiene todo: Dios y el hombre y toda la Economía de la creación y de la salvación. Decir “Jesús” es invocarlo desde nuestro propio corazón. Su Nombre es el único que contiene la presencia que significa. Jesús es el resucitado, y cualquiera que invoque su Nombre acoge al Hijo de Dios que le amó y se entregó por él (cf Rm 10, 13; Hch 2, 21; 3, 15-16; Ga 2, 20).

2667. Esta invocación de fe bien sencilla ha sido desarrollada en la tradición de la oración bajo formas diversas en Oriente y en Occidente. La formulación más habitual, transmitida por los espirituales del Sinaí, de Siria y del Monte Athos es la invocación: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de nosotros, pecadores” Conjuga el himno cristológico de Flp 2, 6-11 con la petición del publicano y del mendigo ciego (cf Lc 18,13; Mc 10, 46-52). Mediante ella, el corazón está acorde con la miseria de los hombres y con la misericordia de su Salvador.

2668. La invocación del santo Nombre de Jesús es el camino más sencillo de la oración continua. Repetida con frecuencia por un corazón humildemente atento, no se dispersa en “palabrerías” (Mt 6, 7), sino que “conserva la Palabra y fructifica con perseverancia” (cf Lc8, 15). Es posible “en todo tiempo” porque no es una ocupación al lado de otra, sino la única ocupación, la de amar a Dios, que anima y transfigura toda acción en Cristo Jesús.

2669. La oración de la Iglesia venera y honra al Corazón de Jesús, como invoca su Santísimo Nombre. Adora al Verbo encarnado y a su Corazón que, por amor a los hombres, se dejó traspasar por nuestros pecados. La oración cristiana practica el Vía Crucis siguiendo al Salvador. Las estaciones desde el Pretorio, al Gólgota y al Sepulcro jalonan el recorrido de Jesús que con su santa Cruz nos redimió.

“Ven, Espíritu Santo”

2670. «Nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!” sino por influjo del Espíritu Santo» (1 Co 12, 3). Cada vez que en la oración nos dirigimos a Jesús, es el Espíritu Santo quien, con su gracia preveniente, nos atrae al camino de la oración. Puesto que Él nos enseña a orar recordándonos a Cristo, ¿cómo no dirigirnos también a él orando? Por eso, la Iglesia nos invita a implorar todos los días al Espíritu Santo, especialmente al comenzar y al terminar cualquier acción importante.

«Si el Espíritu no debe ser adorado, ¿cómo me diviniza él por el Bautismo? Y si debe ser adorado, ¿no debe ser objeto de un culto particular?» (San Gregorio Nacianceno, Oratio [teológica 5], 28).

2671. La forma tradicional para pedir el Espíritu es invocar al Padre por medio de Cristo nuestro Señor para que nos dé el Espíritu Consolador (cf Lc 11, 13). Jesús insiste en esta petición en su nombre en el momento mismo en que promete el don del Espíritu de Verdad (cf Jn 14, 17; 15, 26; 16, 13). Pero la oración más sencilla y la más directa es también la más tradicional: “Ven, Espíritu Santo”, y cada tradición litúrgica la ha desarrollado en antífonas e himnos:

«Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor» (Solemnidad de Pentecostés, Antífona del «Magnificat» in I Vísperas: Liturgia de las Horas; cf. Solemnidad de Pentecostés, misa del día, Secuencia: Leccionario, V, 1).

«Rey celeste, Espíritu Consolador, Espíritu de Verdad, que estás presente en todas partes y lo llenas todo, tesoro de todo bien y fuente de la vida, ven, habita en nosotros, purifícanos y sálvanos. ¡Tú que eres bueno!» (Oficio Bizantino de las Horas, Oficio Vespertino del día de Pentecostés, capítulo 4: «Pentekostárion»).

2672. El Espíritu Santo, cuya unción impregna todo nuestro ser, es el Maestro interior de la oración cristiana. Es el artífice de la tradición viva de la oración. Ciertamente hay tantos caminos en la oración como orantes, pero es el mismo Espíritu el que actúa en todos y con todos. En la comunión en el Espíritu Santo la oración cristiana es oración en la Iglesia.

La familia, imagen de la Trinidad

2205. La familia cristiana es una comunión de personas, reflejo e imagen de la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. Su actividad procreadora y educativa es reflejo de la obra creadora de Dios. Es llamada a participar en la oración y el sacrificio de Cristo. La oración cotidiana y la lectura de la Palabra de Dios fortalecen en ella la caridad. La familia cristiana es evangelizadora y misionera.

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

La Trinidad, misterio cercano

«La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros».

Éste es el saludo que san Pablo dirige a los cristianos de Corinto en la segunda lectura de la fiesta de la Santísima Trinidad. Se trata de un saludo trinitaria; en efecto, en él vienen mencionadas las tres divinas personas: el Padre (Dios), el Hijo (Jesucristo) y el Espíritu Santo.

La vida cristiana se desarrolla toda ella con el signo y con la presencia de la Trinidad. En el alba de nuestra vida fuimos bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»; y en el final, si tenemos la gracia de morir cristianamente, junto a nuestro cabezal vendrán recitadas estas palabras: «Sal, alma cristiana, de este mundo: en el nombre del Padre, que te ha creado; del Hijo, que te ha redimido; y del Espíritu Santo, que te ha santificado».

Entre estos dos momentos extremos, se colocan o hay otros momentos así llamados «de paso», que para un cristiano están todos sellados por la invocación de la Trinidad. Es en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo por el que los esposos se unen en matrimonio y se intercambian el anillo y los sacerdotes vienen consagrados por el obispo. Antes, se iniciaban los contratos, las sentencias, cada acto importante de la vida civil y religiosa en el nombre de la Trinidad. La trinidad es el seno, en el que hemos sido concebidos, porque Dios nos ha escogido antes de la creación del mundo para ser sus hijos a imagen de su Hijo (cfr. Efesios 1,4); y es también el puerto, hacia el que todos navegamos; es «el océano de paz», del que todo surge y al que todo retrocede.

Por lo tanto, no es verdad que la Trinidad sea un misterio remoto, irrelevante para la vida de cada día. Al contrario, estas son las tres personas, que nos son o están más «íntimas» en la vida: en efecto, no están fuera de nosotros, aún cuanto queridas, igual como la misma mujer o el marido; pero, están dentro de nosotros. Ellas hacen «morada en él» (Juan 14,23) y nosotros somos su «templo» (cfr. Corintios 3,16).

¿Por qué los cristianos creen en la Trinidad? ¿No es ya bastante difícil creer que Dios existe para añadimos también que él es «uno y trino»? Existen algunos hoy en día a los que no disgustaría dejar aparte a la Trinidad, incluso para poder así dialogar mejor con los Hebreos y los Musulmanes, que profesan la fe en un Dios estrictamente único.

La respuesta es: los cristianos creen que Dios es trino, porque creen que Dios es amor. Es la revelación de Dios como amor, hecha por Jesús, la que nos ha obligado a admitir la Trinidad. No es una invención humana. Si me seguís con un poco de atención, yo no digo que os explicaré en qué consiste la Trinidad (ella racionalmente no se puede explicar, precisamente, porque no es un producto de la razón humana); pero, creo que podré, al menos, haceros entender cómo es «natural» que el Dios cristiano sea uno y trino. Cómo no puede no serlo.

Dios es amor, dice la Biblia. Ahora bien, es claro que si es amor debe amar a alguien. No hay un amor sobre el vacío o no dirigido a alguien. Bien, entonces nos preguntamos: ¿a quién ama Dios para ser definido amor? Una primera respuesta podría ser: ama a los hombres. Pero, los hombres sabemos que existen desde hace algunos millones de años, no más. Antes de entonces, ¿a quién amaba Dios, desde el momento en que es definido amor? En efecto, no puede haber comenzado a ser amor en un cierto momento del tiempo, porque Dios no puede cambiar. Segunda respuesta: antes de entonces amaba al cosmos, al universo. Pero, el universo existe desde hace algunos miles de millones de años. Y, antes, ¿a quién amaba Dios para poderse definir amor? No podemos decir que se amaba a sí mismo, porque amarse a sí mismo no es amor sino egoísmo o como dicen los psicólogos narcisismo.

He aquí la respuesta de la revelación cristiana, que ha recogido y explicitado la Iglesia. Dios es amor en sí mismo, antes del tiempo, porque desde siempre tiene en sí mismo a un Hijo, el Verbo, al que ama con un amor infinito, y esto es el Espíritu Santo. En cada amor hay siempre tres realidades o sujetos: uno que ama, uno que es amado y el amor que les une.

El Dios cristiano es uno y trino porque es comunión de amor. En el amor, unidad y pluralidad se concilian entre sí; el amor crea la unidad en la diversidad: unidad de intenciones, de pensamientos, de quereres y diversidad de sujetos, de características y, en el ámbito humano, de sexo.

La teología se ha servido del término naturaleza para indicar la unidad en Dios y del término persona para indicar la distinción. Por eso, decimos que nuestro Dios es un Dios único en tres personas. La doctrina cristiana sobre la Trinidad no es un retorno, un compromiso entre monoteísmo y politeísmo. Es, al contrario, un paso adelante, que sólo Dios mismo podía hacer entender a la mente humana.

Por lo demás, esto nos ayuda a aclarar la contradicción profunda del moderno ateísmo. Según C. Marx y en general todos los ateos modernos, Dios no sería más que una proyección del hombre. Dios no habría creado al hombre a su imagen sino que el hombre habría creado a Dios a su imagen. En otras palabras, detrás del término Dios no habría más que la idea que el hombre se hace de sí mismo, como uno que se cambia por una persona distinta con la propia imagen reflejada sobre un arroyo o sobre el agua.

Todo esto puede ser verdad en comparación con cada Dios; pero, no del Dios cristiano. ¿Qué necesidad habría tenido el hombre de dividirse a sí mismo en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, si verdaderamente Dios no es más que la proyección que el hombre se hace de sí mismo? La doctrina de la Trinidad es, por sí sola, el mejor antídoto al ateísmo moderno.

¿Lo que os he dicho os ha parecido demasiado difícil? ¿No habéis entendido mucho? Os diré una cosa: no os preocupéis. Cuando nos encontramos en la orilla de un lago o de un mar y queremos saber qué hay en la otra orilla, lo más importante no es agudizar la vista y buscar escrutar el horizonte sino subir en una barca, que os lleve a la otra orilla. En las comparaciones con la Trinidad, lo más importante no es especular en el misterio sino permanecer en la fe de la Iglesia, que es la barca, que nos lleva a la Trinidad.

Descendamos, por lo tanto, a cualquier consideración más práctica. La Trinidad es el modelo de cada comunidad humana, de la más sencilla y elemental, que es la familia, hasta de la Iglesia universal. Y veamos precisamente qué puede aprender una familia del modelo trinitario. Si leemos con atención el Nuevo Testamento, en donde la Trinidad se ha revelado, notamos una especie de regla o norma. Cada una de las tres personas divinas no habla de sí sino que habla de la otra; no llama la atención sobre sí misma sino sobre la otra.

Cada vez que Dios Padre habla en el Evangelio es siempre para revelar algo del Hijo: «Éste es mi Hijo amado, escuchadle» (Marcos 9, 7); o bien: «Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él. Si Dios ha sido glorificado en él,

Dios también le glorificará en sí mismo y le glorificará pronto» (Juan 13,31-32). Jesús, a su vez, no hace más que hablar del Padre. El Espíritu Santo, cuando viene al corazón de un creyente, no comienza con proclamar su nombre. Su nombre en hebreo es Ruach. Pero, él no nos enseña a decir: Ruach!; nos enseña, por el contrario, a decir Abbit!, que es el mismo nombre del Padre y a decir Maranatha, que es una invocación dirigida a Cristo y que quiere decir: «Ven, Señor, Jesús».

Intentad pensar qué produciría este estilo si estuviera trasladado a la vida de familia. El padre, que no se preocupa tanto en afirmar su autoridad, cuanto la de la madre. La madre, que, antes aún de enseñar al niño a decir mamá, le enseña a decir papá. ¡Es la ley del amor! María muestra haberlo asimilado a la perfección. Dirigiéndose a Jesús, después de haberlo encontrado en el templo, le dice:

«Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando» (Lucas 2,48). Pone la angustia del padre antes que la suya. «Tu padre y yo»; no, «Yo y tu padre».

Esto parece una cosa de nada y por el contrario ¡cuántas cosas cambiarían si este estilo fuese imitado en nuestras familias y comunidades! Ellas llegarían a ser en verdad un reflejo de la Trinidad en la tierra y los lugares donde la ley, que lo regula todo, es el amor. Pequeños paraísos en la tierra.

Decía al comienzo que la Trinidad nos acompaña a lo largo de todo el curso de la vida. Hay un pequeño signo, que nos recuerda esta presencia, y nos ayuda a ponernos en contacto con ella: es la señal de la cruz. En ella, con el gesto, que realizamos trazando la cruz, recordamos la Pasión y muerte de Cristo; mientras que las palabras, que pronunciamos: «En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo», proclaman la Trinidad. Debemos descubrir la belleza y eficacia de este pequeño gesto. Cada vez que hacemos una hermosa señal de la cruz, con calma y dignidad, no chapurreando y a mitad, casi avergonzándonos, nosotros nos confiamos a la Trinidad, invocamos su protección sobre nosotros contra los enemigos interiores y exteriores y revivimos nuestra fe. Milagros han acaecido con la simple señal de la cruz.

¡Es tan hermoso ver a un padre o a una madre que enseñan al propio hijo a hacer la señal de la cruz! Aquella señal le protegerá también donde ellos ya no llegan más a hacerla en persona, en los mil peligros que acechan la vida de los pequeños en el mundo de hoy. Terminamos, por ello, haciendo, quien lo quiera, una bonita señal de la cruz. «En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amen».

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Creer en la Trinidad

«Dios es uno y trino. Todo aquel que crea en Dios debe creer en la Santísima Trinidad, tres personas distintas, Dios Padre creador, Dios Hijo redentor, Dios Espíritu Santo santificador, un solo Dios verdadero, que es omnipotente, omnipresente y omnisciente.

Y debe profesar su fe de acuerdo al Credo, creer en el Evangelio y practicarlo, recibir la gracia de los sacramentos y la bendición del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, con la esperanza de morir en Cristo y resucitar en Él para recibir como coherederos con Él la herencia del Padre en la vida eterna, pues hemos sido creados para Dios no para ser esclavos, sino hijos, sumergidos en su misericordia, unidos a la Santísima Trinidad, en el amor del Padre y del Hijo, por el Espíritu Santo.

Reconoce a la Santísima Trinidad, cree en el Evangelio y profesa tu fe, por la que crees en un solo Dios, Padre todopoderoso creador de todo; y en Jesucristo, su único Hijo, por quien todo fue hecho; que bajó del cielo para salvarte, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre; por tu causa fue crucificado, muerto y sepultado, y resucitó al tercer día; subió al cielo, y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.

Cree en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, y con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria; y que es derramado sobre los que aman a Dios.

Cree en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica; y en que hay un solo bautismo para el perdón de los pecados.

Cree en la resurrección de los muertos y en la vida eterna.

Cree en que Jesús está presente en la Eucaristía, en Cuerpo, en Sangre, en Alma y en Divinidad, y estará contigo todos los días de tu vida».

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Dios espera a todo hombre y sólo a los hombres

Hoy, domingo de la Santísima Trinidad, tenemos –conducidos por la Iglesia– una vez más, la ocasión de estallar en acciones de gracias por sabernos tan admirablemente creados. Las palabras del Señor que nos brinda san Juan nos hablan del interés que hemos tenido los hombres para Dios. Jesucristo lo afirma con sencillez: Dios empleó en favor de los hombres para que pudieran salvarse lo más querido para El, su propio Hijo, que también es Dios. Es imposible pensar en un precio mayor por lograr lo que se quiere.

El amor de Dios por nosotros no es, en todo caso, de interés por algo nuestro de lo que Él carezca, como si pudiéramos con eso enriquecer a Dios. Su amor, de pura benevolencia, busca nuestro bien. Como Padre que es, habiéndonos concedido la existencia, a una vida inigualable a imagen y semejanza de la suya, quiere el pleno y definitivo establecimiento de esa vida suya –divina– en cada hombre, a pesar del pecado.

La Revelación nos dice que los hombres, menospreciando ese proyecto del Creador, desobedecieron. No quiso el hombre aceptar lo que Dios, su autor bueno, le proponía. Por el contrario, desconfió de Dios, pensando que por sí mismo podría organizarse un destino mejor. Esta desconfianza, consumada por la desobediencia rebelde a Dios, es el pecado. Desde el primer pecado –pecado original– los hombres se dejan arrastrar no pocas veces por el atractivo de imponer su voluntad, aunque sea contraria a la divina. Cada vez que pecamos negamos la sabiduría y bondad infinitas de Nuestro Creador. Aunque no lo pensemos expresamente, actuando contra su voluntad, nos consideremos arrogantemente por encima Él en sabiduría, a la vez que lo tachamos de mal padre que no quiere a sus hijos. Nos permitimos poner en entredicho su amor.

Animados por el ejemplo de nuestra Madre, Virgen Fiel, deseemos ser dóciles cuando descubrimos, movidos internamente por el Espíritu Santo, lo que más agradará a Dios entre las distintas conductas posibles. Le pedimos que aumente nuestra fe para vivir seguros mientras nos esforcemos por hacer sencillamente lo que le agrada. Que nada nos consuele tanto como haber buscado amar a Dios con obras. Que no perdamos la paz entonces, aunque materialmente, ante el mundo –que valora con criterios solamente terrenos–, nuestra vida no sea exitosa. Que sintamos intranquilidad, en cambio, cada vez que, recibiendo el aplauso de la gente o gozando humanamente de la vida, no tengamos claro, sin embargo, si estamos agradando también a Nuestro Padre Dios.

Jesucristo, Dios y modelo humano de cada uno, nos ha precedido en ese camino sobre la tierra al que los hombres hemos sido llamados: el de agradar a Dios, amándole sobre todas las cosas, en cada momento y circunstancia de la vida. Será entonces una existencia trinitaria la nuestra: de amor filial al Padre, imitando al Hijo, movidos por el Espíritu Santo. Para una vida así nos pensó Dios. Para una vida que no es posible vivir con facultades solamente humanas. Por eso aseguró Jesús a sus discípulos: Sin mí no podéis hacer nada. Y san Pablo reconoce: ... porque, sin tu ayuda, Señor, no podemos agradarte.

Demos gracias a Dios en este día. Nuestro Creador se nos ha revelado admirablemente. No sólo nos hizo vivir, como a tantos otros seres. Nos ha mostrado además que en la intimidad de tres personas vive un solo Dios y que se nos ofrece para toda la eternidad. A ese Dios ya lo tenemos al alcance de nuestro afecto y, si le dejamos, plasma más y más su amor en cada uno.

— ¡Dios es mi Padre!, aseguraba san Josemaría. —Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración.

— ¡Jesús es mi Amigo entrañable! (otro Mediterráneo), que me quiere con toda la divina locura de su Corazón.

— ¡El Espíritu Santo es mi Consolador!, que me guía en el andar de todo mi camino.

Piénsalo bien. — Tú eres de Dios..., y Dios es tuyo.

Este domingo de la Santísima Trinidad es tal vez una ocasión especialmente apropiada para fomentar las acciones de gracias desde el silencio de nuestro corazón. Gracias al Padre; que nos acoge con entrañas paternas, mejor que el más cariñoso padre de este mundo: nos ha engendrado a la vida, nos protege, y nos perdona si arrepentidos volvemos a Él como el hijo pródigo. Gracias al Hijo; que como Primogénito nos enseña con su ejemplo y, siendo inocente, ha dado –obediente– su vida cargando con las culpas de toda la humanidad. Gracias al Espíritu; Señor y Dador de Vida: de la vida sobrenatural que nos hace vivir en Dios y hace que Dios viva en nosotros.

Gracias, en fin, a Santa María, nuestra Madre, Abogada y Señora. Nadie como Ella –así lo ha querido Dios–, nos conduce, con dulzura y fortaleza, a la Trinidad Beatísima; siendo la Hija de Dios Padre, la Madre de Dios Hijo y la Esposa de Dios Espíritu Santo.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

El misterio de la condescendencia

Hoy no recordamos un evento de la historia de la salvación como en las otras grandes solemnidades del año litúrgico. Celebramos un misterio, el misterio cristiano por excelencia, aquel de donde surgió toda la historia de la salvación, aquel por el cual nuestra religión, en su vértice, se distingue de todas las demás. El pueblo hebreo adoraba un solo Dios. Yahvé, conocía la unidad absoluta, no la distinción. Los pueblos paganos adoraban muchas divinidades; conocían la distinción, pero no la unidad. La religión cristiana conoce la unidad en la distinción: un solo Dios en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

La revelación de este misterio es la novedad más grande aportada por Jesús. Antes de él, los profetas no habían conocido y enseñado más que a Yahvé: el Dios que dio origen al universo para difundir su amor entre todas las criaturas. Pero Jesús condujo a los hombres al conocimiento de una vida y de una dialéctica de amor en Dios mismo, más allá que entre Dios y las criaturas. Vale decir que los condujo al conocimiento de una pluralidad y de una comunión de personas en Dios “Dios es amor” —nos reveló el Nuevo Testamento— y el amor no puede permanecer detenido y encerrado en sí mismo, sino que, por su naturaleza, se expande y circula. El Dios de Jesucristo es Trinidad, justamente porque es amor. “Yo y el Padre somos una sola cosa”, le respondió Jesús a Felipe: “somos”, por lo tanto, se trata de una pluralidad de personas; “una sola cosa”, es decir, una sola realidad y un solo Dios.

La Iglesia tomó conciencia poco a poco de la profundidad de este misterio, pero luego, una vez que lo tuvo claro, sostuvo batallas seculares para defenderlo y transmitirlo a los hombres. Un siglo entero —el cuarto— fue empleado en una lucha épica para defender la plena divinidad de Cristo y del Espíritu Santo y dar así al cristianismo su verdadera cara de religión trinitaria.

Esta fe conseguida por la revelación encuentra su continua expresión y celebración en la liturgia: el Gloria, el Credo, el signo de la cruz: todo lleva la impronta de la fe trinitaria.

Lo que hemos dicho hasta este momento no agota, sin embargo, el contenido del misterio que celebramos hoy. Al contrario, si nos detuviéramos aquí, no entenderíamos por qué Dios ha querido someter a una prueba tan dura a nuestra razón y nuestra fe, con la revelación de un misterio tan grande y tan incomprensible como es el de la unidad y trinidad de Dios.

La Trinidad es un misterio “para nosotros”, es decir, para nuestra salvación: un misterio de condescendencia. He aquí la palabra clave de hoy; debemos entender todo lo que entraña su significado. Condescendencia: dos conceptos se incluyen en esta palabra: el de descender y el de descender juntos, al mismo tiempo (con). Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo descienden juntos hacia el hombre, se adaptan —condescendiendo— a su pequeña estatura, a su pequeño andar. Vienen a vivir con él. Mandar, descender, venir: éstos son los verbos con los cuales, especialmente en el Evangelio de Juan, se habla de las personas divinas. “Descendí del Padre y vine al mundo”; “Dios mandó a su Hijo al mundo”...; “yo y el Padre vendremos...”; “el Espíritu vendrá a ustedes y habitará entre ustedes”. Dios viene al hombre, y viene en su íntima realidad y plenitud, como es en sí mismo y como lo conoceremos algún día. No viene, por decirlo así, en dimensión reducida, como en el Antiguo Testamento.

La revelación de la Trinidad es, entonces, una cascada de amor; es el supremo gesto de la condescendencia divina hacia el hombre. Los griegos decían: “Ningún dios puede mezclarse con el hombre” (Platón). Nuestro Dios, al contrario, se ha mezclado con el hombre; ha entrelazado su vida con la del hombre con el fin de prepararlo para su comunión eterna con él.

La vida de fe del cristiano está inextricablemente ligada a las tres personas divinas. Sin lugar a dudas, puede haber personas que en la vida y en la experiencia cotidiana nos sean más familiares: el cónyuge, los hijos, los amigos. Casi nos parece no poder ya concebir nuestra existencia fuera de las suyas; ellos se nos presentan como ramas de nuestra propia existencia. Hay casi una simbiosis entre nosotros, y nos damos cuenta cuando alguno de ellos nos deja para siempre. Pero ninguna persona está enraizada en nosotros y da raíces a nuestra existencia como estas tres: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Ellos han venido a nosotros en el Bautismo. Han habitado en nosotros y son más íntimas para nosotros que nosotros mismos, dice san Agustín. En su nombre y en diálogo con ellos, se desenvuelve toda nuestra vida de fe, desde la cuna hasta la tumba. En el umbral de la existencia fuimos bautizados “en el nombre del Padre, del Hijo y del espíritu Santo”; en su crepúsculo, partiremos una vez más en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo de este mundo. Al hacemos el signo de la cruz, declaramos cada vez nuestra voluntad de pertenecer a la Trinidad.

Caminamos, entonces, con las tres personas divinas, pero a menudo caminamos sin reconocerlas, como los discípulos de Emaús que recorrieron el camino con Jesús, sin darse cuenta de que era él. Los santos no son así; para ellos era un diálogo, una presencia sentida, amada y constante. Santa Teresa tenía la impresión de vivir en un castillo en compañía constante de las tres personas: el castillo interior. Otra mística más cercana a nosotros (la hermana Isabel de la Trinidad), se dirige a la Trinidad llamándola “mis Tres”, y escribe: “Yo encontré el cielo en la Tierra, porque el cielo es la Trinidad y la Trinidad está dentro de mí”. La vida cristiana, sin este anclaje interior y sin esta fuerza centrípeta, está vacía, es fatigosa y, sobre todo, se desarrolla fuera del amor; con ellos, por el contrario, se transforma en un paraíso.

El Dios trino es, entonces, el Dios que ha descendido entre nosotros, que ha condescendido a vivir con nosotros. ¿Pero por qué? ¿Acaso porque Dios se ha convertido a nosotros o al mundo? ¿Acaso porque abajo, entre las criaturas, está la verdadera vida y Dios tiene necesidad de descender hasta aquí, hasta él vórtice del mundo, para sobrevivir a sí mismo? Hoy existe una doctrina teológica que se atrevió a insinuar algo similar. Lo sagrado se ha disuelto en lo profano y “Dios ha muerto” para dar vida al hombre Jesús. ¡Pero no es así! Dios se ha convertido a nosotros para convertirnos a él; ha descendido hacia nosotros para elevarnos hasta él.

He aquí el segundo aspecto del misterio de hoy: la Trinidad de la esperanza luego de la Trinidad de la fe. La Trinidad que nos espera y que está “más adelante”, después de la Trinidad del pasado que se nos ha revelado y la Trinidad del presente que habita en nosotros. Estamos en el camino de regreso hacia el Padre, en compañía de su Hijo Jesucristo, en la unidad del Espíritu Santo. La Trinidad es “el océano de paz” hacia donde fluye el arroyuelo de nuestra vida. He aquí lo que significa la esperanza de la Trinidad. Con ellos estará nuestra vida eterna, “cuando secadas todas las lágrimas, nuestros ojos verán su rostro”. Tal vez antes de lo que pensamos: dentro de algunos años, o dentro de algunos días. Para muchos de nuestros hermanos, el encuentro misterioso es en este momento; en este instante, sus ojos se abren a la luz de la Trinidad y comprenden cómo toda la historia y todo el universo gravitan alrededor de ese punto; cómo todo procede de ahí y todo regresa ahí. Felices de ellos si se han preparado para este encuentro; bienaventurados aquellos que el hijo del hombre encuentre preparados.

Trinidad de la esperanza, entonces, pero de una esperanza segura: Y la esperanza no quedará defraudada –dice Pablo– porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado (Rom. 5, 5).

Es en la gracia de hoy donde se fundamenta nuestra esperanza de la gloria de mañana. Por eso, hoy debemos repetir aquel augurio de Pablo que intercambiamos al inicio de la Misa, haciendo de él una plegaria: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con todos nosotros”.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía de ordenación sacerdotal en Sión, Suiza (17-VI-1984)

− Misterio de Dios Uno y Trino

“Sursum corda”: ¡“Levantemos el corazón”!

Hoy el corazón de la Iglesia reacciona con un fervor particular ante esta invitación que introduce la plegaria eucarística. Hoy podemos responder con una intensidad de fe muy especial: “Habemus ad Dominum”: ¡“Lo tenemos levantado hacia el Señor”!

Contemplemos en la fe el misterio de Dios. Nuestra fe se vuelve precisamente hacia Él. Un misterio insondable. Dios es Dios, el Ser más allá de todo lo que podemos concebir, más grande de lo que pueda imaginarse el hombre. La revelación cristiana sólo en parte levanta el velo que oculta su vida íntima, pero guía nuestra fe hasta los umbrales de un misterio más profundo: la unidad de la Trinidad. El que es Dios único es al mismo tiempo Padre, Hijo y Espíritu Santo. Cada una de las personas divinas es increada, inmensa, eterna, todopoderosa, Señor; y, sin embargo, no hay más que un Dios increado, inmenso, todopoderoso, Señor. “El Padre no ha sido hecho por nadie; no es ni creado, ni engendrado; el Hijo viene sólo del Padre; no ha sido hecho ni creado, sino engendrado; El Espíritu Santo viene del Padre y del Hijo; no ha sido hecho, ni creado, ni engendrado, sino que procede de ellos”. Así se expresa una antigua profesión de fe (el llamado símbolo de San Atanasio). Este Dios de infinita majestad que se manifiesta a Moisés y se mantiene dentro de la misteriosa nube, este Dios trascendente que revela su insondable vida, la ternura de su infinito amor, nos permite acercarnos a Él, le adoramos, prosternados ante Él. En la fe se nos ha dado la dicha de contemplar en Él a la Santísima Trinidad, antes de la plena visión de su gloria.

− Amor de Dios

“Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef 1,3). “Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Hijo unigénito” (Jn 3,16). Mediante su Hijo, no sólo ha revelado su nombre, su gloria como en una epifanía de Dios que le manifiesta de manera única, sino que ha mostrado para con nosotros su ternura, su misericordia, su amor, su fidelidad, bastante más allá de lo que Moisés podía entrever: “Nos ha destinado por adelantado a ser hijos por Jesucristo”, “a ser su pueblo” (cf. Ef 1,5.11). Nuestra adoración, nuestro canto de alabanza es al mismo tiempo una acción de gracias por este “don gratuito del que nos ha colmado en su Hijo bien amado”. Pues “el primer don hecho a los creyentes” es el del Espíritu, que continúa la obra del Hijo y “lleva a la perfección toda santificación” (cf. Plegaria Eucarística IV), el Espíritu que confiere a la Iglesia la unidad del Cuerpo, la llama a manifestar a los hombres la salvación, pues por Él la habita la presencia de Dios.

− Sacerdocio real

“Tú harás de nosotros un pueblo que te pertenezca” (Ex 34,9).

“Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres, digno de alabanza y ensalzado por los siglos” (Dan 3,52). La luz de la fe nos permite elevarnos hoy con el espíritu y el corazón al misterio inescrutable de Dios, a su inaferrable unidad trinitaria. Del seno de esa Trinidad Santísima vino el Hijo de Dios a la humanidad: La Palabra eterna de Dios se hizo hombre, hijo de la Virgen María. Por su muerte en la cruz y por su resurrección descendió sobre los Apóstoles y permanece ahora presente en la Iglesia el Espíritu de Santidad.

De esta misión del Padre y del Espíritu brota la misión salvífica de la Iglesia. De la misión del Hijo, el Siervo de Dios, que recibió la unción profética, nace, en el Espíritu santo, el “sacerdocio real” de todos los bautizados.

Por su ministerio de servicio todo el Pueblo de Dios participa en el sacerdocio de Jesucristo, el único mediador entre Dios y los hombres

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Si hay algo innombrable y grande, eso es el misterio que celebramos hoy. Cuando la teología busca palabras para ilustrarnos la esencia divina: Dios Uno y Trino, experimenta la angustia de ser muda. Se diría que esta realidad nos ha sido revelada más para adorarla que para comprenderla. Tibi laus, tibi gloria... ¡A Ti la alabanza, la gloria y el agradecimiento, oh Trinidad Beatísima! (Trisagio angélico). Gloria a Dios en el cielo...; Santo, Santo, Santo, cantan eternamente los ángeles y los bienaventurados sin cansarse ante la majestad de Dios, como sin cansarse se dicen cosas encendidas los que se aman.

Dios Uno y Trino es un misterio absoluto que se aleja infinitamente de las posibilidades del conocimiento humano. Dios es incomprensible, aunque no incognoscible (Conc. de Letrán). Sin embargo, ese Dios que trasciende infinitamente al hombre, es tremendamente cercano al hombre: “¿No sabéis que sois templos de Dios y que el espíritu de Dios habita en vosotros?” (1 Cor 3,16). Dios inaccesible y cercano al mismo tiempo. Dios que ha hecho del hombre su templo, un sagrario. “Desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad” (Catecismo n 260).

Es ésta una razón poderosa para tratar con un inmenso respeto el misterio de nuestro cuerpo y el de los demás, llevando una vida limpia y recta que glorifique y ame a Dios. Aquí radica también el fundamento de la dignidad de todo ser humano y del respeto con que debe ser tratado. Quien atropella a los demás ofende también a Dios.

La revelación de la Santísima Trinidad nos recuerda “que Dios, en su misterio íntimo no es soledad, sino como una familia que lleva, en Sí mismo, paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el Amor” (Juan Pablo II). A esa Familia divina está llamado el hombre que, al ser bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, se convierte en hijo de Dios, domestici Dei (Ef 2,19), de la familia de Dios. No estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres (San Josemaría Escrivá).

Retengamos en esta Solemnidad esto: Nadie nos ama ni nos ha dado tanto como Dios. Nos ha dado la vida, la salud, la inteligencia, también las penas que son una ayuda inestimable para no olvidar que esta vida no es la definitiva y, en consecuencia, hagamos un uso sensato de la libertad. Nos ha dado a su Hijo, y Él, su Espíritu, para que seamos aquí en la tierra familia, Iglesia. Nos ha dado la Eucaristía, Memorial de su Muerte y Resurrección, el Corazón de la Iglesia.

¿Qué podemos hacer ante esta epifanía del Amor de Dios? La gloria y la alabanza y la acción de gracias (Salmo Responsorial), son las únicas palabras dignas y humildes que podemos dedicar a Dios, y con ellas, el amor afectivo y efectivo al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y a todas las criaturas que han…

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«Dios es amor infinito en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo»

I. LA PALABRA DE DIOS

Ex 34,4b-6.8-9: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso»

Sal Dn 3,52.53.54.55.56: «A ti gloria y alabanza por los siglos»

2Co 13,11-13: «La gracia de Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo»

Jn 3,16-18: «Dios mandó a su Hijo al mundo, para que se salve por Él»

II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO

A pesar de la infidelidad del pueblo (rotura de las tablas) el pacto continúa. Y todo por la bondad de Yavé, «compasivo y misericordioso, lento a la ira, rico en piedad y leal». Ante Cristo no hay más que dos vías: o rechazo o aceptación; o fe y vida eterna, o condenación. Él ha venido «para que tengan vida y la tengan sobreabundante».

El mismo Dios del Sinaí es el que se ha manifestado en Jesucristo. Acaso nos dé un poco de miedo, el primero por lejano y distante, y el otro por demasiado encarnado. Pero esa es precisamente la acción de Espíritu en nosotros. El cristiano, por la acción del Espíritu, reconoce al Dios del Sinaí como el de Jesucristo.

El Dios del Sinaí se hace descubrir en la historia de un pueblo. Cristo se hace historia en nuestro mundo para salvarlo; el Espíritu, en la etapa de la Iglesia, hace que reconozcamos en Él hoy la salvación en Jesús: «para que el mundo se salve por él».

III. SITUACIÓN HUMANA

Si nosotros tuviéramos ante Dios la misma actitud que el viejo pueblo, tendríamos aún más miedo de Dios. Porque su misterio es mayor y su majestad soberana. Pero, al contrario, predomina el Dios-Amor.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe

– El fin último de toda la economía divina es la entrada de las criaturas en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad: “Los cristianos son bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Antes responden «Creo» a la triple pregunta que les pide confesar su fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo: «La fe de todos los cristianos se cimenta en la Trinidad» (S. Cesáreo de Arlés, symb.)” (232; cf 233-237).

La respuesta

– El nombre del Señor es santo: “El cristiano comienza su jornada, sus oraciones y sus acciones con la señal de la cruz, «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén». El bautizado consagra la jornada a la gloria de Dios e invoca la gracia del Señor que le permite actuar en el Espíritu como hijo del Padre” (2517).

El testimonio cristiano

– «Dios mío, Trinidad, te adoro, ayúdame a olvidarme enteramente de mi mismo para establecerme en tí, inmóvil y apacible como si mi alma estuviera ya en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de tí, mi inmutable, sino de cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu misterio. Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí enteramente, totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora (Oración de la Beata Isabel de la Trinidad)» (260).

Ante la grandeza del Misterio Trinitario sólo caben la adoración humilde, la bendición del Santo Nombre de Dios, la acción de gracias, la permanente alabanza por sus obras y el reconocimiento porque Dios nos ama.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

LA SANTÍSIMA TRINIDAD

— Revelación del misterio trinitario

I. Tibi laus, Tibi gloria, Tibi gratiarum actio... A Ti la alabanza, a Ti la gloria, a Ti hemos de dar gracias por los siglos de los siglos, – ¡oh Trinidad Beatísima!

Después de haber renovado los misterios de la salvación – desde el Nacimiento de Cristo en Belén hasta la venida del Espíritu Santo en Pentecostés –, la liturgia nos propone el misterio central de nuestra fe: la Santísima Trinidad, fuente de todos los dones y gracias, misterio inefable de la vida íntima de Dios

Poco a poco, con una pedagogía divina, Dios fue manifestando su realidad íntima, nos ha ido revelando cómo es Él, en Sí, independiente de todo lo creado. En el Antiguo Testamento da a conocer sobre todo la Unidad de su Ser, y su completa distinción del mundo y su modo de relacionarse con él, como Creador y Señor. Se nos enseña de muchas maneras que Dios, a diferencia del mundo, es increado; que no está limitado a un espacio (es inmenso), ni al tiempo (es eterno). Su poder no tiene límites (es omnipotente): Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón – nos invita la liturgia – que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra; no hay otro. Sólo Tú, Señor

El Antiguo Testamento proclama sobre todo la grandeza de Yahvé, único Dios, Creador y Señor de todo el Universo. Pero también se revela como el pastor que busca a su rebaño, que cuida a los suyos con mimo y ternura, que perdona y olvida las frecuentes infidelidades del pueblo elegido... A la vez, se va manifestando la paternidad de Dios Padre, la Encarnación de Dios Hijo, que es anunciada por los Profetas, y la acción del Espíritu Santo, que lo vivifica todo

Pero es Cristo quien nos revela la intimidad del misterio trinitario y la llamada a participar en él. Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo. Él nos reveló también la existencia del Espíritu Santo junto con el Padre y lo envió a la Iglesia para que la santificara hasta el fin de los tiempos; y nos reveló la perfectísima Unidad de vida entre las divinas Personas

El misterio de la Santísima Trinidad es el punto de partida de toda la verdad revelada y la fuente de donde procede la vida sobrenatural y a donde nos encaminamos: somos hijos del Padre, hermanos y coherederos del Hijo, santificados continuamente por el Espíritu Santo para asemejarnos cada vez más a Cristo. Así crecemos en el sentido de nuestra filiación divina. Esto nos hace ser templos vivos de la Santísima Trinidad

Por ser el misterio central de la vida de la Iglesia, la Trinidad Beatísima es continuamente invocada en toda la liturgia. En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu fuimos bautizados, y en su nombre se nos perdonan los pecados; al comenzar y al terminar muchas oraciones, nos dirigimos al Padre, por mediación de Jesucristo, en unidad del Espíritu Santo. Muchas veces a lo largo del día repetimos los cristianos: Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.

– ¡Dios es mi Padre! – Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración

– ¡Jesús es mi Amigo entrañable! (otro Mediterráneo), que me quiere con toda la divina locura de su Corazón

– ¡El Espíritu Santo es mi Consolador!, que me guía en el andar de todo mi camino

Piénsalo bien. – Tú eres de Dios..., y Dios es tuyo

— El trato con cada una de las Personas divinas

II. La vida divina – a cuya participación hemos sido llamados – es fecundísima. Eternamente el Padre engendra al Hijo, y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Esta generación del Hijo y la espiración del Espíritu Santo no es algo que aconteció en un momento determinado, dejando como fruto estable las Tres Divinas Personas: esas procedencias (los teólogos las llaman “procesiones”) son eternas

En el caso de las generaciones humanas, un padre engendra a un hijo, pero ese padre y ese hijo permanecen después del mismo acto de engendrar, incluso aunque muera uno de los dos. El hombre que es padre no sólo es “padre”: antes y después de engendrar es “hombre”. La esencia, sin embargo, de Dios Padre está en que todo su ser consiste en dar la vida al Hijo. Eso es lo que lo determina como Persona divina, distinta de las demás. En la vida natural, el hijo que es engendrado tiene otra realidad. Pero la esencia del Unigénito de Dios es precisamente ser Hijo. Y es a través de Él, haciéndonos semejantes a Él, por un impulso constante del Espíritu Santo, como nosotros alcanzamos y crecemos en el sentido de nuestra filiación divina. Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Habéis recibido no un Espíritu de esclavitud para recaer en el temor; sino un Espíritu de adopción, que nos hace gritar: Abba! (¡Padre!). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y si somos hijos, también herederos de Dios y coherederos con Cristo

La paternidad y la filiación humanas son algo que acontece a las personas, pero no expresan todo su ser. En Dios, la Paternidad, la Filiación y la Espiración constituyen todo el Ser del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo

Desde que el hombre es llamado a participar de la misma vida divina por la gracia recibida en el Bautismo, está destinado a participar cada vez más en esta Vida. Es un camino que es preciso andar continuamente. Del Espíritu Santo recibimos constantes impulsos, mociones, luces, inspiraciones para ir más deprisa por ese camino que lleva a Dios, para estar cada vez en una “órbita” más cercana al Señor. El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: – ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!

Hemos corrido como el ciervo, que ansía las fuentes de las aguas (Sal 42, 2); con sed, rota la boca, con sequedad. Queremos beber en ese manantial de agua viva. Sin rarezas, a lo largo del día nos movemos en ese abundante y claro venero de frescas linfas que saltan hasta la vida eterna (cfr. Jn 4, 14). Sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, – ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas

— Oración a la Trinidad Beatísima

III. La Trinidad Santa habita en nuestra alma como en un templo. Y San Pablo nos hace saber que el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado. Y ahí, en la intimidad del alma, nos hemos de acostumbrar a tratar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo. “Tú, Trinidad eterna, eres mar profundo, en el que cuanto más penetro, más descubro, y cuanto más descubro, más te busco” , le decimos en la intimidad de nuestra alma

“– ¡Oh, Dios mío, Trinidad Beatísima! Sacad de mi pobre ser el máximo rendimiento para vuestra gloria y haced de mí lo que queráis en el tiempo y en la eternidad. Que ya no ponga jamás el menor obstáculo voluntario a vuestra acción transformadora (...). Segundo por segundo, con intención siempre actual, quisiera ofreceros todo cuanto soy y tengo; y que mi pobre vida fuera en unión íntima con el Verbo Encarnado un sacrificio incesante de alabanza de gloria de la Trinidad Beatísima (...)

» – ¡Oh, Dios mío, cómo quisiera glorificaros! – Oh, si a cambio de mi completa inmolación, o de cualquier otra condición, estuviera en mi mano incendiar el corazón de todas vuestras criaturas y la Creación entera en las llamas de vuestro amor, ¡qué de corazón quisiera hacerlo! Que al menos mi pobre corazón os pertenezca por entero, que nada me reserve para mí ni para las criaturas, ni uno solo de sus latidos. Que ame inmensamente a todos mis hermanos, pero únicamente con Vos, por Vos y para Vos (...). Quisiera, sobre todo, amaros con el corazón de San José, con el Corazón Inmaculado de María, con el Corazón adorable de Jesús. Quisiera, finalmente, hundirme en ese Océano infinito, en ese Abismo de fuego que consume al Padre y al Hijo en la unidad del Espíritu Santo y amaros con vuestro mismo infinito amor (...)

» – ¡Padre Eterno, Principio y Fin de todas las cosas! Por el Corazón Inmaculado de María os ofrezco a Jesús, vuestro Verbo Encarnado, y por Él, con Él y en Él, quiero repetiros sin cesar este grito arrancado de lo más hondo de mi alma: Padre, glorificad continuamente a vuestro Hijo, para que vuestro Hijo os glorifique en la unidad del Espíritu Santo por los siglos de los siglos (Jn 17, 1)

» – ¡Oh, Jesús, que habéis dicho: Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiera revelárselo (Mt 11, 27)!: “– ¡Mostradnos al Padre y esto nos basta!” (Jn 14, 8)

» Y Vos, – ¡oh, Espíritu de Amor!, enseñadnos todas las cosas (Jn 14, 26) y formad con María en nosotros a Jesús (Ga 4, 19), hasta que seamos consumados en la unidad (Jn 17, 23) en el seno del Padre (Jn 1, 18). Amén”

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INHABITACION DE LA SANTISIMA TRINIDAD EN EL ALMA

— Presencia de Dios, Uno y Trino, en el alma en gracia

I. Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él , respondió Jesús en la Ultima Cena a uno de sus discípulos que le había preguntado por qué se habría de manifestar a ellos y no al mundo, como los judíos de aquel tiempo pensaban de la aparición del Mesías. El Señor revela que no sólo Él, sino la misma Trinidad Beatísima, estaría presente en el alma de quienes le aman, como en un templo. Esta revelación constituye “la sustancia del Nuevo Testamento” , la esencia de sus enseñanzas

Dios – Padre, Hijo y Espíritu Santo – habita en nuestra alma en gracia no sólo con una presencia de inmensidad, como se encuentra en todas las cosas, sino de un modo especial, mediante la gracia santificante. Esta nueva presencia llena de amor y de gozo inefable al alma que va por caminos de santidad. Y es ahí, en el centro del alma, donde debemos acostumbrarnos a buscar a Dios en las situaciones más diversas de la vida: en la calle, en el trabajo, en el deporte, mientras descansamos... “Oh, pues, alma hermosísima – exclamaba San Juan de la Cruz – que tanto deseas saber el lugar donde está tu Amado para buscarle y mirarte con él, ya se te dice que tú misma eres el aposento donde él mora y el lugar y escondrijo donde está escondido; que es cosa de gran contentamiento y alegría para ti ver que todo tu bien y esperanza está tan cerca de ti que esté en ti o, por mejor decir, tú no puedes estar sin él. Cata –dice el Esposo– que el reino de Dios está dentro de vosotros (Lc 17, 21); y su siervo el Apóstol San Pablo: Vosotros –dice– sois templos de Dios (2 Co 6, 16)”

Esta dicha de la presencia de la Trinidad Beatísima en el alma no está destinada sólo para personas extraordinarias, con carismas o cualidades excepcionales, sino también para el cristiano corriente, llamado a la santidad en medio de sus quehaceres profesionales y que desea amar a Dios con todo su ser, aunque, como señala Santa Teresa de Jesús, “hay muchas almas que están en la ronda del castillo (del alma), que es adonde están los que le guardan, y no se les da nada entrar dentro, ni saben qué hay en aquel tan precioso lugar, ni quién está dentro...”. En ese “precioso lugar”, en el alma que resplandece por la gracia, está Dios con nosotros: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo

Esta presencia, que los teólogos llaman inhabitación, sólo difiere por su condición del estado de bienaventuranza de quienes ya gozan de la felicidad eterna en el Cielo. Y aunque es propia de las Tres divinas Personas, se atribuye al Espíritu Santo, pues la obra de la santificación es propia del Amor

Esta revelación que Dios hizo a los hombres, como en confidencia amorosa, admiró desde el principio a los cristianos, y llenó sus corazones de paz y de gozo sobrenatural. Cuando estamos bien asentados en esta realidad sobrenatural – Dios, Uno y Trino, habita en mí – convertimos la vida – con sus contrariedades, e incluso a través de ellas – en un anticipo del Cielo: es como meternos en la intimidad de Dios y conocer y amar la vida divina, de la que nos hacemos partícipes. – ¡Océano sin fondo de la vida divina! // Me he llegado a tus márgenes con un ansia de fe. // Di, ¿qué tiene tu abismo que a tal punto fascina? // – ¡Océano sin fondo de la vida divina! // Me atrajeron tus ondas... – ¡y ya he perdido pie!

— La vida sobrenatural del cristiano se orienta al conocimiento y al trato con la Santísima Trinidad

II. El cristiano comienza su vida en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y en este mismo Nombre se despide de este mundo para encontrar en la plenitud de la visión en el Cielo a estas divinas Personas, a quienes ha procurado tratar aquí en la tierra. Un solo Dios y Tres divinas Personas: ésta es nuestra profesión de fe, la que los Apóstoles recogieron de labios de Jesús y transmitieron, la que creyeron desde el primer momento todos los cristianos, la que el Magisterio de la Iglesia ha enseñado siempre. Los cristianos de todos los tiempos, en la medida en que avanzaban en su caminar hacia Dios, han sentido la necesidad de meditar esta verdad primera de nuestra fe y de tratar a cada una de Ellas. Santa Teresa de Jesús nos cuenta en su Vida cómo meditando precisamente una de las más antiguas reglas de fe sobre el misterio trinitario –el llamado Símbolo Atanasiano o Quicumque– recibió especiales gracias para penetrar en esta maravillosa realidad. “Estando una vez rezando el Quicumque vult –escribe la Santa–, se me dio a entender la manera cómo era un solo Dios y tres Personas tan claro, que yo me espanté y me consolé mucho. Hízome grandísimo provecho para conocer más la grandeza de Dios y sus maravillas, y para cuando lo pienso o se trata de la Santísima Trinidad, parece entiendo cómo puede ser, y es me mucho contento»

Toda la vida sobrenatural del cristiano se orienta a ese conocimiento y trato íntimo con la Trinidad, que viene a ser “el fruto y el fin de toda nuestra vida». Para este fin hemos sido creados y elevados al orden sobrenatural: para conocer, tratar y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo, que habitan en el alma en gracia. De estas divinas Personas, el cristiano llega a tener en esta vida “un conocimiento experimental» que, lejos de ser una cosa extraordinaria, está dentro de la vía normal de la santidad. Santidad a la que es llamada la madre de familia que apenas tiene tiempo para atender y sacar adelante el hogar, el obrero que comienza su trabajo antes del amanecer, el enfermo al que no le permite hacer nada su enfermedad... Dios, en su amor infinito por cada alma, desea ardientemente darse a conocer de esa manera íntima y amorosa a quienes de verdad siguen tras las huellas de su Hijo

En ese camino hacia la Trinidad, a la que deben conducir todos nuestros empeños, llevamos como Guía y Maestro al Espíritu Santo. Yo rogaré al Padre –había prometido el Señor, y su palabra no puede fallar– y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre: el Espíritu de la verdad, al que el mundo no puede recibir porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis porque permanece a vuestro lado y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, Yo volveré a vosotros. En este vosotros nos incluimos, dichosamente, quienes hemos sido bautizados y, de modo particular, quienes queremos seguir a Jesús de cerca, desde el lugar y las circunstancias donde la vida nos ha situado. Es dulce meditar que este misterio inaccesible a la sola razón humana se hace luminoso con la luz de la fe y la ayuda del Espíritu Santo: a vosotros se os han dado a conocer los misterios del Reino de los Cielos. Pidámosle hoy que nos guíe en ese camino lleno de luz

— Templos de Dios

III. A la vez que pedimos al Espíritu Santo un deseo grande de purificar el corazón, hemos de desear este encuentro íntimo con la Beatísima Trinidad, sin que nos detenga el que quizá cada vez vemos con más claridad nuestras flaquezas y nuestra tosquedad para con Dios. Cuenta Santa Teresa que al considerar la presencia de las Tres divinas Personas en su alma “estaba espantada de ver tanta majestad en cosa tan baja como es mi alma”; entonces, le dijo el Señor: “No es baja, hija, pues está hecha a mi imagen”. Y la Santa quedó llena de consuelo. A nosotros nos puede hacer un gran bien considerar estas palabras como dirigidas a nosotros mismos, y nos animarán a proseguir en ese camino que acaba en Dios. También debemos tratar a quienes cada día encontramos y hablamos como poseedores de un alma inmortal, imagen de Dios, que son o pueden llegar a ser templos de Dios.

Sor Isabel de la Trinidad, recientemente beatificada, escribía a su hermana, al tener noticia del nacimiento y bautizo de su primera sobrina: “Me siento penetrada de respeto ante este pequeño santuario de la Santísima Trinidad... Si estuviese a su lado, me arrodillaría para adorar a Aquel que mora en ella”

La Iglesia nos recomienda alimentar la piedad con un sólido alimento, y por eso hemos de rezar o meditar esas reglas de fe y las oraciones compuestas para alabanza de la Trinidad: el Símbolo Atanasiano o Quicumque (que antiguamente los cristianos recitaban cada domingo después de la homilía, y que aún hoy muchos recitan y meditan en honor de la Santísima Trinidad), el Trisagio Angélico, especialmente en esta Solemnidad, el Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo... Cuando, con la ayuda de la gracia, aprendemos a penetrar en estas prácticas de devoción es como si volviéramos a oír las palabras del Señor: dichosos vuestros ojos, porque ven; y dichosos vuestros oídos, porque oyen: pues en verdad os digo que muchos profetas y justos ansiaron ver los que vosotros estáis viendo y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron.

Terminamos este rato de oración repitiendo en nuestro corazón, con San Agustín: «Señor y Dios mío, mi única esperanza, óyeme para que no sucumba al desaliento y deje de buscarte. Que yo ansíe siempre ver tu rostro. Dame fuerzas para la búsqueda, Tú que hiciste que te encontrara y que me has dado esperanzas de un conocimiento más perfecto. Ante Ti está mi firmeza y mi debilidad: sana ésta, conserva aquélla. Ante Ti está mi ciencia y mi ignorancia: si me abres, recibe al que entra; si me cierras el postigo, abre al que llama. Haz que me acuerde de Ti, que te comprenda y te ame. Acrecienta en mí estos dones hasta mi reforma completa (...).

» Cuando arribemos a tu presencia, cesarán estas muchas cosas que ahora hablamos sin comprenderlas, y Tú permanecerás todo en todos, y entonces modularemos un cántico eterno, alabándote unánimemente, y hechos en Ti también nosotros una sola cosa».

La contemplación y la alabanza a la Trinidad Santa es la sustancia de nuestra vida sobrenatural, y ése es también nuestro fin: porque en el Cielo, junto a nuestra Madre Santa María – Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo: – ¡más que Ella, sólo Dios! –, nuestra felicidad y nuestro gozo será una alabanza eterna al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo.

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Cardenal Jorge MEJÍA Archivista y Bibliotecario de la S.R.I. (www.evangeli.net)

Cuando venga el Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad completa

Hoy celebramos la solemnidad del misterio que está en el centro de nuestra fe, del cual todo procede y al cual todo vuelve. El misterio de la unidad de Dios y, a la vez, de su subsistencia en tres Personas iguales y distintas. Padre, Hijo y Espíritu Santo: la unidad en la comunión y la comunión en la unidad. Conviene que los cristianos, en este gran día, seamos conscientes de que este misterio está presente en nuestras vidas: desde el Bautismo —que recibimos en nombre de la Santísima Trinidad— hasta nuestra participación en la Eucaristía, que se hace para gloria del Padre, por su Hijo Jesucristo, gracias al Espíritu Santo. Y es la señal por la cual nos reconocemos como cristianos: la señal de la Cruz en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

La misión del Hijo, Jesucristo, consiste en la revelación de su Padre, del cual es la imagen perfecta, y en el don del Espíritu, también revelado por el Hijo. La lectura evangélica proclamada hoy nos lo muestra: el Hijo recibe todo del Padre en la perfecta unidad: «Todo lo que tiene el Padre es mío», y el Espíritu recibe lo que Él es, del Padre y del Hijo. «Por eso he dicho —dice Jesús— ‘recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros’» (Jn 16,15). Y en otro pasaje de este mismo discurso (15,26): «Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí».

Aprendamos de esto la gran y consoladora verdad: la Trinidad Santísima, lejos de ponerse aparte, distante e inaccesible, viene a nosotros, habita en nosotros y nos transforma en interlocutores suyos. Y esto por medio del Espíritu, quien así nos guía hasta la verdad completa (cf. Jn 16,13). La incomparable “dignidad del cristiano”, de la cual habla varias veces san León el Grande, es ésta: poseer en sí el misterio de Dios y, entonces, tener ya, desde esta tierra, la propia “ciudadanía” en el cielo (cf. Flp 3,20), es decir, en el seno de la Trinidad Santísima.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Predicar la verdad revelada

«Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su único Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16).

Eso dicen las Escrituras.

Esa es la misión del Hijo, que, aun siendo enviado, permanece unido al Padre porque son uno, en el Espíritu, en una Santísima Trinidad, tres personas distintas y un solo Dios verdadero.

Y esa es tu misión, sacerdote, porque, así como el Hijo ha sido enviado por el Padre, así el Hijo te envía a ti, sacerdote, a continuar su misión, para que todo el que crea en Él se salve, y te une a esa Trinidad, configurándote con Él, a través del orden sacerdotal.

Y tú, sacerdote, ¿crees?

¿Qué haces para que crean los demás?

¿Predicas al pueblo de Dios la verdad?

Tu Señor ha sido elevado, su costado ha sido perforado, y su Sagrado Corazón expuesto, que revela al mundo el poder de su infinita misericordia, derramada en su sangre hasta la última gota.

Expón, también tú, sacerdote, tu corazón, y une al pueblo con tu Señor, por los lazos indisolubles del Espíritu, a través de los sacramentos, haciendo discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Predica la Palabra de tu Señor, para que la verdad le sea revelada, y el mundo crea que tu Señor no ha venido al mundo a condenar, sino a salvar.

Y tú, sacerdote, ¿perdonas los pecados?

¿Administras bien la misericordia de tu Señor, o juzgas y retienes la absolución sin un justo discernimiento?

Formación, sacerdote, formación. Es un recurso permanente que te ofrece tu Señor, a través de su Palabra, del Magisterio de la Iglesia y de la doctrina, de la Teología y de la Filosofía. Pero es en la oración en donde recibes la verdadera sabiduría, que no requiere de memoria ni de capacidad, sino que es un don del Espíritu Santo, que se practica y se desarrolla en el campo de acción. Y en sinergia con una buena y constante formación da credibilidad y confianza, que convence. Y, aunada a la fe, convierte los corazones de piedra, en corazones de carne.

Prepárate, sacerdote, fortalece tu fe y tu entrega, para que el mundo crea y se salve.

Ora, sacerdote, y ofrece sacrificios a tu Señor, partiendo el pan y compartiendo el vino, en memorial de su muerte y su resurrección, porque todo creer viene de la fe y la fe es un don de Dios.

Eleva tus manos al cielo, sacerdote, y pídele a tu Señor fe, para ti, y para el mundo entero. Y enséñales, por esa fe, a caminar con los pies en el suelo, pero con el corazón en el cielo.

Participa, sacerdote, de esa unión trinitaria de Dios, que, siendo Cristo, te hace uno con el Padre en el Espíritu, para que hagas sus obras y aun mayores, consiguiendo para Él que su pueblo crea que Él es el único Hijo de Dios, que ha venido al mundo para liberarlos, para salvarlos, para perdonarlos, para librarlos de la esclavitud del pecado y de la muerte, para darles vida en abundancia.

Sé perfecto, sacerdote, como tu Padre del cielo es perfecto.

Lucha por esa perfección, en la perseverancia de cumplir tu misión.

Permanece unido a tu Señor. Lo que une es el amor.

Cree, sacerdote, en la divinidad trinitaria: tres personas distintas, un solo Dios verdadero, que santifica, que salva, y que da vida eterna.

(Espada de Dos Filos VI, n. 39)

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