Ascensión del Señor (Ciclo A)

Escrito el 08/07/2025
Julia María Haces

Ascensión del Señor (A)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Catequesis (17.IV.13) y Regina Coeli 2014, 2017 y 2020
  • BENEDICTO XVI – Regina Coeli 2008
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Dr. Josef ARQUER (Tréveris, Alemania) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

Esta Misa se dice en la tarde del día que precede a la solemnidad, ya sea antes o después de las primeras Vísperas de la Ascensión.

HAGAN DISCÍPULOS

Hech 1,1-11; Ef 1,17-23; Mt 28,16-20

La misión del Señor Jesús en la tierra tenía un propósito y un alcance preciso: desvelar la hondura del amor salvador de Dios Padre, para que toda persona bien dispuesta lo acogiera con fe y apertura y se constituyeran en una comunidad de testigos, que documentaran la vitalidad de ese amor. La manifestación máxima de ese amor quedó manifiesta en la pasión y muerte de Jesús en la cruz. La resurrección y ascensión al cielo de Jesucristo ponía término a una etapa de la salvación. Los discípulos tienen que salir del aturdimiento y ponerse en marcha. De ahí el reclamo del Maestro, no tiene sentido quedarse parados, no hay lugar para el romanticismo y la nostalgia. El Señor resucitado asegura a los discípulos que contarán con su asistencia en el cumplimiento del triple encargo: hacer discípulos, bautizar y enseñar a cumplir los mandatos transmitidos por Jesús.

ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 67, 33. 35

Canten a Dios, reinos de la tierra, toquen para el Señor, que asciende sobre los cielos; su majestad y su poder resplandecen sobre las nubes. Aleluya.

ORACIÓN COLECTA

Dios eterno, cuyo Hijo subió hoy al cielo en presencia de sus Apóstoles, te pedimos nos concedas que él, de acuerdo a su promesa, permanezca siempre con nosotros en la tierra, y nos permita vivir con él en el cielo. Él, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

En la celebración de la Misa de la Vigilia se utiliza el mismo formulario de lecturas que en la Misa del día de la Ascensión del Señor, tal como aparecen en las páginas que siguen.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Dios nuestro, cuyo Unigénito, nuestro mediador, vive para siempre y está sentado a tu derecha para interceder por nosotros, concédenos acercarnos llenos de confianza al trono de la gracia y obtener así tu misericordia. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Hb 10, 12

Cristo ofreció un solo sacrificio por el pecado, y se sentó para siempre a la derecha de Dios. Aleluya.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Te pedimos, Señor, que los dones que hemos recibido de tu altar, enciendan en nuestros corazones el deseo de la patria celeste, para que, siguiendo las huellas de nuestro Salvador, tendamos siempre a la meta a donde nos ha precedido. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

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Misa del Día

ANTÍFONA DE ENTRADA Hch 1, 11

Hombres de Galilea, ¿qué hacen allí parados mirando al cielo? Ese mismo Jesús, que los ha dejado para subir al cielo, volverá como lo han visto marcharse. Aleluya.

ORACIÓN COLECTA

Te rogamos nos concedas, Dios todopoderoso, que al reafirmar, en este día, nuestra fe en la ascensión a los cielos de tu Unigénito, nuestro Redentor, nosotros vivamos también con nuestros pensamientos puesto en las cosas celestiales. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Se fue elevando a la vista de sus apóstoles.

Del libro de los Hechos de los Apóstoles: 1, 1-11

En mi primer libro, querido Teófilo, escribí acerca de todo lo que Jesús hizo y enseñó, hasta el día en que ascendió al cielo, después de dar sus instrucciones, por medio del Espíritu Santo, a los apóstoles que había elegido. A ellos se les apareció después de la pasión, les dio numerosas pruebas de que estaba vivo y durante cuarenta días se dejó ver por ellos y les habló del Reino de Dios.

Un día, estando con ellos a la mesa, les mandó: “No se alejen de Jerusalén. Aguarden aquí a que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que ya les he hablado: Juan bautizó con agua; dentro de pocos días ustedes serán bautizados con el Espíritu Santo”.

Los ahí reunidos le preguntaban: “Señor, ¿ahora sí vas a restablecer la soberanía de Israel?”. Jesús les contestó: “A ustedes no les toca conocer el tiempo y la hora que el Padre ha determinado con su autoridad; pero cuando el Espíritu Santo descienda sobre ustedes, los llenará de fortaleza y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los últimos rincones de la tierra”.

Dicho esto, se fue elevando a la vista de ellos, hasta que una nube lo ocultó a sus ojos. Mientras miraban fijamente al cielo, viéndolo alejarse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: “Galileos, ¿qué hacen allí parados, mirando al cielo? Ese mismo Jesús que los ha dejado para subir al cielo, volverá como lo han visto alejarse”.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 46, 2-3.6-7.8-9.

R/. Entre voces de júbilo, Dios asciende a su trono. Aleluya.

Aplaudan, pueblos todos; aclamen al Señor, de gozo llenos; que el Señor, el Altísimo, es terrible y de toda la tierra, rey supremo. R/.

Entre voces de júbilo y trompetas, Dios, el Señor, asciende hasta su trono. Cantemos en honor de nuestro Dios, al rey honremos y cantemos todos. R/.

Porque Dios es el rey del universo, cantemos el mejor de nuestros cantos. Reina Dios sobre todas las naciones desde su trono santo. R/.

SEGUNDA LECTURA

Lo hizo sentar a su derecha en el cielo.

De la carta del apóstol san Pablo a los efesios: 1, 17-23

Hermanos: Pido al Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, que les conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerlo. Le pido que les ilumine la mente para que comprendan cuál es la esperanza que les da su llamamiento, cuán gloriosa y rica es la herencia que Dios da a los que son suyos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros, los que confiamos en él, por la eficacia de su fuerza poderosa.

Con esta fuerza resucitó a Cristo de entre los muertos y lo hizo sentar a su derecha en el cielo, por encima de todos los ángeles, principados, potestades, virtudes y dominaciones, y por encima de cualquier persona, no sólo del mundo actual sino también del futuro.

Todo lo puso bajo sus pies y a él mismo lo constituyó cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo, y la plenitud del que lo consuma todo en todo.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Mt 28, 19.20

R/. Aleluya, aleluya.

Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos, dice el Señor, y sepan que yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo. R/.

EVANGELIO

Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra.

+ Del santo Evangelio según san Mateo: 28, 16-20

En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea y subieron al monte en el que Jesús los había citado. Al ver a Jesús, se postraron, aunque algunos titubeaban.

Entonces, Jesús se acercó a ellos y les dijo: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo cuanto yo les he mandado; y sepan que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Al ofrecerte, Señor, este sacrificio en la gloriosa festividad de la ascensión, concédenos que por este santo intercambio, nos elevemos también nosotros a las cosas del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Mt 28, 20

Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo. Aleluya.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Dios todopoderoso y eterno, que nos permites participar en la tierra de los misterios divinos, concede que nuestro fervor cristiano nos oriente hacia el cielo, donde ya nuestra naturaleza humana está contigo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

La ascensión de Jesús a los cielos (Hch 1,1-11)

1ª lectura

Como en el evangelio (cfr Lc 1,1-4), San Lucas inicia su narración con un prólogo semejante al que empleaban los historiadores profanos. En este segundo volumen de su obra enlaza con los acontecimientos narrados al final del evangelio y comienza a relatar los orígenes y la primera expansión del cristianismo, efectuados con la fuerza del Espíritu Santo, protagonista central de todo el escrito. La dimensión espiritual del libro de los Hechos, que forma una estrecha unidad con el tercer evangelio, encendió el alma de las primeras generaciones cristianas, que vieron en sus páginas la historia fiel y el amoroso actuar divino con el nuevo Israel que es la Iglesia. Así, la forma de narrar de Lucas es la de los historiadores, pero la significación del relato es más profunda: «Los Hechos de los Apóstoles parecen sonar puramente a desnuda historia, y que se limitan a tejer la niñez de la naciente Iglesia; pero, si caemos en la cuenta de que su autor es Lucas, el médico, cuya alabanza se encuentra en el Evangelio (cfr Col 4,14), advertiremos igualmente que todas sus palabras son medicamentos para el alma enferma» (S. Jerónimo, Epistulae53,9).

«Teófilo» (v. 1), a quien va dedicado el libro, pudo ser un cristiano culto y de posición acomodada. También puede ser una figura literaria, pues el nombre significa «amigo de Dios».

El tercer evangelio narra las apariciones de Jesús resucitado a los discípulos de Emaús y a los Apóstoles, refiriéndolas al mismo día (cfr Lc 24,13.36). Aquí, San Lucas dice que se les apareció «durante cuarenta días» (v. 3). La cifra no es solamente un dato cronológico. El número admite un sentido literal y uno más profundo. Los períodos de cuarenta días o años tienen en la Sagrada Escritura un claro significado salvífico. Son tiempos en los que Dios prepara o lleva a cabo aspectos importantes de su actividad salvadora. El diluvio inundó la tierra durante cuarenta días (Gn 7,17); los israelitas caminaron cuarenta años por el desierto hacia la tierra prometida (Sal 95,10); Moisés permaneció cuarenta días en el monte Sinaí para recibir la revelación de Dios que contenía la Alianza (Ex 24,18); Elías anduvo cuarenta días y cuarenta noches con la fuerza del pan enviado por Dios, hasta llegar a su destino (1 R 19,8); y Nuestro Señor ayunó en el desierto durante cuarenta días como preparación a su vida pública (Mt 4,2).

La pregunta de los Apóstoles (v. 6) indica que todavía piensan en la restauración temporal de la dinastía de David: la esperanza en el Reino parece reducirse para ellos —como para muchos judíos de su tiempo— a la expectación de un dominio nacional judío, bajo el impulso divino, tan amplio y universal como la diáspora. Con su respuesta, el Señor les enseña que tal esperanza es una quimera: los planes de Dios están muy por encima de sus pensamientos; no se trata de una realización política sino de una realidad transformadora del hombre, obra del Espíritu Santo: «Pienso que no comprendían claramente en qué consistía el Reino, pues no habían sido instruidos aún por el Espíritu Santo» (S. Juan Crisóstomo, In Acta Apostolorum2).

Cuando el Señor corrige a sus discípulos, sí les especifica claramente cuál debe ser su misión: ser testigos suyos hasta los confines de la tierra (v. 8): El celo por las almas es un mandato amoroso del Señor, que, al subir a su gloria, nos envía como testigos suyos por el orbe entero. Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 122).

Después (vv. 9-11), el Señor asciende a los cielos. Así se explica la situación actual del cuerpo resucitado de Jesús: «La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su Humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: posee todo poder en los cielos y en la tierra. (...) Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo. Elevado al Cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia» (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 668-669).

Lo sentó a su derecha en los cielos (Ef 1,17-23)

2ª lectura

Los fieles a los que dirige esta carta a los Efesios, en su mayor parte procedentes de la gentilidad, están particularmente interesados por el «conocimiento» de los misterios divinos. Ese afán, aunque podía estar influido por corrientes doctrinales y culturales del momento, era bueno de suyo. Por eso, se pide a Dios el Espíritu de sabiduría y revelación, para conocer lo verdaderamente importante, Jesucristo, en quien reside toda plenitud. Además, el conocimiento del misterio de Cristo constituye un sólido fundamento para la esperanza (v. 18): «La palabra del Apóstol habla de las cosas futuras como ya hechas, como corresponde a la potencia de Dios, pues lo que se ha de llevar a cabo en la plenitud de los tiempos ya tiene consistencia en Cristo, en el que está toda la plenitud; y todo lo que ha de suceder es, más que una novedad, el desarrollo del plan de salvación» (San Hilario de Poitiers, De Trinitate 11,31).

Haced discípulos a todos los pueblos (Mt 28,16-20)

Evangelio

Los cuatro evangelistas recuerdan la dificultad de los Apóstoles para aceptar la resurrección de Jesús. Marcos (cfr Mc 16,9-20) es más explícito que Mateo, que sólo recoge un breve apunte acerca de los distintos modos de reaccionar por parte de los discípulos: «en cuanto le vieron le adoraron; pero otros dudaron» (v. 17). «No es cosa grande creer que Cristo murió. Esto también lo creen los paganos, los judíos (...). Todos creen que Cristo murió. La fe de los cristianos consiste en creer en la resurrección de Cristo. Tenemos por grande creer que Cristo resucitó» (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 120,6).

«Se me ha dado toda potestad en el cielo y la tierra» (v. 18). La omnipotencia, atributo exclusivo de Dios, también lo es de Jesucristo resucitado. Las palabras del Señor evocan un pasaje del libro de Daniel en el que se anuncia que tras los imperios que pasan, vendrá un hijo de hombre al que «se le dio dominio, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su dominio es un dominio eterno que no pasará; y su reino no será destruido» (Dn 7,14). Y Jesús es ese Hijo del Hombre que por sus padecimientos mereció la glorificación (cfr Dn 7,9-14 y nota).

«Haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado» (vv. 19-20). La primera misión a los Doce (10,1-42) tenía como destino la casa de Israel (10,5-6) y como motivo de predicación la cercanía del Reino de los Cielos (10,7). Ahora, los Once son enviados al universo entero, y la misión supone el Bautismo en el nombre de las tres personas divinas (v. 19) y la enseñanza de los preceptos del Señor (v. 20). La salvación se alcanza por la pertenencia a la Iglesia, y esa pertenencia se manifiesta en el cumplimiento de los mandamientos: «Es muy grande el premio que proporciona la observancia de los mandamientos. Y no sólo aquel mandamiento, el primero y el más grande, (...) sino que también los demás mandamientos de Dios perfeccionan al que los cumple, lo embellecen, lo instruyen, lo ilustran, lo hacen en definitiva bueno y feliz. Por esto, si juzgas rectamente, comprenderás que has sido creado para la gloria de Dios y para tu eterna salvación, comprenderás que éste es tu fin, que éste es el objetivo de tu alma, el tesoro de tu corazón. Si llegas a este fin, serás dichoso; si no lo alcanzas, serás un desdichado» (San Roberto Belarmino, De ascensione mentis in Deum 1).

«Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (v. 20). En el Antiguo Testamento se narra cómo Dios estaba en medio de su pueblo (cfr p. ej. Ex 33,15-17), y cómo prometía a sus elegidos que estaría con ellos en sus empresas y que por tanto tendrían éxito (Gn 28,15; Ex 3,12; Jos 1,5; Jr 1,8; etc.). La frase evangélica indica que el destinatario de su mensaje es la Iglesia entera. Por eso, en la tarea de la evangelización no estamos solos; Él es el Emmanuel, el «Dios-con-nosotros» (1,23), y, como Dios, con su poder y su eficacia (v. 18), permanece con nosotros hasta el fin de los tiempos (v. 20): «Aunque no es propio de esta vida, sino de la eterna, el que Dios lo sea todo en todos, no por ello deja de ser ahora el Señor huésped inseparable de su templo que es la Iglesia, de acuerdo con lo que Él mismo prometió al decir: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Por ello, todo cuanto el Hijo de Dios hizo y enseñó para la reconciliación del mundo, no sólo podemos conocerlo por la historia de los acontecimientos pasados, sino también sentirlo en la eficacia de las obras presentes» (S. León Magno, Sermo12 in Passione Domini 3,6).

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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)

La ascensión del Señor.

La glorificación del Señor llegó a su término con su resurrección y ascensión. Su resurrección la celebramos el domingo de Pascua; su ascensión, hoy. Uno y otro son días de fiesta para nosotros, pues resucitó para dejarnos una prueba de la resurrección, y ascendió para protegernos desde lo alto. Tenemos, pues, como Señor y Salvador nuestro a Jesucristo, que primero pendió del madero y ahora está sentado en el cielo. Cuando pendía del madero, entregó el precio por nosotros; sentado en el cielo, reúne lo que compró. Una vez que los haya reunido a todos, lo cual acontece en el tiempo, vendrá al final de los tiempos, según está escrito: Dios vendrá manifiestamente; no encubierto, como vino la primera vez, sino manifiesta mente, según acaba de decirse. En efecto, convenía que viniese encubierto para ser juzgado; pero vendrá manifiestamente para juzgar. Si hubiese venido manifiestamente la primera vez, ¿quién hubiese osado juzgarle mostrando a las claras quién era, si ya el mismo apóstol Pablo dice: Pues, si lo hubiesen conocido, nunca hubiesen crucificado al rey de la gloria? Y si a él no lo hubiesen entregado a la muerte, no hubiese muerto la muerte. El diablo fue vencido en lo que era su trofeo. Saltó de gozo el diablo cuando por seducción suya arrojó al primer hombre a la muerte. Seduciéndolo, dio muerte al primer hombre; dando muerte al último, libró al primero de sus propios lazos.

Por tanto, la victoria de nuestro Señor Jesucristo se convirtió en plena con su resurrección y ascensión al cielo. Entonces se cumplió lo que habéis oído en la lectura del Apocalipsis: Venció el león de la tribu de Judá. A él mismo se le llama, a la vez, león y cordero 1: león por su fortaleza, y cordero por su inocencia; león en cuanto invicto, y cordero en cuanto manso. Y este cordero degollado venció con su muerte al león que busca a quien devorar. También al diablo se le llama león por su ferocidad, no por su valor. Dice, en efecto, el apóstol Pedro que conviene que estemos alerta contra las tentaciones, porque vuestro adversario el diablo ronda buscando a quién devorar. E indicó también cómo hace la ronda: Cual león rugiente, ronda buscando a quién devorar. ¿Quién no iría a parar a los dientes de este león si no hubiera vencido el león de la tribu de Judá? Un león frente a otro león y un cordero frente al lobo. Saltó de gozo el diablo cuando murió Cristo, y en la misma muerte de Cristo fue vencido el diablo; como en una ratonera, se comió el cebo. Gozaba con la muerte cual si fuera el jefe de la muerte; se le tendió como trampa lo que constituía su gozo. La trampa del diablo fue la muerte del Señor; el cebo para capturarle, la muerte del Señor. Ved que resucitó nuestro Señor Jesucristo. ¿Dónde queda la muerte que pendió del madero? ¿Dónde quedan los insultos de los judíos? ¿Dónde la hinchazón y la soberbia de los que ante la cruz agitaban su cabeza y decían: Si es el Hijo de Dios, que descienda de la cruz? Ved que hizo más de lo que le exigían ellos en chanza; en efecto, más es resucitar del sepulcro que descender del madero.

Y ahora, ¡qué gloria la suya, la de haber ascendido al cielo, la de estar sentado a la derecha del Padre! Pero esto no lo vemos, como tampoco lo vimos colgar del madero, ni fuimos testigos de su resurrección del sepulcro. Todo esto lo creemos, lo vemos con los ojos del corazón. Hemos sido alabados por haber creído sin haber visto. A Cristo lo vieron también los judíos. Nada tiene de grande ver a Cristo con los ojos de la carne; lo grandioso es creer en Cristo con los ojos del corazón. Si se nos presentase ahora Cristo, se parase ante nosotros, callado, ¿cómo sabríamos quién era? Y además, permaneciendo callado, ¿de qué nos aprovecharía? ¿No es mejor que, ausente, hable en el evangelio antes que, presente, esté callado? Y, sin embargo, no está ausente si se les aferra con el corazón. Cree en él y lo verás; no está presente a tus ojos y posee tu corazón. En efecto, si estuviese ausente de nosotros, sería mentira lo que acabamos de oír: He aquí que yo estoy con vosotros hasta el fin de los siglos.

Sermones (4º) (t. XXIV), Sermón 263, 1-3, BAC Madrid 1983, 656-59

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FRANCISCO – Catequesis (17.IV.13) - Regina Coeli 2014, 2017 y 2020

Catequesis (17.IV.13)

Subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre

Queridos hermanos y hermanas:

En el Credo encontramos afirmado que Jesús «subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre». La vida terrena de Jesús culmina con el acontecimiento de la Ascensión, es decir, cuando Él pasa de este mundo al Padre y es elevado a su derecha. ¿Cuál es el significado de este acontecimiento? ¿Cuáles son las consecuencias para nuestra vida? ¿Qué significa contemplar a Jesús sentado a la derecha del Padre? En esto, dejémonos guiar por el evangelista Lucas.

Partamos del momento en el que Jesús decide emprender su última peregrinación a Jerusalén. San Lucas señala: «Cuando se completaron los días en que iba a ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de caminar a Jerusalén» (Lc 9, 51). Mientras «sube» a la Ciudad santa, donde tendrá lugar su «éxodo» de esta vida, Jesús ve ya la meta, el Cielo, pero sabe bien que el camino que le vuelve a llevar a la gloria del Padre pasa por la Cruz, a través de la obediencia al designio divino de amor por la humanidad. El Catecismo de la Iglesia católica afirma que «la elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo» (n. 662). También nosotros debemos tener claro, en nuestra vida cristiana, que entrar en la gloria de Dios exige la fidelidad cotidiana a su voluntad, también cuando requiere sacrificio, requiere a veces cambiar nuestros programas. La Ascensión de Jesús tiene lugar concretamente en el Monte de los Olivos, cerca del lugar donde se había retirado en oración antes de la Pasión para permanecer en profunda unión con el Padre: una vez más vemos que la oración nos dona la gracia de vivir fieles al proyecto de Dios.

Al final de su Evangelio, san Lucas narra el acontecimiento de la Ascensión de modo muy sintético. Jesús llevó a los discípulos «hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo. Ellos se postraron ante Él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios» (24, 50-53). Así dice san Lucas. Quisiera destacar dos elementos del relato. Ante todo, durante la Ascensión Jesús realiza el gesto sacerdotal de la bendición y con seguridad los discípulos expresan su fe con la postración, se arrodillan inclinando la cabeza. Este es un primer punto importante: Jesús es el único y eterno Sacerdote que, con su Pasión, atravesó la muerte y el sepulcro y resucitó y ascendió al Cielo; está junto a Dios Padre, donde intercede para siempre en nuestro favor (cf. Hb9, 24). Como afirma san Juan en su Primera Carta, Él es nuestro abogado: ¡qué bello es oír esto! Cuando uno es llamado por el juez o tiene un proceso, lo primero que hace es buscar a un abogado para que le defienda. Nosotros tenemos uno, que nos defiende siempre, nos defiende de las asechanzas del diablo, nos defiende de nosotros mismos, de nuestros pecados. Queridísimos hermanos y hermanas, contamos con este abogado: no tengamos miedo de ir a Él a pedir perdón, bendición, misericordia. Él nos perdona siempre, es nuestro abogado: nos defiende siempre. No olvidéis esto. La Ascensión de Jesús al Cielo nos hace conocer esta realidad tan consoladora para nuestro camino: en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, nuestra humanidad ha sido llevada junto a Dios; Él nos abrió el camino; Él es como un jefe de cordada cuando se escala una montaña, que ha llegado a la cima y nos atrae hacia sí conduciéndonos a Dios. Si confiamos a Él nuestra vida, si nos dejamos guiar por Él, estamos ciertos de hallarnos en manos seguras, en manos de nuestro salvador, de nuestro abogado.

Un segundo elemento: san Lucas refiere que los Apóstoles, después de haber visto a Jesús subir al cielo, regresaron a Jerusalén «con gran alegría». Esto nos parece un poco extraño. Generalmente cuando nos separamos de nuestros familiares, de nuestros amigos, por un viaje definitivo y sobre todo con motivo de la muerte, hay en nosotros una tristeza natural, porque no veremos más su rostro, no escucharemos más su voz, ya no podremos gozar de su afecto, de su presencia. En cambio el evangelista subraya la profunda alegría de los Apóstoles. ¿Cómo es esto? Precisamente porque, con la mirada de la fe, ellos comprenden que, si bien sustraído a su mirada, Jesús permanece para siempre con ellos, no los abandona y, en la gloria del Padre, los sostiene, los guía e intercede por ellos.

San Lucas narra el hecho de la Ascensión también al inicio de los Hechos de los Apóstoles, para poner de relieve que este acontecimiento es como el eslabón que engancha y une la vida terrena de Jesús a la vida de la Iglesia. Aquí san Lucas hace referencia también a la nube que aparta a Jesús de la vista de los discípulos, quienes siguen contemplando al Cristo que asciende hacia Dios (cf. Hch 1, 9-10). Intervienen entonces dos hombres vestidos de blanco que les invitan a no permanecer inmóviles mirando al cielo, sino a nutrir su vida y su testimonio con la certeza de que Jesús volverá del mismo modo que le han visto subir al cielo (cf. Hch 1, 10-11). Es precisamente la invitación a partir de la contemplación del señorío de Cristo, para obtener de Él la fuerza para llevar y testimoniar el Evangelio en la vida de cada día: contemplar y actuar ora et labora —enseña san Benito—; ambas son necesarias en nuestra vida cristiana.

Queridos hermanos y hermanas, la Ascensión no indica la ausencia de Jesús, sino que nos dice que Él vive en medio de nosotros de un modo nuevo; ya no está en un sitio preciso del mundo como lo estaba antes de la Ascensión; ahora está en el señorío de Dios, presente en todo espacio y tiempo, cerca de cada uno de nosotros. En nuestra vida nunca estamos solos: contamos con este abogado que nos espera, que nos defiende. Nunca estamos solos: el Señor crucificado y resucitado nos guía; con nosotros se encuentran numerosos hermanos y hermanas que, en el silencio y en el escondimiento, en su vida de familia y de trabajo, en sus problemas y dificultades, en sus alegrías y esperanzas, viven cotidianamente la fe y llevan al mundo, junto a nosotros, el señorío del amor de Dios, en Cristo Jesús resucitado, que subió al Cielo, abogado para nosotros. Gracias.

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Regina Coeli 2014

Jesús sale hacia el Padre y los discípulos salen hacia el mundo

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy, en Italia y en otros países, se celebra la Ascensión de Jesús al cielo, que tuvo lugar cuarenta días después de la Pascua. Los Hechos de los apóstoles relatan este episodio, la separación final del Señor Jesús de sus discípulos y de este mundo (cf. Hch 1, 2.9). El Evangelio de Mateo, en cambio, presenta el mandato de Jesús a los discípulos: la invitación a ir, a salir para anunciar a todos los pueblos su mensaje de salvación (cf. Mt 28, 16-20). «Ir», o mejor, «salir» se convierte en la palabra clave de la fiesta de hoy: Jesús sale hacia el Padre y ordena a los discípulos que salgan hacia el mundo.

Jesús sale, asciende al cielo, es decir, vuelve al Padre, que lo había mandado al mundo. Hizo su trabajo, por lo tanto, vuelve al Padre. Pero no se trata de una separación, porque Él permanece para siempre con nosotros, de una forma nueva. Con su ascensión, el Señor resucitado atrae la mirada de los Apóstoles —y también nuestra mirada— a las alturas del cielo para mostrarnos que la meta de nuestro camino es el Padre. Él mismo había dicho que se marcharía para prepararnos un lugar en el cielo. Sin embargo, Jesús permanece presente y activo en las vicisitudes de la historia humana con el poder y los dones de su Espíritu; está junto a cada uno de nosotros: aunque no lo veamos con los ojos, Él está. Nos acompaña, nos guía, nos toma de la mano y nos levanta cuando caemos. Jesús resucitado está cerca de los cristianos perseguidos y discriminados; está cerca de cada hombre y cada mujer que sufre. Está cerca de todos nosotros, también hoy está aquí con nosotros en la plaza; el Señor está con nosotros. ¿Vosotros creéis esto? Entonces lo decimos juntos: ¡El Señor está con nosotros!

Jesús, cuando vuelve al cielo, lleva al Padre un regalo. ¿Cuál es el regalo? Sus llagas. Su cuerpo es bellísimo, sin las señales de los golpes, sin las heridas de la flagelación, pero conserva las llagas. Cuando vuelve al Padre le muestra las llagas y le dice: «Mira Padre, este es el precio del perdón que tú das». Cuando el Padre contempla las llagas de Jesús nos perdona siempre, no porque seamos buenos, sino porque Jesús ha pagado por nosotros. Contemplando las llagas de Jesús, el Padre se hace más misericordioso. Este es el gran trabajo de Jesús hoy en el cielo: mostrar al Padre el precio del perdón, sus llagas. Esto es algo hermoso que nos impulsa a no tener miedo de pedir perdón; el Padre siempre perdona, porque mira las llagas de Jesús, mira nuestro pecado y lo perdona.

Pero Jesús está presente también mediante la Iglesia, a quien Él envió a prolongar su misión. La última palabra de Jesús a los discípulos es la orden de partir: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28, 19). Es un mandato preciso, no es facultativo. La comunidad cristiana es una comunidad «en salida». Es más: la Iglesia nació «en salida». Y vosotros me diréis: ¿y las comunidades de clausura? Sí, también ellas, porque están siempre «en salida» con la oración, con el corazón abierto al mundo, a los horizontes de Dios. ¿Y los ancianos, los enfermos? También ellos, con la oración y la unión a las llagas de Jesús.

A sus discípulos misioneros Jesús dice: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (v. 20). Solos, sin Jesús, no podemos hacer nada. En la obra apostólica no bastan nuestras fuerzas, nuestros recursos, nuestras estructuras, incluso siendo necesarias. Sin la presencia del Señor y la fuerza de su Espíritu nuestro trabajo, incluso bien organizado, resulta ineficaz. Y así vamos a decir a la gente quién es Jesús.

Y junto con Jesús nos acompaña María nuestra Madre. Ella ya está en la casa del Padre, es Reina del cielo y así la invocamos en este tiempo; pero como Jesús está con nosotros, camina con nosotros, es la Madre de nuestra esperanza.

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Regina Coeli 2017

La alegría de la Iglesia es anunciar el Evangelio

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy, en Italia y en otros países, se celebra la Ascensión de Jesús al cielo, que sucedió cuarenta días después de la Pascua. La página evangélica (cf Mateo 28, 16-20), la que concluye con el Evangelio de Mateo, nos presenta el momento de la despedida definitiva del Resucitado de sus discípulos. La escena está ambientada en Galilea, el lugar donde Jesús les había llamado para seguirle y para formar el primer núcleo de su nueva comunidad. Ahora esos discípulos han pasado a través del “fuego” de la pasión y de la resurrección; al ver al Señor resucitado se postrarán delante, pero algunos todavía tienen dudas. A esta comunidad con miedo, Jesús deja la gran tarea de evangelizar al mundo; y concreta este encargo con la orden de enseñar y bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (cf v. 19).

La Ascensión de Jesús al cielo constituye por eso el final de la misión que el Hijo ha recibido del Padre y el inicio de la continuación de tal misión por parte de la Iglesia. Desde este momento, desde el momento de la Ascensión, de hecho, la presencia de Cristo en el mundo es mediada por sus discípulos, por aquellos que creen en Él y lo anuncian. Esta misión durará hasta el final de la historia y gozará cada día de la asistencia del Señor resucitado, el cual asegura: «Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (v. 20). Y su presencia lleva fortaleza ante las persecuciones, consuelo en las tribulaciones, apoyo en las situaciones de dificultad que encuentran la misión y el anuncio del Evangelio.

La Ascensión nos recuerda esta asistencia de Jesús y de su Espíritu que da confianza, da seguridad a nuestro testimonio cristiano en el mundo. Nos desvela por qué existe la Iglesia: la Iglesia existe para anunciar el Evangelio. ¡Solo para eso! Y también, la alegría de la Iglesia es anunciar el Evangelio. La Iglesia somos todos nosotros bautizados. Hoy somos invitados a comprender mejor que Dios nos ha dado la gran dignidad y la responsabilidad de anunciarlo al mundo, de hacerlo accesible a la humanidad. Esta es nuestra dignidad, este es el honor más grande para cada uno de nosotros, ¡de todos los bautizados!

En esta fiesta de la Ascensión, mientras dirigimos la mirada al cielo, donde Cristo ha ascendido y está sentado a la derecha del Padre, reforcemos nuestros pasos en la tierra para proseguir con entusiasmo y valentía nuestro camino, nuestra misión de testimoniar y vivir el Evangelio en todo ambiente. Somos muy conscientes de que esta no depende en primer lugar de nuestras fuerzas, de capacidades organizativas o recursos humanos. Solamente con la luz y la fuerza del Espíritu Santo nosotros podemos cumplir eficazmente nuestra misión de hacer conocer y experimentar cada vez más a los otros el amor y la ternura de Jesús. Pidamos a la Virgen María que nos ayude a contemplar los bienes celestes, que el Señor nos promete, y a convertirnos en testigos cada vez más creíbles de su Resurrección, de la verdadera Vida.

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Regina Coeli 2020

El deber de dar testimonio

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy, en Italia y en otros países, se celebra la solemnidad de la Ascensión del Señor. El pasaje del Evangelio nos muestra a los apóstoles que se reúnen en Galilea, en el «monte que Jesús les había indicado» (v. 16). Allí tiene lugar el último encuentro del Señor Resucitado con los suyos, en el monte. El “monte” tiene una fuerte carga simbólica. En un monte Jesús proclamó las Bienaventuranzas (cf. Mateo 5, 1-12); en los montes se retiraba a orar (cf. Mateo 14, 23); allí acogía a las multitudes y curaba los enfermos (cf. Mateo 15, 29). Pero en esta ocasión, en el monte, ya no es el Maestro que actúa y enseña, cura, sino el Resucitado que pide a los discípulos que actúen y anuncien encomendándoles el mandato de continuar su obra.

Les confiere la misión para todos los pueblos. Dice: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (vv. 19-20). El contenido de la misión encomendada los Apóstoles es el siguiente: proclamar, bautizar, enseñar y recorrer el camino trazado por el Maestro, es decir, el Evangelio vivo. Este mensaje de salvación implica, en primer lugar, el deber de dar testimonio —sin testimonio no se puede anunciar— al que también estamos llamados nosotros, discípulos de hoy, para dar razón de nuestra fe. Ante una tarea tan exigente, y pensando en nuestras debilidades, nos sentimos inadecuados, como seguramente los mismos Apóstoles se sintieron. Pero no debemos desanimarnos, recordando las palabras que Jesús les dirigió antes de ascender al Cielo: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (v. 20).

Esta promesa asegura la presencia constante y consoladora de Jesús entre nosotros. Pero, ¿cómo se realiza esta presencia? A través de su Espíritu, que lleva a la Iglesia a caminar por la historia como compañera de camino de cada hombre. Ese Espíritu, enviado por Cristo y el Padre, obra la remisión de los pecados y santifica a todos aquellos que, arrepentidos, se abren con confianza a su don. Con la promesa de permanecer con nosotros hasta el fin de los tiempos, Jesús inaugura el estilo de su presencia en el mundo como el Resucitado. Jesús está presente en el mundo, pero con otro estilo, el estilo del Resucitado, es decir, una presencia que se revela en la Palabra, en los sacramentos, en la acción constante e interior del Espíritu Santo. La fiesta de la Ascensión nos dice que Jesús, aunque ascendió al cielo para morar gloriosamente a la derecha del Padre, está todavía y siempre entre nosotros: de ahí viene nuestra fuerza, nuestra perseverancia y nuestra alegría, precisamente de la presencia de Jesús entre nosotros con el poder del Espíritu Santo.

Que la Virgen María nos acompañe en nuestra senda con su protección materna: aprendamos de ella la delicadeza y el valor para ser testigos en el mundo del Señor resucitado.

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BENEDICTO XVI – Regina Coeli 2008

La primera “nacida de lo alto” es la Virgen María

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy se celebra en varios países, entre los cuales Italia, la solemnidad de la Ascensión de Cristo al cielo, misterio de la fe que el libro de los Hechos de los Apóstoles sitúa cuarenta días después de la resurrección (cf. Hch 1, 3-11); por eso, en el Vaticano y en algunas naciones del mundo ya se celebró el jueves pasado. Después de la Ascensión, los primeros discípulos permanecieron reunidos en el Cenáculo, en torno a la Madre de Jesús, en ferviente espera del don del Espíritu Santo, prometido por Jesús (cf. Hch 1, 14). En este primer domingo de mayo, mes mariano, también nosotros revivimos esta experiencia, experimentando más intensamente la presencia espiritual de María. La plaza de San Pedro se presenta hoy como un “cenáculo” al aire libre, lleno de fieles, en gran parte miembros de la Acción católica italiana, a los cuales me dirigiré después de la oración mariana del Regina caeli.

En sus discursos de despedida a los discípulos, Jesús insistió mucho en la importancia de su “regreso al Padre”, coronamiento de toda su misión. En efecto, vino al mundo para llevar al hombre a Dios, no en un plano ideal -como un filósofo o un maestro de sabiduría-, sino realmente, como pastor que quiere llevar a las ovejas al redil. Este “éxodo” hacia la patria celestial, que Jesús vivió personalmente, lo afrontó totalmente por nosotros. Por nosotros descendió del cielo y por nosotros ascendió a él, después de haberse hecho semejante en todo a los hombres, humillado hasta la muerte de cruz, y después de haber tocado el abismo de la máxima lejanía de Dios.

Precisamente por eso, el Padre se complació en él y lo “exaltó” (Flp 2, 9), restituyéndole la plenitud de su gloria, pero ahora con nuestra humanidad. Dios en el hombre, el hombre en Dios: ya no se trata de una verdad teórica, sino real. Por eso la esperanza cristiana, fundamentada en Cristo, no es un espejismo, sino que, como dice la carta a los Hebreos, “en ella tenemos como una ancla de nuestra alma” (Hb 6, 19), una ancla que penetra en el cielo, donde Cristo nos ha precedido.

¿Y qué es lo que más necesita el hombre de todos los tiempos, sino esto: una sólida ancla para su vida? He aquí nuevamente el sentido estupendo de la presencia de María en medio de nosotros. Dirigiendo la mirada a ella, como los primeros discípulos, se nos remite inmediatamente a la realidad de Jesús: la Madre remite al Hijo, que ya no está físicamente entre nosotros, sino que nos espera en la casa del Padre. Jesús nos invita a no quedarnos mirando hacia lo alto, sino a estar juntos, unidos en la oración, para invocar el don del Espíritu Santo. En efecto, sólo a quien “nace de lo alto”, es decir, del Espíritu Santo, se le abre la entrada en el reino de los cielos (cf. Jn 3, 3-5), y la primera “nacida de lo alto” es precisamente la Virgen María. Por tanto, nos dirigimos a ella en la plenitud de la alegría pascual.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

“JESUCRISTO SUBIO A LOS CIELOS, Y ESTA SENTADO A LA DERECHA DE DIOS, PADRE TODOPODEROSO”

659. “Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios” (Mc 16, 19). El Cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre (cf. Lc 24, 31; Jn 20, 19. 26). Pero durante los cuarenta días en los que él come y bebe familiarmente con sus discípulos (cf. Hch 10, 41) y les instruye sobre el Reino (cf. Hch 1, 3), su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria (cf. Mc 16,12; Lc 24, 15; Jn 20, 14-15; 21, 4). La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube (cf. Hch 1, 9; cf. también Lc 9, 34-35; Ex 13, 22) y por el cielo (cf. Lc 24, 51) donde él se sienta para siempre a la derecha de Dios (cf. Mc 16, 19; Hch 2, 33; 7, 56; cf. también Sal 110, 1). Sólo de manera completamente excepcional y única, se muestra a Pablo “como un abortivo” (1 Co 15, 8) en una última aparición que constituye a éste en apóstol (cf. 1 Co 9, 1; Ga 1, 16).

660. El carácter velado de la gloria del Resucitado durante este tiempo se transparenta en sus palabras misteriosas a María Magdalena: “Todavía [...] no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (Jn20, 17). Esto indica una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez histórico y transcendente de la Ascensión marca la transición de una a otra.

661. Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera es decir, a la bajada desde el cielo realizada en la Encarnación. Solo el que “salió del Padre” puede “volver al Padre”: Cristo (cf. Jn 16,28). “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Jn 3, 13; cf, Ef 4, 8-10). Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la “Casa del Padre” (Jn 14, 2), a la vida y a la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, “ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino” (Prefacio de la Ascensión del Señor, I: Misa Romano).

662. “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32). La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, “no [...] penetró en un Santuario hecho por mano de hombre [...], sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro” (Hb 9, 24). En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. “De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor” (Hb 7, 25). Como “Sumo Sacerdote de los bienes futuros” (Hb 9, 11), es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos (cf. Ap 4, 6-11).

663. Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: “Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada” (San Juan Damasceno, Expositio fidei, 75 [De fide orthodoxa, 4, 2]: PG 94, 1104).

664. Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: “A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás” (Dn 7, 14). A partir de este momento, los Apóstoles se convirtieron en los testigos del “Reino que no tendrá fin” (Símbolo de Niceno-Constantinopolitano: DS 150).

Resumen

665. La ascensión de Jesucristo marca la entrada definitiva de la humanidad de Jesús en el dominio celeste de Dios de donde ha de volver (cf. Hch 1, 11), aunque mientras tanto lo esconde a los ojos de los hombres (cf. Col 3, 3).

666. Jesucristo, cabeza de la Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con Él eternamente.

667. Jesucristo, habiendo entrado una vez por todas en el santuario del cielo, intercede sin cesar por nosotros como el mediador que nos asegura permanentemente la efusión del Espíritu Santo.

“DESDE ALLI HA DE VENIR A JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS”

I. VOLVERA EN GLORIA

Cristo reina ya mediante la Iglesia...

668. “Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos” (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: posee todo poder en los cielos y en la tierra. Él está “por encima de todo principado, potestad, virtud, dominación” porque el Padre “bajo sus pies sometió todas las cosas” (Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (cf. Ef 4, 10; 1 Co 15, 24. 27-28) y de la historia. En Él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación (Ef 1, 10), su cumplimiento transcendente.

669. Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo (cf. Ef 1, 22). Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia (cf. Ef 4, 11-13). “La Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio” (LG 3), “constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra” (LG 5).

670. Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la “última hora” (1 Jn 2, 18; cf. 1 P 4, 7). “El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta” (LG 48). El Reino de Cristo manifiesta ya su presencia por los signos milagrosos (cf. Mc 16, 17-18) que acompañan a su anuncio por la Iglesia (cf. Mc 16, 20).

... esperando que todo le sea sometido

671. El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado “con gran poder y gloria” (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (cf. 2 Ts 2, 7), a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (cf. 1 Co 15, 28), y “mientras no [...] haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios” (LG 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (cf. 1 Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (cf. 2 P 3, 11-12) cuando suplican: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22, 20; cf. 1 Co 16, 22; Ap 22, 17-20).

672. Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel (cf. Hch 1, 6-7) que, según los profetas (cf. Is 11, 1-9), debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio (cf Hch1, 8), pero es también un tiempo marcado todavía por la “tribulación” (1 Co 7, 26) y la prueba del mal (cf. Ef 5, 16) que afecta también a la Iglesia (cf. 1 P 4, 17) e inaugura los combates de los últimos días (1 Jn 2, 18; 4, 3; 1 Tm 4, 1). Es un tiempo de espera y de vigilia (cf. Mt 25, 1-13; Mc 13, 33-37).

697. La nube y la luz. Estos dos símbolos son inseparables en las manifestaciones del Espíritu Santo. Desde las teofanías del Antiguo Testamento, la Nube, unas veces oscura, otras luminosa, revela al Dios vivo y salvador, tendiendo así un velo sobre la transcendencia de su Gloria: con Moisés en la montaña del Sinaí (cf. Ex 24, 15-18), en la Tienda de Reunión (cf. Ex 33, 9-10) y durante la marcha por el desierto (cf. Ex 40, 36-38; 1 Co 10, 1-2); con Salomón en la dedicación del Templo (cf. 1 R 8, 10-12). Pues bien, estas figuras son cumplidas por Cristo en el Espíritu Santo. Él es quien desciende sobre la Virgen María y la cubre “con su sombra” para que ella conciba y dé a luz a Jesús (Lc 1, 35). En la montaña de la Transfiguración es Él quien “vino en una nube y cubrió con su sombra” a Jesús, a Moisés y a Elías, a Pedro, Santiago y Juan, y «se oyó una voz desde la nube que decía: “Este es mi Hijo, mi Elegido, escuchadle”» (Lc 9, 34-35). Es, finalmente, la misma nube la que “ocultó a Jesús a los ojos” de los discípulos el día de la Ascensión (Hch 1, 9), y la que lo revelará como Hijo del hombre en su Gloria el Día de su Advenimiento (cf. Lc 21, 27).

Cristo, Cabeza de este Cuerpo

792. Cristo “es la Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia” (Col 1, 18). Es el Principio de la creación y de la redención. Elevado a la gloria del Padre, “él es el primero en todo” (Col 1, 18), principalmente en la Iglesia por cuyo medio extiende su reino sobre todas las cosas.

I. LA MATERNIDAD DE MARIA RESPECTO DE LA IGLESIA

Totalmente unida a su Hijo...

965. Después de la Ascensión de su Hijo, María “estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones” (LG 69). Reunida con los apóstoles y algunas mujeres, “María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra” (LG 59).

IV. “QUE ESTAS EN EL CIELO”

2795. El símbolo del cielo nos remite al misterio de la Alianza que vivimos cuando oramos al Padre. Él está en el cielo, es su morada, la Casa del Padre es, por tanto, nuestra “patria”. De la patria de la Alianza el pecado nos ha desterrado (cf Gn 3) y hacia el Padre, hacia el cielo, la conversión del corazón nos hace volver (cf Jr 3, 19-4, 1a; Lc 15, 18. 21). En Cristo se han reconciliado el cielo y la tierra (cf Is 45, 8; Sal 85, 12), porque el Hijo “ha bajado del cielo”, solo, y nos hace subir allí con Él, por medio de su Cruz, su Resurrección y su Ascensión (cf Jn 12, 32; 14, 2-3; 16, 28; 20, 17; Ef 4, 9-10; Hb 1, 3; 2, 13).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?

Hoy la Iglesia celebra la fiesta de la Ascensión de Jesús al cielo. En la primera lectura, oímos a un ángel, que les dice a los discípulos:

«Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse».

Ésta es la ocasión para aclarar de una vez las ideas sobre qué entendemos por «cielo». Para casi todos los pueblos, el cielo se identifica con la morada de la divinidad. De igual modo, la Biblia usa este lenguaje espacial. «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres» (cfr. Lucas 2,14). A diferencia de Dios, que está «en el cielo», el hombre está en la tierra y, después de la muerte, bajo tierra, en el reino de los muertos. Con Jesús, que resucita de los muertos y sube al cielo, esta estricta separación está rota. Con él el primer hombre ha subido al cielo y con él le ha sido dada una esperanza y una garantía de subir al cielo a toda la humanidad.

Con la venida de la era científica, todos estos significados religiosos atribuidos a la palabra cielo han entrado en crisis. El cielo es el espacio dentro del que se mueve nuestro planeta y el entero sistema solar y nada más. Conocemos la salida u ocurrencia atribuida a un astronauta soviético de regreso de su viaje al cosmos:

«¡He dado vueltas a lo largo del espacio y no he encontrado en ninguna parte a Dios!»

Es importante, por lo tanto, que busquemos esclarecer qué entendemos nosotros los cristianos cuando decimos «Padre nuestro que estás en el cielo» o cuando decimos que alguno «ha ido al cielo». La Biblia, en estos casos, se adapta al modo de hablar popular (por lo demás, lo hacemos también hoy en la era científica cuando decimos que el sol «sale» y «desaparece o tramonta»); pero, ella sabe bien y nos enseña que Dios está «en el cielo, en la tierra y en todo lugar», que es él el que «ha creado los cielos» y, si los ha creado, no puede estar «encerrado» dentro ellos (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 300). Que Dios esté «en el cielo» significa que «habita en una luz inaccesible» (1 Timoteo 6,16), que dista de nosotros «cuanto el cielo está arriba sobre la tierra» (cfr. Éxodo 20,4; Colosenses 1,2). En otras palabras, que es infinitamente distinto a nosotros.

De igual modo, nosotros, los cristianos, por lo tanto, estamos de acuerdo al decir que el cielo como un lugar en donde habita Dios y los bienaventurados no existe. Es un modo de expresarnos. El cielo, en sentido religioso, es más bien un estado que un lugar. Dios está fuera del espacio y del tiempo y así es su paraíso. Cuando se habla de él no tiene sentido alguno decir que está sobre o bajo, arriba o abajo. Pero, con ello no hemos afirmado que Dios no exista y que el paraíso no exista; solamente hemos constatado que a nosotros nos faltan categorías mentales para podérnoslo representar.

Cojamos a una persona totalmente ciega desde el nacimiento y pidámosle que describa qué son los colores: el rojo, el verde, el azul... No podrá decir absolutamente nada ni nadie estará en disposición de explicárselo, porque los colores se perciben sólo con los ojos. Así nos sucede a nosotros en relación con el más allá y la vida eterna, que están fuera del tiempo y del espacio.

Pero, esto no afecta sólo a las cosas de Dios. El científico se encuentra, en cierta medida, en la misma postura; sólo que no reflexiona. Para él el cosmos, aun cuando sobrepasado o excedido, es, sin embargo, finito (miles de millones de galaxias, distantes una de otra miles de millones de años luz). Pues bien, ¿él consigue posiblemente hasta imaginar qué hay más allá del cosmos y dónde acaba? Responderá: «¡La nada, el vacío!» Sí; pero, ¿qué es el vacío? Si no conseguimos imaginamos a Dios, que es el Ser, no conseguimos ni siquiera imaginar la nada. Haced la prueba a ver si conseguís representaros qué es la nada. «Para llegar a la nada, dice Pascal, se necesita tanta capacidad cuanto para alcanzar a comprender el todo» (Pensamientos 72 Br.). Quiero decir que, incluso si eliminamos la idea de Dios y el del más allá, no hemos todavía eliminado el misterio de nuestra vida. Existe, en todo caso, un «más allá» del mundo y hemos de resignarnos a vivir con algo que nos supera.

Cuando hoy escucho declarar a los astrónomos que la ciencia no les permite continuar creyendo en Dios, no puedo dejar de pensar en científicos como Galileo, Kepler, Newton y, a su modo, también como Einstein. ¿No eran estos buenos astrónomos y científicos? Sustancialmente, ¿qué conocemos hoy distinto y más de lo que ellos conocieron? Y, sin embargo, ellos tenían una fe apasionante en Dios. Kepler termina su obra Las armonías cósmicas con una vibrante oración de alabanza al creador.

A la luz de lo que hemos dicho, ¿qué significa proclamar, como hace la Iglesia en la fiesta de hoy, que Jesús «ha ascendido a los cielos»? (cfr. Primer Concilio de Constantinopla, año 381, Símbolo niceno-constantinopolitano, canon 1). La respuesta la encontramos en el mismo Credo:

«Subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso».

Que Cristo haya subido al cielo significa que «está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso», esto es, que también como hombre él ha entrado en el mundo de Dios; que ha sido constituido, como dice san Pablo en la segunda lectura, Señor y cabeza de todas las cosas.

Las palabras del ángel: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?» contienen, por lo tanto, una advertencia, sino un velado reproche: no es necesario estar mirando arriba, al cielo, como para descubrir dónde podrá estar Cristo sino más bien vivir en la espera de su retorno, proseguir su misión, llevar su Evangelio hasta los confines de la tierra, mejorar la misma vida en la tierra.

Él ha ido al cielo; pero, sin dejar la tierra. Sólo ha salido de nuestro campo visual. Precisamente en el fragmento evangélico de hoy él mismo nos asegura:

«Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo».

Cuando se trata de nosotros, ¿qué significa «ir al cielo» o «ir al paraíso»? La respuesta nos la da la Escritura: significa ir a estar «con Cristo» (Filipenses 1,23).

«Voy a prepararos un lugar... para que donde esté yo estéis también vosotros» (Juan 14, 2-3).

El «cielo», entendido como lugar de reposo, como premio eterno para los buenos, se forma en el momento en que Cristo resucita y sube al cielo. Nuestro verdadero cielo es Cristo resucitado, con el que iremos a reunimos y ser «cuerpo» después de nuestra resurrección y, de modo provisional e imperfecto, ya inmediatamente después de la muerte. Jesús, por lo tanto, no ha ascendido a un cielo ya existente, que le esperaba, sino que ha ido a formar o crear e inaugurar el cielo para nosotros.

Alguno se pregunta: pero, ¿qué haremos «en el cielo» con Cristo por toda la eternidad? ¿No nos aburriremos? Respondo: quizás, ¿nos aburrimos por estar bien y teniendo óptima salud? Preguntad a los enamorados si se aburren por estar juntos. Cuando nos acontece vivir un momento de intensísima y pura alegría ¿no nace quizás en nosotros el deseo de que dure para siempre y que no termine nunca? Acá abajo estos estados no duran para siempre, porque no hay un objeto al que se pueda satisfacer indefinidamente. Con Dios es distinto. Nuestra mente encontrará en él la Verdad y la Belleza, que no se acabará nunca de contemplar, y nuestro corazón encontrará el Bien, del que no se cansará nunca de gozar.

Quiero terminar con una bonita historia. En un monasterio medieval vivían dos monjes, unidos entre sí por una profunda amistad. Uno se llamaba Rufo y el otro Rufino. Durante todas las horas libres no hacían más que buscar el imaginarse y describir cómo sería la vida eterna en la Jerusalén celestial. Rufo, que era maestro albañil, se la imaginaba como una ciudad con puertas de oro, adornada con piedras preciosas; Rufino, que era organista, se la imaginaba como totalmente resonante de melodías celestiales. Al final, hicieron un pacto: quien de ellos muriere primero volvería a la noche siguiente para asegurarle al amigo que las cosas estaban precisamente como las habían imaginado. Bastaría una palabra: si era como habían pensado simplemente diría: taliter!, esto es, así es; si fuese distintamente (pero, la cosa era imposible) habría dicho: aliter!, distinto.

Una tarde, mientras estaba al órgano, se paró el corazón de Rufino. El amigo Rufo temblando vigiló durante toda la noche; pero... nada; esperó durante semanas y meses con vigilias y ayunos y, finalmente, en el aniversario de la muerte, he aquí que entra el amigo en su celda con un halo de luz. Viendo que calla, es él quien le pregunta, seguro de la respuesta afirmativa: taliter!, esto es, «¿es tal cual o es así, verdad?» Pero, el amigo mueve la cabeza con un signo negativo. Desesperado, le grita entonces: aliter?, esto es, «¿es otra cosa o es distinto?» De nuevo, un signo negativo con la cabeza. Y, finalmente, de los labios cerrados del amigo, como con un soplo, salen dos palabras: Totaliter aliter!, esto es, «¡Es totalmente otra cosa!»

Rufo entiende como si fuera un rayo de luz que el cielo es infinitamente más que lo que habían los dos imaginado, que no se puede describir y, de allí a poco, por el deseo de alcanzarlo, muere también él. El relato es una leyenda; pero, su contenido es, al menos, bíblico: «Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que lo aman» (1 Corintios 2, 9).

Un día, cuando nosotros atravesaremos los umbrales de la vida eterna yo estoy seguro que nos vendrán también para nosotros, espontáneas a los labios aquellas dos palabras: Totaliter aliter!, esto es, ¡Es totalmente otra cosa! Lo deseo de corazón para mí y para todos vosotros.

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Dar testimonio de Cristo vivo

La ascensión de Nuestro Señor Jesucristo al cielo es la evidencia más tangible de que Él es el Hijo de Dios, que bajó del cielo para hacerse hombre y morir por la salvación de los hombres, que descendió a los infiernos anunciando su victoria, que resucitó de entre los muertos y subió a los cielos, para sentarse a la derecha de su Padre y ser glorificado con la gloria que tenía antes de que el mundo existiera, y que al mismo tiempo se ha quedado en el mundo en la Eucaristía y en cada hijo de Dios.

Jesús, Rey y Señor, ha destinado a sus apóstoles, a los sucesores de los apóstoles y a los sacerdotes que ellos ordenan, para que hagan sus obras y lleven el Evangelio a todos los pueblos, para que todos puedan conocerlo y crean en Él.

Conquistar los corazones de los hombres es una misión y responsabilidad muy grande, porque el que crea será salvado, pero el que se resista a creer será condenado.

Eleva tú la mirada al cielo, y recibe los dones y gracias que el Señor te envía por la acción del Espíritu Santo, para que, fortalecido, puedas cumplir con tu misión como testigo de que Cristo está vivo, llevando la buena nueva y dando testimonio con tu vida de que Él vive en ti, haciendo sus obras, viviendo tu vida ordinaria con los pies en la tierra, pero con el corazón en el cielo, que es en donde están tus tesoros.

Pero no te quedes mirando al cielo, no tengas miedo, llénate de valor y ve a anunciar que Cristo ha vencido al mundo.

Alégrate, porque tú has creído en el Señor y en sus promesas, y Él te ha prometido que estará contigo todos los días hasta el fin del mundo.

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Basta con una vida de fe

San Mateo, que se extiende más que los otros evangelistas narrando otros momentos de la vida pública del Señor, incluso la infancia y los antecedentes del Mesías es, sin embargo, muy escueto cuando se refiere a lo sucedido después de la Resurrección. Pero nos transmite, en todo caso, unas palabras decisivas de Jesús a sus Apóstoles, con las que hace herederos de su misión y su gracia a todos los pueblos que serán evangelizados. Haced discípulos a todos los pueblos, dice a los que le escuchaban. Con lo que les otorga el poder de llamar a otros para que sean también evangelizadores en su nombre. Y, Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. Afirmando así, de otro modo, su misteriosa presencia –su inhabitación– en cada discípulo, además de garantizar para siempre la eficacia de los que trabajen en su nombre.

El Evangelista inmediatamente antes de estas palabras, con las que concluye su Evangelio, reconoce la falta de fe de algunos de esos discípulos escogidos por el Señor. Incluso en el último momento, cuando podríamos pensar que la obra del Señor con ellos estaba ya cumplida, sus apóstoles se muestran inseguros como tantas veces. Es evidente que la Redención no podrá apoyarse sin más en hombres así.

Entre otras virtudes, Jesús pedía a sus discípulos fe. Era mucho lo que esperaba de ellos. Era considerable el cambio que debían dar al mundo de la época y, a partir de ellos, la transformación que estaba por realizar hasta el fin del mundo. Tanto esperaba de ellos y tan grande era el cambio anunciado que a cualquiera le parecía imposible. Pero Jesús es el Hijo de Dios y viene a establecer un modo divino de proceder en el mundo, totalmente nuevo, insólito hasta entonces. Lo que sería desproporcionado para la capacidad humana resulta normal para Dios. Es una afirmación constante del Evangelio: Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios. Así responde, por ejemplo, Jesús cuando sus discípulos ven todo dificultades en la conversión de la gente. Les argumenta el Maestro con ejemplos, animándoles a tener fe: Porque os digo que si tuvierais fe como un granito de mostaza, podríais decir a este monte: Trasládate de aquí allá, y se trasladaría, y nada os sería imposible.

La Redención del hombre es obra de Dios y, como tal, lleva su firma: la impronta de lo imposible para el hombre. Ya el arcángel Gabriel se lo recordó a María, que no podía comprender su concepción virginal. Le habló del prodigio que poco antes había obrado Dios con su prima Isabel: En su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que era llamada estéril, hoy cuenta ya el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible. Dijo entonces María: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Esta es la actitud de María que acoge en sí el poder de Dios, sintiéndose inmersa en un plan que le trasciende por ser divino, pero que, precisamente por ser de Dios, acoge.

El reconocimiento de la debilidad humana frente a la omnipotencia divina es el primer paso –diríamos– de la relación con nuestro Creador. Debilidad que, en el caso humano, no sólo se manifiesta en la limitación de poder, propia de toda criatura, sino sobre todo en la imperfección de la conducta, en la tendencia al pecado y en el propio pecado, que de diversos modos acompaña nuestras obras y toda la existencia humana.

El hombre, por tanto, no puede alcanzar la Redención apoyándose en sí mismo, en su perfección y menos todavía extender el Evangelio en el mundo. De intentarlo estaría pretendiendo lo imposible. Basta, sin embargo, la perfección y poder divinos para hacernos santos. Y esto incluso a pesar de nuestras imperfecciones; de la falta de fe, por ejemplo, que, como los demás pecados, Nuestro Padre Dios perdona con creces cuando nos arrepentimos y le pedimos perdón sinceramente. Por eso advierte también san Mateo que Jesús, como si no diera excesiva importancia a la debilidad humana, en este caso, apoyándose sólo en su propio querer, decide permanecer para siempre entre los hombres de este mundo. Así muestra más aún su amor y garantiza eficazmente la salvación de cuantos quieren ser suyos.

La enseñanza de Jesús nos lleva a hacernos como niños y por tanto muy conscientes de ser débiles y de necesitar ayuda. Recordamos que es un consejo del Señor. Más aún, una condición imprescindible si queremos entrar en el Reino de los Cielos. Conociendo nuestra inevitable pequeñez, nos apoyamos en su grandeza y, sintiéndonos fuertes entonces, a pesar de que sea muy notoria nuestra debilidad, no encontramos límites insuperables en la tarea encomendada. Era el programa para la vida que sugería san Josemaría:

Amigo mío: si tienes deseos de ser grande, hazte pequeño.

Ser pequeño exige creer como creen los niños, amar como aman los niños, abandonarse como se abandonan los niños..., rezar como rezan los niños.

Ellos son por excelencia los que cuentan para todo con su padre. Por eso nos los pone Jesús como ejemplo.

Ejemplo es asimismo la Virgen María que es la más perfecta criatura y la más eficaz, porque hizo en Ella cosas grandes el Todopoderoso.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

La Iglesia, institución y misterio

En la primera lectura hemos escuchado el relato de la Ascensión. No sabemos cuánto de la escena esbozada es realidad histórica y cuánto es ampliación simbólica de Lucas y de la primitiva comunidad. Sabemos, eso sí con certeza, el significado que esta escena tenía en el pensamiento del evangelista. Era la solemne inauguración de la Iglesia. Jesús resucitado dejaba de estar en la tierra, como había estado hasta entonces, para entrar en otra dimensión: la dimensión escatológica que él había inaugurado al romper el muro de la muerte. Con la Ascensión empezaba el tiempo de la Iglesia, un tiempo encerrado entre dos eventos: la subida de Cristo hacia la derecha de Dios y su regreso hasta el fin de los tiempos: Este Jesús que les ha sido quitado y fue elevado al cielo, vendrá de la misma manera que lo han visto partir.

En las páginas de Lucas vemos ya a esta Iglesia esbozada en sus lineamientos esenciales y en sus estructuras básicas: allí están los apóstoles, es decir, los testigos; el Espíritu, testigo por excelencia e intérprete de la palabra de Cristo; los destinatarios, que son todos los confines de la tierra. Es la Iglesia institución y carisma, nuestra Iglesia hecha de hombres, pero también de Espíritu Santo, “vaso de arcilla” que lleva, sin embargo, un gran tesoro.

El Evangelio resalta este cuadro de la Iglesia naciente y nos hace asistir a sus primeros pasos en la historia. Ello nos lleva al momento en el cual Jesús les está dando las últimas instrucciones a los apóstoles antes de dejar los. Es el momento en el cual entrega la institución fundamental —el Bautismo—, destinada a generar la Iglesia como el matrimonio genera la familia: Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Mateo nos replantea, en este punto, la misma visión llena de significado que hemos notado en el relato de los Hechos. Jesús sube hacia la derecha del Padre y los apóstoles parten a predicar por todo el mundo. La Iglesia ha nacido y comienza su camino en la historia. La que se nos presenta en estos textos, entonces, es la Iglesia de aquí abajo, hecha de hombres, que ha recibido un mandato para predicar, bautizar, ser, en una palabra, signo y lugar de salvación para todas las gentes.

Si ahora pasamos al pasaje de san Pablo que hemos leído en la segunda lectura, nos encontramos observando la misma realidad, el mismo evento, pero desde un punto de observación nuevo y distinto. El acontecimiento de la glorificación y de la elevación de Jesús a la derecha del Padre está claramente contenida allí: Lo resucitó de entre los muertos y lo hizo sentar a su derecha en el cielo. Pero la Iglesia que nace de este evento parece ser una Iglesia toda espiritual e interior, sin apóstoles, sin bautismo, sin instituciones. Ella es el dominio de Cristo sobre todas las cosas, el cuerpo del Redentor dejado aquí abajo, en espera de realizarse plenamente, miembro por miembro, haciéndose parecido a la cabeza para ser digno de seguirlo en su glorificación, hasta llegar a ser con él “un solo cuerpo y un solo espíritu”.

Una visión grandiosa y cósmica se despliega ante nuestra mirada de creyentes. El Cristo sentado en el vértice del universo como su cabeza y como su centro de iluminación, a quien todo tiene como fin y a quien todo tiende entre los gemidos de la situación presente. Sí, también esto es la Iglesia; es la otra cara, la escondida, de la Iglesia. Este Cristo glorificado que atrae hacia sí el universo es el alma de la Iglesia; es la Iglesia de la reunión, porque allí irán a reunirse y aglutinarse todos los “signadas” de la tierra.

¿Existen entonces, desde el día de su nacimiento, dos Iglesias? ¿Acaso estamos irremediablemente obligados a elegir entre la Iglesia visible de Lucas y de Mateo y la iglesia espiritual de Pablo? ¿Entre la Iglesia institución y la Iglesia misterio?

La tentación es grande, y hoy se plantea en forma álgida para los cristianos. Es la tentación de elegir la parte en lugar del todo. Está quien elige vivir en la Iglesia institución, sin ver en ella más que una ordenada sociedad, estructurada jerárquicamente, y quien, por el contrario, no acepta de ella más que la cara invisible y espiritual. Pero por este camino siempre se tendrá sólo una larva de Iglesia, una Iglesia a medias. La Iglesia verdadera de Jesucristo es el resultado viviente de una y otra cosa: de la Iglesia visible y de su misterio escondido; es el Cristo total, hecho de la cabeza glorificada y del cuerpo que vive aquí abajo. La verdadera Iglesia es —como Cristo— teándrica, es decir, divina y humana inseparablemente. De ella, en el Concilio Vaticano II, se ha dicho que “la sociedad constituida por organismos jerárquicos y el cuerpo de Cristo, la comunidad visible y la espiritual, la Iglesia terrenal y la Iglesia ya en posesión de los bienes celestes, no se deben considerar como dos cosas distintas, sino integrantes de una sola y compleja realidad resultante de un doble elemento, el humano y el divino” (LG, n. 8).

San Pablo, en otra parte de su carta a los efesios, nos pone en camino hacia esta síntesis; en efecto, volviendo a partir del evento de la elevación de Cristo a la derecha del Padre, él delinea esta doble realidad de la Iglesia como misterio y como institución, devolviéndonos su verdadera imagen católica: Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Hay un solo Dios y Padre de todos...: ésta es la Iglesia misterio. Pero, sigue Pablo, cada uno de nosotros ha recibido su propio don, en la medida que Cristo los ha distribuido. Estos dones son los ministerios que constituyen la Iglesia visible: Él comunicó a unos el don de ser apóstoles, a otros profetas, a otros predicadores del Evangelio, a otros pastores o maestros...en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo, ese Cuerpo que recibe unidad y cohesión, gracias a los ligamentos que lo vivifican y a la acción armoniosa de todos los miembros... y así crece y se edifica en el amor (Ef. 4. 5-16).

La Ascensión aparece así, no tanto como la fiesta de la partida de Jesús de este mundo, sino como la fiesta de su permanencia aquí abajo. En efecto, él no ha dejado este universo nuestro. “No abandonó el cielo cuando de allí descendió hasta nosotros, y tampoco se alejó de nosotros cuando subió de nuevo al cielo. A él se lo exalta más allá de los cielos; sin embargo, sufre acá en la tierra todos los dolores que nosotros, sus miembros, soportamos. De esto dio testimonio al gritar: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (San Agustín, Sermo Mai, 98). Cristo todavía está presente y comprometido en este mundo con todo su cuerpo, que es la Iglesia.

Esta Iglesia integral, Cabeza y cuerpo, celebra ahora su Eucaristía. Es éste el momento en el cual aquella unidad siempre difícil entre institución y misterio nos es ofrecida como experiencia de vida. Aquí se hace presente toda la Iglesia visible: están la asamblea de los fieles, el sacerdocio, el sacrificio, la palabra, los signos sacramentales. Y bien, toda esta Iglesia entra ahora, en nuestra celebración, en comunión de vida, real, con la Iglesia escondida que es el Cristo glorioso a la derecha del Padre y el Espíritu que de él emana para santificar a los creyentes. Por un instante, como en Emaús, él es reconocible. Se realiza la unidad de la Iglesia en el sacramento, y nosotros creyentes somos llamados a vivir intensamente y en profundidad esta experiencia de unidad, para expresarla después en toda nuestra vida y ser testigos de ella frente al mundo.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en el Pontificio Colegio Escocés de Roma (3-VI-1984)

− Ascensión: primicia de nuestra vida celestial

Amados hermanos en Cristo:

Hoy celebra la Iglesia la vida que Jesús vive en el cielo con su Padre y en unión con el Espíritu Santo. Hoy la Iglesia proclama la gloria de Cristo su Cabeza y la esperanza que colma a todo el Cuerpo místico. En el misterio de la Ascensión, la Iglesia meditó sobre el amor inmenso que tiene el Padre a su Hijo: “Todo lo puso bajo sus pies y lo dio a la Iglesia como Cabeza sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos” (Ef 1,22-23).

Precisamente porque somos el Cuerpo de Cristo, tomamos parte en la vida celestial de nuestra Cabeza. La Ascensión de Jesús es el triunfo de la humanidad, porque la humanidad está unida a Dios para siempre, y glorificada para siempre en la persona del Hijo de Dios. Cristo glorioso jamás permitirá ser separado de su Cuerpo. Estamos ya unidos a Él en su vida celestial porque ha ido por delante de nosotros como Cabeza nuestra. Además, Cristo nos confirma el derecho de estar con Él y desde su trono de gracia infunde constantemente la vida −su propia vida− en nuestras almas. Y el instrumento de que se vale para hacerlo es su propia humanidad glorificada, con la que estamos unidos por la fe y los sacramentos.

No sólo tomamos parte nosotros −la Iglesia− en la vida de la Cabeza glorificada, sino que Cristo Cabeza comparte plenamente la vida peregrinante de su Cuerpo y la dirige y canaliza hacia su recto fin en la gloria celestial. Y cuanto más unidos estéis, hermanos míos, con Cristo en el misterio de su Ascensión −Quae sursum sunt quaerite!−, más sensibles seréis a las necesidades de los miembros de Cristo que luchan con fe por alcanzar la visión de la inmutabilidad de Dios en la gloria.

− Ascensión y misión evangelizadora

Desde su lugar glorioso Jesús es para siempre. Mediador nuestro ante el Padre y comunica a su Cuerpo la fuerza de vivir totalmente, como Él para el Padre. Levantado a la diestra de Dios como Jefe y Salvador, Jesús distribuye perdón a la humanidad (cfr. Hch 5,31). En el misterio de la Ascensión, Jesús cumple el papel sacerdotal que le ha asignado el Padre: interceder por sus miembros, “pues vive siempre para interceder en su favor” (Heb 7,25).

Reflexionando sobre la Ascensión del Señor, seréis confirmados en vuestra vocación de intercesores en favor del Pueblo de Dios, sobre todo de vuestra Escocia natal.

Por el poder inherente a la celebración litúrgica de Cristo glorificado seréis capaces de cumplir dignamente su último mandato de evangelizar, dado antes de la Ascensión: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt 28,19-20). Existe una conexión real entre la gracia que os infunde Jesús hoy en el corazón y vuestra futura misión de heraldos de su Evangelio. Ningún apóstol puede olvidar que la Ascensión está unida al hecho de que el Espíritu Santo vendrá y Cristo seguirá presente a través de la palabra y del sacramento. Toda vuestra misión consiste en hacer presente a Cristo.

La responsabilidad del futuro de la Iglesia de Escocia descansa en vuestros hombros y en el de los jóvenes compañeros vuestros. Pero podéis estar seguros de que Cristo glorificado os sostendrá en vuestra misión. La victoria y triunfo de su Ascensión y su elevación a la diestra del Padre se comunicará a las futuras generaciones de la Iglesia a través de vosotros y mediante la proclamación del misterio que vosotros haréis. ¡Qué maravillosa llamada habéis recibido! ¡Qué modo entusiasmante de gastar la única vida que tenéis!

− Fe y esperanza

Bajo muchos aspectos la solemnidad de la Ascensión es algo muy personal para vosotros. Al revelarse en gloria, Jesús refuerza vuestra fe en su divinidad. Os intima a creer en Aquel que ha sido quitado de vuestra vista. Al mismo tiempo, la fiesta se transforma para vosotros en una celebración de esperanza y confianza porque habéis aceptado la proclamación del ángel y estáis plenamente convencidos de que “el mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse” (Hch 1,11). Mientras tanto sabéis que permanece con vosotros, envía su Santo Espíritu para que more en su Iglesia y por medio de su Iglesia os hable y mueva el corazón. Tenéis confianza porque sabéis que “aparecerá por segunda vez, sin ninguna relación al pecado, para salvar definitivamente a los que lo esperan” (Heb 9,28).

Cuanto más centréis la atención en Cristo glorificado en el cielo, más caeréis en la cuenta de que toda sabiduría, santidad y justicia pertenecen a Él y se encuentran en Él. Y de este modo la fiesta resulta ocasión de gran humildad. La redención y santificación se deben a su acción y palabra. El plan de salvación revelado por Él trasciende toda sabiduría humana y merece reverencia y respeto profundos. Ante el misterio de la Revelación divina, la poquedad humana resulta muy evidente. La inteligencia humana, con todo su noble proceso de razonamiento, aparece con sus limitaciones y su necesidad de ser ayudada por el misterio del Magisterio de la Iglesia, a través del cual el Espíritu de Cristo vivo da una certeza que la inteligencia humana jamás puede garantizar. Y también por esto la Iglesia con San Pablo en esta liturgia de la Ascensión pide que recibáis de Dios el espíritu de sabiduría y entendimiento de lo que él mismo revela a su Iglesia (cfr. Ef 1,17). Sí, desde su trono de gloria el Verbo encarnado os dirige y os forma mientras os preparáis a su sacerdocio.

Es grande vuestro privilegio: estar en Roma y forramos aquí en la fe apostólica, para que volváis y proclaméis el misterio de Cristo en toda su pureza y poder a vuestros compatriotas escoceses. Este es el privilegio y tradición que compartís con San Niniano, proto-obispo de Escocia. Hace siglos él recorrió el camino que estáis llamados a andar vosotros y toda Escocia ha sido bendecida por su fidelidad como lo será por la vuestra. La aportación perdurable de San Niniano está bellamente expresada así:

“Nacido de nuestra raza escocesa, / Dios te condujo por gracia / a encontrar en Roma / una perla tan altamente cotizada: / el credo intacto de Cristo / y llevarlo a la patria”.

En el poder de la Ascensión del Señor, que es vuestra fuerza hoy, renovad la entrega, queridos hermanos, a vuestra obra sacerdotal, a vuestra llamada especial a consagrar la juventud y la vida entera a proclamar y construir el reino de los cielos, y así dar gloria a Él, que reina para siempre a la diestra del Padre en la unidad del Espíritu Santo. Y recordad: “Para encontrar en Roma... el credo intacto de Cristo y llevarlo a la patria”.

Y nuestra bendita Madre María, unida al triunfo de su Hijo mediante su Asunción, os sostenga mientras esperáis con gozosa confianza la venida de nuestro Salvador Jesucristo. Amén.

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

El acontecimiento final de la vida de Jesús en forma humana es su admirable Ascensión a los Cielos donde es colocado por encima de “todo principado, potestad, fuerza y dominación..., por encima de todo nombre conocido, no sólo de este mundo sino del futuro” (2ª lect).

Es el triunfo merecido y justo de Jesús sobre sus enemigos, así como un anticipo del nuestro. ¡Un hombre ha entrado ya en los cielos, la Cabeza de un gran Cuerpo cuyos miembros somos cada uno de nosotros! “Dios asciende entre aclamaciones... Pueblos batid palmas, aclamad a Dios. Tocad para Dios, tocad para nuestro Rey. Tocad con maestría. Dios reina sobre las naciones” (Salmo Resp.).

Antes de marcharse, el Señor convocó a los suyos en el monte de los olivos, esto es, donde había comenzado su dolorosa Pasión. Cristo quiso que los suyos compartieran su triunfo allí donde comenzó su aparente derrota. Es como si Jesús quisiera que comprendieran −también nosotros− que allí donde hay dolor, sufrimientos, allí el cristiano está construyendo la plataforma para dar su salto al Cielo.

Que Cristo eligiese el Monte de los Olivos, esto es, el lugar de la derrota para mostrar a sus discípulos su poder y su gloria subiendo a los Cielos, constituye una enseñanza más que el cristiano no debe olvidar. ¡En cuántas ocasiones nos dejamos llevar por el desaliento, la tristeza, el miedo al qué dirán o pensarán, cuando el camino presenta su vertiente menos grata o nos movemos en un clima moral adverso! ¡No olvidemos esta lección! Sí, a todos aquellos que lo están pasando mal por Jesucristo, Él les dice: “Dichosos seréis cuando os insulte y os persigan y digan de vosotros, mintiendo, toda clase de males..., alegraos porque vuestra recompensa será muy grande en los cielos” (Mt 5,11).

Esta glorificación de la Humanidad del Señor no es para admirarla y disfrutarla mano sobre mano. Debemos anunciarla por todas partes como algo que concierne a todos. Antes de partir, Cristo dijo: “Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos... Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Algo parecido les dicen los ángeles: “Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? Ellos volvieron a Jerusalén “desde el Monte de los Olivos” y “marcharon a predicar por todas partes” (Mc 16,20).

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«Creer es también saberse enviado»

I. LA PALABRA DE DIOS

Hch 1,1-11: «Se elevó a la vista de ellos»

Sal 46,2-3.6-9: «Dios asciende entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas»

Ef 1,17-23: «Lo sentó a su derecha en el cielo»

Mt 28,16-20: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra»

II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO

Mientras San Lucas «hace caminar» a Jesús casi constantemente hacia Jerusalén para culminar allí su Pascua, San Mateo «hace salir» de allí a los discípulos para centrar en Galilea la misión que se les confía. Parece querer dejar atrás el giro en torno a la ciudad de David, para indicar que el Templo y la Ciudad habían perdido su significado y que sólo Jesús es el Nuevo Templo, y que el Resucitado era, es, el Centro de todo.

«¿Qué hacéis ahí mirando al cielo?» He aquí una forma de lucha de Cristo contra la tentación a la que parecían sentirse llamados los discípulos. Sumergirse en la realidad del mundo, anunciar su Reino, proclamarle a Él como resucitado: esa era la misión. Nadie tiene derecho a quitar a la fe su carácter de comunicable. Aunque resulte difícil el testimonio, nadie puede eludirlo. Creer en Jesucristo es tener conciencia de testigo enviado. La fe, al ser vivida, se hace testimonio.

III. SITUACIÓN HUMANA

La mirada que dirigimos al mundo puede convertirse en llamamiento. Nuestro mundo de hoy es más proclive al lamento que al compromiso. Porque es más sencillo quejarse que remediar algo.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe

– Jesús subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre Todopoderoso: “ «Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, no «penetró en un Santuario hecho por mano de hombre, ... sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro» (Hb 9,24)” (662; cf 659-664).

La respuesta

– Misión de los Apóstoles y de la Iglesia en el mundo: “Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, «llamó a los que él quiso, y vinieron donde él. Instituyó Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3,13-14). Desde entonces, serán sus «enviados». En ellos continúa su propia misión: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20,21)” (858, cf 859-860. 849-852).

– El testimonio de vida cristiana, exigencia para los bautizados: 2044. 2045. 2046.

El testimonio cristiano

– «La Iglesia, enriquecida por los dones de su Fundador y guardando fielmente sus mandamientos del amor, la humildad y la renuncia, recibe la misión de anunciar y establecer en todos los pueblos el Reino de Cristo y de Dios. Ella constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra (LG 5)» (768).

– «(La Iglesia) continúa y desarrolla en el curso de la historia la misión del propio Cristo, que fue enviado a evangelizar a los pobres .... impulsada por el Espíritu Santo debe avanzar por el mismo camino por el que avanzó Cristo; esto es, el camino de la pobreza, la obediencia, el servicio y la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que surgió victorioso por su resurrección (AG 5)» (852). Ante la tentación de quedarse extasiado (Tabor), ahora el mandato es apremiante: «Seréis mis testigos», para que «en el cielo, en la tierra y el abismo, toda rodilla se doble y todo el mundo proclame que Jesús es el Señor para gloria de Dios Padre».

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

Jesús nos espera en el Cielo

– Culmina en este misterio la exaltación de Cristo glorioso.

I. Una bendición fue el último gesto de Jesús en la tierra, según el Evangelio de San Lucas. Los Once han partido desde Galilea al monte que Jesús les había indicado, el monte de los Olivos, cercano a Jerusalén. Los discípulos, al ver de nuevo al Resucitado, le adoraron, se postraron ante Él como ante su Maestro y su Dios. Ahora son mucho más profundamente conscientes de lo que ya, mucho tiempo antes, tenían en el corazón y habían confesado: que su Maestro era el Mesías. Están asombrados y llenos de alegría al ver que su Señor y su Dios ha estado siempre tan cercano. Después de aquellos cuarenta días en su compañía podrán ser testigos de lo que han visto y oído; el Espíritu Santo los confirmará en las enseñanzas de Jesús, y les enseñará la verdad completa.

El Maestro les habla con la Majestad propia de Dios: Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra. Jesús confirma la fe de los que le adoran, y les enseña que el poder que van a recibir deriva del propio poder divino. La facultad de perdonar los pecados, de renacer a una vida nueva mediante el Bautismo... es el poder del mismo Cristo que se prolonga en la Iglesia. Esta es la misión de la Iglesia: continuar por siempre la obra de Cristo, enseñar a los hombres las verdades acerca de Dios y las exigencias que llevan consigo esas verdades, ayudarles con la gracia de los sacramentos...

Les dice Jesús: recibiréis el Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra.

Y después de decir esto, mientras ellos miraban, se elevó, y una nube lo ocultó a sus ojos. Así nos describe San Lucas la Ascensión del Señor en la Primera lectura de la Misa.

Poco a poco se fue elevando. Los Apóstoles se quedaron largo rato mirando a Jesús que asciende con toda majestad mientras les da su última bendición, hasta que una nube lo ocultó. Era la nube que acompañaba la manifestación de Dios: “era un signo de que Jesús había entrado ya en los cielos”.

La vida de Jesús en la tierra no concluye con su muerte en la Cruz, sino con la Ascensión a los cielos. Es el último misterio de la vida del Señor aquí en la tierra. Es un misterio redentor, que constituye, con la Pasión, la Muerte y la Resurrección, el misterio pascual. Convenía que quienes habían visto morir a Cristo en la Cruz entre insultos, desprecios y burlas, fueran testigos de su exaltación suprema. Se cumplen ahora ante la vista de los suyos aquellas palabras que un día les dijera: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. Y aquellas otras: Ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo y voy a Ti, Padre Santo.

La Ascensión del Señor a los Cielos la contemplamos en el segundo misterio glorioso del Santo Rosario. Se fue Jesús con el Padre. −Dos Ángeles de blancas vestiduras se aproximan a nosotros y nos dicen: Varones de Galilea, ¿qué hacéis mirando al cielo? (Hech 1, 11).

Pedro y los demás vuelven a Jerusalén −cum gaudio magno− con gran alegría. (Lc 24, 52). −Es justo que la Santa Humanidad de Cristo reciba el homenaje, la aclamación y adoración de todas las jerarquías de los Ángeles y de todas las legiones de los bienaventurados de la Gloria.

– La Ascensión fortalece y alienta nuestro deseo de alcanzar el Cielo. Fomentar esta esperanza.

II. “Hoy no sólo hemos sido constituidos poseedores del paraíso −enseña San León Magno en esta solemnidad−, sino que con Cristo hemos ascendido, mística pero realmente, a lo más alto de los Cielos, y conseguido por Cristo una gracia más inefable que la que habíamos perdido”.

La Ascensión fortalece y alienta nuestra esperanza de alcanzar el Cielo y nos impulsa constantemente a levantar el corazón, como nos invita a hacer el prefacio de la Misa, con el fin de buscar las cosas de arriba. Ahora nuestra esperanza es muy grande, pues el mismo Cristo ha ido a prepararnos una morada.

El Señor se encuentra en el Cielo con su Cuerpo glorificado, con la señal de su Sacrificio redentor, con las huellas de la Pasión que pudo contemplar Tomás, que claman por la salvación de todos nosotros. La Humanidad Santísima del Señor tiene ya en el Cielo su lugar natural, pero Él, que dio su vida por cada uno, nos espera allí. Cristo nos espera. Vivimos ya como ciudadanos del cielo (Flp 3, 20), siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la alegría y de la serenidad que da el saberse hijo amado de Dios (...).

Si, a pesar de todo, la subida de Jesús a los cielos nos deja en el alma un amargo regusto de tristeza, acudamos a su Madre, como hicieron los apóstoles: entonces tornaron a Jerusalén... y oraban unánimemente... con María, la Madre de Jesús (Hech 1, 12-14)”.

La esperanza del Cielo llenará de alegría nuestro diario caminar. Imitaremos a los Apóstoles, que “se aprovecharon tanto de la Ascensión del Señor que todo cuanto antes les causaba miedo, después se convirtió en gozo. Desde aquel momento elevaron toda la contemplación de su alma a la divinidad sentada a la diestra del Padre; la misma visión de su cuerpo no era obstáculo para que la inteligencia, iluminada por la fe, creyera que Cristo, ni descendiendo se había apartado del Padre, ni con su Ascensión se había separado de sus discípulos”.

– La Ascensión y la misión apostólica del cristiano.

III. Cuando estaban mirando atentamente al cielo mientras Él se iba, se presentaron junto a ellos dos hombres con vestiduras blancas que dijeron: Hombres de Galilea, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, vendrá de igual manera que le habéis visto subir. “También como los Apóstoles, permanecemos entre admirados y tristes al ver que nos deja. No es fácil, en realidad, acostumbrarse a la ausencia física de Jesús. Me conmueve recordar que, en un alarde de amor, se ha ido y se ha quedado; se ha ido al Cielo y se nos entrega como alimento en la Hostia Santa. Echamos de menos, sin embargo, su palabra humana, su forma de actuar, de mirar, de sonreír, de hacer el bien. Querríamos volver a mirarle de cerca, cuando se sienta al lado del pozo cansado por el duro camino (Cfr. Jn 4, 6), cuando llora por Lázaro (Cfr. Jn 11, 35), cuando ora largamente (Cfr. Lc 6, 12), cuando se compadece de la muchedumbre (Cfr. Mt 15, 32; Mc 8, 2).

Siempre me ha parecido lógico y me ha llenado de alegría que la Santísima Humanidad de Jesucristo suba a la gloria del Padre, pero pienso también que esta tristeza, peculiar del día de la Ascensión, es una muestra del amor que sentimos por Jesús, Señor Nuestro. Él, siendo perfecto Dios, se hizo hombre, perfecto hombre, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Y se separa de nosotros, para ir al cielo. ¿Cómo no echarlo en falta?.

Los ángeles dicen a los Apóstoles que es hora de comenzar la inmensa tarea que les espera, que no se debe perder un instante. Con la Ascensión termina la misión terrena de Cristo y comienza la de sus discípulos, la nuestra. Y hoy, en nuestra oración, es bueno que oigamos aquellas palabras con las que el Señor intercede ante Dios Padre por nosotros mismos: no pido que los saques del mundo, de nuestro ambiente, del propio trabajo, de la propia familia..., sino que los preserves del mal. Porque quiere el Señor que cada uno en su lugar continúe la tarea de santificar el mundo, para mejorarlo y ponerlo a sus pies: las almas, las instituciones, las familias, la vida pública... Porque sólo así el mundo será un lugar donde se valore y respete la dignidad humana, donde se pueda convivir en paz, con la verdadera paz, que tan ligada está a la unión con Dios.

Nos recuerda la fiesta de hoy que el celo por las almas es un mandato del Señor, que, al subir a su gloria, nos envía como testigos suyos por el orbe entero. Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima.

Quienes conviven o se relacionan con nosotros nos han de ver leales, sinceros, alegres, trabajadores; nos hemos de comportar como personas que cumplen con rectitud sus deberes y saben actuar como hijos de Dios en las incidencias que acarrea cada día. Las mismas normas corrientes de la convivencia −que para muchos quedan en algo externo, necesario para el trato social− han de ser fruto de la caridad, manifestaciones de una actitud interior de interés por los demás: el saludo, la cordialidad, el espíritu de servicio...

Jesús se va, pero se queda muy cerca de cada uno. De un modo particular lo encontramos en el Sagrario más próximo, quizá a menos de un centenar de metros de donde vivimos o trabajamos. No dejemos de ir muchas veces, aunque sólo podamos con el corazón en la mayoría de las ocasiones, a decirle que nos ayude en la tarea apostólica, que cuente con nosotros para extender por todos los ambientes su doctrina.

Los Apóstoles marcharon a Jerusalén en compañía de Santa María. Junto a Ella esperan la llegada del Espíritu Santo. Dispongámonos nosotros también en estos días a preparar la próxima fiesta de Pentecostés muy cerca de nuestra Señora.

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Dr. Josef ARQUER (Tréveris, Alemania) (www.evangeli.net)

«Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra»

Hoy, contemplamos unas manos que bendicen —el último gesto terreno del Señor (cf. Lc 24,51). O unas huellas marcadas sobre un montículo —la última señal visible del paso de Dios por nuestra tierra. En ocasiones, se representa ese montículo como una roca, y la huella de sus pisadas queda grabada no sobre tierra, sino en la roca. Como aludiendo a aquella piedra que Él anunció y que pronto será sellada por el viento y el fuego de Pentecostés. La iconografía emplea desde la antigüedad esos símbolos tan sugerentes. Y también la nube misteriosa —sombra y luz al mismo tiempo— que acompaña a tantas teofanías ya en el Antiguo Testamento. El rostro del Señor nos deslumbraría.

San León Magno nos ayuda a profundizar en el suceso: „«Lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado ahora a sus misterios». ¿A qué misterios? A los que ha confiado a su Iglesia. El gesto de bendición se despliega en la liturgia, las huellas sobre tierra marcan el camino de los sacramentos. Y es un camino que conduce a la plenitud del definitivo encuentro con Dios.

Los Apóstoles habrán tenido tiempo para habituarse al otro modo de ser de su Maestro a lo largo de aquellos cuarenta días, en los que el Señor —nos dicen los exegetas— no “se aparece”, sino que —en fiel traducción literal— “se deja ver”. Ahora, en ese postrer encuentro, se renueva el asombro. Porque ahora descubren que, en adelante, no sólo anunciarán la Palabra, sino que infundirán vida y salud, con el gesto visible y la palabra audible: en el bautismo y en los demás sacramentos.

«Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Todo poder... Ir a todas las gentes... Y enseñar a guardar todo... Y El estará con ellos —con su Iglesia, con nosotros— todos los tiempos (cf. Mt 28,19-20). Ese “todo” retumba a través de espacio y tiempo, afirmándonos en la esperanza.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Quedarse con Jesús

«Sepan que yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo»

Eso dijo Jesús.

Y lo dijo antes de subir al cielo.

Y se lo dijo a los Apóstoles, que lo escucharon y le creyeron.

Tu Señor estuvo con ellos, y con los que lo siguieron después de ellos, como está contigo, sacerdote. Y tú, sacerdote, ¿le crees?

Y así como Él está contigo, ¿tú estás con Él?

Tu Señor es tu amigo. Y tú, sacerdote, ¿eres un amigo fiel?

Tu Señor está contigo. Permanece tú con Él. No mirando al cielo, viendo que se ha ido, sino haciendo sus obras, seguro de que Él está contigo.

Tu Señor te ha llamado, y te ha elegido, y te ha enviado a bautizar a su pueblo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

No le digas que no sabes hablar, y eres tan solo un muchacho, porque allá a donde te envíe irás, y todo cuanto te ordene lo dirás.

Tu Señor te dice “no les tengas miedo, que yo estoy contigo para salvarte”.

Y tú, sacerdote, ¿le crees?

Tu Señor te ha dicho: “yo te envío para que seas mi testigo”, y ha puesto sus palabras en tu boca.

A Él le ha sido dado todo el poder en los cielos y en la tierra. Y con ese poder te envía a predicar el Evangelio por todo el mundo, para que crean en Él, y con ese poder te envía a todas las naciones, para arrancar y abatir, para destruir y arruinar, para construir y plantar.

Pero tu Señor, que ha sido en todo igual a ti, menos en el pecado, conoce tu debilidad, tu fragilidad, tu incapacidad, tu miseria, tu maldad, tu concupiscencia, tu impotencia, tu ignominia, tu infidelidad, tu soberbia, tu egoísmo, tu falta de generosidad, tu fe debilitada, tu esperanza atribulada, tu falta de paz, tu miedo, tu angustia, tu temor a la soledad que te lleva al desánimo y a la inseguridad, que da cabida a la duda y a la incredulidad.

Te comprende, te compadece, porque te entiende, y sabe que, a pesar de ser un pecador, tú tienes mucho amor, y eso le basta, porque un corazón contrito y humillado Él no lo desprecia.

Tu Señor te conoce, sacerdote, y sabe que tú solo no puedes, pero que quieres lo que Él quiere, que quieres porque Él quiere, que quieres como Él quiere, y que quieres cuando Él quiere.

Esa es la disposición que te mantiene configurado con tu Señor, en un mismo espíritu, y en un solo corazón, por el Espíritu Santo que se ha derramado en ti, porque lo amas.

Tu Señor ha subido al cielo a sentarse a la derecha de su Padre, para ser glorificado con la gloria que tenía junto a Él, antes de que el mundo existiera.

Y a ti, sacerdote, de esa gloria te hace parte, y te envía a hacer sus obras y aún mayores, para que sea glorificado el Padre en el Hijo.

Por tanto, sacerdote, tu Señor glorifica al Padre a través de ti.

Tu Señor, que ha venido al mundo a morir por ti, para salvarte, ha resucitado, y ha subido al Padre, para enviarte al Espíritu Santo que te une a Él, y te hace uno con Él, porque tu Señor ha venido al mundo para quedarse.

Tu Señor se queda contigo, sacerdote, y a través de ti permanece su presencia viva en el mundo, hasta que vuelva.

(Espada de Dos Filos II, n. 86)

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