Corpus Christi (Ciclo A)

Escrito el 08/07/2025
Julia María Haces

El Cuerpo y la Sangre de Cristo (A)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2020 - Catequesis sobre la Eucaristía
  • BENEDICTO XVI – Ángelus y Homilía 2011
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Mons. Agustí CORTÉS i Soriano Obispo de Sant Feliu de Llobregat (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

UN SOLO PAN, UN SOLO CUERPO

Dt 8, 2-3. 14-16; 1 Co 10, 16-17; Jn 6, 51-58

La Eucaristía es una experiencia sacramental que constituye y realiza a la comunidad cristiana. Somos convocados por la Palabra de Dios y alimentados por el Cuerpo y la Sangre de Cristo para que podamos conformar nuestras opciones con aquellas que nos plantea la palabra que salva. Tal como lo señala el libro del Deuteronomio, no solamente conviene alimentar nuestro cuerpo, precisamos también y con la misma urgencia del pan de la Palabra que Dios nos regala. Quienes participamos de la Eucaristía no somos receptores pasivos, sino que participamos activamente de los vínculos que consolidan el Cuerpo del Mesías. Una comunidad verdaderamente eucarística, vive en espíritu y vida, construyendo relaciones de servicio, entrega y solidaridad que se prolongan en el diario vivir.

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 80, 17

Alimentó a su pueblo con lo mejor del trigo y lo sació con miel sacada de la roca.

ORACIÓN COLECTA

Señor nuestro Jesucristo, que en este admirable sacramento nos dejaste el memorial de tu pasión, concédenos venerar de tal modo los sagrados misterios de tu Cuerpo y de tu Sangre, que experimentemos constantemente en nosotros el fruto de tu redención. Tú que vives y reinas con el Padre en la unidad del Espíritu Santo y eres Dios por los siglos de los siglos.

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Te di un alimento que ni tú ni tus padres conocían.

Del libro del Deuteronomio: 8, 2-3. 14-16

En aquel tiempo, habló Moisés al pueblo y le dijo: “Recuerda el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto, para afligirte, para ponerte a prueba y conocer si ibas a guardar sus mandamientos o no.

Él te afligió, haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con el maná, que ni tú ni tus padres conocían, para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino también de toda palabra que sale de la boca de Dios. No sea que te olvides del Señor, tu Dios, que te sacó de Egipto y de la esclavitud; que te hizo recorrer aquel desierto inmenso y terrible, lleno de serpientes y alacranes; que en una tierra árida hizo brotar para ti agua de la roca más dura, y que te alimentó en el desierto con un maná que no conocían tus padres”.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 147, 12-13.14-15.19-20

R/. Bendito sea el Señor.

Glorifica al Señor, Jerusalén, a Dios ríndele honores, Israel. Él refuerza el cerrojo de tus puertas y bendice a tus hijos en tu casa. R/.

Él mantiene la paz en tus fronteras, con su trigo mejor sacia tu hambre. Él envía a la tierra su mensaje y su palabra corre velozmente. R/.

Le muestra a Jacob sus pensamientos, sus normas y designios a Israel. No ha hecho nada igual con ningún pueblo ni le ha confiado a otro sus proyectos. R/.

SEGUNDA LECTURA

El pan es uno y los que comemos de ese pan formamos un solo cuerpo.

De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: 10, 16-17

Hermanos: El cáliz de la bendición con el que damos gracias, ¿no nos une a Cristo por medio de su sangre? Y el pan que partimos, ¿no nos une a Cristo por medio de su cuerpo? El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque todos comemos del mismo pan. 

Palabra de Dios.

SECUENCIA

(Puede omitirse o puede recitarse en forma abreviada, comenzando par la estrofa: “El pan que del cielo baja “).

Al Salvador alabemos,

que es nuestro pastor y guía.

Alabémoslo con himnos

y canciones de alegría.

Alabémoslo sin límites

y con nuestras fuerzas todas;

pues tan grande es el Señor,

que nuestra alabanza es poca.

Gustosos hoy aclamamos a Cristo,

que es nuestro pan,

pues Él es el pan de vida

que nos da vida inmortal.

Doce eran los que cenaban

y les dio pan a los doce.

Doce entonces lo comieron,

y, después, todos los hombres.

Sea plena la alabanza

y llena de alegres cantos;

que nuestro ser se desborde

en todo un concierto santo.

Hoy celebramos con gozo

la gloriosa institución

de este banquete divino,

el banquete del Señor.

Esta es la nueva Pascua,

Pascua del único Rey,

que termina con la alianza

tan pesada de la ley.

Esto nuevo, siempre nuevo,

es la luz de la verdad.

que sustituye a lo viejo

con reciente claridad.

En aquella última cena

Cristo hizo la maravilla

de dejar a sus amigos

el memorial de su vida.

Enseñados por la Iglesia,

consagramos pan y vino,

que a los hombres nos redimen,

y dan fuerza en el camino.

Es un dogma del cristiano

que el pan se convierte en carne,

y lo que antes era vino

queda convertido en sangre.

Hay cosas que no entendemos,

pues no alcanza la razón;

mas si las vemos con fe,

entraran al corazón.

Bajo símbolos diversos

y en diferentes figuras,

se esconden ciertas verdades

maravillosas, profundas.

Su sangre es nuestra bebida;

su carne, nuestro alimento;

pero en el pan o en el vino

Cristo está todo completo

Quien lo come, no lo rompe,

no lo parte ni divide;

Él es el todo y la parte;

vivo está en quien lo recibe.

Puede ser tan solo uno

el que se acerca al altar,

o pueden ser multitudes:

Cristo no se acabará.

Lo comen buenos y malos,

con provecho diferente;

no es lo mismo tener vida

que ser condenado a muerte.

A los malos les da muerte

y a los buenos les da vida.

¡Qué efecto tan diferente

tiene la misma comida!

Si lo parten, no te apures,

solo parten lo exterior;

en el mínimo fragmento

entero late el Señor.

Cuando parten lo exterior,

solo parten lo que has visto;

no es una disminución

de la persona de Cristo.

*El pan que del cielo baja

es comida de viajeros.

Es un pan para los hijos.

¡No hay que tirarlo a los perros!

Isaac, el inocente,

es figura de este pan,

con el cordero de Pascua

y el misterioso maná.

Ten compasión de nosotros,

buen pastor, pan verdadero.

Apaciéntanos y cuídanos

y condúcenos al cielo.

Todo lo puedes y sabes,

pastor de ovejas, divino.

Concédenos en el cielo gozar

la herencia contigo.

Amén.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 6, 51

R/. Aleluya, aleluya.

Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, dice el Señor; el que coma de este pan vivirá para siempre. R/.

EVANGELIO

Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida.

+ Del santo Evangelio según san Juan: 6, 51-58

En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo les voy a dar es mi carne para que el mundo tenga vida”.

Entonces los judíos se pusieron a discutir entre sí: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” Jesús les dijo: “Yo les aseguro: Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no podrán tener vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día.

Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Como el Padre, que me ha enviado, posee la vida y yo vivo por él, así también el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo; no es como el maná que comieron sus padres, pues murieron. El que come de este pan vivirá para siempre”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Señor, concede bondadoso a tu Iglesia los dones de la unidad y de la paz, significados místicamente en las ofrendas que te presentamos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

PREFACIO I DE LA EUCARISTÍA

El sacrificio y el sacramento de Cristo.

En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias y alabarte siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo, Señor nuestro.

El cual, verdadero y eterno Sacerdote, al instituir el sacramento del sacrificio de la eterna alianza, se ofreció primero a ti como víctima salvadora, y nos mandó que lo ofreciéramos como memorial suyo.

Cuando comemos su carne, inmolada por nosotros, quedamos fortalecidos; y cuando bebemos su sangre, derramada por nosotros, quedamos limpios de nuestros pecados.

Por eso, con los ángeles y los arcángeles y con todos los coros celestiales, cantamos sin cesar el himno de tu gloria: Santo, Santo, Santo ...

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Jn 6, 56

El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él, dice el Señor.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Concédenos, Señor Jesucristo, disfrutar eternamente del gozo de tu divinidad que ahora pregustamos, en la comunión de tu Cuerpo y de tu Sangre. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Te alimentó con el maná (Dt 8, 2-3.14b-16a)

1ª lectura

Se recuerda a los israelitas, junto con la prueba del desierto, la especial protección y los cuidados paternales que Dios les ha dispensado, y se les exhorta de nuevo a la fidelidad.

«El hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor» (v. 3). Jesucristo evocará estas palabras al rechazar la primera tentación de Satanás en el desierto (cfr Mt 4,4).

La salida de Egipto significó el comienzo de la acción salvífica de Dios en favor del pueblo de su elección. El desierto, calificado de «terrible», sirvió para fomentar en ese pueblo la necesidad y la esperanza de Dios. La tierra prometida, «buena», sobre todo en contraste con el desierto, expresa la bondad de Dios hacia Israel: en ella tiene el descanso, la paz, la felicidad... De lo único que ha de precaverse Israel es de no gloriarse en ella como si fuera el fruto de su propio mérito. Si un día cediera a esa tentación estaría perdido. Pero esta lección teológico-moral es de evidente aplicación a cualquier persona en su relación con Dios, en cualquier circunstancia.

Los cananeos practicaban burdos y deshonestos ritos de fecundidad para procurarse el favor de las deidades protectoras de la agricultura y de la ganadería. Los israelitas no deberían hacer eso, sino agradecer al Señor que manda las lluvias, los soles y los rocíos, mediante el ofrecimiento de ofrendas pacíficas y sacrificios razonables de los frutos del campo y de los ganados. El Código Deuteronómico (caps. 12-26) trata precisamente de algunas fiestas agrícolas, como las «Semanas» (Dt 16,9-12), los «Tabernáculos» (16,13-17), los «Ácimos» (16,3-4), la ofrenda de los «Diezmos» (14,22-29), etc. Con ello y, sobre todo, con el cumplimiento de las exigencias morales de la Ley, será como Israel mostrará su fidelidad al Señor.

Los beneficios que el Señor dispensó a los israelitas durante el éxodo han sido aplicados con frecuencia por los escritores cristianos a las gracias del Bautismo y dela Eucaristía (cfr, p.ej., 1 Co 10,1-11). Y en la liturgia de la Iglesia —tras recordar la columna de fuego, la voz de Moisés en el Sinaí, el maná y el agua que brotó de la roca—, se pide que el Señor sea para nosotros por su Resurrección, respectivamente, la luz de la vida, la palabra y el pan de vida, y nos conceda el Espíritu de vida (cfr Liturgia de las Horas, Preces de Laudes del Jueves de la VI semana del Tiempo pascual)

Todos participamos de un solo pan (1 Co 10, 16-17)

2ª lectura

Estas palabras forman parte de un pasaje más amplio en el que San Pablo está hablando acerca de si se deben o no comer las carnes sacrificadas a los ídolos (cfr. 1 Co 10,14-22). Aunque los ídolos no son nada, la participación en los sacrificios sería idolatría (cfr 1 Co 10,20). San Pablo ratifica su enseñanza comparándola con el sacrificio eucarístico. La palabra clave es «comunión» (1 Co 10,16.18,20), que significa intimidad, unión. Su efecto principal es la unión íntima con Jesucristo, como han subrayado los Santos Padres: «¿Qué es en realidad el pan? El Cuerpo de Cristo. ¿Que se hacen los que comulgan? Cuerpo de Cristo» (S. Juan Crisóstomo, In 1 Corinthios 24, ad loc.). Por eso, la participación en los banquetes idolátricos es incompatible con la comunión eucarística, pues rompe la unión con Cristo y con los demás cristianos. Las palabras de Pablo enseñan dos verdades fundamentales sobre la Eucaristía: su carácter sacrificial, al ponerla en relación con los sacrificios paganos (cfr 1 Co 10, 21), y la presencia real de Jesucristo, al afirmar que es la comunión del Cuerpo y la Sangre de Cristo (cfr 1 Co 10,16): «En este divino sacrificio, que en la Misa se realiza, se contiene e incruentamente se inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció Él mismo cruentamente en el altar de la Cruz (cfr Hb 9,27) (...). Una sola y la misma es, en efecto, la víctima, y el que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes, es el mismo que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz, siendo sólo distinta la manera de ofrecerse» (Conc. de Trento, De SS. Missae sacrificio, cap. 2).

El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna (Jn 6, 51-58)

Evangelio

En esta segunda parte del discurso del Pan de Vida, Cristo revela el misterio de la Eucaristía. Sus palabras son de un realismo tan fuerte que excluyen cualquier interpretación en sentido figurado. Los oyentes entienden el sentido propio y directo de las palabras de Jesús (v. 52), pero no creen que tal afirmación pueda ser verdad. De haberlo entendido en sentido figurado o simbólico no les hubiera causado tan gran extrañeza ni se hubiera producido la discusión. De aquí también nace la fe de la Iglesia en que mediante la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre, Cristo se hace presente en este sacramento. «El Concilio de Trento resume la fe católica cuando afirma: “Porque Cristo, nuestro Redentor, dijo que lo que ofrecía bajo la especie de pan era verdaderamente su Cuerpo, se ha mantenido siempre en la Iglesia esta convicción, que declara de nuevo el Santo Concilio: por la consagración del pan y del vino se opera el cambio de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la substancia del vino en la substancia de su sangre; la Iglesia católica ha llamado justa y apropiadamente a este cambio transubstanciación” (DS 1642)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1376).

En este discurso Jesús compara tres veces (cfr vv. 31-32.49.58) el verdadero Pan de Vida, su propio Cuerpo, con el maná, con el que Dios había alimentado a los hebreos diariamente durante cuarenta años en el desierto. Así, hace una invitación a alimentar frecuentemente nuestra alma con el manjar de su Cuerpo: «De la comparación del Pan de los Ángeles con el pan y con el maná fácilmente podían los discípulos deducir que, así como el cuerpo se alimenta de pan diariamente, y cada día eran recreados los hebreos con el maná en el desierto, del mismo modo el alma cristiana podría diariamente comer y regalarse con el Pan del Cielo. A más de que casi todos los Santos Padres de la Iglesia enseñan que el “pan de cada día”, que se manda pedir en la oración dominical, no tanto se ha de entender del pan material, alimento del cuerpo, cuanto de la recepción diaria del Pan Eucarístico» (S. Pío X, Sacra Tridentina Synodus, 20-XII-1905).

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SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.homiletica.com.ar)

Cristo, vida de quien comulga

Cuando tratamos de cosas espirituales, cuidemos de que nada haya en nuestras almas de terreno ni secular; sino que dejadas a un lado y rechazadas todas esas cosas, total e íntegramente nos entreguemos a la divina palabra. Si cuando el rey llega a una ciudad se evita todo tumulto, mucho más debemos escuchar con plena quietud y grande temor cuando nos habla el Espíritu Santo. Porque son escalofriantes las palabras que hoy se nos han leído. Escúchalas de nuevo: En verdad os digo, dice el Señor, si alguno no come mi carne y bebe mi sangre, no tendrá vida en mismo.

Puesto que le habían dicho: eso es imposible, Él les declara ser esto no solamente posible, sino sumamente necesario. Por lo cual continúa: El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo lo resucitaré al final de los tiempos. Había El dicho: Si alguno come de este pan no morirá para siempre; y es verosímil que ellos lo tomaran a mal, como cuando anteriormente dijeron: Nuestro Padre Abraham murió y los profetas también murieron; entonces ¿cómo dices tú: no gustará la muerte? Por tal motivo ahora, como solución a la pregunta, pone la resurrección; y declara que ese tal no morirá para siempre.

Con frecuencia habla Cristo de los misterios, demostrando cuán necesarios son y que conviene celebrarlos, absolutamente. Dice: Mi carne verdaderamente es comida y mi sangre verdaderamente es bebida. ¿Qué significa esto? Quiere decir o bien que es verdadero alimento que conserva la vida del alma; o bien quiere hacer creíbles sus palabras y que no vayan a pensar que lo dijo por simple parábola, sino que entiendan que realmente es del todo necesario comer su cuerpo.

Continúa luego: Quien come mi carne permanece en Mí, para dar a entender que íntimamente se mezcla con El. Lo que sigue, en cambio, no parece consonar con lo anterior, si no ponemos atención. Porque dirá alguno: ¿qué enlace lógico hay entre haber dicho: Quien come mi carne permanece en Mí, y a continuación añadir: Como me envió el Padre que vive, así Yo vivo por el Padre? Pues bien, lo cierto es que tienen muy estrecho enlace ambas frases. Puesto que con frecuencia había mencionado la vida eterna, para confirmar lo dicho añade: En permanece. Pues si en permanece y Yo vivo, es manifiesto que también él vivirá. Luego prosigue: Así como me envió el Padre que vive. Hay aquí una comparación y semejanza; y es como si dijera: Vivo Yo como vive el Padre. Y para que no por eso lo creyeras Ingénito, continúa al punto: así Yo vivo por el Padre, no porque necesite de alguna operación para vivir, puesto que ya anteriormente suprimió esa sospecha, cuando dijo: Así como el Padre tiene vida en mismo, así dio al Hijo tener vida en mismo. Si necesitara de alguna operación, se seguiría o que el Padre no le dio vida, lo que es falso; o que, si se la dio, en adelante la tendría sin necesidad de que otro le ayudara para eso.

¿Qué significa: Por el Padre? Solamente indica la causa. Y lo que quiere decir es esto: Así como mi Padre vive, así también Yo vivo. Y el que me come también vivirá por Mí. No habla aquí de una vida cualquiera, sino de una vida esclarecida. Y que no hable aquí de la vida simplemente, sino de otra gloriosa e inefable, es manifiesto por el hecho de que todos los infieles y los no iniciados viven, a pesar de no haber comido su carne. ¿Ves cómo no se trata de esta vida, sino de aquella otra? De modo que lo que dice es lo siguiente: Quien come mi carne, aunque muera no perecerá ni será castigado. Más aún, ni siquiera habla de la resurrección común y ordinaria, puesto que todos resucitarán; sino de una resurrección excelentísima y gloriosa, a la cual seguirá la recompensa.

Este es el pan bajado del cielo. No como el que comieron vuestros padres, el maná, y murieron. Quien come de este pan vivirá para siempre. Frecuentemente repite esto mismo para clavarlo hondamente en el pensamiento de los oyentes (ya que era esta la última enseñanza acerca de estas cosas); y también para confirmar su doctrina acerca de la resurrección y acerca de la vida eterna. Por esto añadió lo de la resurrección, tanto con decir: Tendrán vida eterna, como dando a entender que esa vida no es la presente, sino la que seguirá a la resurrección.

Preguntarás: ¿cómo se comprueba esto? Por las Escrituras, pues a ellas los remite continuamente para que aprendan. Y cuando dice: Que da vida al mundo, excita la emulación a fin de que otros, viendo a los que disfrutan don tan alto, no permanezcan extraños. También recuerda con frecuencia el maná, tanto para mostrar la diferencia con este otro pan, como para más excitarlos a la fe. Puesto que si pudo Dios, sin siega y sin trigo y el demás aparato de los labradores, alimentarlos durante cuarenta años, mucho más los alimentará ahora que ha venido a ejecutar hazañas más altas y excelentes. Por lo demás, si aquellas eran figuras, y sin trabajos ni sudores recogían el alimento los israelitas, mucho mejor será ahora, habiendo tan grande diferencia y no existiendo una muerte verdadera y gozando nosotros de una verdadera vida.

Y muy a propósito con frecuencia hace mención de la vida, puesto que ésta es lo que más anhelan los hombres y nada les es tan dulce como el no morir. En el Antiguo Testamento se prometía una larga existencia, pero ahora se nos promete no una existencia larga, sino una vida sin acabamiento. Quiere también declarar que el castigo que introdujo el pecado queda abolido y revocada la sentencia de muerte, puesto que pone ahora El e introduce una vida no cualquiera sino eterna, contra lo que allá al principio se había decretado.

Esto dijo enseñando en la sinagoga de Cafarnaúm; ciudad en la que había obrado muchos milagros; y en la que por lo mismo convenía que se le escuchara y creyera. Preguntarás: por qué enseñaba en la sinagoga y en el templo? Tanto para atraer a la multitud, como para demostrar que no era contrario al Padre. Pero muchos de los discípulos que lo oyeron decían: Este lenguaje resulta intolerable. ¿Qué significa intolerable? Es decir áspero, trabajoso sobremanera, penoso. Pero a la verdad, no decía Jesús nada que tal fuera. Porque no trataba entonces del modo de vivir correctamente, sino acerca de los dogmas, insistiendo en que se debía tener fe en Cristo.

Entonces ¿por qué es lenguaje intolerable? ¿Porque promete la vida y la resurrección? ¿Porque afirma haber venido él del Cielo? ¿Acaso porque dice que nadie puede salvarse si no come su carne? Pero pregunto yo: ¿son intolerables estas cosas? ¿Quién se atreverá a decirlo? Entonces ¿qué es lo que significa ese intolerable? Quiere decir difícil de entender, que supera la rudeza de los oyentes, que es altamente aterrador. Porque pensaban ellos que Jesús decía cosas que superaban su dignidad y que estaban por encima de su naturaleza. Por esto decían:¿Quién podrá soportarlo? Quizá lo decían en forma de excusa, puesto que lo iban a abandonar.

Sabedor Jesús por mismo de que sus discípulos murmuraban de lo que había dicho (pues era propio de su divinidad manifestar lo que era secreto), les dijo: ¿Esto os escandaliza? Pues cuando veáis al Hijo del hombre subir a donde antes estaba... Lo mismo había dicho a Natanael: ¿Porque te dije que te había visto debajo de la higuera crees? Mayores cosas verás. Y a Nicodemo: Nadie ha subido al Cielo, sino el que ha bajado del Cielo, el Hijo del hombre. ¿Qué es esto? ¿Añade dificultades sobre dificultades? De ningún modo ¡lejos tal cosa! Quiere atraerlos y en eso se esfuerza mediante la alteza y la abundancia de la doctrina.

Quien dijo: Bajé del Cielo, si nada más hubiera añadido, les habría puesto un obstáculo mayor. Pero cuando dice: Mi cuerpo es vida del mundo; y también: Como me envió mi Padre que vive también Yo vivo por el Padre; y luego: He bajado del Cielo, lo que hace es resolver una dificultad. Puesto que quien dice de grandes cosas, cae en sospecha de mendaz; pero quien luego añade las expresiones que preceden, quita toda sospecha. Propone y dice todo cuanto es necesario para que no lo tengan por hijo de José. De modo que no dijo lo anterior para aumentar el escándalo, sino para suprimirlo. Quienquiera que lo hubiera tenido por hijo de José no habría aceptado sus palabras; pero quienquiera que tuviese la persuasión de que Él había venido del Cielo, sin duda se le habría acercado más fácilmente y de mejor gana.

Enseguida añadió otra solución. Porque dice: El espíritu es el que vivifica. La carne de nada aprovecha. Es decir: lo que de se dice hay que tomarlo en sentido espiritual; pues quien carnalmente oye, ningún provecho saca. Cosa carnal era dudar de cómo había bajado del Cielo, lo mismo que creerlo hijo de José, y también lo otro de:¿Cómo puede éste darnos su carne para comer? Todo eso carnal es; pero convenía entenderlo en un sentido místico y espiritual. Preguntarás: ¿Cómo podían ellos entender lo que era eso de comer su carne? Respondo que lo conveniente era esperar el momento oportuno y preguntar y no desistir.

Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida; es decir, son divinas y espirituales y nada tienen de carne ni de cosas naturales, pues están libres de las necesidades que imponen las leyes de la naturaleza de esta vida y tienen otro muy diverso sentido. Así como en este sitio usó la palabra espíritu para significar espirituales, así cuando usa la palabra carne no entiende cosas carnales, sino que deja entender que ellos las toman y oyen a lo carnal. Porque siempre andaban anhelando lo carnal, cuando lo conveniente era anhelar lo espiritual. Si alguno toma lo dicho a lo carnal, de nada le aprovecha.

Entonces ¿qué? ¿Su carne no es carne? que lo es. ¿Cómo pues El mismo dice: La carne para nada aprovecha. Esta expresión no la refiere a su propia carne ¡lejos tal cosa! sino a los que toman lo dicho carnalmente. Pero ¿qué es tomarlo carnalmente? Tomar sencillamente a la letra lo que se dice y no pensar en otra cosa alguna. Esto es ver las cosas carnalmente. Pero no conviene juzgar así de lo que se ve, puesto que es necesario ver todos los misterios con los ojos interiores, o sea, espiritualmente. En verdad quien no come su carne ni bebe su sangre no tiene vida en mismo. Entonces ¿cómo es que la carne para nada aprovecha, puesto que sin ella no tenemos vida? ¿Ves ya cómo eso no lo dijo hablando de su propia carne, sino del modo de oír carnalmente?

(Explicación del Evangelio de San Juan (2), Homilía XLVII (XLVI), Tradición México 1981, pp. 24-28)

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FRANCISCO – Ángelus 2020 - Catequesis sobre la Eucaristía

Ángelus 2020

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy, en Italia y en otros países, se celebra la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, el Corpus Christi. En la segunda lectura de la liturgia de hoy, San Pablo describe la celebración eucarística (cf. 1 Corintios 10, 16-17). Hace énfasis en dos efectos del cáliz compartido y el pan partido: el efecto místico y el efecto comunitario.

En primer lugar, el Apóstol afirma: «¿La copa de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?» (v. 16). Estas palabras expresan el efecto místico o podemos decir el efecto espiritual de la Eucaristía: se trata de la unión con Cristo, que se ofrece a sí mismo en el pan y el vino para la salvación de todos. Jesús está presente en el sacramento de la Eucaristía para ser nuestro alimento, para ser asimilado y convertirse en nosotros en esa fuerza renovadora que nos devuelve la energía y devuelve el deseo de retomar el camino después de cada pausa o después de cada caída. Pero esto requiere nuestro asentimiento, nuestra voluntad de dejarnos transformar, nuestra forma de pensar y actuar; de lo contrario las celebraciones eucarísticas en las que participamos se reducen a ritos vacíos y formales. Y muchas veces se va a misa porque se tiene que ir, como un acto social, respetuoso, pero social. El misterio, sin embargo, es otra cosa: es Jesús presente que viene a alimentarnos.

El segundo efecto es el comunitario y lo expresa San Pablo con estas palabras: «Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos» (v. 17). Se trata de la comunión mutua de los que participan en la Eucaristía, hasta el punto de convertirse en un solo cuerpo, como lo es el pan que se parte y se distribuye. Somos comunidad, alimentados por el cuerpo y la sangre de Cristo. La comunión con el cuerpo de Cristo es un signo efectivo de unidad, de comunión, de compartir. No se puede participar en la Eucaristía sin comprometerse a una fraternidad mutua, que sea sincera. Pero el Señor sabe bien que nuestra fuerza humana por sí sola no es suficiente para esto. Sabe, por otro lado, que entre sus discípulos siempre existirá la tentación de la rivalidad, la envidia, los prejuicios, la división... Todos conocemos estas cosas. Por eso también nos ha dejado el Sacramento de su presencia real, concreta y permanente, para que, permaneciendo unidos a Él, podamos recibir siempre el don del amor fraterno. «Permaneced en mi amor» (Juan 15, 9), decía Jesús; y esto es posible gracias a la Eucaristía. Permanecer en la amistad, en el amor.

Este doble fruto de la Eucaristía: el primero, la unión con Cristo y, el segundo, la comunión entre los que se alimentan de Él, genera y renueva continuamente la comunidad cristiana. Es la Iglesia que hace la Eucaristía, pero es más fundamental que la Eucaristía haga a la Iglesia, y le permita ser su misión, incluso antes de cumplirla. Este es el misterio de la comunión, de la Eucaristía: recibir a Jesús para que nos transforme desde adentro y recibir a Jesús para que haga de nosotros la unidad y no la división.

Que la Santa Virgen nos ayude a acoger siempre con asombro y gratitud el gran regalo que nos ha hecho Jesús al dejarnos el Sacramento de su Cuerpo y su Sangre.

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«Es el memorial de la Pascua de Jesús, el misterio central de la salvación»

5 de febrero de 2014

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy os hablaré de la Eucaristía. La Eucaristía se sitúa en el corazón de la «iniciación cristiana», juntamente con el Bautismo y la Confirmación, y constituye la fuente de la vida misma de la Iglesia. De este sacramento del amor, en efecto, brota todo auténtico camino de fe, de comunión y de testimonio.

Lo que vemos cuando nos reunimos para celebrar la Eucaristía, la misa, nos hace ya intuir lo que estamos por vivir. En el centro del espacio destinado a la celebración se encuentra el altar, que es una mesa, cubierta por un mantel, y esto nos hace pensar en un banquete. Sobre la mesa hay una cruz, que indica que sobre ese altar se ofrece el sacrificio de Cristo: es Él el alimento espiritual que allí se recibe, bajo los signos del pan y del vino. Junto a la mesa está el ambón, es decir, el lugar desde el que se proclama la Palabra de Dios: y esto indica que allí se reúnen para escuchar al Señor que habla mediante las Sagradas Escrituras, y, por lo tanto, el alimento que se recibe es también su Palabra.

Palabra y pan en la misa se convierten en una sola cosa, como en la Última Cena, cuando todas las palabras de Jesús, todos los signos que realizó, se condensaron en el gesto de partir el pan y ofrecer el cáliz, anticipo del sacrificio de la cruz, y en aquellas palabras: «Tomad, comed, éste es mi cuerpo... Tomad, bebed, ésta es mi sangre».

El gesto de Jesús realizado en la Última Cena es la gran acción de gracias al Padre por su amor, por su misericordia. «Acción de gracias» en griego se dice «eucaristía». Y por ello el sacramento se llama Eucaristía: es la suprema acción de gracias al Padre, que nos ha amado tanto que nos dio a su Hijo por amor. He aquí por qué el término Eucaristía resume todo ese gesto, que es gesto de Dios y del hombre juntamente, gesto de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.

Por lo tanto, la celebración eucarística es mucho más que un simple banquete: es precisamente el memorial de la Pascua de Jesús, el misterio central de la salvación. «Memorial» no significa sólo un recuerdo, un simple recuerdo, sino que quiere decir que cada vez que celebramos este sacramento participamos en el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. La Eucaristía constituye la cumbre de la acción de salvación de Dios: el Señor Jesús, haciéndose pan partido por nosotros, vuelca, en efecto, sobre nosotros toda su misericordia y su amor, de tal modo que renueva nuestro corazón, nuestra existencia y nuestro modo de relacionarnos con Él y con los hermanos. Es por ello que comúnmente, cuando nos acercamos a este sacramento, decimos «recibir la Comunión», «comulgar»: esto significa que en el poder del Espíritu Santo, la participación en la mesa eucarística nos conforma de modo único y profundo a Cristo, haciéndonos pregustar ya ahora la plena comunión con el Padre que caracterizará el banquete celestial, donde con todos los santos tendremos la alegría de contemplar a Dios cara a cara.

Queridos amigos, no agradeceremos nunca bastante al Señor por el don que nos ha hecho con la Eucaristía. Es un don tan grande y, por ello, es tan importante ir a misa el domingo. Ir a misa no sólo para rezar, sino para recibir la Comunión, este pan que es el cuerpo de Jesucristo que nos salva, nos perdona, nos une al Padre. ¡Es hermoso hacer esto! Y todos los domingos vamos a misa, porque es precisamente el día de la resurrección del Señor. Por ello el domingo es tan importante para nosotros. Y con la Eucaristía sentimos precisamente esta pertenencia a la Iglesia, al Pueblo de Dios, al Cuerpo de Dios, a Jesucristo. No acabaremos nunca de entender todo su valor y riqueza. Pidámosle, entonces, que este sacramento siga manteniendo viva su presencia en la Iglesia y que plasme nuestras comunidades en la caridad y en la comunión, según el corazón del Padre. Y esto se hace durante toda la vida, pero se comienza a hacerlo el día de la primera Comunión. Es importante que los niños se preparen bien para la primera Comunión y que cada niño la reciba, porque es el primer paso de esta pertenencia fuerte a Jesucristo, después del Bautismo y la Confirmación.

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«A través de la Eucaristía Cristo quiere entrar en nuestra existencia e impregnarla con su gracia»

12 de febrero de 2014

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la última catequesis destaqué cómo la Eucaristía nos introduce en la comunión real con Jesús y su misterio. Ahora podemos plantearnos algunas preguntas respecto a la relación entre la Eucaristía que celebramos y nuestra vida, como Iglesia y como cristianos. ¿Cómo vivimos la Eucaristía? Cuando vamos a misa el domingo, ¿cómo la vivimos? ¿Es sólo un momento de fiesta, es una tradición consolidada, es una ocasión para encontrarnos o para sentirnos bien, o es algo más?

Hay indicadores muy concretos para comprender cómo vivimos todo esto, cómo vivimos la Eucaristía; indicadores que nos dicen si vivimos bien la Eucaristía o no la vivimos tan bien. El primer indicio es nuestro modo de mirar y considerar a los demás. En la Eucaristía Cristo vive siempre de nuevo el don de sí realizado en la Cruz. Toda su vida es un acto de total entrega de sí por amor; por ello, a Él le gustaba estar con los discípulos y con las personas que tenía ocasión de conocer. Esto significaba para Él compartir sus deseos, sus problemas, lo que agitaba su alma y su vida. Ahora, nosotros, cuando participamos en la santa misa, nos encontramos con hombres y mujeres de todo tipo: jóvenes, ancianos, niños; pobres y acomodados; originarios del lugar y extranjeros; acompañados por familiares y solos... ¿Pero la Eucaristía que celebro, me lleva a sentirles a todos, verdaderamente, como hermanos y hermanas? ¿Hace crecer en mí la capacidad de alegrarme con quien se alegra y de llorar con quien llora? ¿Me impulsa a ir hacia los pobres, los enfermos, los marginados? ¿Me ayuda a reconocer en ellos el rostro de Jesús? Todos nosotros vamos a misa porque amamos a Jesús y queremos compartir, en la Eucaristía, su pasión y su resurrección. ¿Pero amamos, como quiere Jesús, a aquellos hermanos y hermanas más necesitados? Por ejemplo, en Roma en estos días hemos visto muchos malestares sociales o por la lluvia, que causó numerosos daños en barrios enteros, o por la falta de trabajo, consecuencia de la crisis económica en todo el mundo. Me pregunto, y cada uno de nosotros se pregunte: Yo, que voy a misa, ¿cómo vivo esto? ¿Me preocupo por ayudar, acercarme, rezar por quienes tienen este problema? ¿O bien, soy un poco indiferente? ¿O tal vez me preocupo de murmurar: Has visto cómo está vestida aquella, o cómo está vestido aquél? A veces se hace esto después de la misa, y no se debe hacer. Debemos preocuparnos de nuestros hermanos y de nuestras hermanas que pasan necesidad por una enfermedad, por un problema. Hoy, nos hará bien pensar en estos hermanos y hermanas nuestros que tienen estos problemas aquí en Roma: problemas por la tragedia provocada por la lluvia y problemas sociales y del trabajo. Pidamos a Jesús, a quien recibimos en la Eucaristía, que nos ayude a ayudarles.

Un segundo indicio, muy importante, es la gracia de sentirse perdonados y dispuestos a perdonar. A veces alguien pregunta: «¿Por qué se debe ir a la iglesia, si quien participa habitualmente en la santa misa es pecador como los demás?». ¡Cuántas veces lo hemos escuchado! En realidad, quien celebra la Eucaristía no lo hace porque se considera o quiere aparentar ser mejor que los demás, sino precisamente porque se reconoce siempre necesitado de ser acogido y regenerado por la misericordia de Dios, hecha carne en Jesucristo. Si cada uno de nosotros no se siente necesitado de la misericordia de Dios, no se siente pecador, es mejor que no vaya a misa. Nosotros vamos a misa porque somos pecadores y queremos recibir el perdón de Dios, participar en la redención de Jesús, en su perdón. El «yo confieso» que decimos al inicio no es un «pro forma», es un auténtico acto de penitencia. Yo soy pecador y lo confieso, así empieza la misa. No debemos olvidar nunca que la Última Cena de Jesús tuvo lugar «en la noche en que iba a ser entregado» (1 Cor 11, 23). En ese pan y en ese vino que ofrecemos y en torno a los cuales nos reunimos se renueva cada vez el don del cuerpo y de la sangre de Cristo para la remisión de nuestros pecados. Debemos ir a misa humildemente, como pecadores, y el Señor nos reconcilia.

Un último indicio precioso nos ofrece la relación entre la celebración eucarística y la vida de nuestras comunidades cristianas. Es necesario tener siempre presente que la Eucaristía no es algo que hacemos nosotros; no es una conmemoración nuestra de lo que Jesús dijo e hizo. No. Es precisamente una acción de Cristo. Es Cristo quien actúa allí, que está en el altar. Es un don de Cristo, quien se hace presente y nos reúne en torno a sí, para nutrirnos con su Palabra y su vida. Esto significa que la misión y la identidad misma de la Iglesia brotan de allí, de la Eucaristía, y allí siempre toman forma. Una celebración puede resultar incluso impecable desde el punto de vista exterior, bellísima, pero si no nos conduce al encuentro con Jesucristo, corre el riesgo de no traer ningún sustento a nuestro corazón y a nuestra vida. A través de la Eucaristía, en cambio, Cristo quiere entrar en nuestra existencia e impregnarla con su gracia, de tal modo que en cada comunidad cristiana exista esta coherencia entre liturgia y vida.

El corazón se llena de confianza y esperanza pensando en las palabras de Jesús citadas en el Evangelio: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 54). Vivamos la Eucaristía con espíritu de fe, de oración, de perdón, de penitencia, de alegría comunitaria, de atención hacia los necesitados y hacia las necesidades de tantos hermanos y hermanas, con la certeza de que el Señor cumplirá lo que nos ha prometido: la vida eterna. Que así sea.

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BENEDICTO XVI – Ángelus y Homilía 2011

Ángelus

La Eucaristía da vida a la Iglesia

¡Queridos hermanos y hermanas!

Hoy, en Italia y en otros países, se celebra el Corpus Domini, la fiesta de la Eucaristía, el Sacramento del Cuerpo y la Sangre del Señor, que Él instituyó en la Última Cena y que constituye el tesoro más precioso de la Iglesia. La Eucaristía es como el corazón latiente que da vida a todo el cuerpo místico de la Iglesia: un organismo social basado totalmente en el vínculo espiritual pero concreto con Cristo. Como afirma el apóstol Pablo: “Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque participamos de ese único pan” (1Cor 10,17). Sin la Eucaristía, la Iglesia sencillamente no existiría. La Eucaristía es, de hecho, la que hace de una comunidad humana un misterio de comunión, capaz de llevar a Dios al mundo y el mundo a Dios. El Espíritu Santo, que transforma el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo, transforma también a cuantos lo reciben con fe en miembros del cuerpo de Cristo, para que la Iglesia sea realmente sacramento de unidad de los hombres con Dios y entre ellos.

En una cultura cada vez más individualista, como lo es aquella en la que estamos inmersos en las sociedades occidentales, y que tiende a difundirse en todo el mundo, la Eucaristía constituye una especie de “antídoto”, que actúa en las mentes y en los corazones de los creyentes y que siembra continuamente en ellos la lógica de la comunión, del servicio, del compartir, en resumen, la lógica del Evangelio. Los primeros cristianos, en Jerusalén, eran un signo evidente de este nuevo estilo de vida, porque vivían en fraternidad y ponían en común sus bienes, para que ninguno fuese indigente (cfr Hch 2,42-47). ¿De qué derivaba todo esto? De la Eucaristía, es decir, de Cristo resucitado, realmente presente en medio de sus discípulos y operante con la fuerza del Espíritu Santo. Y también las generaciones siguientes, a través de los siglos, la Iglesia, a pesar de sus límites y los errores humanos, ha seguido siendo en el mundo una fuerza de comunión. Pensemos especialmente en los periodos más difíciles, de prueba: ¡qué significó, por ejemplo, para los países sometidos a regímenes totalitarios, la posibilidad de encontrarse en la Misa Dominical! Como decían los antiguos mártires de Abitene: “Sine Dominico non possumus” – sin el “Dominicum”, es decir, sin la Eucaristía dominical, no podemos vivir. Pero el vacío producido por la falsa libertad puede ser también muy peligroso, y entonces la comunión con el Cuerpo de Cristo es fármaco de la inteligencia y de la voluntad, para volver a encontrar el gusto de la verdad y del bien común.

Queridos amigos, invoquemos a la Virgen María, a quien mi Predecesor, el beato Juan Pablo II, definió “Mujer eucarística” (Ecclesia de Eucharistia, 53-58). Que en su escuela, también nuestra vida llegue a ser plenamente “eucarística”, abierta a Dios y a los demás, capaz de transformar el mal en bien con la fuerza del amor, dirigida a favorecer la unidad, la comunión, la fraternidad.

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Homilía

De la Eucaristía deriva el sentido profundo de la presencia social de la Iglesia

La fiesta del Corpus Domini es inseparable a la del Jueves Santo, de la Misa in Cæna Domini, en la que celebramos solemnemente la institución de la Eucaristía. Mientras que en la noche del Jueves Santo se revive el misterio de Cristo que se ofrece a nosotros en el pan partido o en el vino derramado, hoy, en la celebración del Corpus Domini, este misterio se ofrece a la adoración y a la meditación del Pueblo de Dios, y el Santísimo Sacramento es llevado en procesión por las calles de las ciudades y de los pueblos, para manifestar que Cristo resucitado camina en medio de nosotros y nos guía hacia el Reino de los Cielos.

Lo que Jesús nos ha dado en la intimidad del Cenáculo, hoy lo manifestamos abiertamente, porque el amor de Cristo no está reservado a algunos pocos, sino que está destinado a todos. En la Misa in Cæna Domini del pasado Jueves Santo destaqué que en la Eucaristía sucede la transformación de los dones de esta tierra –el pan y el vino– con el fin de transformar nuestra vida e inaugurar así la transformación del mundo. Esta tarde quisiera retomar esta perspectiva.

Todo parte, se podría decir, del corazón de Cristo, que en la Última Cena, en la vigilia de su pasión, agradeció y alabó a Dios y, de esta manera, con la potencia de su amor, transformó el sentido de la muerte a la que iba a enfrentarse. El hecho de que el Sacramento del altar haya asumido el nombre de “Eucaristía” –“acción de gracias”– expresa exactamente esto: que la transformación de la sustancia del pan y del vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo, es fruto del don que Cristo ha hecho de sí mismo, don de un Amor más fuerte que la muerte, Amor Divino que lo ha hecho resucitar de entre los muertos. Esta es la razón por la que la Eucaristía es alimento de vida eterna, Pan de la vida. Del corazón de Cristo, desde su “oración eucarística” hasta la vigilia de la pasión, viene este dinamismo que transforma la realidad en sus dimensiones cósmicas, humanas e históricas. Todo procede de Dios, de la omnipotencia de su Amor Uno y Trino, encarnado en Jesús. En este Amor está inmerso el corazón de Cristo; por esto sabe agradecer y alabar a Dios incluso frente a la traición y a la violencia, y en este modo cambia las cosas, las personas y el mundo.

Esta transformación es posible gracias a una comunión más fuerte que la división, la comunión de Dios mismo. La palabra “comunión”, que nosotros usamos para designar la Eucaristía, reasume en sí mismo la dimensión vertical y la horizontal del don de Cristo. Es muy bella y elocuente la expresión “recibir la comunión” referida al hecho de comer el Pan eucarístico. En efecto, cuando realizamos este acto, entramos en comunión con la vida misma de Jesús, en el dinamismo de esta vida que se da a nosotros y por nosotros. Desde Dios, a través de Jesús, hasta llegar a nosotros: una única comunión se transmite en la Santa Eucaristía. Lo hemos escuchado hace poco, en la Segunda Lectura, de las palabras del apóstol Pablo dirigidas a los cristianos de Corinto: “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque participamos de ese único pan” (1 Cor 10,16-17).

San Agustín nos ayuda a comprender la dinámica de la comunión eucarística cuando hace referencia a una especie de visión que tuvo, en la que Jesús le dice: “Yo soy el alimento de los fuertes. Crece y me tendrás. Tú no me transformarás en ti, como el alimento del cuerpo, sino que será tú el transformado en mí” (Conf. VII, 10, 18). Mientras que el alimento corporal es asimilado por nuestro organismo y contribuye a su sustento, en el caso de la Eucaristía se trata de un Pan diferente: no somos nosotros los que lo asimilamos, sino que nos asimila a sí, así nos convertimos conforme a Jesucristo, miembros de su cuerpo, una sola cosa con Él. Esta fase es decisiva. De hecho, exactamente porque es Cristo el que, en la comunión eucarística, nos transforma a sí, nuestra individualidad, en este encuentro, se abre, liberada de su egocentrismo e inscrita en la Persona de Jesús, que a su vez está inmerso en la comunión trinitaria. Así la eucaristía, mientras que nos une a Cristo, nos abre a los demás, nos hace miembros los unos de los otros: ya no estamos divididos, sino que somos una sola cosa en Él. La comunión eucarística me une a la persona que tengo al lado, y con la que, quizás, ni siquiera tengo una buena relación, y también nos une a los hermanos que están lejos, en todas las partes del mundo. De aquí, de la Eucaristía, deriva, por tanto, el sentido profundo de la presencia social de la Iglesia, como testifican los grandes Santos sociales, que fueron siempre grandes almas eucarísticas. Quien reconoce a Jesús en la Hostia Santa, lo reconoce en el hermano que sufre, que tiene hambre y sed, que es forastero, desnudo, enfermo, encarcelado; y está atento a todas las personas, se compromete, de modo concreto, por todos los que tienen necesidad. Del don del amor de Cristo proviene, por tanto, nuestra especial responsabilidad de cristianos en la construcción de una sociedad solidaria, justa y fraterna. Especialmente en nuestra época, en la que la globalización nos hace, cada vez más, dependientes los unos de los otros, el Cristianismo puede y debe hacer que esta unidad no se construya sin Dios, es decir, si en el Verdadero Amor, lo que daría lugar a la confusión, al individualismo, y la opresión de todos contra todos. El Evangelio mira desde siempre a la unidad de la familia humana, una unidad no impuesta por las alturas, ni por intereses ideológico o económicos, sino a partir del sentido de responsabilidad de los unos hacia los otros, porque nos reconocemos miembros de un mismo cuerpo, del cuerpo de Cristo, porque hemos aprendido y aprendemos constantemente por el Sacramento del Altar que la comunión, el amor es la vía de la verdadera justicia.

Volvemos ahora al acto de Jesús en la Última Cena. ¿Qué sucedió en ese momento? Cuando Él dijo: Este es mi cuerpo que he dado por vosotros, esta es mi sangre derramada por vosotros y por todos los hombres, ¿Qué sucede? Jesús en este gesto anticipa el suceso del Calvario. Él acepta por amor toda la pasión, con su sufrimiento y su violencia, hasta la muerte de cruz; aceptándola de este modo, la transforma en una acto de donación. Esta es la transformación que el mundo necesita, porque lo redime desde el interior, lo abre a las dimensiones del Reino de los cielos. Pero esta renovación del mundo, Dios quiere realizarla siempre a través de la misma vía seguida por Cristo, este camino, que es Él mismo. No hay nada de mágico en el Cristianismo. No hay atajos, sino que todo pasa a través de la lógica humilde y paciente de la semilla de grano que se parte para dar la vida, la lógica de la fe que mueve las montañas con el suave poder de Dios. Por esto quiere continuar renovando la humanidad, la historia y el cosmos, a través de esta cadena de transformaciones, de la que la Eucaristía es el sacramento. Mediante el pan y el vino consagrados, en los que están realmente presentes su Cuerpo y su Sangre, Cristo nos transforma, asimilándonos a Él: nos implica en su obra de redención, haciéndonos capaces, por la gracia del Espíritu Santo, de vivir según su misma lógica de donación, como semillas de grano unidos a Él y en Él. Así se siembran y van madurando en los surcos de la historia, la unidad y la paz, que son el fin al que tendemos, según el diseño de Dios.

Sin ilusiones, sin utopías ideológicas, nosotros caminamos por los caminos del mundo, llevando dentro de nosotros el Cuerpo del Señor, como la Virgen María en el misterio de la Visitación. Con la humildad de sabernos simples semillas de grano, custodiamos la firme certeza de que el amor de Dios, encarnado en Cristo, es más fuerte que el mal, que la violencia y que la muerte. Sabemos que Dios prepara para todos los hombres, cielos nuevos y tierra nueva, en la que reinan la paz y la justicia, y en la fe entrevemos el mundo nuevo, que es nuestra verdadera patria. También esta tarde, mientras se pone el sol sobre nuestra amada ciudad de Roma, nosotros nos ponemos en camino: con nosotros está Jesús Eucaristía, el Resucitado, que dijo “yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). ¡Gracias, Señor Jesús! Gracias por tu fidelidad, que sostiene nuestra esperanza. Quédate con nosotros, porque se hace de noche. “Buen Pastor, verdadero Pan, ¡Oh Jesús! ¡Piedad de nosotros; aliméntanos, defiéndenos, llévanos a los bienes eternos, en la tierra de los vivos! Amén.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

La Sagrada Eucaristía

790. Los creyentes que responden a la Palabra de Dios y se hacen miembros del Cuerpo de Cristo, quedan estrechamente unidos a Cristo: “La vida de Cristo se comunica a los creyentes, que se unen a Cristo, muerto y glorificado, por medio de los sacramentos de una manera misteriosa pero real” (LG 7). Esto es particularmente verdad en el caso del Bautismo por el cual nos unimos a la muerte y a la Resurrección de Cristo (cf. Rm 6, 4-5; 1 Co 12, 13), y en el caso de la Eucaristía, por la cual, “compartimos realmente el Cuerpo del Señor, que nos eleva hasta la comunión con él y entre nosotros” (LG 7).

1003. Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Flp 3, 20), pero esta vida permanece “escondida [...] con Cristo en Dios” (Col 3, 3) “Con él nos ha resucitado y hecho sentar en los cielos con Cristo Jesús” (Ef 2, 6). Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos “manifestaremos con él llenos de gloria” (Col 3, 4).

1322. La Sagrada Eucaristía culmina la iniciación cristiana. Los que han sido elevados a la dignidad del sacerdocio real por el Bautismo y configurados más profundamente con Cristo por la Confirmación, participan por medio de la Eucaristía con toda la comunidad en el sacrificio mismo del Señor.

1323. “Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el Sacrificio Eucarístico de su cuerpo y su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura” (SC 47).

I. La Eucaristía, fuente y culmen de la vida eclesial

1324. La Eucaristía es “fuente y culmen de toda la vida cristiana” (LG 11). “Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua” (PO 5).

1325. “La comunión de vida divina y la unidad del Pueblo de Dios, sobre los que la propia Iglesia subsiste, se significan adecuadamente y se realizan de manera admirable en la Eucaristía. En ella se encuentra a la vez la cumbre de la acción por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo, y del culto que en el Espíritu Santo los hombres dan a Cristo y por él al Padre” (Instr. Eucharisticum mysterium, 6).

1326. Finalmente, por la celebración eucarística nos unimos ya a la liturgia del cielo y anticipamos la vida eterna cuando Dios será todo en todos (cf 1 Co 15,28).

1327. En resumen, la Eucaristía es el compendio y la suma de nuestra fe: “Nuestra manera de pensar armoniza con la Eucaristía, y a su vez la Eucaristía confirma nuestra manera de pensar” (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses 4, 18, 5).

II. El nombre de este sacramento

1328. La riqueza inagotable de este sacramento se expresa mediante los distintos nombres que se le da. Cada uno de estos nombres evoca alguno de sus aspectos. Se le llama:

Eucaristía porque es acción de gracias a Dios. Las palabras eucharistein (Lc 22,19; 1 Co11,24) y eulogein (Mt 26,26; Mc 14,22) recuerdan las bendiciones judías que proclaman —sobre todo durante la comida— las obras de Dios: la creación, la redención y la santificación.

1329. Banquete del Señor (cf 1 Co 11,20) porque se trata de la Cena que el Señor celebró con sus discípulos la víspera de su pasión y de la anticipación del banquete de bodas del Cordero (cf Ap 19,9) en la Jerusalén celestial.

Fracción del pan porque este rito, propio del banquete judío, fue utilizado por Jesús cuando bendecía y distribuía el pan como cabeza de familia (cf Mt 14,19; 15,36; Mc 8,6.19), sobre todo en la última Cena (cf Mt 26,26; 1 Co 11,24). En este gesto los discípulos lo reconocerán después de su resurrección (Lc 24,13-35), y con esta expresión los primeros cristianos designaron sus asambleas eucarísticas (cf Hch 2,42.46; 20,7.11). Con él se quiere significar que todos los que comen de este único pan, partido, que es Cristo, entran en comunión con él y forman un solo cuerpo en él (cf 1 Co 10,16-17).

Asamblea eucarística (synaxis), porque la Eucaristía es celebrada en la asamblea de los fieles, expresión visible de la Iglesia (cf 1 Co 11,17-34).

1330. Memorial de la pasión y de la resurrección del Señor.

Santo Sacrificio, porque actualiza el único sacrificio de Cristo Salvador e incluye la ofrenda de la Iglesia; o también Santo Sacrificio de la Misa, “sacrificio de alabanza” (Hch 13,15; cfSal 116, 13.17), sacrificio espiritual (cf 1 P 2,5), sacrificio puro (cf Ml 1,11) y santo, puesto que completa y supera todos los sacrificios de la Antigua Alianza.

Santa y divina liturgia, porque toda la liturgia de la Iglesia encuentra su centro y su expresión más densa en la celebración de este sacramento; en el mismo sentido se la llama también celebración de los santos misterios. Se habla también del Santísimo Sacramento porque es el Sacramento de los Sacramentos. Con este nombre se designan las especies eucarísticas guardadas en el sagrario.

1331. Comunión, porque por este sacramento nos unimos a Cristo que nos hace partícipes de su Cuerpo y de su Sangre para formar un solo cuerpo (cf 1 Co 10,16-17); se la llama también las cosas santas [ta hagia; sancta] (Constitutiones apostolicae 8, 13, 12; Didaché9,5; 10,6) —es el sentido primero de la “comunión de los santos” de que habla el Símbolo de los Apóstoles—, pan de los ángeles, pan del cielo, medicina de inmortalidad (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Ephsios, 20,2), viático...

1332. Santa Misa porque la liturgia en la que se realiza el misterio de salvación se termina con el envío de los fieles (“missio”) a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida cotidiana.

III. La Eucaristía en la economía de la salvación

Los signos del pan y del vino

1333. En el corazón de la celebración de la Eucaristía se encuentran el pan y el vino que, por las palabras de Cristo y por la invocación del Espíritu Santo, se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Fiel a la orden del Señor, la Iglesia continúa haciendo, en memoria de Él, hasta su retorno glorioso, lo que Él hizo la víspera de su pasión: “Tomó pan...”, “tomó el cáliz lleno de vino...”. Al convertirse misteriosamente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, los signos del pan y del vino siguen significando también la bondad de la creación. Así, en el ofertorio, damos gracias al Creador por el pan y el vino (cf Sal 104,13-15), fruto “del trabajo del hombre”, pero antes, “fruto de la tierra” y “de la vid”, dones del Creador. La Iglesia ve en el gesto de Melquisedec, rey y sacerdote, que “ofreció pan y vino” (Gn14,18), una prefiguración de su propia ofrenda (cf Plegaria Eucaristía I o Canon Romano, 95; Misal Romano).

1334. En la Antigua Alianza, el pan y el vino eran ofrecidos como sacrificio entre las primicias de la tierra en señal de reconocimiento al Creador. Pero reciben también una nueva significación en el contexto del Éxodo: los panes ácimos que Israel come cada año en la Pascua conmemoran la salida apresurada y liberadora de Egipto. El recuerdo del maná del desierto sugerirá siempre a Israel que vive del pan de la Palabra de Dios (Dt 8,3). Finalmente, el pan de cada día es el fruto de la Tierra prometida, prenda de la fidelidad de Dios a sus promesas. El “cáliz de bendición” (1 Co 10,16), al final del banquete pascual de los judíos, añade a la alegría festiva del vino una dimensión escatológica, la de la espera mesiánica del restablecimiento de Jerusalén. Jesús instituyó su Eucaristía dando un sentido nuevo y definitivo a la bendición del pan y del cáliz.

1335. Los milagros de la multiplicación de los panes, cuando el Señor dijo la bendición, partió y distribuyó los panes por medio de sus discípulos para alimentar la multitud, prefiguran la sobreabundancia de este único pan de su Eucaristía (cf. Mt 14,13-21; 15, 32-29). El signo del agua convertida en vino en Caná (cf Jn 2,11) anuncia ya la Hora de la glorificación de Jesús. Manifiesta el cumplimiento del banquete de las bodas en el Reino del Padre, donde los fieles beberán el vino nuevo (cf Mc 14,25) convertido en Sangre de Cristo.

1336. El primer anuncio de la Eucaristía dividió a los discípulos, igual que el anuncio de la pasión los escandalizó: “Es duro este lenguaje, ¿quién puede escucharlo?” (Jn 6,60). La Eucaristía y la cruz son piedras de escándalo. Es el mismo misterio, y no cesa de ser ocasión de división. “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6,67): esta pregunta del Señor resuena a través de las edades, como invitación de su amor a descubrir que sólo Él tiene “palabras de vida eterna” (Jn 6,68), y que acoger en la fe el don de su Eucaristía es acogerlo a Él mismo.

La institución de la Eucaristía

1337. El Señor, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin. Sabiendo que había llegado la hora de partir de este mundo para retornar a su Padre, en el transcurso de una cena, les lavó los pies y les dio el mandamiento del amor (Jn 13,1-17). Para dejarles una prenda de este amor, para no alejarse nunca de los suyos y hacerles partícipes de su Pascua, instituyó la Eucaristía como memorial de su muerte y de su resurrección y ordenó a sus apóstoles celebrarlo hasta su retorno, “constituyéndoles entonces sacerdotes del Nuevo Testamento” (Concilio de Trento: DS 1740).

1338. Los tres evangelios sinópticos y san Pablo nos han transmitido el relato de la institución de la Eucaristía; por su parte, san Juan relata las palabras de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm, palabras que preparan la institución de la Eucaristía: Cristo se designa a sí mismo como el pan de vida, bajado del cielo (cf Jn 6).

1339. Jesús escogió el tiempo de la Pascua para realizar lo que había anunciado en Cafarnaúm: dar a sus discípulos su Cuerpo y su Sangre:

«Llegó el día de los Ázimos, en el que se había de inmolar el cordero de Pascua; [Jesús] envió a Pedro y a Juan, diciendo: “Id y preparadnos la Pascua para que la comamos”[...] fueron [...] y prepararon la Pascua. Llegada la hora, se puso a la mesa con los Apóstoles; y les dijo: “Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios” [...] Y tomó pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: “Esto es mi cuerpo que va a ser entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío”. De igual modo, después de cenar, tomó el cáliz, diciendo: “Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre, que va a ser derramada por vosotros”» (Lc 22,7-20; cf Mt 26,17-29; Mc 14,12-25; 1 Co 11,23-26).

1340. Al celebrar la última Cena con sus Apóstoles en el transcurso del banquete pascual, Jesús dio su sentido definitivo a la pascua judía. En efecto, el paso de Jesús a su Padre por su muerte y su resurrección, la Pascua nueva, es anticipada en la Cena y celebrada en la Eucaristía que da cumplimiento a la pascua judía y anticipa la pascua final de la Iglesia en la gloria del Reino.

“Haced esto en memoria mía”

1341. El mandamiento de Jesús de repetir sus gestos y sus palabras “hasta que venga” (1 Co11,26), no exige solamente acordarse de Jesús y de lo que hizo. Requiere la celebración litúrgica por los Apóstoles y sus sucesores del memorial de Cristo, de su vida, de su muerte, de su resurrección y de su intercesión junto al Padre.

1342. Desde el comienzo la Iglesia fue fiel a la orden del Señor. De la Iglesia de Jerusalén se dice:

«Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones [...] Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y con sencillez de corazón» (Hch 2,42.46).

1343. Era sobre todo “el primer día de la semana”, es decir, el domingo, el día de la resurrección de Jesús, cuando los cristianos se reunían para “partir el pan” (Hch 20,7). Desde entonces hasta nuestros días, la celebración de la Eucaristía se ha perpetuado, de suerte que hoy la encontramos por todas partes en la Iglesia, con la misma estructura fundamental. Sigue siendo el centro de la vida de la Iglesia.

1344. Así, de celebración en celebración, anunciando el misterio pascual de Jesús “hasta que venga” (1 Co 11,26), el pueblo de Dios peregrinante “camina por la senda estrecha de la cruz” (AG 1) hacia el banquete celestial, donde todos los elegidos se sentarán a la mesa del Reino.

IV. La celebración litúrgica de la Eucaristía

La misa de todos los siglos

1345. Desde el siglo II, según el testimonio de san Justino mártir, tenemos las grandes líneas del desarrollo de la celebración eucarística. Estas han permanecido invariables hasta nuestros días a través de la diversidad de tradiciones rituales litúrgicas. He aquí lo que el santo escribe, hacia el año 155, para explicar al emperador pagano Antonino Pío (138-161) lo que hacen los cristianos:

«El día que se llama día del sol tiene lugar la reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en la ciudad o en el campo.

Se leen las memorias de los Apóstoles y los escritos de los profetas, tanto tiempo como es posible.

Cuando el lector ha terminado, el que preside toma la palabra para incitar y exhortar a la imitación de tan bellas cosas.

Luego nos levantamos todos juntos y oramos por nosotros [...] (San Justino, Apologia, 1, 67) y por todos los demás donde quiera que estén, [...] a fin de que seamos hallados justos en nuestra vida y nuestras acciones y seamos fieles a los mandamientos para alcanzar así la salvación eterna.

Cuando termina esta oración nos besamos unos a otros.

Luego se lleva al que preside a los hermanos pan y una copa de agua y de vino mezclados.

El presidente los toma y eleva alabanza y gloria al Padre del universo, por el nombre del Hijo y del Espíritu Santo y da gracias (en griego: eucharistian) largamente porque hayamos sido juzgados dignos de estos dones.

Cuando terminan las oraciones y las acciones de gracias, todo el pueblo presente pronuncia una aclamación diciendo: Amén.

[...] Cuando el que preside ha hecho la acción de gracias y el pueblo le ha respondido, los que entre nosotros se llaman diáconos distribuyen a todos los que están presentes pan, vino y agua “eucaristizados” y los llevan a los ausentes» (San Justino, Apologia, 1, 65).

1346. La liturgia de la Eucaristía se desarrolla conforme a una estructura fundamental que se ha conservado a través de los siglos hasta nosotros. Comprende dos grandes momentos que forman una unidad básica:

— la reunión, la liturgia de la Palabra, con las lecturas, la homilía y la oración universal;

la liturgia eucarística, con la presentación del pan y del vino, la acción de gracias consecratoria y la comunión.

Liturgia de la Palabra y Liturgia eucarística constituyen juntas “un solo acto de culto” (SC56); en efecto, la mesa preparada para nosotros en la Eucaristía es a la vez la de la Palabra de Dios y la del Cuerpo del Señor (cf. DV 21).

1347. ¿No se advierte aquí el mismo dinamismo del banquete pascual de Jesús resucitado con sus discípulos? En el camino les explicaba las Escrituras, luego, sentándose a la mesa con ellos, “tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio” (cf Lc 24, 30; cf. Lc24, 13- 35).

El desarrollo de la celebración

1348. Todos se reúnen. Los cristianos acuden a un mismo lugar para la asamblea eucarística. A su cabeza está Cristo mismo que es el actor principal de la Eucaristía. Él es sumo sacerdote de la Nueva Alianza. Él mismo es quien preside invisiblemente toda celebración eucarística. Como representante suyo, el obispo o el presbítero (actuando in persona Christi capitis) preside la asamblea, toma la palabra después de las lecturas, recibe las ofrendas y dice la plegaria eucarística. Todos tienen parte activa en la celebración, cada uno a su manera: los lectores, los que presentan las ofrendas, los que dan la comunión, y el pueblo entero cuyo “Amén” manifiesta su participación.

1349. La liturgia de la Palabra comprende “los escritos de los profetas”, es decir, el Antiguo Testamento, y “las memorias de los Apóstoles”, es decir sus cartas y los Evangelios; después la homilía que exhorta a acoger esta palabra como lo que es verdaderamente, Palabra de Dios (cf 1 Ts 2,13), y a ponerla en práctica; vienen luego las intercesiones por todos los hombres, según la palabra del apóstol: “Ante todo, recomiendo que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres; por los reyes y por todos los constituidos en autoridad” (1 Tm 2,1-2).

1350. La presentación de las ofrendas (el ofertorio): entonces se lleva al altar, a veces en procesión, el pan y el vino que serán ofrecidos por el sacerdote en nombre de Cristo en el sacrificio eucarístico en el que se convertirán en su Cuerpo y en su Sangre. Es la acción misma de Cristo en la última Cena, “tomando pan y una copa”. “Sólo la Iglesia presenta esta oblación, pura, al Creador, ofreciéndole con acción de gracias lo que proviene de su creación” (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses 4, 18, 4; cf. Ml 1,11). La presentación de las ofrendas en el altar hace suyo el gesto de Melquisedec y pone los dones del Creador en las manos de Cristo. Él es quien, en su sacrificio, lleva a la perfección todos los intentos humanos de ofrecer sacrificios.

1351. Desde el principio, junto con el pan y el vino para la Eucaristía, los cristianos presentan también sus dones para compartirlos con los que tienen necesidad. Esta costumbre de la colecta (cf 1 Co 16,1), siempre actual, se inspira en el ejemplo de Cristo que se hizo pobre para enriquecernos (cf 2 Co 8,9):

«Los que son ricos y lo desean, cada uno según lo que se ha impuesto; lo que es recogido es entregado al que preside, y él atiende a los huérfanos y viudas, a los que la enfermedad u otra causa priva de recursos, los presos, los inmigrantes y, en una palabra, socorre a todos los que están en necesidad» (San Justino, Apologia, 1, 67,6).

1352. La Anáfora: Con la plegaria eucarística, oración de acción de gracias y de consagración llegamos al corazón y a la cumbre de la celebración:

En el prefacio, la Iglesia da gracias al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo, por todas sus obras, por la creación, la redención y la santificación. Toda la asamblea se une entonces a la alabanza incesante que la Iglesia celestial, los ángeles y todos los santos, cantan al Dios tres veces santo.

1353. En la epíclesis, la Iglesia pide al Padre que envíe su Espíritu Santo (o el poder de su bendición (cf Plegaria Eucarística I o Canon romano, 90; Misal Romano) sobre el pan y el vino, para que se conviertan por su poder, en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, y que quienes toman parte en la Eucaristía sean un solo cuerpo y un solo espíritu (algunas tradiciones litúrgicas colocan la epíclesis después de la anámnesis).

En el relato de la institución, la fuerza de las palabras y de la acción de Cristo y el poder del Espíritu Santo hacen sacramentalmente presentes bajo las especies de pan y de vino su Cuerpo y su Sangre, su sacrificio ofrecido en la cruz de una vez para siempre.

1354. En la anámnesis que sigue, la Iglesia hace memoria de la pasión, de la resurrección y del retorno glorioso de Cristo Jesús; presenta al Padre la ofrenda de su Hijo que nos reconcilia con Él.

En las intercesiones, la Iglesia expresa que la Eucaristía se celebra en comunión con toda la Iglesia del cielo y de la tierra, de los vivos y de los difuntos, y en comunión con los pastores de la Iglesia, el Papa, el obispo de la diócesis, su presbiterio y sus diáconos y todos los obispos del mundo entero con sus Iglesias.

1355. En la comunión, precedida por la oración del Señor y de la fracción del pan, los fieles reciben “el pan del cielo” y “el cáliz de la salvación”, el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se entregó “para la vida del mundo” (Jn 6,51):

Porque este pan y este vino han sido, según la expresión antigua “eucaristizados” /cf. San Justino, Apologia, 1, 65), “llamamos a este alimento Eucaristía y nadie puede tomar parte en él si no cree en la verdad de lo que se enseña entre nosotros, si no ha recibido el baño para el perdón de los pecados y el nuevo nacimiento, y si no vive según los preceptos de Cristo” (San Justino, Apologia, 1, 66: CA 1, 180 [PG 6, 428]).

V. El sacrificio sacramental: acción de gracias, memorial, presencia

1356. Si los cristianos celebramos la Eucaristía desde los orígenes, y con una forma tal que, en su substancia, no ha cambiado a través de la gran diversidad de épocas y de liturgias, es porque nos sabemos sujetos al mandato del Señor, dado la víspera de su pasión: “Haced esto en memoria mía” (1 Co 11,24-25).

1357. Cumplimos este mandato del Señor celebrando el memorial de su sacrificio. Al hacerlo, ofrecemos al Padre lo que Él mismo nos ha dado: los dones de su Creación, el pan y el vino, convertidos por el poder del Espíritu Santo y las palabras de Cristo, en el Cuerpo y la Sangre del mismo Cristo: así Cristo se hace real y misteriosamente presente.

1358. Por tanto, debemos considerar la Eucaristía:

— como acción de gracias y alabanza al Padre,

— como memorial del sacrificio de Cristo y de su Cuerpo,

— como presencia de Cristo por el poder de su Palabra y de su Espíritu.

La acción de gracias y la alabanza al Padre

1359. La Eucaristía, sacramento de nuestra salvación realizada por Cristo en la cruz, es también un sacrificio de alabanza en acción de gracias por la obra de la creación. En el Sacrificio Eucarístico, toda la creación amada por Dios es presentada al Padre a través de la muerte y resurrección de Cristo. Por Cristo, la Iglesia puede ofrecer el sacrificio de alabanza en acción de gracias por todo lo que Dios ha hecho de bueno, de bello y de justo en la creación y en la humanidad.

1360. La Eucaristía es un sacrificio de acción de gracias al Padre, una bendición por la cual la Iglesia expresa su reconocimiento a Dios por todos sus beneficios, por todo lo que ha realizado mediante la creación, la redención y la santificación. “Eucaristía” significa, ante todo, acción de gracias.

1361. La Eucaristía es también el sacrificio de alabanza por medio del cual la Iglesia canta la gloria de Dios en nombre de toda la creación. Este sacrificio de alabanza sólo es posible a través de Cristo: Él une los fieles a su persona, a su alabanza y a su intercesión, de manera que el sacrificio de alabanza al Padre es ofrecido por Cristo y con Cristo para ser aceptado en él.

El memorial sacrificial de Cristo y de su Cuerpo, que es la Iglesia

1362. La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio, en la liturgia de la Iglesia que es su Cuerpo. En todas las plegarias eucarísticas encontramos, tras las palabras de la institución, una oración llamada anámnesis o memorial.

1363. En el sentido empleado por la Sagrada Escritura, el memorial no es solamente el recuerdo de los acontecimientos del pasado, sino la proclamación de las maravillas que Dios ha realizado en favor de los hombres (cf Ex 13,3). En la celebración litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales. De esta manera Israel entiende su liberación de Egipto: cada vez que es celebrada la pascua, los acontecimientos del Éxodo se hacen presentes a la memoria de los creyentes a fin de que conformen su vida a estos acontecimientos.

1364. El memorial recibe un sentido nuevo en el Nuevo Testamento. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual (cf Hb 7,25-27): «Cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la cruz, en el que “Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado” (1Co 5, 7), se realiza la obra de nuestra redención» (LG 3).

1365. Por ser memorial de la Pascua de Cristo, la Eucaristía es también un sacrificio. El carácter sacrificial de la Eucaristía se manifiesta en las palabras mismas de la institución: “Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros” y “Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros” (Lc 22,19-20). En la Eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros entregó en la cruz, y la sangre misma que “derramó por muchos [...] para remisión de los pecados” (Mt 26,28).

1366. La Eucaristía es, pues, un sacrificio porque representa (= hace presente) el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y aplica su fruto:

«(Cristo), nuestro Dios y Señor [...] se ofreció a Dios Padre [...] una vez por todas, muriendo como intercesor sobre el altar de la cruz, a fin de realizar para ellos (los hombres) la redención eterna. Sin embargo, como su muerte no debía poner fin a su sacerdocio (Hb 7,24.27), en la última Cena, “la noche en que fue entregado” (1 Co11,23), quiso dejar a la Iglesia, su esposa amada, un sacrificio visible (como lo reclama la naturaleza humana) [...] donde se representara el sacrificio sangriento que iba a realizarse una única vez en la cruz, cuya memoria se perpetuara hasta el fin de los siglos (1 Co 11,23) y cuya virtud saludable se aplicara a la remisión de los pecados que cometemos cada día (Concilio de Trento: DS 1740).

1367. El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio: “La víctima es una y la misma. El mismo el que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes, el que se ofreció a sí mismo en la cruz, y solo es diferente el modo de ofrecer” (Concilio de Trento: DS 1743). “Y puesto que en este divino sacrificio que se realiza en la misa, se contiene e inmola incruentamente el mismo Cristo que en el altar de la cruz “se ofreció a sí mismo una vez de modo cruento”; […] este sacrificio [es] verdaderamente propiciatorio” (Ibíd).

1368. La Eucaristía es igualmente el sacrificio de la Iglesia. La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, participa en la ofrenda de su Cabeza. Con Él, ella se ofrece totalmente. Se une a su intercesión ante el Padre por todos los hombres. En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo se hace también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo presente sobre el altar da a todas a las generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda.

En las catacumbas, la Iglesia es con frecuencia representada como una mujer en oración, los brazos extendidos en actitud de orante. Como Cristo que extendió los brazos sobre la cruz, por él, con él y en él, la Iglesia se ofrece e intercede por todos los hombres.

1369. Toda la Iglesia se une a la ofrenda y a la intercesión de Cristo. Encargado del ministerio de Pedro en la Iglesia, el Papa es asociado a toda celebración de la Eucaristía en la que es nombrado como signo y servidor de la unidad de la Iglesia universal. El obispo del lugar es siempre responsable de la Eucaristía, incluso cuando es presidida por un presbítero; el nombre del obispo se pronuncia en ella para significar su presidencia de la Iglesia particular en medio del presbiterio y con la asistencia de los diáconos. La comunidad intercede también por todos los ministros que, por ella y con ella, ofrecen el Sacrificio Eucarístico:

«Que sólo sea considerada como legítima la Eucaristía que se hace bajo la presidencia del obispo o de quien él ha señalado para ello» (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Smyrnaeos 8,1).

«Por medio del ministerio de los presbíteros, se realiza a la perfección el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo, único Mediador. Este, en nombre de toda la Iglesia, por manos de los presbíteros, se ofrece incruenta y sacramentalmente en la Eucaristía, hasta que el Señor venga» (PO 2).

1370. A la ofrenda de Cristo se unen no sólo los miembros que están todavía aquí abajo, sino también los que están ya en la gloria del cielo: La Iglesia ofrece el Sacrificio Eucarístico en comunión con la santísima Virgen María y haciendo memoria de ella, así como de todos los santos y santas. En la Eucaristía, la Iglesia, con María, está como al pie de la cruz, unida a la ofrenda y a la intercesión de Cristo.

1371. El Sacrificio Eucarístico es también ofrecido por los fieles difuntos “que han muerto en Cristo y todavía no están plenamente purificados” (Concilio de Trento: DS 1743), para que puedan entrar en la luz y la paz de Cristo:

«Enterrad […] este cuerpo en cualquier parte; no os preocupe más su cuidado; solamente os ruego que, dondequiera que os hallareis, os acordéis de mí ante el altar del Señor» (San Agustín, Confessiones, 9, 11, 27; palabras de santa Mónica, antes de su muerte, dirigidas a san Agustín y a su hermano).

«A continuación oramos (en la anáfora) por los santos padres y obispos difuntos, y en general por todos los que han muerto antes que nosotros, creyendo que será de gran provecho para las almas, en favor de las cuales es ofrecida la súplica, mientras se halla presente la santa y adorable víctima […] Presentando a Dios nuestras súplicas por los que han muerto, aunque fuesen pecadores […], presentamos a Cristo inmolado por nuestros pecados, haciendo propicio para ellos y para nosotros al Dios amigo de los hombres (San Cirilo de Jerusalén, Catecheses mistagogicae 5, 9.10).

1372. San Agustín ha resumido admirablemente esta doctrina que nos impulsa a una participación cada vez más completa en el sacrificio de nuestro Redentor que celebramos en la Eucaristía:

«Esta ciudad plenamente rescatada, es decir, la asamblea y la sociedad de los santos, es ofrecida a Dios como un sacrificio universal […] por el Sumo Sacerdote que, bajo la forma de esclavo, llegó a ofrecerse por nosotros en su pasión, para hacer de nosotros el cuerpo de una tan gran Cabeza […] Tal es el sacrificio de los cristianos: “siendo muchos, no formamos más que un sólo cuerpo en Cristo” (Rm 12,5). Y este sacrificio, la Iglesia no cesa de reproducirlo en el Sacramento del altar bien conocido de los fieles, donde se muestra que en lo que ella ofrece se ofrece a sí misma (San Agustín, De civitate Dei 10, 6).

La presencia de Cristo por el poder de su Palabra y del Espíritu Santo

1373. “Cristo Jesús que murió, resucitó, que está a la derecha de Dios e intercede por nosotros” (Rm 8,34), está presente de múltiples maneras en su Iglesia (cf LG 48): en su Palabra, en la oración de su Iglesia, “allí donde dos o tres estén reunidos en mi nombre” (Mt 18,20), en los pobres, los enfermos, los presos (Mt 25,31-46), en los sacramentos de los que Él es autor, en el sacrificio de la misa y en la persona del ministro. Pero, “sobre todo, (está presente) bajo las especies eucarísticas” (SC 7).

1374. El modo de presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva la Eucaristía por encima de todos los sacramentos y hace de ella “como la perfección de la vida espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos” (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae 3, q. 73, a. 3). En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía están “contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero” (Concilio de Trento: DS 1651). «Esta presencia se denomina “real”, no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen “reales”, sino por excelencia, porque es substancial, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente» (MF 39).

1375. Mediante la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre, Cristo se hace presente en este sacramento. Los Padres de la Iglesia afirmaron con fuerza la fe de la Iglesia en la eficacia de la Palabra de Cristo y de la acción del Espíritu Santo para obrar esta conversión. Así, san Juan Crisóstomo declara que:

«No es el hombre quien hace que las cosas ofrecidas se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo mismo que fue crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. Esto es mi Cuerpo, dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas (De proditione Iudae homilia 1, 6).

Y san Ambrosio dice respecto a esta conversión:

«Estemos bien persuadidos de que esto no es lo que la naturaleza ha producido, sino lo que la bendición ha consagrado, y de que la fuerza de la bendición supera a la de la naturaleza, porque por la bendición la naturaleza misma resulta cambiada» (De mysteriis 9, 50). «La palabra de Cristo, que pudo hacer de la nada lo que no existía, ¿no podría cambiar las cosas existentes en lo que no eran todavía? Porque no es menos dar a las cosas su naturaleza primera que cambiársela» (Ibíd., 9,50.52).

1376. El Concilio de Trento resume la fe católica cuando afirma: “Porque Cristo, nuestro Redentor, dijo que lo que ofrecía bajo la especie de pan era verdaderamente su Cuerpo, se ha mantenido siempre en la Iglesia esta convicción, que declara de nuevo el Santo Concilio: por la consagración del pan y del vino se opera la conversión de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la substancia del vino en la substancia de su Sangre; la Iglesia católica ha llamado justa y apropiadamente a este cambio transubstanciación” (DS 1642).

1377. La presencia eucarística de Cristo comienza en el momento de la consagración y dura todo el tiempo que subsistan las especies eucarísticas. Cristo está todo entero presente en cada una de las especies y todo entero en cada una de sus partes, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo (cf Concilio de Trento: DS 1641).

1378. El culto de la Eucaristía. En la liturgia de la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, entre otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente en señal de adoración al Señor. “La Iglesia católica ha dado y continua dando este culto de adoración que se debe al sacramento de la Eucaristía no solamente durante la misa, sino también fuera de su celebración: conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas, presentándolas a los fieles para que las veneren con solemnidad, llevándolas en procesión en medio de la alegría del pueblo” (MF 56).

1379. El sagrario (tabernáculo) estaba primeramente destinado a guardar dignamente la Eucaristía para que pudiera ser llevada a los enfermos y ausentes fuera de la misa. Por la profundización de la fe en la presencia real de Cristo en su Eucaristía, la Iglesia tomó conciencia del sentido de la adoración silenciosa del Señor presente bajo las especies eucarísticas. Por eso, el sagrario debe estar colocado en un lugar particularmente digno de la iglesia; debe estar construido de tal forma que subraye y manifieste la verdad de la presencia real de Cristo en el santísimo sacramento.

1380. Es grandemente admirable que Cristo haya querido hacerse presente en su Iglesia de esta singular manera. Puesto que Cristo iba a dejar a los suyos bajo su forma visible, quiso darnos su presencia sacramental; puesto que iba a ofrecerse en la cruz por muestra salvación, quiso que tuviéramos el memorial del amor con que nos había amado “hasta el fin” (Jn 13,1), hasta el don de su vida. En efecto, en su presencia eucarística permanece misteriosamente en medio de nosotros como quien nos amó y se entregó por nosotros (cf Ga2,20), y se queda bajo los signos que expresan y comunican este amor:

«La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración» (Juan Pablo II, Carta Dominicae Cenae, 3).

1381. «La presencia del verdadero Cuerpo de Cristo y de la verdadera Sangre de Cristo en este sacramento, “no se conoce por los sentidos, dice santo Tomás, sino sólo por la fe, la cual se apoya en la autoridad de Dios”. Por ello, comentando el texto de san Lucas 22, 19:”Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros”, san Cirilo declara: “No te preguntes si esto es verdad, sino acoge más bien con fe las palabras del Salvador, porque Él, que es la Verdad, no miente”» (MF 18; cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae 3, q. 75, a. 1; San Cirilo de Alejandría, Commentarius in Lucam 22, 19):

Adoro Te devote, latens Deitas,

Quae sub his figuris vere latitas:

Tibi se cor meum totum subjicit,

Quia Te contemplans totum deficit.

Visus, gustus, tactus in te fallitur,

Sed auditu solo tuto creditur:

Credo quidquid dixit Dei Filius:

Nil hoc Veritatis verbo verius.

(Adórote devotamente, oculta Deidad,

que bajo estas sagradas especies te ocultas verdaderamente:

A ti mi corazón totalmente se somete,

pues al contemplarte, se siente desfallecer por completo.

La vista, el tacto, el gusto, son aquí falaces;

sólo con el oído se llega a tener fe segura.

Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios,

nada más verdadero que esta palabra de Verdad.) [AHMA 50, 589]

VI. El banquete pascual

1382. La misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Pero la celebración del sacrificio eucarístico está totalmente orientada hacia la unión íntima de los fieles con Cristo por medio de la comunión. Comulgar es recibir a Cristo mismo que se ofrece por nosotros.

1383. El altar, en torno al cual la Iglesia se reúne en la celebración de la Eucaristía, representa los dos aspectos de un mismo misterio: el altar del sacrificio y la mesa del Señor, y esto, tanto más cuanto que el altar cristiano es el símbolo de Cristo mismo, presente en medio de la asamblea de sus fieles, a la vez como la víctima ofrecida por nuestra reconciliación y como alimento celestial que se nos da. “¿Qué es, en efecto, el altar de Cristo sino la imagen del Cuerpo de Cristo?”, dice san Ambrosio (De sacramentis5,7), y en otro lugar: “El altar es imagen del Cuerpo (de Cristo), y el Cuerpo de Cristo está sobre el altar” (De sacramentis 4,7). La liturgia expresa esta unidad del sacrificio y de la comunión en numerosas oraciones. Así, la Iglesia de Roma ora en su anáfora:

«Te pedimos humildemente, Dios todopoderoso, que esta ofrenda sea llevada a tu presencia hasta el altar del cielo, por manos de tu ángel, para que cuantos recibimos el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, al participar aquí de este altar, seamos colmados de gracia y bendición» (Plegaria Eucarística I o Canon Romano 96; Misal Romano).

“Tomad y comed todos de él”: la comunión

1384. El Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Jn 6,53).

1385. Para responder a esta invitación, debemos prepararnos para este momento tan grande y santo. San Pablo exhorta a un examen de conciencia: “Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo” (1 Co 11,27-29). Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar.

1386. Ante la grandeza de este sacramento, el fiel sólo puede repetir humildemente y con fe ardiente las palabras del Centurión (cf Mt 8,8): “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. En la Liturgia de san Juan Crisóstomo, los fieles oran con el mismo espíritu:

«A tomar parte en tu cena sacramental invítame hoy, Hijo de Dios: no revelaré a tus enemigos el misterio, no te te daré el beso de Judas; antes como el ladrón te reconozco y te suplico: ¡Acuérdate de mí, Señor, en tu reino!» (Liturgia Bizantina. Anaphora Iohais Chrysostomi, Oración antes de la Comunión)

1387. Para prepararse convenientemente a recibir este sacramento, los fieles deben observar el ayuno prescrito por la Iglesia (cf CIC can. 919). Por la actitud corporal (gestos, vestido) se manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped.

1388. Es conforme al sentido mismo de la Eucaristía que los fieles, con las debidas disposiciones (cf CIC, cans. 916-917), comulguen cuando participan en la misa [Los fieles pueden recibir la Sagrada Eucaristía solamente dos veces el mismo día. Pontificia Comisión para la auténtica interpretación del Código de Derecho Canónico, Responsa ad proposita dubia 1]. “Se recomienda especialmente la participación más perfecta en la misa, recibiendo los fieles, después de la comunión del sacerdote, del mismo sacrificio, el cuerpo del Señor” (SC 55).

1389. La Iglesia obliga a los fieles “a participar los domingos y días de fiesta en la divina liturgia” (cf OE 15) y a recibir al menos una vez al año la Eucaristía, s i es posible en tiempo pascual (cf CIC can. 920), preparados por el sacramento de la Reconciliación. Pero la Iglesia recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días.

1390. Gracias a la presencia sacramental de Cristo bajo cada una de las especies, la comunión bajo la sola especie de pan ya hace que se reciba todo el fruto de gracia propio de la Eucaristía. Por razones pastorales, esta manera de comulgar se ha establecido legítimamente como la más habitual en el rito latino. “La comunión tiene una expresión más plena por razón del signo cuando se hace bajo las dos especies. Ya que en esa forma es donde más perfectamente se manifiesta el signo del banquete eucarístico” (Institución general del Misal Romano, 240). Es la forma habitual de comulgar en los ritos orientales.

Los frutos de la comunión

1391. La comunión acrecienta nuestra unión con Cristo. Recibir la Eucaristía en la comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús. En efecto, el Señor dice: “Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6,56). La vida en Cristo encuentra su fundamento en el banquete eucarístico: “Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,57):

«Cuando en las fiestas [del Señor] los fieles reciben el Cuerpo del Hijo, proclaman unos a otros la Buena Nueva, se nos han dado las arras de la vida, como cuando el ángel dijo a María [de Magdala]: “¡Cristo ha resucitado!” He aquí que ahora también la vida y la resurrección son comunicadas a quien recibe a Cristo» (Fanqîth, Breviarium iuxta ritum Ecclesiae Antiochenae Syrorum, v. 1).

1392. Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual. La comunión con la Carne de Cristo resucitado, “vivificada por el Espíritu Santo y vivificante” (PO 5), conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Este crecimiento de la vida cristiana necesita ser alimentado por la comunión eucarística, pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la muerte, cuando nos sea dada como viático.

1393. La comunión nos separa del pecado. El Cuerpo de Cristo que recibimos en la comunión es “entregado por nosotros”, y la Sangre que bebemos es “derramada por muchos para el perdón de los pecados”. Por eso la Eucaristía no puede unirnos a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados:

«Cada vez que lo recibimos, anunciamos la muerte del Señor (cf. 1 Co 11,26). Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos también el perdón de los pecados. Si cada vez que su Sangre es derramada, lo es para el perdón de los pecados, debo recibirle siempre, para que siempre me perdone los pecados. Yo que peco siempre, debo tener siempre un remedio» (San Ambrosio, De sacramentis 4, 28).

1394. Como el alimento corporal sirve para restaurar la pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortalece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificada borra los pecados veniales (cf Concilio de Trento: DS 1638). Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor y nos hace capaces de romper los lazos desordenados con las criaturas y de arraigarnos en Él:

«Porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio, pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comunique el amor; suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestro propios corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado para nosotros, y sepamos vivir crucificados para el mundo [...] y, llenos de caridad, muertos para el pecado vivamos para Dios» (San Fulgencio de Ruspe, Contra gesta Fabiani 28, 17-19).

1395. Por la misma caridad que enciende en nosotros, la Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con Él por el pecado mortal. La Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecados mortales. Esto es propio del sacramento de la Reconciliación. Lo propio de la Eucaristía es ser el sacramento de los que están en plena comunión con la Iglesia.

1396. La unidad del Cuerpo místico: La Eucaristía hace la Iglesia. Los que reciben la Eucaristía se unen más estrechamente a Cristo. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia. La comunión renueva, fortifica, profundiza esta incorporación a la Iglesia realizada ya por el Bautismo. En el Bautismo fuimos llamados a no formar más que un solo cuerpo (cf 1 Co 12,13). La Eucaristía realiza esta llamada: “El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? y el pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” (1 Co 10,16-17):

«Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis “Amén” [es decir, “sí”, “es verdad”] a lo que recibís, con lo que, respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir “el Cuerpo de Cristo”, y respondes “amén”. Por lo tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu “amén” sea también verdadero» (San Agustín, Sermo272).

1397. La Eucaristía entraña un compromiso en favor de los pobres: Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos (cf Mt 25,40):

«Has gustado la sangre del Señor y no reconoces a tu hermano. [...] Deshonras esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento al que ha sido juzgado digno [...] de participar en esta mesa. Dios te ha liberado de todos los pecados y te ha invitado a ella. Y tú, aun así, no te has hecho más misericordioso (S. Juan Crisóstomo, hom. in 1 Co 27,4).

1398. La Eucaristía y la unidad de los cristianos. Ante la grandeza de esta misterio, san Agustín exclama: O sacramentum pietatis! O signum unitatis! O vinculum caritatis! (“¡Oh sacramento de piedad, oh signo de unidad, oh vínculo de caridad!”) (In Iohais evangelium tractatus 26,13; cf SC 47). Cuanto más dolorosamente se hacen sentir las divisiones de la Iglesia que rompen la participación común en la mesa del Señor, tanto más apremiantes son las oraciones al Señor para que lleguen los días de la unidad completa de todos los que creen en Él.

1399. Las Iglesias orientales que no están en plena comunión con la Iglesia católica celebran la Eucaristía con gran amor. “Estas Iglesias, aunque separadas, [tienen] verdaderos sacramentos [...] y sobre todo, en virtud de la sucesión apostólica, el sacerdocio y la Eucaristía, con los que se unen aún más con nosotros con vínculo estrechísimo” (UR 15). Una cierta comunión in sacris, por tanto, en la Eucaristía, “no solamente es posible, sino que se aconseja...en circunstancias oportunas y aprobándolo la autoridad eclesiástica” (UR15, cf CIC can. 844, §3).

1400. Las comunidades eclesiales nacidas de la Reforma, separadas de la Iglesia católica, “sobre todo por defecto del sacramento del orden, no han conservado la sustancia genuina e íntegra del misterio eucarístico” (UR 22). Por esto, para la Iglesia católica, la intercomunión eucarística con estas comunidades no es posible. Sin embargo, estas comunidades eclesiales “al conmemorar en la Santa Cena la muerte y la resurrección del Señor, profesan que en la comunión de Cristo se significa la vida, y esperan su venida gloriosa” (UR 22).

1401. Si, a juicio del Ordinario, se presenta una necesidad grave, los ministros católicos pueden administrar los sacramentos (Eucaristía, Penitencia, Unción de los enfermos) a cristianos que no están en plena comunión con la Iglesia católica, pero que piden estos sacramentos con deseo y rectitud: en tal caso se precisa que profesen la fe católica respecto a estos sacramentos y estén bien dispuestos (cf CIC, can. 844, §4).

VII. La Eucaristía, “Pignus futurae gloriae”

1402. En una antigua oración, la Iglesia aclama el misterio de la Eucaristía: O sacrum convivium in quo Christus sumitur . Recolitur memoria passionis Eius; mens impletur gratia et futurae gloriae nobis pignus datur (“¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida; se celebra el memorial de su pasión; el alma se llena de gracia, y se nos da la prenda de la gloria futura!”) /(Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Antífona del «Magnificat» para las II Vísperas: Liturgia de las Horas). Si la Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor y si por nuestra comunión en el altar somos colmados “de gracia y bendición” (Plegaria Eucarística I o Canon Romano 96: Misal Romano), la Eucaristía es también la anticipación de la gloria celestial.

1403. En la última Cena, el Señor mismo atrajo la atención de sus discípulos hacia el cumplimiento de la Pascua en el Reino de Dios: “Y os digo que desde ahora no beberé de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros, de nuevo, en el Reino de mi Padre” (Mt 26,29; cf. Lc 22,18; Mc 14,25). Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía recuerda esta promesa y su mirada se dirige hacia “el que viene” (Ap 1,4). En su oración, implora su venida: Marana tha (1 Co 16,22), “Ven, Señor Jesús” (Ap 22,20), “que tu gracia venga y que este mundo pase” (Didaché 10,6).

1404. La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor viene en su Eucaristía y que está ahí en medio de nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos la Eucaristíaexpectantes beatam spem et adventum Salvatoris nostri Jesu Christi (“Mientras esperamos la gloriosa venida de Nuestro Salvador Jesucristo”) (Ritual de la Comunión, 126 [Embolismo después del «Padrenuestro»]: Misal Romano; cf Tit 2,13), pidiendo entrar “[en tu Reino], donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como Tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro” (Plegaria Eucarística III, 116: Misal Romano).

1405. De esta gran esperanza, la de los cielos nuevos y la tierra nueva en los que habitará la justicia (cf 2 P 3,13), no tenemos prenda más segura, signo más manifiesto que la Eucaristía. En efecto, cada vez que se celebra este misterio, “se realiza la obra de nuestra redención” (LG 3) y “partimos un mismo pan [...] que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre” (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Ephesios, 20, 2).

Resumen

1406. Jesús dijo: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre [...] El que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna [...] permanece en mí y yo en él” (Jn 6, 51.54.56).

1407. La Eucaristía es el corazón y la cumbre de la vida de la Iglesia, pues en ella Cristo asocia su Iglesia y todos sus miembros a su sacrificio de alabanza y acción de gracias ofrecido una vez por todas en la cruz a su Padre; por medio de este sacrificio derrama las gracias de la salvación sobre su Cuerpo, que es la Iglesia.

1408. La celebración eucarística comprende siempre: la proclamación de la Palabra de Dios, la acción de gracias a Dios Padre por todos sus beneficios, sobre todo por el don de su Hijo, la consagración del pan y del vino y la participación en el banquete litúrgico por la recepción del Cuerpo y de la Sangre del Señor: estos elementos constituyen un solo y mismo acto de culto.

1409. La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, es decir, de la obra de la salvación realizada por la vida, la muerte y la resurrección de Cristo, obra que se hace presente por la acción litúrgica.

1410. Es Cristo mismo, sumo sacerdote y eterno de la nueva Alianza, quien, por el ministerio de los sacerdotes, ofrece el sacrificio eucarístico. Y es también el mismo Cristo, realmente presente bajo las especies del pan y del vino, la ofrenda del sacrificio eucarístico.

1411. Sólo los presbíteros válidamente ordenados pueden presidir la Eucaristía y consagrar el pan y el vino para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre del Señor.

1412. Los signos esenciales del sacramento eucarístico son pan de trigo y vino de vid, sobre los cuales es invocada la bendición del Espíritu Santo y el presbítero pronuncia las palabras de la consagración dichas por Jesús en la última cena: “Esto es mi Cuerpo entregado por vosotros [...] Este es el cáliz de mi Sangre...”

1413. Por la consagración se realiza la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Bajo las especies consagradas del pan y del vino, Cristo mismo, vivo y glorioso, está presente de manera verdadera, real y substancial, con su Cuerpo, su Sangre, su alma y su divinidad (cf Concilio de Trento: DS 1640; 1651).

1414. En cuanto sacrificio, la Eucaristía es ofrecida también en reparación de los pecados de los vivos y los difuntos, y para obtener de Dios beneficios espirituales o temporales.

1415. El que quiere recibir a Cristo en la Comunión eucarística debe hallarse en estado de gracia. Si uno tiene conciencia de haber pecado mortalmente no debe acercarse a la Eucaristía sin haber recibido previamente la absolución en el sacramento de la Penitencia.

1416. La Sagrada Comunión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo acrecienta la unión del comulgante con el Señor, le perdona los pecados veniales y lo preserva de pecados graves. Puesto que los lazos de caridad entre el comulgante y Cristo son reforzados, la recepción de este sacramento fortalece la unidad de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo.

1417. La Iglesia recomienda vivamente a los fieles que reciban la sagrada comunión cuando participan en la celebración de la Eucaristía; y les impone la obligación de hacerlo al menos una vez al año.

1418. Puesto que Cristo mismo está presente en el Sacramento del Altar es preciso honrarlo con culto de adoración. “La visita al Santísimo Sacramento es una prueba de gratitud, un signo de amor y un deber de adoración hacia Cristo, nuestro Señor” (MF).

1419. Cristo, que pasó de este mundo al Padre, nos da en la Eucaristía la prenda de la gloria que tendremos junto a Él: la participación en el Santo Sacrificio nos identifica con su Corazón, sostiene nuestras fuerzas a lo largo del peregrinar de esta vida, nos hace desear la Vida eterna y nos une ya desde ahora a la Iglesia del cielo, a la Santa Virgen María y a todos los santos.

La Eucaristía y la comunión de los fieles

805. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo. Por el Espíritu y su acción en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, Cristo muerto y resucitado constituye la comunidad de los creyentes como cuerpo suyo.

950. La comunión de los sacramentos. “El fruto de todos los Sacramentos pertenece a todos. Porque los Sacramentos, y sobre todo el Bautismo que es como la puerta por la que los hombres entran en la Iglesia, son otros tantos vínculos sagrados que unen a todos y los ligan a Jesucristo. Los Padres indican en el Símbolo que debe entenderse que la comunión de los santos es la comunión de los sacramentos [...]. El nombre de comunión puede aplicarse a todos los sacramentos puesto que todos ellos nos unen a Dios [...]. Pero este nombre es más propio de la Eucaristía que de cualquier otro, porque ella es la que lleva esta comunión a su culminación” (Catecismo Romano, 1, 10, 24).

2181. La Eucaristía del domingo fundamenta y confirma toda la práctica cristiana. Por eso los fieles están obligados a participar en la Eucaristía los días de precepto, a no ser que estén excusados por una razón seria (por ejemplo, enfermedad, el cuidado de niños pequeños) o dispensados por su pastor propio (cf CIC can. 1245). Los que deliberadamente faltan a esta obligación cometen un pecado grave.”

2182. La participación en la celebración común de la Eucaristía dominical es un testimonio de pertenencia y de fidelidad a Cristo y a su Iglesia. Los fieles proclaman así su comunión en la fe y la caridad. Testimonian a la vez la santidad de Dios y su esperanza de la salvación. Se reconfortan mutuamente, guiados por el Espíritu Santo.

2637. La acción de gracias caracteriza la oración de la Iglesia que, al celebrar la Eucaristía, manifiesta y se convierte cada vez más en lo que ella es. En efecto, en la obra de salvación, Cristo libera a la creación del pecado y de la muerte para consagrarla de nuevo y devolverla al Padre, para su gloria. La acción de gracias de los miembros del Cuerpo participa de la de su Cabeza.

2845. No hay límite ni medida en este perdón, esencialmente divino (cf Mt 18, 21-22; Lc17, 3-4). Si se trata de ofensas (de “pecados” según Lc 11, 4, o de “deudas” según Mt 6, 12), de hecho nosotros somos siempre deudores: “Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor” (Rm 13, 8). La comunión de la Santísima Trinidad es la fuente y el criterio de verdad en toda relación (cf 1 Jn 3, 19-24). Se vive en la oración y sobre todo en la Eucaristía (cf Mt 5, 23-24):

«Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos: Dios quiere ser pacificado con oraciones de paz. La obligación más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de todo el pueblo fiel» (San Cipriano de Cartago, De dominica Oratione, 23).

La Eucaristía como pan espiritual

1212. Mediante los sacramentos de la iniciación cristiana, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, se ponen los fundamentos de toda vida cristiana. “La participación en la naturaleza divina, que los hombres reciben como don mediante la gracia de Cristo, tiene cierta analogía con el origen, el crecimiento y el sustento de la vida natural. En efecto, los fieles renacidos en el Bautismo se fortalecen con el sacramento de la Confirmación y, finalmente, son alimentados en la Eucaristía con el manjar de la vida eterna, y, así por medio de estos sacramentos de la iniciación cristiana, reciben cada vez con más abundancia los tesoros de la vida divina y avanzan hacia la perfección de la caridad” (Pablo VI, Const. apost. Divinae consortium naturae; cf. Ritual de Iniciación Cristiana de Adultos, Prenotandos 1-2).

1275. La iniciación cristiana se realiza mediante el conjunto de tres sacramentos: el Bautismo, que es el comienzo de la vida nueva; la Confirmación, que es su afianzamiento; y la Eucaristía, que alimenta al discípulo con el Cuerpo y la Sangre de Cristo para ser transformado en Él.

1436. Eucaristía y Penitencia. La conversión y la penitencia diarias encuentran su fuente y su alimento en la Eucaristía, pues en ella se hace presente el sacrificio de Cristo que nos reconcilió con Dios; por ella son alimentados y fortificados los que viven de la vida de Cristo; “es el antídoto que nos libera de nuestras faltas cotidianas y nos preserva de pecados mortales” (Concilio de Trento: DS 1638).

2837. “De cada día”. La palabra griega, epiousion, no tiene otro sentido en el Nuevo Testamento. Tomada en un sentido temporal, es una repetición pedagógica de “hoy” (cf Ex16, 19-21) para confirmarnos en una confianza “sin reserva”. Tomada en un sentido cualitativo, significa lo necesario a la vida, y más ampliamente cualquier bien suficiente para la subsistencia (cf 1 Tm 6, 8). Tomada al pie de la letra (epiousion: “lo más esencial”), designa directamente el Pan de Vida, el Cuerpo de Cristo, “remedio de inmortalidad” (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Ephesios, 20, 2) sin el cual no tenemos la Vida en nosotros (cf Jn 6, 53-56) Finalmente, ligado a lo que precede, el sentido celestial es claro: este “día” es el del Señor, el del Festín del Reino, anticipado en la Eucaristía, en que pregustamos el Reino venidero. Por eso conviene que la liturgia eucarística se celebre “cada día”.

«La Eucaristía es nuestro pan cotidiano [...] La virtud propia de este divino alimento es una fuerza de unión: nos une al Cuerpo del Salvador y hace de nosotros sus miembros para que vengamos a ser lo que recibimos [...] Este pan cotidiano se encuentra, además, en las lecturas que oís cada día en la Iglesia, en los himnos que se cantan y que vosotros cantáis. Todo eso es necesario en nuestra peregrinación» (San Agustín, Sermo 57, 7, 7).

El Padre del cielo nos exhorta a pedir como hijos del cielo el Pan del cielo (cf Jn 6, 51). Cristo “mismo es el pan que, sembrado en la Virgen, florecido en la Carne, amasado en la Pasión, cocido en el Horno del sepulcro, reservado en la iglesia, llevado a los altares, suministra cada día a los fieles un alimento celestial” (San Pedro Crisólogo,Sermo 67, 7)

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Los dos cuerpos de Cristo

Hasta no hace muchos años la fiesta del Corpus Christi, que caía en jueves, venía celebrada con una solemnidad muy particular: la procesión más solemne del año con los niños de la primera comunión, que esparcían pétalos de flor por la calle y las casas estaban con colgaduras en los balcones y ventanas... Era para los cristianos la ocasión de expresar públicamente su fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía.

Ahora, está ya todo abandonado y silencioso. En nuestras ciudades las procesiones han cedido el puesto a las manifestaciones. Pero, si todo esto nos sirviese para estimulamos a profundizar en el significado del misterio y a una fe más consciente, habríamos transformado en ganancia lo que más bien parece una pérdida. Es lo que queremos intentar hacer en estos pocos minutos. En la segunda lectura de la fiesta de hoy, san Pablo escribe:

«El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?»

La Eucaristía es fundamentalmente un misterio de comunión. Nosotros conocemos distintos tipos de comunión. La de entre los esposos, que forman una sola carne, es ciertamente una comunión profundísima. De igual forma, la comunión entre la madre y el hijo, que lleva en su seno, es real y fortísima. Pero, en ninguno de estos casos la comunión alcanza su fondo, porque cada uno permanece siendo sí mismo separado del otro y no hay fusión. Para vivir, el niño debe separarse de la madre, debe salir de ella; si permanece en ella, en su seno, muere.

Una comunión más profunda es la que haya se da entre nosotros y la comida que comemos, porque ésta llega a ser carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. He escuchado de algunas madres decirle a su criatura, mientras la apretaban al pecho y la besaban: «¡Te quiero tanto que te comería!» Es verdad que la comida no es una persona viviente e inteligente con la que podamos intercambiarnos pensamientos y afectos; pero, supongamos, por un momento, que la comida sea ese mismo ser viviente e inteligente, ¿no os parece que entonces se daría finalmente la perfecta comunión?

Ahora bien, esto es lo que nos sucede en la comunión eucarística. Jesús, en el fragmento evangélico, dice:

«Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo... Mi carne es verdadera comida... el que come este pan vivirá para siempre».

Aquí, la comida ya no es una simple cosa sino que es una persona, que vive. Se disfruta con ello la más íntima, aunque la más misteriosa, de las comuniones.

Busquemos profundizar en este punto. Miremos qué sucede con la naturaleza en el ámbito de la nutrición. Es el principio vital más fuerte aquel que asimila lo menos fuerte. Por ejemplo, el vegetal, la planta, es la que asimila al mineral, esto es, a las sales, al agua, etc.; escalando más arriba, el animal es el que asimila al vegetal, el buey se nutre de la hierba y no al revés.

Cuando esta ley viene trasladada a las relaciones entre el hombre y Cristo, ¿qué sucede? Igualmente aquí es el principio vital más fuerte el que asimila a sí mismo al menos fuerte. En otras palabras, es Cristo quien nos asimila a sí mismo, no somos nosotros los que le asimilamos a Cristo en nosotros. Esto es, nosotros nos transformamos en él, no él en nosotros. Un famoso materialista ateo ha dicho: «El hombre es lo que come». Sin saberlo ha dado una óptima definición de la Eucaristía. Gracias a ella, en verdad, el hombre llega a ser lo que come, esto es ¡el cuerpo de Cristo!

Ahora, sin embargo, permitidme una pequeña reflexión. Pablo nos ha dicho que el cáliz es comunión con la sangre de Cristo y el pan es comunión con el cuerpo de Cristo. Pero, ¿qué significan las palabras cuerpo y sangre? Para nosotros, occidentales, que somos herederos de la cultura griega, el cuerpo no es más que una tercera parte del hombre, el cual, unido al alma ya la inteligencia, forma al hombre completo. La sangre, después, es solamente una parte del hombre, porque no es más que un componente del cuerpo, que, a su vez, es un componente del hombre.

En la Biblia y en el lenguaje de Jesús no es así. Cuerpo indica a todo el hombre en cuanto vive en una dimensión corporal, no es un puro espíritu. Indica al hombre en toda su concreción, la vida humana con todo lo que la constituye: alegrías y esperanzas, fatigas y sudores. La sangre, además, para un hebreo es la sede de la vida (por eso, todavía hoy, los hebreos observantes no comen carnes ahogadas, esto es, con la sangre dentro, porque sería como comerse la vida). Por ello, el derramamiento de la sangre es el signo figurativo de la muerte.

Jesús, por lo tanto, desde el primer instante de su concepción en el seno de María hasta el último, dándonos su cuerpo, nos ha dado su vida; dándonos su sangre, nos ha dado su muerte. Nos lo ha proporcionado todo. He ahí qué significa «comulgar»: entrar en contacto con la vida de Jesús y con su muerte, recibir el inmenso poder salvífico en sí mismo.

Aquel, que en su vida mandaba a los vientos y al mar y le obedecían, que tocaba a los leprosos y se curaban, tocaba a los ciegos y veían, cogía de la mano a los lisiados y se levantaban: ¡él mismo con todo su poder está ahora dentro de ti! i Si nosotros, los cristianos, descubriéramos qué tenemos en la Eucaristía! Decía un ateo: «¡Si yo pudiese creer que en aquella hostia consagrada está en verdad Dios, como decís vosotros, creo que caería de rodillas y no me levantaría jamás!». Tenía razón.

Pero, hay más. Puesto que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo y único Dios y poseen una misma naturaleza divina, donde está el Hijo, Jesucristo, está también el Padre y está el Espíritu Santo. En la Eucaristía nosotros podemos, por lo tanto, entrar en comunión asimismo con el Padre y con el Espíritu Santo, esto es, con toda la Trinidad.

Un canto eucarístico, que me gusta bastante, tiene un estribillo que dice: «Dios, ¡nos ha puesto su cuerpo entre las manos!» Es verdad. Pero, ¿nosotros qué hacemos con el cuerpo de Cristo? Hoy ha llegado a ser habitual y fácil acercarse a recibir la comunión y es una cosa óptima. Así debe ser: que en cada Misa los presentes comulguen. Pero, esto no debiera llevamos a vulgarizar la Eucaristía, a acercarnos a ella como si se tratase de un pan ordinario con la conciencia gravemente en desorden. «Quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condena» (1 Corintios 11, 29), nos advierte san Pablo. Pero, leamos la continuación del texto inicial de san Pablo:

«El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan».

Es claro que en este segundo caso la palabra «cuerpo» ya no indica más el cuerpo de Cristo, nacido de María, sino que nos revela «a todos nosotros», enseña o da a conocer aquel cuerpo mayor de Cristo, que es la Iglesia. ¿Qué quiere decir esto? Que la comunión eucarística es siempre del mismo modo comunión entre nosotros. Comiendo todos de la única comida nosotros formamos un solo cuerpo.

¿Cuál es la consecuencia? Que no podemos hacer verdadera comunión con Cristo, si estamos divididos entre nosotros, si nos odiamos, si no estamos dispuestos a reconciliamos. Si tú has ofendido a tu hermano, si has cometido una injusticia contra él y, después, vas a recibir la comunión hasta lleno de fervor en relación con Cristo, como si nada ocurriese, tú te asemejas a una persona, que ve venir ante sí a un amigo a quien no ve desde hace mucho tiempo. Corre al encuentro, le tira los brazos al cuello y se levanta hasta con la punta de los pies para besarlo en la frente... Pero, al hacer esto, no se da cuenta que le está pisando los pies con unos zapatos de clavos. Los hermanos, en efecto, especialmente los más pobres y desvalidos, son los miembros de Cristo, son sus pies puestos aún en la tierra. Aquel hombre podría decir al amigo: «Amigo, tú me honras en vano. ¡Me besas la frente, pero me pisas los pies!» Y lo mismo podría decimos Jesús en la comunión.

Pero, no basta no tener rencor, no estar en discordia con nadie, la Eucaristía nos enseña a hacer algo mucho más grande: a dar también nosotros el cuerpo y la sangre por los hermanos, como ha hecho el mismo Jesús por nosotros. Pensando en las personas, que nos han sido confiadas (una madre para sus familiares, una suegra para su enfermos, un sacerdote para sus fieles), todos podemos decir con Jesús en la Misa, el sacerdote en voz alta y los demás con el corazón: «Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo (esto es, mi vida, mi tiempo, mis energías), que será entregado por vosotros». «Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre (esto es, mi sudor, la fatiga, el sufrimiento, la enfermedad), que será derramada por vosotros».

De este modo, nosotros no sólo celebramos la Eucaristía sino que llegamos a ser eucaristía, pan partido y regalo los unos para con los otros. De igual forma, una simple sonrisa, proporcionada a los demás, adquiere entonces un significado distinto: es un dar el propio «cuerpo», porque sonreír es propio de un espíritu, que vive en el cuerpo. ¡Y es un don tan precioso! Es como abrir de par en par las puertas de casa a quien está delante de ti y decirle: ¡Entra! Es un abrirse al otro y acogerlo.

Al darnos la hostia, el sacerdote dice: «El cuerpo de Cristo» y nosotros respondemos: «Amén». «Amén» significa, así es, te creo, te acepto. Ahora, ya sabemos a quién decimos «Amén», no sólo a Jesús, el Hijo de Dios, sino también a quien vive junto a nosotros, a la humanidad, a la vida. Celebremos así la fiesta del Corpus Christi: como la fiesta de la vida, de la unidad y del amor.

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Alma adoradora

«Quien adora la Sagrada Eucaristía adora a Cristo vivo y presente verdaderamente en Cuerpo, en Sangre, en Alma, en Divinidad, y se une con Él en acción de gracias al Padre, por impulso del Espíritu Santo, permaneciendo al pie de la cruz con la Virgen María, la Madre de Dios, reparando el Sagrado Corazón de Jesús, participando del misterio de la redención.

Quien además come la Eucaristía, se alimenta del cuerpo y la sangre de Cristo, que es verdadera comida y verdadera bebida de salvación, y que da vida eterna.

Adora tú el Cuerpo y la Sangre del Cordero de Dios inmolado en la Cruz, resucitado y vivo, que es pan vivo bajado del cielo.

Valora el don del sacerdocio que se le ha dado a unos pocos elegidos desde antes de nacer, para que, configurados con Cristo y con su poder, consagren el pan y el vino, fruto del trabajo de los hombres, y sea transubstanciado en su Cuerpo y en su Sangre, para alimentarte y permanezcas en Él y Él en ti, celebrando la Pascua eterna de la nueva alianza.

Repara el Sagrado Corazón de Jesús, convirtiéndote en alma adoradora en medio del mundo, ofreciendo las labores de tu vida ordinaria, transformando todo en oración, poniendo en el centro de todas estas actividades a Cristo, uniendo tu propia cruz a su único y eterno sacrificio, y acudiendo con regularidad al Sagrario, para arrodillarte y entregarle tu vida, adorando con todo tu corazón la Sagrada Eucaristía, y recibiéndolo en la Comunión, para que tengas vida».

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

El Alimento para esa vida eterna

Considerábamos hace poco que Dios nos creó para una vida de relación íntima con las tres personas divinas. Esta vocación es lo verdaderamente propio del hombre, lo que tienen los hombres de peculiar y los caracteriza y eleva sobre el resto de la creación de este mundo.

Conducidos maternalmente por la Iglesia, al paso de las sucesivas celebraciones litúrgicas, vamos reflexionando sobre esta vida, que es sobrenatural, puesto que no está al alcance de nuestras fuerzas naturales. Sentimos insatisfacción por mucho que logremos de este mundo –nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti, diría Agustín de Hipona–, pero no vemos cómo lograr esa paz del espíritu, ese descanso en Dios que necesariamente anhelamos.

Como ya recordábamos, san Juan comienza su Evangelio advirtiendo a sus lectores que el Verbo Eterno se hizo hombre y que los hombres que le acogen son hechos hijos de Dios. Esta filiación divina requiere, según explicó el Señor a Nicodemo, un nuevo nacimiento, no a la vida humana sino del Espíritu. El ideal de esta vida en Dios es de hecho, no pocas veces, contrario a un ideal solamente humano. Gran parte de la enseñanza de Jesucristo se centra precisamente en establecer la diferencia entre bienaventurados; es decir, los que logran la vida eterna con Dios o bienaventuranza, y los que son felices sólo según este mundo.

Después de haber predicado el Reino de Dios al que somos llamados los hombres, que no es de este mundo, Jesucristo, como primogénito de los hijos de Dios, muere en redención por los pecados de los hombres. Y al resucitar al tercer día como había anunciado, nos precede como hombre en la vida gloriosa e inmortal para la que Dios nos pensó. Una vida que actúa movida por el Espíritu Santo, según hemos considerado a menudo, y que es una permanente relación de cada uno con las Personas divinas de la Trinidad.

Hoy deseamos recordarlo de modo expreso, no vayamos a acostumbrarnos a tan excelsa verdad. Y agradecemos la Eucaristía que Jesús prometió, como nos recuerda la liturgia de este día. Dios nos ama ofreciéndonos el alimento que mantiene y desarrolla la vida sobrenatural para la que nos ha elegido. Así se expresó el Señor ante cuantos le escuchaban cierto día en la sinagoga de Cafarnaún. Sólo con ese Alimento de su cuerpo sería posible vivir plenamente de acuerdo con nuestra dignidad: Si alguno come de este pan vivirá eternamente. Ese Pan, afirma, es mi carne para la vida del mundo.

¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?, se preguntaban extrañados los judíos. Pero Jesús, sin entrar en explicaciones, no sólo reafirma lo que habían escuchado, sino que asegura que alimentarnos de su Cuerpo y Sangre es la única opción adecuada a nuestra condición: En verdad, en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Sin la Eucaristía, aunque parezca que llevamos una existencia saludable y hasta muy dichosa en ocasiones, no sería, sin embargo, nuestra vida realmente plena, aquella para la que nos hizo Dios capaces, y a la que nos invita Cristo con su venida al mundo. Éste en su Evangelio, la noticia definitiva que nos debía trasmitir y por la que se hizo hombre: El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Como el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así, aquel que me come vivirá por mí.

Las palabras de Jesús no admiten otra interpretación: alimentándonos de Él llevamos una vida divina. Una vida que se asemeja más a la del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que a la de las otras criaturas que vemos junto a nosotros en este mundo. Sin hacernos dioses, lo cual sería contradictorio, Dios nos ofrece su misma vida, y por eso somos relevantes para Él. Se comprende así la alegría de María, que se siente la más dichosa de las criaturas, pues el Creador puso los ojos en Ella. Queramos considerar y valorar adecuadamente el hecho de que merecemos la atención de Dios a toda hora. ¿Procuramos ser agradecidos, conscientes de que Dios está siempre con nosotros, y más aún que a nuestro lado?: en El vivimos, nos movemos y existimos, afirma san Pablo.

En la solemnidad del Corpus Christi celebramos además su presencia en el sacramento de la Eucaristía. Oculto en nuestros sagrarios se reserva como alimento de nuestra vida sobrenatural, como verdadera energía espiritual para el alma. Por ella –sin ella no– alcanzamos la vida abundante que Cristo nos ha ganado.

Como niños que deben desarrollarse, deseamos alimentarnos con hambre de ese manjar celestial que nos diviniza y fortalece. Y con esa sencillez, que es propia de los pequeños, insistimos sin miedo: Yo quisiera Señor recibiros con aquella pureza, humildad y devoción, con que os recibió vuestra Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los santos.

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La Vida que nos corresponde

Celebramos hoy a Jesucristo ofrecido en alimento de nuestra vida sobrenatural. Los judíos no podían creer lo que oían: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?, protestaban a Jesús. Hacía falta tener una fe como la de Pedro para aceptar de Cristo esa capacidad de donación. Sin embargo, su amor completo y hasta el fin, como explicará san Juan, le lleva siendo Dios, no sólo a dar su vida en redención por el mundo, sino también a anticipar sacramentalmente el sacrificio de su cuerpo y su sangre, dejándolo para el cristiano como tesoro de vida eterna hasta el final de los tiempos.

De diversos modos, había ya revelado Jesús que la vida del hombre debe ser más que una vida humana, que no nos basta con continuar como antes de su venida al mundo, por perfecta que pudiera llegar a ser esa existencia muestra. Según expone san Juan al comienzo de su Evangelio, la vida del hombre logra un profundo incremento con la Encarnación del Hijo. Vino a los suyos –explica–, y los suyos no le recibieron. Pero a cuantos le recibieron les dio la potestad de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios.

Es, pues, otra vida –la de hijos de Dios–, distinta de la meramente humana que es fruto de la generación de la carne. Ésta, la natural y más notoria, tiene un origen y unos fines terrenos. Es la que contemplamos en nosotros mismos y en muchos a los que vemos nacer y morir en la historia; y, entretanto, influidos por el ambiente e influyendo en él, sus días se suceden mientras procuran –y procuramos– bienestar, paz, alegría, el goce de los apetitos, etc.; lo que para muchos sería el ideal de una vida feliz: en paz y armonía con los demás y disfrutando de cuanto puede ofrecer este mundo. Se trata, evidentemente, de algo muy distinto –de otro orden– a la vida, que no es según la carne, a la que se refiere san Juan. La vida que no nace de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios, es para los hombres la gran novedad desde Jesucristo. Con su venida, y a partir, concretamente, de su muerte y resurrección gloriosa, se nos muestra en misterio pero con neta firmeza, el sentido de la vida humana según el Creador.

Ha querido Dios, por Jesucristo, que seamos hijos suyos, que vivamos vida divina y que, a partir de la meramente humana, siendo racional, logremos el desarrollo pleno –espiritual y sobrenatural– que es nuestro destino según su plan creador. Por eso Jesús se refiere frecuentemente a otra vida distinta y más excelente: Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia. Esa vida abundante que, por querer de Dios nos corresponde, no la lograríamos, por consiguiente, mediante el despliegue exuberante de nuestros talentos, por grandiosos que fueran, sin contar con Jesucristo. De hecho, la más gozosa de las vidas de este mundo es nada ante la vida para la que hemos sido creados.

Nos corresponde una existencia sobrenatural, trascendente, pero requiere, de modo necesario, una decisiva intervención divina, que debe ser correspondida por parte del hombre. Jesús, en su diálogo con Nicodemo –que recoge asimismo san Juan–, le explica: en verdad te digo que si uno no nace de lo alto no puede ver el Reino de Dios. Pero Nicodemo no entiende; no puede dejar de pensar en la vida meramente humana, y pregunta a Jesús si acaso hay que volver a nacer de nuevo de la propia madre. A lo que Jesús responde: en verdad te digo que si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, carne es; y lo nacido del Espíritu, espíritu es. No te sorprendas de que te haya dicho que debéis nacer de nuevo.

El bautismo, ya lo hemos considerado en otras ocasiones, es el nacimiento a la vida de la Gracia, nuestro nacimiento como hijos de Dios, destinados desde ese momento a una Vida Eterna de intimidad con el Padre, con el Hijo, y con el Espíritu Santo. Una vida que alcanza su desarrollo propio únicamente alimentada con el mismo Dios: si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Igual que el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así, aquel que me come vivirá por mí.

Siempre deberíamos tener ante nosotros estas palabras. Le pedimos a Nuestra Madre del Cielo que iluminen e impulsen nuestro caminar para que sea ante todo viaje hasta el Reino de Nuestro Padre.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

El signo del pan

En los domingos de Cuaresma, con los dos pasajes evangélicos de la Samaritana y del ciego de nacimiento, la liturgia nos presentó dos grandes signos: el agua y la luz; el uno símbolo del Bautismo, el otro de la fe. Hoy, fiesta del Corpus Domini, nos habla de la Eucaristía con otro gran signo: el del pan. Es el mismo Jesús quien hizo esta elección. ¡Cuántas veces encontramos en el Evangelio esta realidad del pan! Pasando entre las mieses del grano en primavera. Jesús advierte en ellas a las generaciones de hombres que esperan a los operarios del Reino: “La mies es mucha, pero los operarias son pocos”. Dos veces multiplica el pan para las multitudes; habla de las migajas de pan que caen de la mesa del rico sin llegar a la boca del pobre Lázaro; habla del pan abundante en la casa paterna, que vuelve a la mente del hijo pródigo alejado de ella y hace nacer en él la nostalgia del Padre; la Iglesia es comparada con la medida de harina que espera elevarse debido a la fuerza de la levadura. Por fin. Jesús habla de sí mismo como del grano de trigo que debe morir.

¿Por qué tanta predilección por esta criatura? Tal vez Jesús deseaba preparar a los hombres para reconocerlo un día en el pan de su Eucaristía. Es como si él, durante sus últimos años. hubiera dorado con amor el cáliz que debía contener su cuerpo.

San Juan, en todo caso, demuestra haber entendido así el pensamiento de Jesús: Jesús había multiplicado el pan para hablar, al poco tiempo, de otro pan. Es el discurso de Cafarnaum del que hoy escuchamos un pasaje: Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo. Por lo tanto, el pan es Cristo, todo Cristo, su palabra y su carne, es decir, su Espíritu no menos que su cuerpo. Todo eso se realiza de la manera más fuerte en el sacramento eucarístico, cuando el pan que ofrecimos como fruto y expresión de nuestro trabajo, es decir, como signo de la ofrenda de nosotros mismos a Dios, es consagrado y restituido a nosotros como signo del don de Cristo a su Iglesia. Todo eso se desarrolla en el signo, pero es realidad, porque la misma realidad existencial y ontológica del pan —lo que es y lo que significa para nosotros— se transforma en el cuerpo de Cristo. Se tiene así —para usar sólo un instante el lenguaje técnico de la teología— una transustanciación mediante una transignificación.

Si es tan importante esta dimensión de signo que el pan posee, entonces es justo que investiguemos de qué es signo entre nosotros el pan, para descubrir de qué se vuelve signo después de la invocación sobre él del Espíritu Santo y después de su consagración. El primer signo es éste: el pan es alimento, nutre y da vida. Y he aquí entonces el significado eucarístico de este pan: Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él... El que coma de este pan vivirá eternamente. La Eucaristía es el “alimento de los que viajan”, es decir, de aquellos que, como los hebreos, atraviesan “el desierto grande y terrible” de esta vida (primera lectura). El efecto de la Eucaristía es el de hacernos convertir en lo que comemos (san León Magno). Con un significado bien distinto nosotros, los cristianos, repetimos el dicho de aquel filósofo materialista: “El hombre es lo que come” (Feuerbach). En efecto, no somos nosotros quienes asimilamos ese pan, es él quien nos asimila y nos hace miembros vivos del cuerpo de Cristo.

Pero existe otro significado no menos importante. Por el modo en que es comido, el pan es signo de comunión. Pablo nos lo ha recordado en la segunda lectura: Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo; en otras palabras, nosotros entramos en comunión con él y entre nosotros. Este segundo signo era más elocuente en otros tiempos, cuando, frente a la familia reunida alrededor de la mesa, el padre partía el único pan y lo dividía entre todos; es decir, cuando no se conocía, como hoy, la costumbre de los emparedados o la de comer en mesas separadas. ¡Qué signo de comunión se tenía entonces! Un solo pan se convertía en carne y sangre, es decir, en parte integrante de la vida de cada uno de los presentes; un vínculo profundo, sustancial, de unidad, aparecía entre todos los presentes.

Este signo del banquete es vital para la Eucaristía; debe resplandecer cada vez más claramente en nuestras asambleas e inducirnos a recuperar lo antes posible una parte esencial de él injustamente abandonada: la comunión en la sangre de Cristo. Mi sangre es “verdadera bebida”, dijo Jesús, y sin bebida no existe el signo verdadero y completo del banquete. Devolver al pueblo cristiano lo que le corresponde por voluntad e institución de Cristo, una vez caídas las razones contingentes por las que le fue sustraído, es un deber impostergable de la Iglesia.

El pan signo de nutrición y de comunión: de allí sacaremos hoy motivo para nuestra fe y para nuestra fiesta. Pero también para nuestro compromiso personal. “Por eso entre ustedes hay muchos enfermos y débiles —decía san Pablo a los corintios— porque se acercan a la Eucaristía sin reconocer el Cuerpo del Señor” (cfr. 1 Cor. 11, 29-30). También hoy, si hay tantos débiles y enfermos en la comunidad cristiana, es porque no nos alimentamos, o nos alimentamos mal con el cuerpo de Cristo. Son muchos quienes se lamentan diciendo que ciertos preceptos de Cristo —amar a los enemigos, ser castos, etc. — son difíciles, incluso imposibles para el hombre. Tienen razón: lo son, pero Cristo nos ha dado el modo de hacerlos posibles y fáciles: su carne, su vida.

De ella nos alimentaremos hoy con alegría, dando gracias a Dios, que realmente nos sacia con “flor de trigo”.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II.

Homilía del Corpus Christi, en San Juan de Letrán (21-VI-1984)

– Glorificar al Dios viviente

“Iglesia santa, glorifica a tu Señor” (cf. Sal 147,12).

Esta exhortación, que resuena en la liturgia de hoy, responde casi como un eco lejano a la invitación que el Salmista dirigió a Jerusalén: “Glorifica al Señor, Jerusalén;/ alaba a tu Dios, Sión,/ que ha reforzado los cerrojos de tus puertas/ y ha bendecido a tus hijos dentro de ti” (Sal 147,12-13).

La Iglesia creció en Jerusalén y en lo más profundo de su corazón trae esta invitación a glorificar al Dios viviente. Hoy desea responder a esta invitación de modo particular. Este día –jueves después del domingo de la Santísima Trinidad– se celebra la solemnidad del Corpus Domini: del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

La Iglesia creció desde la Jerusalén de la Antigua Alianza como Cuerpo bien compacto en unidad mediante la Eucaristía. “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan” (1 Cor 10,17).

“Y el pan que partimos, ¿no nos une a todos en el cuerpo de Cristo?” (1 Cor 10,16).

Jesucristo dice: (Jn 6,56-57) “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí”.

– Iglesia y Eucaristía

Esta es la vida de la Iglesia. Se desarrolla en el ocultamiento eucarístico. Lo indica la lámpara que arde día y noche ante el tabernáculo. Esta vida se desarrolla también en el ocultamiento de las almas humanas, en lo íntimo del tabernáculo del hombre.

La Iglesia celebra incesantemente la Eucaristía, rodeando de la máxima veneración este misterio, que Cristo ha establecido en su Cuerpo y en su Sangre; este misterio que es la vida interior de las almas humanas. Lo hace con toda la sagrada discreción que merece este sacramento.

Pero hay un día, en el que la Iglesia quiere hablar a todo el mundo de este gran misterio suyo. Proclamarlo por las calles y plazas. Cantar en alta voz la gloria de su Dios. De este Dios admirable, que se ha hecho Cuerpo y Sangre: comida y bebida de las almas humanas. “...y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,51).

Es necesario, pues, que el mundo lo sepa. Es necesario que “el mundo” acoja este día solemne el mensaje eucarístico: el mensaje del Cuerpo y de la Sangre de Cristo.

Deseamos, pues, rodear con un cortejo solemne a este “pan”, por medio del cual nosotros –muchos– formamos un solo “Cuerpo”.

Queremos caminar y proclamar, cantar, confesar: He aquí a Cristo -Eucaristía- enviado por el Padre./ He aquí a Cristo, que vive por el Padre./ He aquí a nosotros, en Cristo:/ a nosotros, que comemos su Cuerpo y su Sangre,/ a nosotros, que vivimos por Él: por medio de Cristo-Eucaristía./ Por Cristo, Hijo Eterno de Dios.

– Comunión

“El que come su Carne y bebe su Sangre tiene la vida eterna... Cristo lo resucitará el último día” (cf. Jn 6,54).

A este mundo que pasa,/ a esta ciudad, que también pasa, aunque se le llame “ciudad eterna”,/ queremos anunciarles la vida eterna, que está, mediante Cristo, en Dios:/ la vida eterna, cuyo comienzo y signo evangélico es la Resurrección de Cristo;/ la vida eterna, que acogemos como Eucaristía: sacramento de vida eterna.

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Ocho veces emplea Jesús el verbo comer al prometer en la sinagoga de Cafarnaúm la Eucaristía. Tal vez para despejar cualquier interpretación metafórica de sus palabras y que tuviéramos así la certeza de que en Ella está su Cuerpo, su Sangre, su Alma, su Divinidad. El Verbo que pone su tienda, su tabernáculo entre nosotros (Cfr Jn 1,14).

La Eucaristía, por la que entramos en comunión con Dios y escapamos de la muerte (Evang.), escandalizó a los discípulos de Jesús como ocurrió con el anuncio de la Pasión. La Eucaristía y la Cruz son piedras de tropiezo. Es el mismo misterio. “¿También vosotros queréis marcharos?” “Esta pregunta del Señor resuena a través de las edades, como invitación de su amor a descubrir que sólo Él tiene palabras de vida eterna y que acoger en la fe el don de la Eucaristía es acogerlo a Él mismo” (CEC, 1336). ¡Miremos con ojos de fe esta prueba del amor del Señor que se queda con nosotros! Porque “la palabra de Cristo –enseña S. Ambrosio–, que pudo hacer de la nada lo que no existía ¿no podría cambiar las cosas existentes en lo que no eran todavía? No es menos dar a las cosas su naturaleza primera que cambiársela”. (Myst. 9, 50.52).

En este misterio de fe y de amor está la “fuente y la cima de toda la vida cristiana” (L. G., 11). Una antigua oración confiesa bellamente esta verdad: “Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida; se celebra el memorial de su pasión; el alma se llena de gracia, y se nos da la prenda de la gloria futura!” S. Ireneo de Lyón, se hace eco de la transfiguración que se operará en nuestro cuerpo gracias a la Eucaristía: “Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la Eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección” (Haer. 4, 18, 4-5).

“El pan que partimos ¿no nos une a todos en el Cuerpo de Cristo?” (2ª lect.) “El Cuerpo real y sacramental del Señor alimenta y hace vivir de su Espíritu al Cuerpo espiritual y social, que somos nosotros en la Iglesia... La Eucaristía se convierte en la gran fuente del amor fraterno... Incluso de aquel prójimo que carece todavía de comunión de fe, de esperanza, de caridad, de unión eclesial” (Pablo VI).

“Jesús no es una idea ni un sentimiento ni un recuerdo. Jesús es una persona viva siempre y presente entre nosotros. Amad a Jesús presente en la Eucaristía” (Juan Pablo II). Os diré que para mí el Sagrario ha sido siempre Betania, el lugar tranquilo y apacible donde está Cristo, donde podemos contarle nuestras preocupaciones, nuestros sufrimientos, nuestras ilusiones y nuestras alegrías, con la misma sencillez y naturalidad con que le hablaban aquellos amigos suyos, Marta, María y Lázaro (San Josemaría Escrivá).

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«Formamos todos un solo cuerpo, porque comemos de un mismo pan»

I. LA PALABRA DE DIOS

Deut 8,2-3.14b-16a.: «Te alimentó con el maná, que tú no conocías ni conocieron tus padres»

Sal 147,12-13.14-15.19-20: «Glorifica al Señor, Jerusalén»

1Co 10,16-17: «El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo»

Jn 6,51-59: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida»

II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO

El recuerdo del Éxodo y de la estancia en el desierto marcaría el final de la etapa que había empezado en el monte Horeb y el comienzo de la que comenzaría en Moab. Había que recordar al pueblo la necesidad de ser fiel a la Palabra; así, la Palabra da la vida (Te alimentó con el maná....para enseñarte «que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios») El maná sería el signo de la obediencia a la Palabra.

El Evangelio es un fragmento de la segunda parte del Discurso sobre el Pan de Vida. Todos coinciden en que tiene todo él una fuerte carga eucarística, pero con una notable diferencia: mientras en la primera parte, Jesús emplea un lenguaje más simbólico; en la segunda tiene un matiz más sacramental.

III. SITUACIÓN HUMANA

El hombre de hoy, ahíto de muchas cosas, no suele sentir necesidad de nada, porque cree que tiene todo bien cubierto. Llena sus vacíos con aquello en que abunda. Pero sigue sintiendo hambre, porque no ha aplicado el remedio justo. No lo confiesa, pero en el fondo es hambre de plenitud. Y eso no se llena con lo que el hombre cree tener de sobra.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe

– La Eucaristía, fuente y cumbre de la vida eclesial: “«La Eucaristía es fuente y cima de toda la vida cristiana. Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales, y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua» (PO 5)” (1324; cf 1325-1327).

– Nombres de este Sacramento: Eucaristía (1328); Banquete, Fracción del pan, Asamblea Eucarística (1329); Memorial de la Pasión, Santo Sacrificio, Santa y divina Liturgia (1330); Comunión (1331); Santa Misa (1332).

– Los signos del pan y del vino: 1333-1336.

La respuesta

– «Tomad y comed...»: La comunión: “El Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el Sacramento de la Eucaristía. «En verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su Sangre, no tendréis vida en vosotros»” (1384; cf 1385-1390).

– Frutos de la Comunión: 1391-1401.

El testimonio cristiano

– “«La Eucaristía significa y realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del pueblo de Dios por las que la Iglesia es ella misma. En ella se encuentra a la vez la cumbre de la acción, por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo, y del culto que en el Espíritu Santo los hombres dan a Cristo por el Padre» (CdR, inst. «Eucharisticum mysterium», 6.)” (1325; cf 1355).

Se ha quedado, no porque necesite de nosotros, sino porque nosotros le necesitamos a Él; se nos da como alimento, porque pereceríamos de «hambre» en nuestro peregrinaje; se nos ha entregado en sacrificio, porque la perpetuación del Sacrificio del Calvario actualiza la Redención.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

EL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO

— Amor y veneración a Jesús Sacramentado

I. Lauda, Sion, Salvatorem... Alaba, Sión, al Salvador; alaba al guía y al pastor con himnos y cánticos. Hoy celebramos esta gran Solemnidad en honor del misterio eucarístico. En ella se unen la liturgia y la piedad popular, que no han ahorrado ingenio y belleza para cantar al Amor de los amores. Para este día, Santo Tomás compuso esos bellísimos textos de la Misa y del Oficio divino. Hoy debemos dar muchas gracias al Señor por haberse quedado entre nosotros, desagraviarle y mostrarle nuestra alegría por tenerlo tan cerca: Adoro te, devote, latens Deitas..., te adoro con devoción, Dios escondido..., le diremos hoy muchas veces en la intimidad de nuestro corazón

En la Visita al Santísimo podremos decirle al Señor despacio, con amor: plagas, sicut Thomas, non intueor..., no veo las llagas, como las vio Tomás, pero confieso que eres mi Dios; haz que yo crea más y más en Ti, que en Ti espere, que te ame

La fe en la presencia real de Cristo en la Sagrada Eucaristía llevó a la devoción a Jesús Sacramentado también fuera de la Misa. La razón de conservar las Sagradas Especies, en los primeros siglos de la Iglesia, era poder llevar la comunión a los enfermos y a quienes, por confesar su fe, se encontraban en las cárceles en trance de sufrir martirio. Con el paso del tiempo, la fe y el amor de los fieles enriquecieron la devoción pública y privada a la Sagrada Eucaristía. Esta fe llevó a tratar con la máxima reverencia el Cuerpo del Señor y a darle un culto público. De esta veneración tenemos muchos testimonios en los más antiguos documentos de la Iglesia, y dio lugar a la fiesta que hoy celebramos

Nuestro Dios y Señor se encuentra en el Sagrario, allí está Cristo, y allí deben hacerse presentes nuestra adoración y nuestro amor. Esta veneración a Jesús Sacramentado se expresa de muchas maneras: bendición con el Santísimo, procesiones, oración ante Jesús Sacramentado, genuflexiones que son verdaderos actos de fe y de adoración... Entre estas devociones y formas de culto, «merece una mención particular la solemnidad del Corpus Christi como acto público tributado a Cristo presente en la Eucaristía (...). La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del Amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las graves faltas y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración». Especialmente el día de hoy ha de estar lleno de actos de fe y de amor a Jesús sacramentado

Si asistimos a la procesión, acompañando a Jesús, lo haremos como aquel pueblo sencillo que, lleno de alegría, iba detrás del Maestro en los días de su vida en la tierra, manifestándole con naturalidad sus múltiples necesidades y dolencias; también la dicha y el gozo de estar con Él. Si le vemos pasar por la calle, expuesto en la Custodia, le haremos saber desde la intimidad de nuestro corazón lo mucho que representa para nosotros... Adoradle con reverencia y con devoción; renovad en su presencia el ofrecimiento sincero de vuestro amor; decidle sin miedo que le queréis; agradecedle esta prueba diaria de misericordia tan llena de ternura, y fomentad el deseo de acercaros a comulgar con confianza. Yo me pasmo ante este misterio de Amor: el Señor busca mi pobre corazón como trono, para no abandonarme si yo no me aparto de Él. En ese trono de nuestro corazón Jesús está más alegre que en la Custodia más espléndida

— Alimento para la vida eterna

II. El Señor los alimentó con flor de harina y los sació con miel silvestre, nos recuerda la Antífona de entrada de la Misa

Durante años el Señor alimentó con el maná al pueblo de Israel errante por el desierto. Aquello era imagen y símbolo de la Iglesia peregrina y de cada hombre que va camino de su patria definitiva, el Cielo; aquel alimento del desierto es figura del verdadero alimento, la Sagrada Eucaristía. «Éste es el sacramento de la peregrinación humana (...). Precisamente por esto, la fiesta anual de la Eucaristía que la Iglesia celebra hoy contiene en su liturgia tantas referencias a la peregrinación del pueblo de la Alianza en el desierto». Moisés recordará con frecuencia a los israelitas estos hechos prodigiosos de Dios con su Pueblo: No sea que te olvides del Señor tu Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud...

Hoy es un día de acción de gracias y de alegría porque el Señor se ha querido quedar con nosotros para alimentarnos, para fortalecernos, para que nunca nos sintamos solos. La Sagrada Eucaristía es el viático, el alimento para el largo caminar de la vida hacia la verdadera Vida. Jesús nos acompaña y fortalece aquí en la tierra, que es como una sombra comparada con la realidad que nos espera; y el alimento terreno es una pálida imagen del alimento que recibimos en la Comunión. La Sagrada Eucaristía abre nuestro corazón a una realidad totalmente nueva.

Aunque celebramos una vez al año esta fiesta, en realidad la Iglesia proclama cada día esta dichosísima verdad: Él se nos da diariamente como alimento y se queda en nuestros Sagrarios para ser la fortaleza y la esperanza de una vida nueva, sin fin y sin término. Es un misterio siempre vivo y actual

Señor, gracias por haberte quedado. ¿Qué hubiera sido de nosotros sin Ti? ¿Dónde íbamos a ir a restaurar fuerzas, a pedir alivio? – ¡Qué fácil nos haces el camino desde el Sagrario!

— La procesión del Corpus Christi

III. Un día que Jesús dejaba ya la ciudad de Jericó para proseguir su camino hacia Jerusalén, pasó cerca de un ciego que pedía limosna junto al camino. Y éste, al oír el ruido de la pequeña comitiva que acompañaba al Maestro, preguntó qué era aquello. Y quienes le rodeaban le contestaron: Es Jesús de Nazaret que pasa.

Si hoy, en tantas ciudades y aldeas donde se tiene esa antiquísima costumbre de llevar en procesión a Jesús Sacramentado, alguien preguntara al oír también el rumor de las gentes: «¿qué es?», «¿qué ocurre?» , se le podría contestar con las mismas palabras que le dijeron a Bartimeo: es Jesús de Nazaret que pasa. Es Él mismo, que recorre las calles recibiendo el homenaje de nuestra fe y de nuestro amor. – ¡Es Él mismo! Y, como a Bartimeo, también se nos debería encender el corazón para gritar: – ¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí! Y el Señor, que pasa bendiciendo y haciendo el bien, tendrá compasión de nuestra ceguera y de tantos males como a veces pesan en el alma. Porque la fiesta que hoy celebramos, con una exuberancia de fe y de amor, «quiere romper el silencio misterioso que circunda a la Eucaristía y tributarle un triunfo que sobrepasa el muro de las iglesias para invadir las calles de las ciudades e infundir en toda comunidad humana el sentido y la alegría de la presencia de Cristo, silencioso y vivo acompañante del hombre peregrino por los senderos del tiempo y de la tierra». Y esto nos llena el corazón de alegría. Es lógico que los cantos que acompañen a Jesús Sacramentado, especialmente este día, sean cantos de adoración, de amor, de gozo profundo. Cantemos al Amor de los amores, cantemos al Señor; Dios está aquí, venid, adoremos a Cristo Redentor... Pange, lingua, gloriosi... Canta, lengua, el misterio del glorioso Cuerpo de Cristo...

La procesión solemne que se celebra en tantos pueblos y ciudades de tradición cristiana es de origen muy antiguo y es expresión con la que el pueblo cristiano da testimonio público de su piedad hacia el Santísimo Sacramento. En este día el Señor toma posesión de nuestras calles y plazas, que la piedad alfombra en muchos lugares con flores y ramos; para esta fiesta se proyectaron magníficas Custodias, que se hacen más ricas cuanto más cerca de la Forma consagrada están los elementos decorativos. Muchos serán los cristianos que hoy acompañen en procesión al Señor, que sale al paso de los que quieren verle, haciéndose el encontradizo con los que no le buscan. Jesús aparece así, una vez más, en medio de los suyos: ¿cómo reaccionamos ante esa llamada del Maestro? (...)

La procesión del Corpus hace presente a Cristo por los pueblos y las ciudades del mundo. Pero esa presencia (...) no debe ser cosa de un día, ruido que se escucha y se olvida. Ese pasar de Jesús nos trae a la memoria que debemos descubrirlo también en nuestro quehacer ordinario. Junto a esa procesión solemne de este jueves, debe estar la procesión callada y sencilla, de la vida corriente de cada cristiano, hombre entre los hombres, pero con la dicha de haber recibido la fe y la misión divina de conducirse de tal modo que renueve el mensaje del Señor en la tierra (...)

Vamos, pues, a pedir al Señor que nos conceda ser almas de Eucaristía, que nuestro trato personal con Él se exprese en alegría, en serenidad, en afán de justicia. Y facilitaremos a los demás la tarea de reconocer a Cristo, contribuiremos a ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas. Se cumplirá la promesa de Jesús: Yo, cuando sea exaltado sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí (Jn 12, 32).

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Mons. Agustí CORTÉS i Soriano Obispo de Sant Feliu de Llobregat (Barcelona, España) (www.evangeli.net)

«Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre»

Hoy, todo el mensaje que hemos de escuchar y vivir está contenido en “el pan”. El capítulo sexto del Evangelio según san Juan refiere el milagro de la multiplicación de los panes, seguido de un gran discurso de Jesús, uno de cuyos fragmentos escuchamos hoy. Nos interesa mucho entenderle, no sólo para vivir la fiesta del “Corpus” y el sacramento de la Eucaristía, sino también para comprender uno de los mensajes centrales de su Evangelio. 

Hay multitudes hambrientas que necesitan pan. Hay toda una humanidad abocada a la muerte y al vacío, carente de esperanza, que necesita a Jesucristo. Hay un Pueblo de Dios creyente y caminante que necesita encontrarle visiblemente para seguir viviendo de Él y alcanzar la vida. Tres clases de hambre y tres experiencias de saciedad, que corresponden a tres formas de pan: el pan material, el pan que es la persona de Jesucristo y el pan eucarístico. 

Sabemos que el pan más importante es Jesucristo. Sin Él no podemos vivir de ninguna manera: «Separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Pero Él mismo quiso dar de comer al hambriento y, además, hizo de ello un imperativo evangélico fundamental. Seguramente pensaba que era una buena manera de revelar y verificar el amor de Dios que salva. Pero también quiso hacerse accesible a nosotros en forma de pan, para que, quienes aún caminamos en la historia, permanezcamos en ese amor y alcancemos así la vida.

Quería ante todo enseñarnos que hemos de buscarle y vivir de Él; quiso demostrar su amor dando de comer al hambriento, ofreciéndose asiduamente en la Eucaristía: «El que coma este pan vivirá para siempre» (Jn 6,58). San Agustín comentaba este Evangelio con frases atrevidas y plásticas: «Cuando se come a Cristo, se come la vida (…). Si, pues, os separáis hasta el punto de no tomar el Cuerpo ni la Sangre del Señor, es de temer que muráis».

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Creer en la Eucaristía

«Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él» (Jn 6, 55-56).

Eso dijo Jesús.

Y esa es la verdad revelada al mundo, por la misericordia del Hijo de Dios hecho hombre, crucificado, muerto, y resucitado, transformado en la única ofrenda y sacrificio agradable al Padre.

Tu Señor es el Verbo que en el principio estaba junto a Dios, y era Dios, y que, por amor a ti, se ha hecho carne, como tú, para hacerte uno con Él: Verbo, Verdad, Deidad.

Tu Señor ha perdonado tus pecados asumiendo tus culpas, recibiendo un castigo inmerecido, por el que su cuerpo ha sido inmolado, crucificado, muerto y sepultado, y su sangre derramada hasta la última gota, entregando su vida para darte a ti la vida. Y ha resucitado entre los muertos, anunciando su victoria, destruyendo la muerte, y haciendo nuevas todas las cosas, para volverte al Padre y darte gloria.

Tu Señor ha subido al cielo a sentarse a la derecha de su Padre, para ser coronado con la gloria que tenía antes de que el mundo existiera, y te ha elegido a ti, sacerdote, para hacerse presente y permanecer en el mundo, recogiendo contigo lo que le corresponde, lo que ha ganado con su vida, transformándose en verdadera comida y en verdadera bebida de salvación.

Tú eres el instrumento fidelísimo de Dios para bajar el pan vivo del cielo, para reunir y alimentar a su pueblo, para que crean en Él y se salven, porque todo el que crea en que Jesucristo es el único Hijo de Dios, no morirá, sino que tendrá vida eterna.

Por tanto, sacerdote, el que crea en Jesucristo, debe creer también en la Eucaristía, que es su presencia real, substancial y viva. Es don, es gratuidad, es comunión, es alimento, es deidad, es ofrenda, es perdón, es bebida de salvación, es el cuerpo, es la sangre, es la humanidad y es la divinidad de tu Señor.

Y tú, sacerdote, ¿crees esto?

¿Crees en que celebras cada día el memorial de este único sacrificio incruento?

¿Tienes conciencia del milagro que realizan tus manos en el altar?

¿Aceptas y reconoces en la hostia a la deidad?

¿Lo veneras, lo amas, lo adoras, como sólo Él merece?

¿Crees, sacerdote en la transubstanciación, divino milagro que ocurre en tus manos por voluntad de Dios, aunque estén manchadas de pecado?

¿Reconoces por la fe, que el misterio es demasiado grande para comprender con tu limitada capacidad e inteligencia, y aun así crees?

La Eucaristía es el misterio de tu fe. Cree, sacerdote, porque hasta los demonios creen, y tiemblan.

Cree, sacerdote, y si no creyeras, aun así, pide fe.

Humilla tu corazón, y pide perdón.

Conserva la esperanza y manifiéstale tu amor a tu Señor, arrodillándote al pronunciar su Nombre, acudiendo al Sagrario día y noche, con la disposición de, al menos, creer que Él te dará la fe que te falta, que abrirá tus oídos para oír, y tus ojos para ver.

No te avergüences de tus desiertos, sacerdote.

No te avergüences de tu debilidad y de tu flaqueza.

No te avergüences de tu humanidad, porque tu Señor te ha dicho que tú llevas un tesoro en vasija de barro.

Cuida, sacerdote, el barro, para que descubras y protejas el tesoro que tu Señor te ha dado.

Adora, sacerdote, a tu Señor, y vive en la alegría de la presencia de tu Señor resucitado, que está viva en ti, en su Palabra y en la Eucaristía, que es verdadera comida, verdadera bebida, y es misericordia, por la que tú permaneces en Él y Él en ti, para la vida del mundo, en un solo cuerpo y en un mismo espíritu: en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

(Espada de Dos Filos VI, n. 41)

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