Pentecostés (Ciclo A)

Escrito el 08/07/2025
Julia María Haces

Domingo de Pentecostés (A)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

 

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Homilías en la fiesta de Pentecostés 2013 a 2017
  • BENEDICTO XVI – Homilía del 12 de junio de 2011
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Rev. D. Joan MARTÍNEZ Porcel (Barcelona) Misa de la víspera
  • Mons. Josep Àngel SAIZ i Meneses, Obispo de Terrassa (Barcelona)
  • CONGREGACIÓN PARA EL CLERO (www.clerus.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

***

Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

***

DEL MISAL MENSUAL

LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU

Hech 2, 1-11; 1 Cor 12, 3-7.12-13; Jn 20, 19-23

La fiesta judía de Pentecostés estaba asociada en la tradición judía con la entrega de la ley de Moisés en el Sinaí. Siendo al inicio una fiesta agrícola que ponía término al ciclo de la cosecha, quedo vinculada a una fiesta que conmemoraba la alianza entre Dios y su pueblo. En la óptica de la apropiación cristiana de las fiestas judías se sigue el esquema de promesa y cumplimiento. En la pedagogía divina quedaba superada la dinámica de la coerción que va asociada al cumplimiento de las leyes. El dinamismo del Espíritu que se derrama en Pentecostés activa una moción interna que familiariza al creyente con la voluntad de Dios. Una renovación interior solamente puede ser eficaz si cuenta con el impulso decisivo de Dios.

El Espíritu regenera el corazón de cada creyente y le permite vivir en sintonía con sus convicciones más profundas.

La Misa de la Vigilia de Pentecostés se dice en la tarde del sábado, ya sea antes o después de las primeras Vísperas de la solemnidad. Se proponen dos formas.

Misa de la Vigilia

ANTÍFONA DE ENTRADA Rom 5, 5; cfr. 8, 11

El amor de Dios ha sido infundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que habita en nosotros. Aleluya.

ORACIÓN COLECTA

Concede, Dios todopoderoso, que resplandezca sobre nosotros el fulgor de tu gloria, y tú, luz de luz, mediante la iluminación del Espíritu Santo, reafirma los corazones de quienes, por tu gracia, renacieron a una vida nueva. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Derramaré mi espíritu sobre mis siervos y siervas.

Del libro del profeta Joel: 3, 1-5

Esto dice el Señor Dios: “Derramaré mi espíritu sobre todos; profetizarán sus hijos y sus hijas, sus ancianos soñarán sueños y sus jóvenes verán visiones. También sobre mis siervos y mis siervas derramaré mi espíritu en aquellos días. Haré prodigios en el cielo y en la tierra: sangre, fuego, columnas de humo. El sol se oscurecerá, la luna se pondrá color de sangre, antes de que llegue el día grande y terrible del Señor.

Cuando invoquen el nombre del Señor se salvarán, porque en el monte Sión y en Jerusalén quedará un grupo, como lo ha prometido el Señor a los sobrevivientes que ha elegido”.

Palabra de Dios.

O bien:

El Señor infundirá su espíritu a los huesos secos y revivirán.

Del libro del profeta Ezequiel: 37, 1-14

En aquellos días, la mano del Señor se posó sobre mí, y su espíritu me trasladó y me colocó en medio de un campo lleno de huesos. Me hizo dar vuelta en torno a ellos. Había una cantidad innumerable de huesos sobre la superficie del campo y estaban completamente secos.

Entonces el Señor me preguntó: “Hijo de hombre, ¿podrán acaso revivir estos huesos? Yo respondí: “Señor, tú lo sabes”. Él me dijo: “Habla en mi nombre a estos huesos y diles: ‘Huesos secos, escuchen la Palabra del Señor. Esto dice el Señor Dios a estos huesos: He aquí que yo les infundiré el espíritu y revivirán. Les pondré nervios, haré que les brote carne, la cubriré de piel, les infundiré el espíritu y revivirán. Entonces reconocerán ustedes que yo soy el Señor’ “.

Yo pronuncié en nombre del Señor las palabras que él me había ordenado, y mientras hablaba, se oyó un gran estrépito, se produjo un terremoto y los huesos se juntaron unos con otros. Y vi cómo les iban saliendo nervios y carne y cómo se cubrían de piel; pero no tenían espíritu. Entonces me dijo el Señor: “Hijo de hombre, habla en mi nombre al espíritu y dile: ‘Esto dice el Señor: Ven, espíritu, desde los cuatro vientos y sopla sobre estos muertos, para que vuelvan a la vida’ “.

Yo hablé en nombre del Señor, como él me había ordenado. Vino sobre ellos el espíritu, revivieron y se pusieron de pie. Era una multitud innumerable. El Señor me dijo: “Hijo de hombre: Estos huesos son toda la casa de Israel, que ha dicho: ‘Nuestros huesos están secos; pereció nuestra esperanza y estamos destrozados’. Por eso habla en mi nombre y diles: “Esto dice el Señor: Pueblo mío, yo mismo abriré sus sepulcros, los haré salir de ellos y los conduciré de nuevo a la tierra de Israel. Cuando abra sus sepulcros y los saque de ellos, pueblo mío, dirán que yo soy el Señor. Entonces les infundiré mi espíritu, los estableceré en su tierra y sabrán que yo, el Señor, lo dije y lo cumplí’ “.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 103, 1-2a. 24.35c. 27-28. 29bc-30.

R/. Envía, Señor, tu Espíritu, a renovar la tierra. Aleluya.

Bendice al Señor, alma mía; Señor y Dios mío, inmensa es tu grandeza. Te vistes de belleza y majestad, la luz te envuelve como un manto. R/.

¡Qué numerosas son tus obras, Señor, y todas las hiciste con maestría! La tierra está llena de tus creaturas. Bendice al Señor, alma mía. R/.

Todos los vivientes aguardan que les des de comer a su tiempo; les das el alimento y lo recogen, abres tu mano y se sacian de bienes. R/.

Si retiras tu aliento, toda creatura muere y vuelve al polvo. Pero envías tu espíritu, que da vida, y renuevas el aspecto de la tierra. R/.

SEGUNDA LECTURA

El Espíritu intercede por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras.

De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 8, 22-27

Hermanos: Sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto; y no sólo ella, sino también nosotros, los que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente, anhelando que se realice plenamente nuestra condición de hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo.

Porque ya es nuestra la salvación, pero su plenitud es todavía objeto de esperanza. Esperar lo que ya se posee no es tener esperanza, porque, ¿cómo se puede esperar lo que ya se posee? En cambio, si esperamos algo que todavía no poseemos, tenemos que esperarlo con paciencia.

El Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras. Y Dios, que conoce profundamente los corazones, sabe lo que el Espíritu quiere decir, porque el Espíritu ruega conforme a la voluntad de Dios, por los que le pertenecen.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO

R/. Aleluya, aleluya.

Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. R/.

EVANGELIO

Brotarán ríos de agua que da la vida.

+ Del santo Evangelio según san Juan: 7, 37-39

El último día de la fiesta, que era el más solemne, exclamó Jesús en voz alta: “El que tenga sed, que venga a mí; y beba, aquel que cree en mí. Como dice la Escritura: Del corazón del que cree en mí brotarán ríos de agua viva”.

Al decir esto, se refería al Espíritu Santo que habían de recibir los que creyeran en él, pues aún no había venido el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Derrama, Señor, sobre estos dones la bendición de tu Espíritu Santo, para que, por medio de ellos, reciba tu Iglesia tan gran efusión de amor, que la impulse a hacer resplandecer en todo el mundo la verdad del misterio de la salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Jn 7. 37

El último día de la fiesta, Jesús se puso de pie y exclamó: El que tenga sed, que venga a mí y beba. Aleluya.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Que nos aprovechen, Señor, los dones que hemos recibido, para que estemos siempre llenos del fervor del Espíritu Santo que derramaste de manera tan inefable en tus Apóstoles. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Misa del día

ANTÍFONA DE ENTRADA Rom 5, 5; cfr. 8, 11

El amor de Dios ha sido infundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que habita en nosotros. Aleluya.

ORACIÓN COLECTA

Dios nuestro, que por el misterio de la festividad de Pentecostés que hoy celebramos santificas a tu Iglesia, extendida por todas las naciones, concede al mundo entero los dones del Espíritu Santo y continúa obrando en el corazón de tus fieles las maravillas que te dignaste realizar en los comienzos de la predicación evangélica. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y empezaron a hablar.

Del libro de los Hechos de los Apóstoles: 2,1-11

El día de Pentecostés, todos los discípulos estaban reunidos en un mismo lugar. De repente se oyó un gran ruido que venía del cielo, como cuando sopla un viento fuerte, que resonó por toda la casa donde se encontraban. Entonces aparecieron lenguas de fuego, que se distribuyeron y se posaron sobre ellos; se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en otros idiomas, según el Espíritu los inducía a expresarse.

En esos días había en Jerusalén judíos devotos, venidos de todas partes del mundo. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma.

Atónitos y llenos de admiración, preguntaban: “¿No son galileos todos estos que están hablando? ¿Cómo, pues, los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay medos, partos y elamitas; otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia y en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene. Algunos somos visitantes, venidos de Roma, judíos y prosélitos; también hay cretenses y árabes. Y sin embargo, cada quien los oye hablar de las maravillas de Dios en su propia lengua”.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 103, 1ab. 24ac. 29bc-30. 31. 34.

R/. Envía, Señor, tu Espíritu a renovar la tierra. Aleluya.

Bendice al Señor, alma mía; Señor y Dios mío, inmensa es tu grandeza. ¡Qué numerosas son tus obras, Señor! La tierra llena está de tus creaturas. R/.

Si retiras tu aliento, toda creatura muere y vuelve al polvo; pero envías tu espíritu, que da vida, y renuevas el aspecto de la tierra. R/.

Que Dios sea glorificado para siempre y se goce en sus creaturas. Ojalá que le agraden mis palabras y yo me alegraré en el Señor. R/.

SEGUNDA LECTURA

Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo.

De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: 12,3-7.12-13

Hermanos: Nadie puede llamar a Jesús “Señor”, si no es bajo la acción del Espíritu Santo.

Hay diferentes dones, pero el Espíritu es el mismo. Hay diferentes servicios, pero el Señor es el mismo. Hay diferentes actividades, pero Dios, que hace todo en todos, es el mismo.

En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque, así como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros y todos ellos, a pesar de ser muchos, forman un solo cuerpo, así también es Cristo. Porque todos nosotros, seamos judíos o no judíos, esclavos o libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo, ya todos se nos ha dado a beber del mismo Espíritu.

Palabra de Dios.

SECUENCIA

1. Ven, Dios Espíritu Santo, y envíanos desde el cielo tu luz, para iluminarnos.

2. Ven ya, padre de los pobres, luz que penetra en las almas, dador de todos los dones.

3. Fuente de todo consuelo, amable huésped del alma, paz en las horas de duelo.

4. Eres pausa en el trabajo, brisa, en un clima de fuego, consuelo, en medio del llanto.

5. Ven, luz santificadora, y entra hasta el fondo del alma de todos los que te adoran.

6. Sin tu inspiración divina los hombres nada podemos y el pecado nos domina.

7. Lava nuestras inmundicias, fecunda nuestros desiertos y cura nuestras heridas.

8. Doblega nuestra soberbia, calienta nuestra frialdad, endereza nuestras sendas.

9. Concede a aquellos que ponen en ti su fe y su confianza tus siete sagrados dones.

10. Danos virtudes y méritos, danos una buena muerte y contigo el gozo eterno.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO

R/. Aleluya, aleluya.

Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. R/.

EVANGELIO

Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo: Reciban el Espíritu Santo.

+ Del santo Evangelio según San Juan: 20, 19-23

Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría.

De nuevo les dijo Jesús: “La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo”. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Concédenos, Señor, que, conforme a la promesa de tu Hijo, el Espíritu Santo nos haga comprender con más plenitud el misterio de este sacrificio y haz que nos descubra toda su verdad. Por Jesucristo, nuestro Señor.

PREFACIO

El misterio de Pentecostés.

En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno.

Porque tú, para llevar a su plenitud el misterio pascual, has enviado hoy al Espíritu Santo sobre aquellos a quienes adoptaste como hijos al injertarlos en Cristo, tu Unigénito.

Este mismo Espíritu fue quien, al nacer la Iglesia, dio a conocer a todos los pueblos el misterio del Dios verdadero y unió la diversidad de las lenguas en la confesión de una misma fe.

Por eso, el mundo entero se desborda de alegría y también los coros celestiales, los ángeles y los arcángeles, cantan sin cesar el himno de tu gloria: Santo, Santo, Santo…

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Hch 2, 4. 11

Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y proclamaban las maravillas de Dios. Aleluya.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Dios nuestro, tú que concedes a tu Iglesia dones celestiales consérvale la gracia que le has dado, para que permanezca siempre vivo en ella el don del Espíritu Santo que le infundiste; y que este alimento espiritual nos sirva para alcanzar la salvación eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.

_________________________

BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Se llenaron del Espíritu Santo (Hch 2, 1-11)

1ª lectura

Pentecostés significa, en el libro de los Hechos, el comienzo de la andadura de la Iglesia: animada por el Espíritu Santo, constituye el nuevo Pueblo de Dios que comienza a proclamar el Evangelio a todas las naciones y a convocar a todos los llamados por Dios. La efusión del Espíritu Santo tiene también para los Apóstoles un valor revelador; más tarde, San Pedro verá en el descenso del Espíritu Santo sobre Cornelio y su familia (10,44-48; 11,15-17) una señal clara de la llamada a los gentiles sin pasar por la circuncisión.

El relato de la venida del Espíritu Santo está lleno de simbolismos. Pentecostés era una de las tres grandes fiestas judías: se celebraba cincuenta días después de la Pascua y muchos israelitas peregrinaban ese día a la Ciudad Santa. Su origen era festejar el final de la cosecha de cereales y dar gracias a Dios por ella, junto con el ofrecimiento de las primicias. Después se añadió el motivo de conmemorar la promulgación de la Ley dada por Dios a Moisés en el Sinaí. El ruido, como de viento, y el fuego (vv. 2-3) evocan precisamente la manifestación de Dios en el monte Sinaí (cfr Ex 19,16.18; Sal 29) cuando Dios, al darles la Ley, constituyó a Israel como pueblo suyo. Ahora, con los mismos rasgos se manifiesta a su nuevo pueblo, la Iglesia: el viento significa la novedad trascendente de su acción en la historia de los hombres (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, n. 691); el «fuego simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo» (ibidem, n. 696).

La enumeración de la procedencia de los que escuchaban a los discípulos (vv. 5.9-11), y que todos entiendan la ­lengua hablada por los Apóstoles (vv. 4.6.8.11), evocan, por contraste, la confusión de lenguas en Babel (cfr Gn 11,1-9): «Sin duda, el Espíritu Santo actuaba ya en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado. Sin embargo, el día de Pentecostés vino sobre los discípulos para permanecer con ellos para siempre; la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; se inició la difusión del Evangelio entre los pueblos mediante la predicación; fue, por fin, prefigurada la unión de los pueblos en la catolicidad de la fe, por la Iglesia de la Nueva Alianza que habla en todas las lenguas, comprende y abraza en el amor a todas las lenguas, superando así la dispersión de Babel» (Conc. Vaticano II, Ad gentes, n. 4). Más allá del significado que tuvo en su día, el don del Espíritu Santo nos interpela también porque, en cada momento y en cada lugar, tenemos que saber dar testimonio de Cristo: Cada generación de cristianos (...) necesita comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus iguales, a fin de darles a conocer, con don de lenguas, cómo deben corresponder a la acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente de las riquezas del Corazón divino. A nosotros, los cristianos, nos corresponde anunciar en estos días, a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 132).

Bautizados en un mismo espíritu (1 Co 12, 3b-7.12-13)

2ª lectura

Parece que entre los corintios paganos se daban fenómenos de exaltación religiosa, como entrar en trance, acompañados, a veces, de la pronunciación de palabras o frases extrañas. Eran casos parecidos a lo que sucedía en el templo de la diosa Pitón, en Delfos, cerca de Corinto. San Pablo establece un criterio para distinguir aquellos fenómenos de los dones auténticos del Espíritu Santo, con los que se reconociese a Jesús y se expresara su alabanza (v. 3).

El Apóstol enumera y valora los carismas y ministerios que, por la acción del Espíritu, contribuyen a edificar la Iglesia (vv. 7-10): «El mismo Espíritu Santo no solamente santifica y dirige al Pueblo de Dios por los Sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino que “distribuye sus dones a cada uno según quiere” (1 Co 12,11), reparte entre los fieles de cualquier condición incluso gracias especiales, con que las dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y para una más amplia edificación de la Iglesia según aquellas palabras: “A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad” (1 Co 12,7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más sencillos y comunes, por el hecho de que son muy conformes y útiles a las necesidades de la Iglesia, hay que recibirlos con agradecimiento y consuelo. Los dones extraordinarios no hay que pedirlos temerariamente, ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos de los trabajos apostólicos» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 12).

De la comparación de la Iglesia con un cuerpo deduce San Pablo dos características importantes: la identificación de la Iglesia con Cristo (v. 12) y el reconocimiento del Espíritu Santo como principio vital (v. 13). La identificación de la Iglesia con Cristo transciende el ámbito de la metáfora: «Cristo entero está formado por la cabeza y el cuerpo, verdad que no dudo que conocéis bien. La cabeza es nuestro mismo Salvador, que padeció bajo Poncio Pilato y ahora, después que resucitó de entre los muertos, está sentado a la diestra del Padre. Y su cuerpo es la Iglesia. No esta o aquella iglesia, sino la que se halla extendida por todo el mundo. Ni es tampoco solamente la que existe entre los hombres actuales, ya que también pertenecen a ella los que vivieron antes de nosotros y los que han de existir después, hasta el fin del mundo. Pues toda la Iglesia, formada por la reunión de los fieles —porque todos los fieles son miembros de Cristo—, posee a Cristo por Cabeza, que gobierna su cuerpo desde el Cielo. Y, aunque esta Cabeza se halle fuera de la vista del cuerpo, sin embargo, está unida por el amor» (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 56,1).

El principio de la unidad orgánica de la Iglesia es el Espíritu Santo, que congrega a los fieles en una sociedad y, además, penetra y vivifica a los miembros, ejerciendo el mismo cometido que el alma en el cuerpo físico: «Y para que nos renováramos incesantemente en Él (cfr Ef 4,23) nos concedió participar de su Espíritu, quien, siendo uno solo en la Cabeza y en los miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo mueve, que su oficio puede ser comparado por los Santos Padres con la función que ejerce el principio de vida o alma en el cuerpo humano» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 7).

Recibid el Espíritu Santo (Jn 20, 19-23)

Evangelio

La aparición de Jesús glorioso a los discípulos y la efusión del Espíritu Santo sobre ellos viene a equivaler, en el Evangelio de Juan, a la Pentecostés en el libro de los Hechos, de San Lucas. «Ya se había llevado a cabo el plan salvífico de Dios en la tierra; pero convenía que nosotros llegáramos a ser partícipes de la naturaleza divina del Verbo, esto es, que abandonásemos nuestra vida anterior para transformarla y conformarla a un nuevo estilo de vida y de santidad. Esto sólo podía llevarse a efecto con la comunicación del Espíritu Santo» (S. Cirilo de Alejandría, Commentarium in Ioannem 10).

La misión que el Señor da a los Apóstoles (vv. 22-23), similar a la del final del Evangelio de Mateo (Mt 28,18ss.), manifiesta el origen divino de la misión de la Iglesia y su poder para perdonar los pecados. «El Señor, principalmente entonces, instituyó el sacramento de la Penitencia, cuando, resucitado de entre los muertos, sopló sobre sus discípulos diciendo: Recibid el Espíritu Santo... Por este hecho tan insigne y por tan claras palabras, el común sentir de todos los Padres entendió siempre que fue comunicada a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores la potestad de perdonar y retener los pecados para reconciliar a los fieles caídos en pecado después del Bautismo» (Conc. de Trento, De Paenitentia, cap. 1).

_____________________

SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)

El Espíritu y la unidad de la Iglesia.

La venida del Espíritu Santo ha revestido de solemnidad para nosotros este día, el quincuagésimo después de la resurrección, compuesto de siete semanas. Si contáis las siete semanas, hallaréis sólo cuarenta y nueve, pero se añade la unidad para intimar la unidad. ¿En qué consistió la venida misma del Espíritu Santo? ¿Qué hizo? ¿Cómo mostró su presencia? ¿De qué se sirvió para manifestarla? Todos hablaron en las lenguas de todos los pueblos. Estaban reunidos en un lugar ciento veinte personas, número sagrado que resulta de multiplicar por diez el número de los apóstoles. ¿Cómo sucedió, pues? ¿Cada uno de aquellos sobre los que vino el Espíritu Santo hablaba una de las lenguas, unos una y otros otras, como repartiendo entre ellos las de todos los pueblos? La realidad fue distinta: cada hombre, un solo hombre, hablaba las lenguas de todos los pueblos. Un solo hombre hablaba las de todos los pueblos: he aquí simbolizada la unidad de la Iglesia en los idiomas de todas las naciones. También aquí se nos intima la unidad de la Iglesia católica difusa por todo el orbe.

Por tanto, quien tiene el Espíritu Santo está dentro dela Iglesia que habla las lenguas de todos. Quienquiera que se halle fuera de ella, carece del Espíritu Santo. Por esta razón, el Espíritu Santo se dignó manifestarse en las lenguas de todos los pueblos, para que comprenda que tiene el Espíritu el que se mantiene en la unidad de la Iglesia, que habla en todos los idiomas. Un solo cuerpo, dice el apóstol Pablo; un sólo cuerpo y un solo Espíritu. Considerad nuestros miembros. El cuerpo consta de muchos miembros, y una sola alma da vigor a todos ellos. Ved que, gracias al alma humana por la que yo soy hombre, mantengo unidos todos los miembros. Mando a los miembros que se muevan, aplico los ojos para que vean, los oídos para que oigan, la lengua para que hable, las manos para que actúen y los pies para que caminen. Las funciones de los miembros son diferentes, pero un único espíritu unifica todo. Muchas son las órdenes, muchas las acciones, pero uno solo quien da órdenes y uno solo al que se le obedece. Lo que es nuestro espíritu o nuestra alma respecto a nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo respecto a los miembros de Cristo, al cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Por eso, el Apóstol, al mencionar un solo cuerpo, para que no pensásemos en uno muerto, dijo: Un solo cuerpo. Pero te suplico: ¿este cuerpo está vivo? Sí, vive. ¿De dónde recibe la vida? De un único espíritu. Y un solo espíritu. Centrad, pues, hermanos, la atención en nuestro cuerpo y doleos de los que se desgajan de la Iglesia. Cada uno de nuestros miembros realiza sus funciones mientras estamos con vida, mientras nos mantenemos sanos; con él. Con todo, puesto que está en el cuerpo, puede sentir dolor, pero no puede expirar. ¿Qué es, pues, expirar sino perder el espíritu? Y ahora, si un miembro se separa del cuerpo, ¿le sigue, acaso, el alma? Se reconoce el miembro de que se trata: es un dedo, una mano, un brazo, una oreja; fuera del cuerpo tiene solamente la forma, pero no la vida. Lo mismo sucede al hombre separado de la Iglesia. Buscas en él el sacramento, y lo encuentras; buscas el bautismo, y lo encuentras; buscas el símbolo, y lo encuentras. Es lo exterior; pero, si el espíritu no te vigoriza interiormente, en vano te glorías externamente del rito.

Amadísimos, mucho nos insiste Dios en la unidad. Hágaos pensar el que, al principio de la creación, cuando hizo todas las cosas, los astros en el firmamento, y en la tierra las hierbas y los árboles, Dios dijo:

Produzca la tierra, y aparecieron los árboles y todo cuanto verdea; dijo: Produzcan las aguas los peces y las aves, y así se hizo; Produzca la tierra el alma viviente de todos los animales domésticos y fieras salvajes, y así acaeció. ¿Hizo Dios, acaso, de una sola ave todas las demás; de un solo pez, de un solo caballo y de una sola fiera los restantes peces, caballos y fieras salvajes? ¿No produjo, por ventura, la tierra abundantes cosas al mismo tiempo y llenó muchos espacios con numerosos retoños? Pero llegó a la creación del hombre y creó uno solo, y de ese uno, todo el género humano. Ni siquiera quiso hacer dos, varón y mujer, por separado, sino uno solo, y de ese primer hombre hacer una sola mujer. ¿Por qué así? ¿Por qué el género humano toma comienzo de un solo hombre sino porque así se intima la unidad al género humano? También Cristo el Señor nació de sólo una mujer, pues la unidad es virginal: conserva la virginidad y se mantiene incorruptible.

El mismo Señor encarece la unidad de la Iglesia a los apóstoles. Se les aparece, ellos creen estar viendo un espíritu, se asustan, son asegurados de lo contrario y se les dice: ¿Por qué estáis turbados y suben esos pensamientos a vuestro corazón? Ved mis manos; palpad y ved que un espíritu no tiene huesos ni carne, como veis que yo tengo. He aquí que, mientras ellos estaban todavía turbados por la alegría, toma alimento; no porque lo necesitase, sino porque así lo quiso; lo toma en presencia de ellos; contra los impíos, les encarece la verdad de su cuerpo y la unidad de la Iglesia. ¿Qué les dice, pues? ¿No son éstas las cosas de que os hablé cuando estaba todavía con vosotros, a saber, que convenía que se cumpliese cuanto está escrito sobre mí en la ley, en los profetas y en los salmos? Entonces les abrió la inteligencia, dice el evangelio, para que comprendiesen las Escrituras. Y les dijo: «Así está escrito: convenía que Cristo padeciera y resucitase de entre los muertos al tercer día.» He aquí nuestra cabeza, he aquí la cabeza: ¿dónde están los miembros? He aquí al esposo: ¿dónde está la esposa? Lee las tablas matrimoniales; escucha al esposo. ¿Buscas conocer la esposa? Escúchalo a él: nadie le quita la suya, nadie le introduce una extraña; escucha lo que te diga él. ¿Dónde buscas a Cristo? ¿En las fábulas humanas o en la verdad de los evangelios? Padeció, resucitó al tercer día, se manifestó a sus discípulos. A él ya lo tenemos. ¿Dónde la buscamos a ella? Preguntémosle a él: Convenía que Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día. Esto ya ocurrió, ya está a la vista. Dinos, Señor; dínoslo tú, Señor, para que no nos equivoquemos: Y que en su nombre se predique la penitencia y el perdón de los pecados por todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.

Comenzó por Jerusalén y llegó hasta nosotros. Está tanto allí como aquí, pues para venir hasta nosotros no se alejó de allí; se trata de crecimiento, no de migración. Esto lo intimó luego después de su resurrección. Vivió con ellos cuarenta días; a punto de subir al cielo, nos encomendó la Iglesia otra vez. El esposo, listo para emprender el viaje, confió su esposa a sus amigos, no para que entregue su amor a alguno de ellos, sino para que siga amándolo a él como a esposo, y a ellos como a amigos del esposo, pero a ninguno de ellos como a esposo. De esto se preocupan con celo los amigos del esposo, y no permiten que pierda su virginidad en manos de un amor lascivo. Un amor de este estilo sería odio. Considerad ahora al celoso amigo del esposo: cuando ve que la esposa se entrega, por así decir, a la fornicación en brazos de los amigos del esposo, dice: Oigo decir que hay cismas entre vosotros, y en parte lo creo. Los de Cloe me han comunicado, hermanos, que hay entre vosotros discordias y que cada uno de vosotros dice: «Yo soy de Pablo», «Yo de Apolo», «Yo de Cejas», «Yo de Cristo». ¿Está dividido Cristo? ¿Acaso ha sido crucificado Pablo por vosotros o habéis sido bautizados en el nombre de Pablo? ¡Oh amigo! El rechaza de sí el amor de una esposa que no es suya. No quiere ser amado como esposo para poder reinar con el esposo. Se nos ha confiado, pues, la Iglesia. También, cuando ascendió al cielo, les dijo a quienes le preguntaban acerca del fin del mundo: Dinos cuándo sucederán estas cosas y cuál será el momento de tu venida. El respondió: No os corresponde a vosotros conocer el tiempo, que el Padre se reservó en su poder. Escucha lo que te enseña el maestro, ¡oh discípulo! : Pero recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros. Y así sucedió: a los cuarenta días ascendió al cielo, y he aquí que hoy, con la llegada del Espíritu Santo, que los llenó a todos, hablan las lenguas de todos los pueblos. Una vez más se nos encarece la unidad mediante las lenguas de todos los pueblos. Nos la encarece el Señor al resucitar, Cristo al ascender al cielo, y es confirmada hoy con la venida del Espíritu Santo.

Sermones (4º) (t. XXIV), Sermón 268, 1-4, BAC Madrid 1983, 736-41

_____________________

FRANCISCO – Homilías en la fiesta de Pentecostés 2013 a 2017

2013

Novedad, armonía, misión

Queridos hermanos y hermanas:

En este día, contemplamos y revivimos en la liturgia la efusión del Espíritu Santo que Cristo resucitado derramó sobre la Iglesia, un acontecimiento de gracia que ha desbordado el cenáculo de Jerusalén para difundirse por todo el mundo.

Pero, ¿qué sucedió en aquel día tan lejano a nosotros, y sin embargo, tan cercano, que llega adentro de nuestro corazón? San Lucas nos da la respuesta en el texto de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado (2,1-11). El evangelista nos lleva hasta Jerusalén, al piso superior de la casa donde están reunidos los Apóstoles. El primer elemento que nos llama la atención es el estruendo que de repente vino del cielo, «como de viento que sopla fuertemente», y llenó toda la casa; luego, las «lenguas como llamaradas», que se dividían y se posaban encima de cada uno de los Apóstoles. Estruendo y lenguas de fuego son signos claros y concretos que tocan a los Apóstoles, no sólo exteriormente, sino también en su interior: en su mente y en su corazón. Como consecuencia, «se llenaron todos de Espíritu Santo», que desencadenó su fuerza irresistible, con resultados llamativos: «Empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse». Asistimos, entonces, a una situación totalmente sorprendente: una multitud se congrega y queda admirada porque cada uno oye hablar a los Apóstoles en su propia lengua. Todos experimentan algo nuevo, que nunca había sucedido: «Los oímos hablar en nuestra lengua nativa». ¿Y de qué hablaban? «De las grandezas de Dios».

A la luz de este texto de los Hechos de los Apóstoles, deseo reflexionar sobre tres palabras relacionadas con la acción del Espíritu: novedad, armonía, misión.

1. La novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos, planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades, gustos. Y esto nos sucede también con Dios. Con frecuencia lo seguimos, lo acogemos, pero hasta un cierto punto; nos resulta difícil abandonarnos a Él con total confianza, dejando que el Espíritu Santo anime, guíe nuestra vida, en todas las decisiones; tenemos miedo a que Dios nos lleve por caminos nuevos, nos saque de nuestros horizontes con frecuencia limitados, cerrados, egoístas, para abrirnos a los suyos. Pero, en toda la historia de la salvación, cuando Dios se revela, aparece su novedad —Dios ofrece siempre novedad—, trasforma y pide confianza total en Él: Noé, del que todos se ríen, construye un arca y se salva; Abrahán abandona su tierra, aferrado únicamente a una promesa; Moisés se enfrenta al poder del faraón y conduce al pueblo a la libertad; los Apóstoles, de temerosos y encerrados en el cenáculo, salen con valentía para anunciar el Evangelio. No es la novedad por la novedad, la búsqueda de lo nuevo para salir del aburrimiento, como sucede con frecuencia en nuestro tiempo. La novedad que Dios trae a nuestra vida es lo que verdaderamente nos realiza, lo que nos da la verdadera alegría, la verdadera serenidad, porque Dios nos ama y siempre quiere nuestro bien. Preguntémonos hoy: ¿Estamos abiertos a las “sorpresas de Dios”? ¿O nos encerramos, con miedo, a la novedad del Espíritu Santo? ¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido la capacidad de respuesta? Nos hará bien hacernos estas preguntas durante toda la jornada.

2. Una segunda idea: el Espíritu Santo, aparentemente, crea desorden en el Iglesia, porque produce diversidad de carismas, de dones; sin embargo, bajo su acción, todo esto es una gran riqueza, porque el Espíritu Santo es el Espíritu de unidad, que no significa uniformidad, sino reconducir todo a la armonía. En la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo. Un Padre de la Iglesia tiene una expresión que me gusta mucho: el Espíritu Santo “ipse harmonia est”. Él es precisamente la armonía. Sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división; y cuando somos nosotros los que queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación. Si, por el contrario, nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan conflicto, porque Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia. Caminar juntos en la Iglesia, guiados por los Pastores, que tienen un especial carisma y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo; la eclesialidad es una característica fundamental para los cristianos, para cada comunidad, para todo movimiento. La Iglesia es quien me trae a Cristo y me lleva a Cristo; los caminos paralelos son muy peligrosos. Cuando nos aventuramos a ir más allá (proagon) de la doctrina y de la Comunidad eclesial – dice el Apóstol Juan en la segunda lectura - y no permanecemos en ellas, no estamos unidos al Dios de Jesucristo (cf. 2 Jn v. 9). Así, pues, preguntémonos: ¿Estoy abierto a la armonía del Espíritu Santo, superando todo exclusivismo? ¿Me dejo guiar por Él viviendo en la Iglesia y con la Iglesia?

3. El último punto. Los teólogos antiguos decían: el alma es una especie de barca de vela; el Espíritu Santo es el viento que sopla la vela para hacerla avanzar; la fuerza y el ímpetu del viento son los dones del Espíritu. Sin su fuerza, sin su gracia, no iríamos adelante. El Espíritu Santo nos introduce en el misterio del Dios vivo, y nos salvaguarda del peligro de una Iglesia gnóstica y de una Iglesia autorreferencial, cerrada en su recinto; nos impulsa a abrir las puertas para salir, para anunciar y dar testimonio de la bondad del Evangelio, para comunicar el gozo de la fe, del encuentro con Cristo. El Espíritu Santo es el alma de la misión. Lo que sucedió en Jerusalén hace casi dos mil años no es un hecho lejano, es algo que llega hasta nosotros, que cada uno de nosotros podemos experimentar. El Pentecostés del cenáculo de Jerusalén es el inicio, un inicio que se prolonga. El Espíritu Santo es el don por excelencia de Cristo resucitado a sus Apóstoles, pero Él quiere que llegue a todos. Jesús, como hemos escuchado en el Evangelio, dice: «Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16). Es el Espíritu Paráclito, el «Consolador», que da el valor para recorrer los caminos del mundo llevando el Evangelio. El Espíritu Santo nos muestra el horizonte y nos impulsa a las periferias existenciales para anunciar la vida de Jesucristo. Preguntémonos si tenemos la tendencia a cerrarnos en nosotros mismos, en nuestro grupo, o si dejamos que el Espíritu Santo nos conduzca a la misión. Recordemos hoy estas tres palabras: novedad, armonía, misión.

La liturgia de hoy es una gran oración, que la Iglesia con Jesús eleva al Padre, para que renueve la efusión del Espíritu Santo. Que cada uno de nosotros, cada grupo, cada movimiento, en la armonía de la Iglesia, se dirija al Padre para pedirle este don. También hoy, como en su nacimiento, junto con María, la Iglesia invoca: «Veni Sancte Spiritus! – Ven, Espíritu Santo, llena el corazón de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor». Amén.

***

2014

El Espíritu Santo nos enseña y nos recuerda y nos hace hablar.

«Se llenaron todos de Espíritu Santo» (Hch 2, 4).

Hablando a los Apóstoles en la Última Cena, Jesús dijo que, tras marcharse de este mundo, les enviaría el don del Padre, es decir, el Espíritu Santo (cf. Jn 15, 26). Esta promesa se realizó con poder el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos reunidos en el Cenáculo. Esa efusión, si bien extraordinaria, no fue única y limitada a ese momento, sino que se trata de un acontecimiento que se ha renovado y se renueva aún. Cristo glorificado a la derecha del Padre sigue cumpliendo su promesa, enviando a la Iglesia el Espíritu vivificante, que nos enseña y nos recuerda y nos hace hablar.

El Espíritu Santo nos enseña: es el Maestro interior. Nos guía por el justo camino, a través de las situaciones de la vida. Él nos enseña el camino, el sendero. En los primeros tiempos de la Iglesia, al cristianismo se le llamaba «el camino» (cf. Hch 9, 2), y Jesús mismo es el camino. El Espíritu Santo nos enseña a seguirlo, a caminar siguiendo sus huellas. Más que un maestro de doctrina, el Espíritu Santo es un maestro de vida. Y de la vida forma parte ciertamente también el saber, el conocer, pero dentro del horizonte más amplio y armónico de la existencia cristiana.

El Espíritu Santo nos recuerda, nos recuerda todo lo que dijo Jesús. Es la memoria viviente de la Iglesia. Y mientras nos hace recordar, nos hace comprender las palabras del Señor.

Este recordar en el Espíritu y gracias al Espíritu no se reduce a un hecho mnemónico, es un aspecto esencial de la presencia de Cristo en nosotros y en su Iglesia. El Espíritu de verdad y de caridad nos recuerda todo lo que dijo Cristo, nos hace entrar cada vez más plenamente en el sentido de sus palabras. Todos nosotros tenemos esta experiencia: un momento, en cualquier situación, hay una idea y después otra se relaciona con un pasaje de la Escritura... Es el Espíritu que nos hace recorrer este camino: la senda de la memoria viva de la Iglesia. Y esto requiere de nuestra parte una respuesta: cuanto más generosa es nuestra respuesta, en mayor medida las palabras de Jesús se hacen vida en nosotros, se convierten en actitudes, opciones, gestos, testimonio. En esencia, el Espíritu nos recuerda el mandamiento del amor y nos llama a vivirlo.

Un cristiano sin memoria no es un verdadero cristiano: es un cristiano a mitad de camino, es un hombre o una mujer prisionero del momento, que no sabe tomar en consideración su historia, no sabe leerla y vivirla como historia de salvación. En cambio, con la ayuda del Espíritu Santo, podemos interpretar las inspiraciones interiores y los acontecimientos de la vida a la luz de las palabras de Jesús. Y así crece en nosotros la sabiduría de la memoria, la sabiduría del corazón, que es un don del Espíritu. Que el Espíritu Santo reavive en todos nosotros la memoria cristiana. Y ese día, con los Apóstoles, estaba la Mujer de la memoria, la que desde el inicio meditaba todas esas cosas en su corazón. Estaba María, nuestra Madre. Que Ella nos ayude en este camino de la memoria.

El Espíritu Santo nos enseña, nos recuerda, y —otro rasgo— nos hace hablar, con Dios y con los hombres. No hay cristianos mudos, mudos en el alma; no, no hay sitio para esto.

Nos hace hablar con Dios en la oración. La oración es un don que recibimos gratuitamente; es diálogo con Él en el Espíritu Santo, que ora en nosotros y nos permite dirigirnos a Dios llamándolo Padre, Papá, Abbà (cf. Rm 8, 15; Gal 4, 6); y esto no es sólo un «modo de decir», sino que es la realidad, nosotros somos realmente hijos de Dios. «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios» (Rm 8, 14).

Nos hace hablar en el acto de fe. Ninguno de nosotros puede decir: «Jesús es el Señor» —lo hemos escuchado hoy— sin el Espíritu Santo. Y el Espíritu nos hace hablar con los hombres en el diálogo fraterno. Nos ayuda a hablar con los demás reconociendo en ellos a hermanos y hermanas; a hablar con amistad, con ternura, con mansedumbre, comprendiendo las angustias y las esperanzas, las tristezas y las alegrías de los demás.

Pero hay algo más: el Espíritu Santo nos hace hablar también a los hombres en laprofecía, es decir, haciéndonos «canales» humildes y dóciles de la Palabra de Dios. La profecía se realiza con franqueza, para mostrar abiertamente las contradicciones y las injusticias, pero siempre con mansedumbre e intención de construir. Llenos del Espíritu de amor, podemos ser signos e instrumentos de Dios que ama, sirve y dona la vida.

Recapitulando: el Espíritu Santo nos enseña el camino; nos recuerda y nos explica las palabras de Jesús; nos hace orar y decir Padre a Dios, nos hace hablar a los hombres en el diálogo fraterno y nos hace hablar en la profecía.

El día de Pentecostés, cuando los discípulos «se llenaron de Espíritu Santo», fue el bautismo de la Iglesia, que nace «en salida», en «partida» para anunciar a todos la Buena Noticia. La Madre Iglesia, que sale para servir. Recordemos a la otra Madre, a nuestra Madre que salió con prontitud, para servir. La Madre Iglesia y la Madre María: las dos vírgenes, las dos madres, las dos mujeres. Jesús había sido perentorio con los Apóstoles: no tenían que alejarse de Jerusalén antes de recibir de lo alto la fuerza del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 4.8). Sin Él no hay misión, no hay evangelización. Por ello, con toda la Iglesia, con nuestra Madre Iglesia católica invocamos: ¡Ven, Espíritu Santo!

***

2015

El Espíritu Santo guía, renueva y fructifica.

«Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo… recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 21.22), así dice Jesús. La efusión que se dio en la tarde de la resurrección se repite en el día de Pentecostés, reforzada por extraordinarias manifestaciones exteriores. La tarde de Pascua Jesús se aparece a sus discípulos y sopla sobre ellos su Espíritu (cf. Jn 20, 22); en la mañana de Pentecostés la efusión se produce de manera fragorosa, como un viento que se abate impetuoso sobre la casa e irrumpe en las mentes y en los corazones de los Apóstoles. En consecuencia, reciben una energía tal que los empuja a anunciar en diversos idiomas el evento de la resurrección de Cristo: «Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas» (Hch 2, 4). Junto a ellos estaba María, la Madre de Jesús, la primera discípula, y allí Madre de la Iglesia naciente. Con su paz, con su sonrisa, con su maternidad, acompañaba el gozo de la joven Esposa, la Iglesia de Jesús.

La Palabra de Dios, hoy de modo especial, nos dice que el Espíritu actúa, en las personas y en las comunidades que están colmadas de él, las hace capaces de recibir a Dios “Capax Dei”, dicen los Santos Padres. Y ¿Qué es lo que hace el Espíritu Santo mediante esta nueva capacidad que nos da? Guía hasta la verdad plena (Jn 16, 13), renueva la tierra (Sal 103) y da sus frutos (Ga 5, 22-23). Guía, renueva y fructifica.

En el Evangelio, Jesús promete a sus discípulos que, cuando él haya regresado al Padre, vendrá el Espíritu Santo que los «guiará hasta la verdad plena» (Jn 16, 13). Lo llama precisamente «Espíritu de la verdad» y les explica que su acción será la de introducirles cada vez más en la comprensión de aquello que él, el Mesías, ha dicho y hecho, de modo particular de su muerte y de su resurrección. A los Apóstoles, incapaces de soportar el escándalo de la pasión de su Maestro, el Espíritu les dará una nueva clave de lectura para introducirles en la verdad y en la belleza del evento de la salvación. Estos hombres, antes asustados y paralizados, encerrados en el cenáculo para evitar las consecuencias del viernes santo, ya no se avergonzarán de ser discípulos de Cristo, ya no temblarán ante los tribunales humanos. Gracias al Espíritu Santo del cual están llenos, ellos comprenden «toda la verdad», esto es: que la muerte de Jesús no es su derrota, sino la expresión extrema del amor de Dios. Amor que en la Resurrección vence a la muerte y exalta a Jesús como el Viviente, el Señor, el Redentor del hombre, el Señor de la historia y del mundo. Y esta realidad, de la cual ellos son testigos, se convierte en Buena Noticia que se debe anunciar a todos.

El Espíritu Santo renueva –guía y renueva– renueva la tierra. El Salmo dice: «Envías tu espíritu… y repueblas la faz tierra» (Sal 103, 30). El relato de los Hechos de los Apóstoles sobre el nacimiento de la Iglesia encuentra una correspondencia significativa en este salmo, que es una gran alabanza a Dios Creador. El Espíritu Santo que Cristo ha mandado de junto al Padre, y el Espíritu Creador que ha dado vida a cada cosa, son uno y el mismo. Por eso, el respeto de la creación es una exigencia de nuestra fe: el “jardín” en el cual vivimos no se nos ha confiado para que abusemos de él, sino para que lo cultivemos y lo custodiemos con respeto (cf. Gn 2, 15). Pero esto es posible solamente si Adán – el hombre formado con tierra – se deja a su vez renovar por el Espíritu Santo, si se deja reformar por el Padre según el modelo de Cristo, nuevo Adán. Entonces sí, renovados por el Espíritu, podemos vivir la libertad de los hijos en armonía con toda la creación y en cada criatura podemos reconocer un reflejo de la gloria del Creador, como afirma otro salmo: «¡Señor, Dios nuestro, que admirable es tu nombre en toda la tierra!» (Sal 8, 2.10). Guía, renueva y da, da fruto.

En la carta a los Gálatas, san Pablo quiere mostrar cual es el “fruto” que se manifiesta en la vida de aquellos que caminan según el Espíritu (cf. 5, 22). Por un lado está la «carne», acompañada por sus vicios que el Apóstol nombra, y que son las obras del hombre egoísta, cerrado a la acción de la gracia de Dios. En cambio, en el hombre que con fe deja que el Espíritu de Dios irrumpa en él, florecen los dones divinos, resumidos en las nueve virtudes gozosas que Pablo llama «fruto del Espíritu». De aquí la llamada, repetida al inicio y en la conclusión, como un programa de vida: «Caminad según el Espíritu» (Ga 5, 16.25).

El mundo tiene necesidad de hombres y mujeres no cerrados, sino llenos de Espíritu Santo. El estar cerrados al Espíritu Santo no es solamente falta de libertad, sino también pecado. Existen muchos modos de cerrarse al Espíritu Santo: en el egoísmo del propio interés, en el legalismo rígido – como la actitud de los doctores de la ley que Jesús llama hipócritas -, en la falta de memoria de todo aquello que Jesús ha enseñado, en el vivir la vida cristiana no como servicio sino como interés personal, entre otras cosas. En cambio, el mundo tiene necesidad del valor, de la esperanza, de la fe y de la perseverancia de los discípulos de Cristo. El mundo necesita los frutos, los dones del Espíritu Santo, como enumera san Pablo: «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5, 22). El don del Espíritu Santo ha sido dado en abundancia a la Iglesia y a cada uno de nosotros, para que podamos vivir con fe genuina y caridad operante, para que podamos difundir la semilla de la reconciliación y de la paz. Reforzados por el Espíritu Santo –que guía, nos guía a la verdad, que nos renueva a nosotros y a toda la tierra, y que nos da los frutos– reforzados en el espíritu y por estos múltiples dones, llegamos a ser capaces de luchar, sin concesión alguna, contra el pecado, de luchar, sin concesión alguna, contra la corrupción que, día tras día, se extiende cada vez más en el mundo, y de dedicarnos con paciente perseverancia a las obras de la justicia y de la paz.

***

2016

Restablecer nuestra relación con el Padre

«No os dejaré huérfanos» (Jn 14,18)

La misión de Jesús, culminada con el don del Espíritu Santo, tenía esta finalidad esencial: restablecer nuestra relación con el Padre, destruida por el pecado; apartarnos de la condición de huérfanos y restituirnos a la de hijos.

El apóstol Pablo, escribiendo a los cristianos de Roma, dice: «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abba, Padre!» (Rm 8,14-15). He aquí la relación reestablecida: la paternidad de Dios se reaviva en nosotros a través de la obra redentora de Cristo y del don del Espíritu Santo.

El Espíritu es dado por el Padre y nos conduce al Padre. Toda la obra de la salvación es una obra que regenera, en la cual la paternidad de Dios, mediante el don del Hijo y del Espíritu, nos libra de la orfandad en la que hemos caído. También en nuestro tiempo se constatan diferentes signos de nuestra condición de huérfanos: Esa soledad interior que percibimos incluso en medio de la muchedumbre, y que a veces puede llegar a ser tristeza existencial; esa supuesta independencia de Dios, que se ve acompañada por una cierta nostalgia de su cercanía; ese difuso analfabetismo espiritual por el que nos sentimos incapaces de rezar; esa dificultad para experimentar verdadera y realmente la vida eterna, como plenitud de comunión que germina aquí y que florece después de la muerte; esa dificultad para reconocer al otro como hermano, en cuanto hijo del mismo Padre; y así otros signos semejantes.

A todo esto se opone la condición de hijos, que es nuestra vocación originaria, aquello para lo que estamos hechos, nuestro «ADN» más profundo que, sin embargo, fue destruido y se necesitó el sacrificio del Hijo Unigénito para que fuese restablecido. Del inmenso don de amor, como la muerte de Jesús en la cruz, ha brotado para toda la humanidad la efusión del Espíritu Santo, como una inmensa cascada de gracia. Quien se sumerge con fe en este misterio de regeneración renace a la plenitud de la vida filial.

«No os dejaré huérfanos». Hoy, fiesta de Pentecostés, estas palabras de Jesús nos hacen pensar también en la presencia maternal de María en el cenáculo. La Madre de Jesús está en medio de la comunidad de los discípulos, reunida en oración: es memoria viva del Hijo e invocación viva del Espíritu Santo. Es la Madre de la Iglesia. A su intercesión confiamos de manera particular a todos los cristianos, a las familias y las comunidades, que en este momento tienen más necesidad de la fuerza del Espíritu Paráclito, Defensor y Consolador, Espíritu de verdad, de libertad y de paz.

Como afirma también san Pablo, el Espíritu hace que nosotros pertenezcamos a Cristo: «El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo» (Rm 8,9). Y para consolidar nuestra relación de pertenencia al Señor Jesús, el Espíritu nos hace entrar en una nueva dinámica de fraternidad. Por medio del Hermano universal, Jesús, podemos relacionarnos con los demás de un modo nuevo, no como huérfanos, sino como hijos del mismo Padre bueno y misericordioso. Y esto hace que todo cambie. Podemos mirarnos como hermanos, y nuestras diferencias harán que se multiplique la alegría y la admiración de pertenecer a esta única paternidad y fraternidad.

***

2017

Un pueblo nuevo, un corazón nuevo

Hoy concluye el tiempo de Pascua, cincuenta días que, desde la Resurrección de Jesús hasta Pentecostés, están marcados de una manera especial por la presencia del Espíritu Santo. Él es, en efecto, el Don pascual por excelencia. Es el Espíritu creador, que crea siempre cosas nuevas. En las lecturas de hoy se nos muestran dos novedades: en la primera lectura, el Espíritu hace que los discípulos sean un pueblo nuevo; en el Evangelio, crea en los discípulos un corazón nuevo.

Un pueblo nuevo. En el día de Pentecostés el Espíritu bajó del cielo en forma de «lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas» (Hch 2, 3-4). La Palabra de Dios describe así la acción del Espíritu, que primero se posa sobre cada uno y luego pone a todos en comunicación. A cada uno da un don y a todos reúne en unidad. En otras palabras, el mismo Espíritu crea la diversidad y la unidad y de esta manera plasma un pueblo nuevo, variado y unido: la Iglesia universal. En primer lugar, con imaginación e imprevisibilidad, crea la diversidad; en todas las épocas en efecto hace que florezcan carismas nuevos y variados. A continuación, el mismo Espíritu realiza la unidad: junta, reúne, recompone la armonía: «Reduce por sí mismo a la unidad a quienes son distintos entre sí» (Cirilo de Alejandría, Comentario al Evangelio de Juan, XI, 11). De tal manera que se dé la unidad verdadera, aquella según Dios, que no es uniformidad, sino unidad en la diferencia.

Para que se realice esto es bueno que nos ayudemos a evitar dos tentaciones frecuentes. La primera es buscar la diversidad sin unidad. Esto ocurre cuando buscamos destacarnos, cuando formamos bandos y partidos, cuando nos endurecemos en nuestros planteamientos excluyentes, cuando nos encerramos en nuestros particularismos, quizás considerándonos mejores o aquellos que siempre tienen razón. Son los así llamados «custodios de la verdad». Entonces se escoge la parte, no el todo, el pertenecer a esto o a aquello antes que a la Iglesia; nos convertimos en unos «seguidores» partidistas en lugar de hermanos y hermanas en el mismo Espíritu; cristianos de «derechas o de izquierdas» antes que de Jesús; guardianes inflexibles del pasado o vanguardistas del futuro antes que hijos humildes y agradecidos de la Iglesia. Así se produce una diversidad sin unidad. En cambio, la tentación contraria es la de buscar la unidad sin diversidad. Sin embargo, de esta manera la unidad se convierte en uniformidad, en la obligación de hacer todo juntos y todo igual, pensando todos de la misma manera. Así la unidad acaba siendo una homologación donde ya no hay libertad. Pero dice san Pablo, «donde está el Espíritu del Señor, hay libertad» (2 Co 3,17).

Nuestra oración al Espíritu Santo consiste entonces en pedir la gracia de aceptar su unidad, una mirada que abraza y ama, más allá de las preferencias personales, a su Iglesia, nuestra Iglesia; de trabajar por la unidad entre todos, de desterrar las murmuraciones que siembran cizaña y las envidias que envenenan, porque ser hombres y mujeres de la Iglesia significa ser hombres y mujeres de comunión; significa también pedir un corazón que sienta la Iglesia, madre nuestra y casa nuestra: la casa acogedora y abierta, en la que se comparte la alegría multiforme del Espíritu Santo.

Y llegamos entonces a la segunda novedad: un corazón nuevo. Jesús Resucitado, en la primera vez que se aparece a los suyos, dice: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20, 22-23). Jesús no los condena, a pesar de que lo habían abandonado y negado durante la Pasión, sino que les da el Espíritu de perdón. El Espíritu es el primer don del Resucitado y se da en primer lugar para perdonar los pecados. Este es el comienzo de la Iglesia, este es el aglutinante que nos mantiene unidos, el cemento que une los ladrillos de la casa: el perdón. Porque el perdón es el don por excelencia, es el amor más grande, el que mantiene unidos a pesar de todo, que evita el colapso, que refuerza y fortalece. El perdón libera el corazón y le permite recomenzar: el perdón da esperanza, sin perdón no se construye la Iglesia.

El Espíritu de perdón, que conduce todo a la armonía, nos empuja a rechazar otras vías: esas precipitadas de quien juzga, las que no tienen salida propia del que cierra todas las puertas, las de sentido único de quien critica a los demás. El Espíritu en cambio nos insta a recorrer la vía de doble sentido del perdón ofrecido y del perdón recibido, de la misericordia divina que se hace amor al prójimo, de la caridad que «ha de ser en todo momento lo que nos induzca a obrar o a dejar de obrar, a cambiar las cosas o a dejarlas como están» (Isaac de Stella, Sermón 31). Pidamos la gracia de que, renovándonos con el perdón y corrigiéndonos, hagamos que el rostro de nuestra Madre la Iglesia sea cada vez más hermoso: sólo entonces podremos corregir a los demás en la caridad.

Pidámoslo al Espíritu Santo, fuego de amor que arde en la Iglesia y en nosotros, aunque a menudo lo cubrimos con las cenizas de nuestros pecados: «Ven Espíritu de Dios, Señor que estás en mi corazón y en el corazón de la Iglesia, tú que conduces a la Iglesia, moldeándola en la diversidad. Para vivir, te necesitamos como el agua: desciende una vez más sobre nosotros y enséñanos la unidad, renueva nuestros corazones y enséñanos a amar como tú nos amas, a perdonar como tú nos perdonas. Amén».

_________________________

BENEDICTO XVI – Homilía del 12 de junio de 2011

El Espíritu Santo es el soplo de Jesucristo resucitado

Queridos hermanos y hermanas:

Celebramos hoy la gran solemnidad de Pentecostés. Aunque, en cierto sentido, todas las solemnidades litúrgicas de la Iglesia son grandes, esta de Pentecostés lo es de una manera singular, porque marca, llegado al quincuagésimo día, el cumplimiento del acontecimiento de la Pascua, de la muerte y resurrección del Señor Jesús, a través del don del Espíritu del Resucitado. Para Pentecostés nos ha preparado en los días pasados la Iglesia con su oración, con la invocación repetida e intensa a Dios para obtener una renovada efusión del Espíritu Santo sobre nosotros. La Iglesia ha revivido así lo que aconteció en sus orígenes, cuando los Apóstoles, reunidos en el Cenáculo de Jerusalén, «perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y María, la madre de Jesús, y con sus hermanos» (Hch 1, 14). Estaban reunidos en humilde y confiada espera de que se cumpliese la promesa del Padre que Jesús les había comunicado: «Seréis bautizados con Espíritu Santo, dentro de no muchos días... Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros» (Hch 1, 5.8).

En la liturgia de Pentecostés, a la narración de los Hechos de los Apóstoles sobre el nacimiento de la Iglesia (cf. Hch 2, 1-11) corresponde el salmo 103 que hemos escuchado: una alabanza de toda la creación, que exalta al Espíritu Creador que lo hizo todo con sabiduría: «¡Cuántas son tus obras, Señor, y todas las hiciste con sabiduría! La tierra está llena de tus criaturas... ¡Gloria a Dios para siempre, goce el Señor con sus obras!» (Sal 103, 24.31). Lo que quiere decirnos la Iglesia es esto: el Espíritu creador de todas las cosas y el Espíritu Santo que Cristo hizo descender desde el Padre sobre la comunidad de los discípulos son uno y el mismo: creación y redención se pertenecen mutuamente y constituyen, en el fondo, un único misterio de amor y de salvación. El Espíritu Santo es ante todo Espíritu Creador y por tanto Pentecostés es también fiesta de la creación. Para nosotros, los cristianos, el mundo es fruto de un acto de amor de Dios, que hizo todas las cosas y del que él se alegra porque es «algo bueno», «algo muy bueno», como nos recuerda el relato de la Creación (cf. Gn 1, 1-31). Por eso Dios no es el totalmente Otro, innombrable y oscuro. Dios se revela, tiene un rostro. Dios es razón, Dios es voluntad, Dios es amor, Dios es belleza. Así pues, la fe en el Espíritu Creador y la fe en el Espíritu que Cristo resucitado dio a los Apóstoles y nos da a cada uno de nosotros están inseparablemente unidas.

La segunda lectura y el Evangelio de hoy nos muestran esta conexión. El Espíritu Santo es Aquel que nos hace reconocer en Cristo al Señor, y nos hace pronunciar la profesión de fe de la Iglesia: «Jesús es el Señor» (cf. 1 Co 12, 3b). Señor es el título atribuido a Dios en el Antiguo Testamento, título que en la lectura de la Biblia tomaba el lugar de su nombre impronunciable. El Credo de la Iglesia no es sino el desarrollo de lo que se dice con esta sencilla afirmación: «Jesús es Señor». De esta profesión de fe san Pablo nos dice que se trata precisamente de la palabra y de la obra del Espíritu. Si queremos estar en el Espíritu Santo, debemos adherirnos a este Credo. Haciéndolo nuestro, aceptándolo como nuestra palabra, accedemos a la obra del Espíritu Santo. La expresión «Jesús es Señor» se puede leer en los dos sentidos. Significa: Jesús es Dios y, al mismo tiempo, Dios es Jesús. El Espíritu Santo ilumina esta reciprocidad: Jesús tiene dignidad divina, y Dios tiene el rostro humano de Jesús. Dios se muestra en Jesús, y con ello nos da la verdad sobre nosotros mismos. Dejarse iluminar en lo más profundo por esta palabra es el acontecimiento de Pentecostés. Al rezar el Credo entramos en el misterio del primer Pentecostés: del desconcierto de Babel, de aquellas voces que resuenan una contra otra, y produce una transformación radical: la multiplicidad se hace unidad multiforme, por el poder unificador de la Verdad crece la comprensión. En el Credo, que nos une desde todos los lugares de la Tierra, se forma la nueva comunidad de la Iglesia de Dios, que, mediante el Espíritu Santo, hace que nos comprendamos aun en la diversidad de las lenguas, a través de la fe, la esperanza y el amor.

El pasaje evangélico nos ofrece, después, una imagen maravillosa para aclarar la conexión entre Jesús, el Espíritu Santo y el Padre: el Espíritu Santo se presenta como el soplo de Jesucristo resucitado (cf. Jn 20, 22). El evangelista san Juan retoma aquí una imagen del relato de la creación, donde se dice que Dios sopló en la nariz del hombre un aliento de vida (cf. Gn 2, 7). El soplo de Dios es vida. Ahora, el Señor sopla en nuestra alma un nuevo aliento de vida, el Espíritu Santo, su más íntima esencia, y de este modo nos acoge en la familia de Dios. Con el Bautismo y la Confirmación se nos hace este don de modo específico, y con los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia se repite continuamente: el Señor sopla en nuestra alma un aliento de vida. Todos los sacramentos, cada uno a su manera, comunican al hombre la vida divina, gracias al Espíritu Santo que actúa en ellos.

En la liturgia de hoy vemos también una conexión ulterior. El Espíritu Santo es Creador, es al mismo tiempo Espíritu de Jesucristo, pero de modo que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo y único Dios. Y a la luz de la primera lectura podemos añadir: el Espíritu Santo anima a la Iglesia. Esta no procede de la voluntad humana, de la reflexión, de la habilidad del hombre o de su capacidad organizativa, pues, si fuese así, ya se habría extinguido desde hace mucho tiempo, como sucede con todo lo humano. La Iglesia, en cambio, es el Cuerpo de Cristo, animado por el Espíritu Santo. Las imágenes del viento y del fuego, usadas por san Lucas para representar la venida del Espíritu Santo (cf. Hch 2, 2-3), recuerdan el Sinaí, donde Dios se había revelado al pueblo de Israel y le había concedido su alianza; «la montaña del Sinaí humeaba —se lee en el libro del Éxodo—, porque el Señor había descendido sobre ella en medio del fuego» (19, 18). De hecho, Israel festejó el quincuagésimo día después de la Pascua, después de la conmemoración de la huida de Egipto, como la fiesta del Sinaí, la fiesta del Pacto. Cuando san Lucas habla de lenguas de fuego para representar al Espíritu Santo, se recuerda ese antiguo Pacto, establecido sobre la base de la Ley recibida por Israel en el Sinaí. Así el acontecimiento de Pentecostés se representa como un nuevo Sinaí, como el don de un nuevo Pacto en el que la alianza con Israel se extiende a todos los pueblos de la Tierra, en el que caen todas las barreras de la antigua Ley y aparece su corazón más santo e inmutable, es decir, el amor, que precisamente el Espíritu Santo comunica y difunde, el amor que lo abraza todo. Al mismo tiempo la Ley se dilata, se abre, aun volviéndose más sencilla: es el nuevo Pacto, que el Espíritu «escribe» en el corazón de cuantos creen en Cristo. San Lucas representa la extensión del Pacto a todos los pueblos de la tierra a través de una lista de poblaciones considerable para aquella época (cf. Hch 2, 9-11). Con esto se nos dice algo muy importante: que la Iglesia es católica desde el primer momento, que su universalidad no es fruto de la inclusión sucesiva de comunidades diversas. De hecho, desde el primer instante, el Espíritu Santo la creó como Iglesia de todos los pueblos; abraza al mundo entero, supera todas las fronteras de raza, clase, nación; abate todas las barreras y une a los hombres en la profesión del Dios uno y trino. Desde el principio la Iglesia es una, católica y apostólica: esta es su verdadera naturaleza y como tal debe ser reconocida. Es santa no gracias a la capacidad de sus miembros, sino porque Dios mismo, con su Espíritu, la crea, la purifica y la santifica siempre.

Por último, el Evangelio de hoy nos entrega esta bellísima expresión: «Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor» (Jn 20, 20). Estas palabras son profundamente humanas. El Amigo perdido está presente de nuevo, y quien antes estaba turbado se alegra. Pero dicen mucho más. Porque el Amigo perdido no viene de un lugar cualquiera, sino de la noche de la muerte; ¡y él la ha atravesado! Él no es uno cualquiera, sino que es el Amigo y al mismo tiempo Aquel que es la Verdad que da vida a los hombres; y lo que da no es una alegría cualquiera, sino la alegría misma, don del Espíritu Santo. Sí, es hermoso vivir porque soy amado, y es la Verdad la que me ama. Se alegraron los discípulos al ver al Señor. Hoy, en Pentecostés, esta expresión está destinada también a nosotros, porque en la fe podemos verlo; en la fe viene a nosotros, y también a nosotros nos enseña las manos y el costado, y nosotros nos alegramos. Por ello queremos rezar: ¡Señor, muéstrate! Haznos el don de tu presencia y tendremos el don más bello: tu alegría. Amén.

_________________________

DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

n. 56. Con una homilética que encarne estos principios y las prospectivas que resaltan a lo largo del Tiempo Pascual, el pueblo cristiano llegará pronto a celebrar la Solemnidad de Pentecostés en la que Dios Padre, «en su Verbo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros, nos colma de sus bendiciones y por él derrama en nuestros corazones el don que contiene todos los dones: el Espíritu Santo» (CEC 1082). La Lectura de ese día, tomada de los Hechos de los Apóstoles, cuenta el evento de Pentecostés, mientras el Evangelio ofrece la narración de lo que sucede la tarde del Domingo de Pascua. El Señor resucitado exhaló sobre sus discípulos y dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22). Pascua es Pentecostés. Pascua ya es el don del Espíritu Santo. Pentecostés, no obstante, es la convincente manifestación de la Pascua a todas las gentes, ya que reúne muchas lenguas en el único lenguaje nuevo que comprende las «grandezas de Dios» (Hch 2,11) manifestadas y reveladas en la Muerte y Resurrección de Jesús. En la Celebración Eucarística, además, la Iglesia reza: «Te pedimos, Señor, que, según la promesa de tu Hijo, el Espíritu Santo nos haga comprender la realidad misteriosa de este sacrificio y nos lleve al conocimiento pleno de toda la verdad revelada» (oración sobre las ofrendas). Para los fieles, la participación en la Sagrada Comunión en este día, se convierte en el acontecimiento de su Pentecostés. Mientras se dirigen en procesión a recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor, la antífona de Comunión pone en sus labios el canto de los versículos de la Escritura tomados de la narración de Pentecostés, que dice: «Se llenaron todos de Espíritu Santo, y hablaban de las maravillas de Dios. Aleluya». Estos versículos encuentran su cumplimiento en los fieles que reciben la Eucaristía. La Eucaristía es Pentecostés.

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Pentecostés

696. El fuego. Mientras que el agua significaba el nacimiento y la fecundidad de la vida dada en el Espíritu Santo, el fuego simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo. El profeta Elías que “surgió [...] como el fuego y cuya palabra abrasaba como antorcha” (Si 48, 1), con su oración, atrajo el fuego del cielo sobre el sacrificio del monte Carmelo (cf. 1 R 18, 38-39), figura del fuego del Espíritu Santo que transforma lo que toca. Juan Bautista, “que precede al Señor con el espíritu y el poder de Elías” (Lc 1, 17), anuncia a Cristo como el que “bautizará en el Espíritu Santo y el fuego” (Lc 3, 16), Espíritu del cual Jesús dirá: “He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviese encendido!” (Lc 12, 49). En forma de lenguas “como de fuego” se posó el Espíritu Santo sobre los discípulos la mañana de Pentecostés y los llenó de él (Hch 2, 3-4). La tradición espiritual conservará este simbolismo del fuego como uno de los más expresivos de la acción del Espíritu Santo (cf. San Juan de la Cruz, Llama de amor viva). “No extingáis el Espíritu” (1 Ts 5, 19).

726. Al término de esta misión del Espíritu, María se convierte en la “Mujer”, nueva Eva “madre de los vivientes”, Madre del “Cristo total” (cf. Jn 19, 25-27). Así es como ella está presente con los Doce, que “perseveraban en la oración, con un mismo espíritu” (Hch 1, 14), en el amanecer de los “últimos tiempos” que el Espíritu va a inaugurar en la mañana de Pentecostés con la manifestación de la Iglesia.

731. El día de Pentecostés (al término de las siete semanas pascuales), la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo que se manifiesta, da y comunica como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor (cf. Hch 2, 36), derrama profusamente el Espíritu.

732. En este día se revela plenamente la Santísima Trinidad. Desde ese día el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que creen en Él: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en la comunión de la Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los “últimos tiempos”, el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no consumado:

«Hemos visto la verdadera Luz, hemos recibido el Espíritu celestial, hemos encontrado la verdadera fe: adoramos la Trinidad indivisible porque ella nos ha salvado» (Oficio Bizantino de las Horas. Oficio Vespertino del día de Pentecostés, Tropario 4)

737. La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Esta misión conjunta asocia desde ahora a los fieles de Cristo en su comunión con el Padre en el Espíritu Santo: El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre su mente para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace presente el misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía para reconciliarlos, para conducirlos a la comunión con Dios, para que den “mucho fruto” (Jn 15, 5. 8. 16).

738. Así, la misión de la Iglesia no se añade a la de Cristo y del Espíritu Santo, sino que es su sacramento: con todo su ser y en todos sus miembros ha sido enviada para anunciar y dar testimonio, para actualizar y extender el Misterio de la Comunión de la Santísima Trinidad (esto será el objeto del próximo artículo):

«Todos nosotros que hemos recibido el mismo y único espíritu, a saber, el Espíritu Santo, nos hemos fundido entre nosotros y con Dios. Ya que por mucho que nosotros seamos numerosos separadamente y que Cristo haga que el Espíritu del Padre y suyo habite en cada uno de nosotros, este Espíritu único e indivisible lleva por sí mismo a la unidad a aquellos que son distintos entre sí [...] y hace que todos aparezcan como una sola cosa en él . Y de la misma manera que el poder de la santa humanidad de Cristo hace que todos aquellos en los que ella se encuentra formen un solo cuerpo, pienso que también de la misma manera el Espíritu de Dios que habita en todos, único e indivisible, los lleva a todos a la unidad espiritual» (San Cirilo de Alejandría, Commentarius in Iohanem, 11, 11: PG 74, 561).

739. Puesto que el Espíritu Santo es la Unción de Cristo, es Cristo, Cabeza del Cuerpo, quien lo distribuye entre sus miembros para alimentarlos, sanarlos, organizarlos en sus funciones mutuas, vivificarlos, enviarlos a dar testimonio, asociarlos a su ofrenda al Padre y a su intercesión por el mundo entero. Por medio de los sacramentos de la Iglesia, Cristo comunica su Espíritu, Santo y Santificador, a los miembros de su Cuerpo (esto será el objeto de la Segunda parte del Catecismo).

740. Estas “maravillas de Dios”, ofrecidas a los creyentes en los Sacramentos de la Iglesia, producen sus frutos en la vida nueva, en Cristo, según el Espíritu (esto será el objeto de la Tercera parte del Catecismo).

741. “El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8, 26). El Espíritu Santo, artífice de las obras de Dios, es el Maestro de la oración (esto será el objeto de la Cuarta parte del Catecismo).

830. La palabra “católica” significa “universal” en el sentido de “según la totalidad” o “según la integridad”. La Iglesia es católica en un doble sentido:

1076. El día de Pentecostés, por la efusión del Espíritu Santo, la Iglesia se manifiesta al mundo (cf SC 6; LG 2). El don del Espíritu inaugura un tiempo nuevo en la “dispensación del Misterio”: el tiempo de la Iglesia, durante el cual Cristo manifiesta, hace presente y comunica su obra de salvación mediante la Liturgia de su Iglesia, “hasta que él venga” (1 Co 11,26). Durante este tiempo de la Iglesia, Cristo vive y actúa en su Iglesia y con ella ya de una manera nueva, la propia de este tiempo nuevo. Actúa por los sacramentos; esto es lo que la Tradición común de Oriente y Occidente llama “la Economía sacramental”; esta consiste en la comunicación (o “dispensación”) de los frutos del Misterio pascual de Cristo en la celebración de la liturgia “sacramental” de la Iglesia.

Por ello es preciso explicar primero esta “dispensación sacramental” (capítulo primero). Así aparecerán más claramente la naturaleza y los aspectos esenciales de la celebración litúrgica (capítulo segundo).

1287. Ahora bien, esta plenitud del Espíritu no debía permanecer únicamente en el Mesías, sino que debía ser comunicada a todo el pueblo mesiánico (cf Ez 36,25-27; Jl 3,1-2). En repetidas ocasiones Cristo prometió esta efusión del Espíritu (cf Lc 12,12; Jn 3,5-8; 7,37-39; 16,7-15; Hch 1,8), promesa que realizó primero el día de Pascua (Jn 20,22) y luego, de manera más manifiesta el día de Pentecostés (cf Hch 2,1-4). Llenos del Espíritu Santo, los Apóstoles comienzan a proclamar “las maravillas de Dios” (Hch 2,11) y Pedro declara que esta efusión del Espíritu es el signo de los tiempos mesiánicos (cf Hch 2, 17-18). Los que creyeron en la predicación apostólica y se hicieron bautizar, recibieron a su vez el don del Espíritu Santo (cf Hch 2,38).

2623. El día de Pentecostés, el Espíritu de la promesa se derramó sobre los discípulos, “reunidos en un mismo lugar” (Hch 2, 1), que lo esperaban “perseverando en la oración con un mismo espíritu” (Hch 1, 14). El Espíritu que enseña a la Iglesia y le recuerda todo lo que Jesús dijo (cf Jn 14, 26), será también quien la instruya en la vida de oración.

El testimonio apostólico en Pentecostés

599. La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica san Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: “Fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios” (Hch 2, 23). Este lenguaje bíblico no significa que los que han “entregado a Jesús” (Hch 3, 13) fuesen solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano por Dios.

597. Teniendo en cuenta la complejidad histórica manifestada en las narraciones evangélicas sobre el proceso de Jesús y sea cual sea el pecado personal de los protagonistas del proceso (Judas, el Sanedrín, Pilato), lo cual solo Dios conoce, no se puede atribuir la responsabilidad del proceso al conjunto de los judíos de Jerusalén, a pesar de los gritos de una muchedumbre manipulada (Cf. Mc 15, 11) y de las acusaciones colectivas contenidas en las exhortaciones a la conversión después de Pentecostés (cf. Hch 2, 23. 36; 3, 13-14; 4, 10; 5, 30; 7, 52; 10, 39; 13, 27-28; 1 Ts 2, 14-15). El mismo Jesús perdonando en la Cruz (cf. Lc 23, 34) y Pedro siguiendo su ejemplo apelan a “la ignorancia” (Hch 3, 17) de los judíos de Jerusalén e incluso de sus jefes. Menos todavía se podría ampliar esta responsabilidad a los restantes judíos en el tiempo y en el espacio, apoyándose en el grito del pueblo: “¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!” (Mt 27, 25), que equivale a una fórmula de ratificación (cf. Hch 5, 28; 18, 6):

Tanto es así que la Iglesia ha declarado en el Concilio Vaticano II: «Lo que se perpetró en su pasión no puede ser imputado indistintamente a todos los judíos que vivían entonces ni a los judíos de hoy [...] No se ha de señalar a los judíos como reprobados por Dios y malditos como si tal cosa se dedujera de la sagrada Escritura» (NA 4).

674. La venida del Mesías glorioso, en un momento determinado de la historia (cf. Rm 11, 31), se vincula al reconocimiento del Mesías por “todo Israel” (Rm 11, 26; Mt 23, 39) del que “una parte está endurecida” (Rm 11, 25) en “la incredulidad” (Rm 11, 20) respecto a Jesús. San Pedro dice a los judíos de Jerusalén después de Pentecostés: “Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus profetas” (Hch 3, 19-21). Y san Pablo le hace eco: “si su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre los muertos?” (Rm 11, 5). La entrada de “la plenitud de los judíos” (Rm 11, 12) en la salvación mesiánica, a continuación de “la plenitud de los gentiles (Rm 11, 25; cf. Lc 21, 24), hará al pueblo de Dios “llegar a la plenitud de Cristo” (Ef 4, 13) en la cual “Dios será todo en nosotros” (1 Co 15, 28).

715. Los textos proféticos que se refieren directamente al envío del Espíritu Santo son oráculos en los que Dios habla al corazón de su Pueblo en el lenguaje de la Promesa, con los acentos del “amor y de la fidelidad” (cf. Ez 11, 19; 36, 25-28; 37, 1-14; Jr 31, 31-34; y Jl3, 1-5, cuyo cumplimiento proclamará San Pedro la mañana de Pentecostés (cf. Hch 2, 17-21). Según estas promesas, en los “últimos tiempos”, el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una Ley nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos y divididos; transformará la primera creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz.

El misterio de Pentecostés continúa en la Iglesia

1152. Signos sacramentales. Desde Pentecostés, el Espíritu Santo realiza la santificación a través de los signos sacramentales de su Iglesia. Los sacramentos de la Iglesia no anulan, sino purifican e integran toda la riqueza de los signos y de los símbolos del cosmos y de la vida social. Aún más, cumplen los tipos y las figuras de la Antigua Alianza, significan y realizan la salvación obrada por Cristo, y prefiguran y anticipan la gloria del cielo.

1226. Desde el día de Pentecostés la Iglesia ha celebrado y administrado el santo Bautismo. En efecto, san Pedro declara a la multitud conmovida por su predicación: “Convertíos [...] y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2,38). Los Apóstoles y sus colaboradores ofrecen el bautismo a quien crea en Jesús: judíos, hombres temerosos de Dios, paganos (Hch 2,41; 8,12-13; 10,48; 16,15). El Bautismo aparece siempre ligado a la fe: “Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa”, declara san. Pablo a su carcelero en Filipos. El relato continúa: “el carcelero inmediatamente recibió el bautismo, él y todos los suyos” (Hch 16,31-33).

1302. De la celebración se deduce que el efecto del sacramento de la Confirmación es la efusión especial del Espíritu Santo, como fue concedida en otro tiempo a los Apóstoles el día de Pentecostés.

1556. “Para realizar estas funciones tan sublimes, los Apóstoles se vieron enriquecidos por Cristo con la venida especial del Espíritu Santo que descendió sobre ellos. Ellos mismos comunicaron a sus colaboradores, mediante la imposición de las manos, el don espiritual que se ha transmitido hasta nosotros en la consagración de los obispos” (LG 21).

La Iglesia, comunión en el Espíritu

767. “Cuando el Hijo terminó la obra que el Padre le encargó realizar en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés para que santificara continuamente a la Iglesia” (LG 4). Es entonces cuando “la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; se inició la difusión del Evangelio entre los pueblos mediante la predicación” (AG 4). Como ella es “convocatoria” de salvación para todos los hombres, la Iglesia es, por su misma naturaleza, misionera enviada por Cristo a todas las naciones para hacer de ellas discípulos suyos (cf. Mt 28, 19-20; AG 2,5-6).

775. “La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano “(LG 1): Ser el sacramento de la unión íntima de los hombres con Dios es el primer fin de la Iglesia. Como la comunión de los hombres radica en la unión con Dios, la Iglesia es también el sacramento de la unidad del género humano. Esta unidad ya está comenzada en ella porque reúne hombres “de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7, 9); al mismo tiempo, la Iglesia es “signo e instrumento” de la plena realización de esta unidad que aún está por venir.

798. El Espíritu Santo es “el principio de toda acción vital y verdaderamente saludable en todas las partes del cuerpo” (Pío XII, Mystici Corporis: DS 3808). Actúa de múltiples maneras en la edificación de todo el cuerpo en la caridad (cf. Ef 4, 16): por la Palabra de Dios, “que tiene el poder de construir el edificio” (Hch 20, 32), por el Bautismo mediante el cual forma el Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12, 13); por los sacramentos que hacen crecer y curan a los miembros de Cristo; por “la gracia concedida a los apóstoles” que “entre estos dones destaca” (LG 7), por las virtudes que hacen obrar según el bien, y por las múltiples gracias especiales [llamadas “carismas”] mediante las cuales los fieles quedan “preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen a renovar y construir más y más la Iglesia” (LG 12; cf. AA 3).

796. La unidad de Cristo y de la Iglesia, Cabeza y miembros del cuerpo, implica también la distinción de ambos en una relación personal. Este aspecto es expresado con frecuencia mediante la imagen del esposo y de la esposa. El tema de Cristo Esposo de la Iglesia fue preparado por los profetas y anunciado por Juan Bautista (cf. Jn 3, 29). El Señor se designó a sí mismo como “el Esposo” (Mc 2, 19; cf. Mt 22, 1-14; 25, 1-13). El apóstol presenta a la Iglesia y a cada fiel, miembro de su Cuerpo, como una Esposa “desposada” con Cristo Señor para “no ser con él más que un solo Espíritu” (cf. 1 Co 6,15-17; 2 Co 11,2). Ella es la Esposa inmaculada del Cordero inmaculado (cf. Ap 22,17; Ef 1,4; 5,27), a la que Cristo “amó y por la que se entregó a fin de santificarla” (Ef 5,26), la que él se asoció mediante una Alianza eterna y de la que no cesa de cuidar como de su propio Cuerpo (cf. Ef 5,29):

«He ahí el Cristo total, cabeza y cuerpo, un solo formado de muchos [...] Sea la cabeza la que hable, sean los miembros, es Cristo el que habla. Habla en el papel de cabeza [ex persona capitis] o en el de cuerpo [ex persona corporis]. Según lo que está escrito: “Y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia” (Ef 5,31-32) Y el Señor mismo en el evangelio dice: “De manera que ya no son dos sino una sola carne” (Mt 19,6). Como lo habéis visto bien, hay en efecto dos personas diferentes y, no obstante, no forman más que una en el abrazo conyugal ...Como cabeza él se llama “esposo” y como cuerpo “esposa” (San Agustín, Enarratio in Psalmum 74, 4: PL 36, 948-949).

813. La Iglesia es una debido a su origen: “El modelo y principio supremo de este misterio es la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas” (UR2). La Iglesia es una debido a su Fundador: “Pues el mismo Hijo encarnado [...] por su cruz reconcilió a todos los hombres con Dios [...] restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo” (GS 78, 3). La Iglesia es una debido a su “alma”: “El Espíritu Santo que habita en los creyentes y llena y gobierna a toda la Iglesia, realiza esa admirable comunión de fieles y une a todos en Cristo tan íntimamente que es el Principio de la unidad de la Iglesia” (UR 2). Por tanto, pertenece a la esencia misma de la Iglesia ser una:

«¡Qué sorprendente misterio! Hay un solo Padre del universo, un solo Logos del universo y también un solo Espíritu Santo, idéntico en todas partes; hay también una sola virgen hecha madre, y me gusta llamarla Iglesia» (Clemente de Alejandría, Paedagogus 1, 6, 42).

1097. En la liturgia de la Nueva Alianza, toda acción litúrgica, especialmente la celebración de la Eucaristía y de los sacramentos es un encuentro entre Cristo y la Iglesia. La asamblea litúrgica recibe su unidad de la “comunión del Espíritu Santo” que reúne a los hijos de Dios en el único Cuerpo de Cristo. Esta reunión desborda las afinidades humanas, raciales, culturales y sociales.

1108. La finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción litúrgica es poner en comunión con Cristo para formar su Cuerpo. El Espíritu Santo es como la savia de la viña del Padre que da su fruto en los sarmientos (cf Jn 15,1-17; Ga 5,22). En la liturgia se realiza la cooperación más íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El Espíritu de comunión permanece indefectiblemente en la Iglesia, y por eso la Iglesia es el gran sacramento de la comunión divina que reúne a los hijos de Dios dispersos. El fruto del Espíritu en la liturgia es inseparablemente comunión con la Trinidad Santa y comunión fraterna (cf 1 Jn 1,3-7).

1109. La Epíclesis es también oración por el pleno efecto de la comunión de la asamblea con el Misterio de Cristo. “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo” (2 Co 13,13) deben permanecer siempre con nosotros y dar frutos más allá de la celebración eucarística. La Iglesia, por tanto, pide al Padre que envíe el Espíritu Santo para que haga de la vida de los fieles una ofrenda viva a Dios mediante la transformación espiritual a imagen de Cristo, la preocupación por la unidad de la Iglesia y la participación en su misión por el testimonio y el servicio de la caridad.

_________________________

RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

El poder de lo alto

A todos ha sucedido observar alguna vez esta escena: un coche está parado; dentro, el conductor, que conduce; y, detrás, una o dos personas, que le empujan fatigosamente, buscando imprimir le al coche la velocidad necesaria para poder arrancar; pero... nada. Se paran, se secan el sudor, y vuelven a empujar... Después, de forma imprevista, un ruido, el motor que se pone en movimiento, el coche funciona, y los que empujaban se separan con un suspiro de alivio.

Es un ejemplo de lo que sucede en la vida cristiana. Se va hacia adelante a fuerza de empujes, con fatiga, sin grandes progresos. Y ¡pensar que tenemos a disposición un motor potentísimo, «el poder que viene de lo alto» (Lucas 24,49), que sólo espera ser puesto en marcha! La presente fiesta de Pentecostés debiera ayudarnos a descubrir este motor y cómo hay que hacer para ponerlo en marcha o en acción.

Escuchando las lecturas de hoy se puede tener la impresión de una aparente contradicción. En la primera lectura, tomada de los Hechos de los apóstoles, se habla de la venida del Espíritu, que tiene lugar cincuenta días después de Pascua; y en el fragmento evangélico, Juan nos presenta a Jesús, quien la tarde misma de Pascua se aparece a los apóstoles y les concede el mismo don diciendo: «Recibid el Espíritu Santo».

Por lo tanto, ¿hay dos Pentecostés distintos? En un cierto sentido, sí; pero, los dos relatos no se excluyen entre sí, sino que se integran. Corresponden a dos modos distintos de concebir y presentar el papel del Espíritu, que son igualmente válidos. Lucas, que ve al Espíritu Santo como principio de la unidad y de la universalidad de la Iglesia y como potencia para la misión, da relieve a una manifestación del Espíritu Santo, la que tuvo lugar cincuenta días después de Pascua en presencia de distintos pueblos y lenguas. Juan, que ve al Espíritu como el principio de la vida nueva, surgida de la muerte de Cristo, subraya las primerísimas manifestaciones de lo que tuvo lugar el mismo día de Pascua. Podemos decir que Juan nos dice de dónde viene el Espíritu: del costado traspasado del Salvador; Lucas nos dice a dónde lleva el Espíritu: hasta los confines de la tierra.

De igual modo, los símbolos usados para hablar del Espíritu Santo son distintos en ambos los dos casos. La Biblia gusta instruirnos sobre las realidades más espirituales sirviéndose de los símbolos más materiales y elementales, que existen en la naturaleza, y así ha hecho también para el Espíritu Santo. Dos fueron, en su origen, los significados de la palabra hebrea ruach o espíritu: el de viento y el de soplo o aliento; Lucas ennoblece el símbolo del viento, que pone de relieve la potencia del Espíritu Santo:

«De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban».

Juan conoce igualmente el símbolo del viento: «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (3,8); pero, realza incluso en este caso el símbolo del soplo o aliento, que lleva a la consideración o reclama lo que Dios hizo en el principio cuando «sopló» sobre Adán un hálito de vida:

«Exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo».

Después de esta mirada de conjunto a las lecturas de hoy, centrémonos sobre un punto. El relato de los Hechos de los apóstoles comienza diciendo: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar». De estas palabras podemos deducir que Pentecostés ya preexistía... a Pentecostés. En otras palabras, que había ya una fiesta de Pentecostés en el judaísmo y fue durante tal fiesta cuando descendió el Espíritu Santo. No se entiende el Pentecostés cristiano sin tener en cuenta el Pentecostés hebreo, que lo ha preparado.

En el Antiguo Testamento han existido dos interpretaciones fundamentales sobre la fiesta de Pentecostés. Al comienzo era la fiesta de las siete semanas (cfr. Tobías 2, 1), la fiesta de la recogida: «El día de las primicias, cuando ofrezcáis a Yahvé oblación de frutos nuevos en vuestra fiesta de las Semanas, tendréis reunión sagrada» (cfr. Números 28, 26ss.), esto es, cuando se ofrecían a Dios las primicias de los granos (cfr. Éxodo 23,16; Deuteronomio 16, 9). Pero, sucesivamente la fiesta se había enriquecido con un nuevo significado; y ciertamente en el tiempo de Jesús era la fiesta de la entrega de la Ley sobre el monte Sinaí y de la alianza (cfr. Nehemías 8,18).

¿Qué significado tiene que el Espíritu Santo venga sobre la Iglesia precisamente el día en que se celebraba en Israel la fiesta de la Ley y de la alianza? La respuesta es sencilla. Es para indicar que el Espíritu Santo es la nueva ley, la ley espiritual, que sella la nueva y eterna alianza, y que consagra al pueblo real y sacerdotal, que es la Iglesia. Una ley escrita ya no sobre tablas de piedra sino sobre tablas de carne, que son los corazones de los hombres. Es lo que Lucas quiere inculcar en los Hechos describiendo voluntariamente la bajada del Espíritu Santo con las apariencias de viento y de fuego, que marcaron la teofanía del Sinaí.

«¿Quién no permanecería impresionado, escribe san Agustín, por esta coincidencia y a la vez por esta diferencia? Cincuenta días se cuentan desde la celebración de la Pascua en Egipto hasta el día en que Moisés recibió la ley en las tablas escritas con el dedo de Dios; semejantemente, cumplidos los cincuenta días de la inmolación del Cordero, que es Cristo, el Dedo de Dios, esto es, el Espíritu Santo, llenó de sí a los fieles reunidos juntos».

Estas consideraciones de inmediato hacen surgir una pregunta: ¿nosotros vivimos bajo la vieja ley o bajo la ley nueva? ¿Cumplimos nuestros deberes religiosos por obligación, por temor y por costumbre o por el contrario con íntima convicción y casi por atracción? ¿Sentimos a Dios como padre o como jefe? El grupo de personas que por vez primera, en 1967, hicieron la experiencia del nuevo Pentecostés y dieron inicio a la «Renovación carismática católica», nos ayuda a entender la diferencia entre los dos modos de vivir la fe. Se trata de una carta, que uno de ellos escribió inmediatamente después del acontecimiento a un amigo:

«Nuestra fe ha llegado a ser viva; nuestro creer ha llegado a ser una fuente del conocer. Imprevistamente, lo sobrenatural ha llegado a ser más real que lo natural. Brevemente, Jesús es ya una persona viva para nosotros. Haz la prueba de abrir el Nuevo Testamento y de leerlo como si fuese ahora literalmente verdadero, cada palabra, cada línea. La oración y los sacramentos han llegado a ser en verdad nuestro pan cotidiano y no genéricas «prácticas piadosas». Un amor por las Escrituras, que yo no habría nunca creído posible, una transformación de nuestras relaciones con los demás, una necesidad y una fuerza de testimoniar más allá de toda expectativa: todo ello ha llegado a ser parte de nuestra vida. La vida ha llegado a estar rociada por la calma, la confianza, la alegría y la paz».

Concluyo con una historia, que me parece que contiene el jugo o extracto de todo lo que hemos dicho. Al comienzo del siglo, una familia del sur de Italia emigra a los Estados Unidos. Llevan consigo el alimento para el viaje, pan y queso, no teniendo ya más dinero para poder pagar el restaurante. Pero, con el pasar de los días y de las semanas, el pan llega a estar duro y el queso mohoso. El hijo en un cierto momento ya no puede aguantar más y no hace más que llorar. Los padres hacen entonces un esfuerzo: sacan afuera las pocas monedillas, que tienen, y se las dan para que haga una comida en un restaurante. El hijo va, come y vuelve junto a sus padres totalmente lleno de lágrimas. «¿Cómo? ¿Lo hemos gastado todo para pagarte una buena comida y tú, ahora, vuelves llorando?» «¡Lloro porque estaba comprendida en el precio (del viaje) Una comida al día en el restaurante, y nosotros hemos estado comiendo todo el tiempo pan y queso!»

Muchos cristianos hacen la travesía de la vida a «pan y queso», sin alegría, sin entusiasmo, cuando podrían tener cada día, espiritualmente hablando, todo el «bien de Dios»; todo «comprendido en el precio» de ser cristianos: la certeza del amor de Dios, la valentía que da su palabra, la alegría que viene de la experiencia del Espíritu y de la comunión con los hermanos, todo resumido y ofrecido para nosotros concretamente en el banquete eucarístico.

¿El secreto para experimentar este «nuevo Pentecostés»? ¡Se llama deseo! Es él la «chispa», que enciende el motor del que yo hablaba al principio. Jesús ha prometido: «Si, pues, vosotros, aun siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!» (Lucas 11,13). ¡Parla tanto, pedir! La liturgia de mañana nos ofrece expresiones magníficas para hacerla:

«¡Ven, Espíritu divino... Padre amoroso del pobre, don, en tus dones espléndido; luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo. Ven dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos... Ven, Espíritu Santo!»

____________________

PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

La verdadera paz

«El Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Es la efusión de amor entre el Padre y el Hijo, y en unidad con el Padre y el Hijo, es un solo Dios verdadero.

Jesucristo fue enviado por su Padre al mundo para morir por la salvación de los hombres, y fue resucitado por la fuerza del Espíritu Santo.

Subió al cielo, y en unidad al Padre, envió al Espíritu Santo al mundo, para ser derramado en los corazones de todos los hombres que aman a Dios, para que, llenos de sus dones, obren, y con sus frutos y carismas, glorifiquen a Dios.

Jesús, con su resurrección, ha traído la paz a sus sacerdotes, y les ha dado el poder de la acción del Espíritu Santo, para establecer en el mundo la paz a través del perdón de los pecados.

Por tanto, la verdadera paz se establece en los corazones de los hombres mediante la reconciliación de cada uno con Cristo, por el Espíritu Santo.

Recibe tú el Espíritu Santo, y pídele que te llene y te desborde de su amor, para que infunda en ti sus siete dones: Sabiduría, Entendimiento, Consejo, Ciencia, Piedad, Fortaleza, y Santo Temor de Dios, y así puedas cumplir con los compromisos que adquiriste cuando fuiste bautizado con el fuego del Espíritu Santo como hijo de Dios.

Acude a la Virgen María, Madre de Cristo y Esposa del Espíritu Santo, para que te consiga la gracia de la docilidad a las inspiraciones, influjos y mociones del Espíritu y, movido por su fuerza, hagas las obras de Dios, conservando la paz en tu corazón, y llevándola a los demás, para que, unidos en un mismo cuerpo y un mismo espíritu, permanezcan en oración con la Madre de Dios, y sea para el mundo un nuevo y eterno Pentecostés».

____________________

FLUVIUM (www.fluvium.org)

Su vida divina en nosotros

La venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles no se narra en los evangelios sino en otro libro del nuevo testamento, “Los Hechos de los Apóstoles”, escrito por uno de los evangelistas, san Lucas. Aquel día se cumplió, como Jesús había prometido, el descenso del Paráclito, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, sobre los que estaban reunidos en aquel lugar. Yo rogaré al Padre –les había dicho– y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre: el Espíritu de la verdad, al que el mundo no puede recibir porque no le ve ni le conoce.

Como nos sucedería a cualquiera, si estuviéramos a punto de quedarnos sin quien más queremos en la vida, los apóstoles estaban tristes al oírle a Jesús decir que se marchaba. El ambiente de la última cena era especialmente íntimo; diríamos que Jesús se desahoga con los suyos. Les manifiesta abiertamente lo que lleva en su corazón en esas últimas horas antes de la pasión, aunque sin poder evitar el misterio para las inteligencias de ellos, todavía demasiado humanas, poco sobrenaturales. Y a la vez, sale al paso de la inquietud de los Apóstoles, de lo que en esos momentos les preocupa. Se acerca la hora del triunfo y, aunque no será como ellos se imaginan, va a cumplirse –y a la perfección– la tarea redentora que le llevó a encarnarse.

Una vez consumada la misión del Hijo en favor del hombre, la presencia de Dios junto a nosotros –siempre necesaria para que podamos ser santos– tendrá lugar con la Tercera Persona, el Santificador: Os conviene que me vaya, les dijo, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros. En cambio, si yo me voy, os lo enviaré. El mismo Dios, en su Tercera Persona, es prometido por Jesucristo antes de su Pasión y de su Ascensión. Y de tal modo sería su venida y su presencia en el mundo que, por dura y misteriosa que les pareciera a los apóstoles la marcha del Señor, era muy conveniente y mejor para el hombre esa otra presencia divina en nosotros. Con admirable sencillez, les expone Jesús el plan divino para la santificación de la humanidad: Cuando venga el Paráclito que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, Él dará testimonio de mí. También vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo. La presencia permanente de Dios Espíritu Santo en el cristiano se manifiesta en un testimonio continuo en él de Jesucristo; de modo que, por la acción del Paráclito, los hijos de Dios tenemos en la mente y en el corazón la vida y las enseñanzas de Jesús. Su doctrina es así una referencia constante para la propia conducta y un ideal de vida para la sociedad: el cristiano, consecuente con su condición, intenta de modo natural, a instancias del Espíritu, implantar con su vida por doquier el ideal del Evangelio.

Os he hablado de todo esto estando con vosotros; pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho. Deseemos vivamente, por tanto, ese “singular” recuerdo –propiamente sobrenatural– de los sentimientos y afanes de Cristo en nuestro corazón. Se vive así, como Él quiere –como se sentía, por ejemplo, san Pablo–, una vida verdaderamente trascendente, porque ya no es sólo terrena, pues, sin abandonar este mundo, por la acción del Espíritu Santo, vivimos también la vida de Dios, somos otros Cristos, aseguraba el Apóstol. Y de tal manera es esto necesario, que si prescindiéramos de este nuevo modo de existencia en Jesucristo, seríamos –como personas– algo truncado, seres sin terminar, sin lograr la plenitud que propiamente nos corresponde: En verdad, en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Igual que el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así, aquel que me come vivirá por mí.

La Santa Misa, con la Comunión Eucarística, constituye la esencia y la raíz de la vida cristiana. Hasta el punto de que es en unión con el sacrificio de Cristo en la Cruz, renovado incruentamente cada día en nuestros altares, como tienen la debida relevancia sobrenatural cada uno de nuestros pensamientos, palabras y acciones. A esto nos lleva el Espíritu Santo. Esa vida que Jesús quiere para los suyos y que quiere presente en la sociedad para que sea vivificada desde dentro, es la que de Él brota para los hombres: de su Cruz y su Resurrección. Es la misma que anticipadamente dío a sus discípulos como comida y bebida “la noche en que iba a ser entregado”. El Paráclito, en efecto, impulsándonos suavemente a vivir como Cristo –propiamente en Cristo–, nos ha enseñado y nos invita a organizar nuestra existencia en torno a la Santa Misa. Así se vive la vida de Cristo y llega a ser una realidad la ofrenda de nosotros a Dios Padre en favor de los hombres.

María, al pie de la Cruz, sigue encarnando el hágase en mí según tu palabra, que pronunció al saberse destina para Madre de Jesús. El Espíritu Santo vendrá sobre ti, le había anunciado Gabriel, y toda su existencia terrena fue un empeño por vivir según el deseo divino. ¡Ojalá que nosotros, dóciles al Paráclito, queramos imitarla!

_____________________

PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

El Espíritu y la Iglesia

¡De tu Espíritu, Señor, está llena la tierra! La fiesta de Pentecostés nos ubica cada año frente a esta omnipresencia misteriosa del Espíritu y nos invita a descubrir su significado.

¿Qué es el Espíritu Santo para la Iglesia? El Espíritu es una “persona”. Esta certeza aportada por Jesús es colocada por encima de toda reflexión: él es uno de los tres “en” que creemos: “Creo en el Espíritu Santo...” Él, entonces, es el donador. Pero también es el don: el don de Dios Padre y del Cristo resucitado a la Iglesia: Sopló sobre ellos y dijo: Reciban al Espíritu Santo. Es este don para nosotros lo que queremos descubrir.

San Pablo, en la segunda lectura, nos dice que el Espíritu Santo es principio de cohesión y de unidad de la Iglesia. Unidad o continuidad, antes que nada, de la Iglesia con Cristo: “Nadie puede decir: Jesús es el Señor, sino bajo la acción del Espíritu Santo”. Una unidad de fe, pero también de vida: Cristo y la Iglesia forman un único cuerpo. El mismo Espíritu que estaba en Jesús de Nazaret durante su vida y guiaba sus elecciones, está ahora en la Iglesia y guía a la Iglesia; por eso, entre ellos hay una unidad como entre la vid y los sarmientos.

En segundo lugar, principio de unidad entre nosotros: Todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo. Y es él quien nos hace tan solidarios, tan hermanos, porque es el Espíritu quien nos hace hijos de Dios y nos pone en la boca el lenguaje de los hijos: “Padre nuestro que estás en los cielos...”. Incluso como tales nos hace reconocer entre nosotros. Cuando intercambiamos el signo de la paz es esto lo que atestiguamos. Algunos también son parientes entre ellos, pero en la Iglesia no es la voz de la sangre lo que hace que se reconozcan, sino la voz del Espíritu. Es ésta una unidad profunda que debe permanecer a resguardo, más allá de la diversidad de las opiniones, de elecciones políticas y electorales. Nadie puede poner en juego esta unidad —la comunión eclesial— por cosas que no son las mencionadas por san Pablo: una sola esperanza, una sola fe, un solo bautismo, un solo Señor, un solo Espíritu, un solo Dios y Padre de todos (cfr. Ef. 4, 4 ssq.).

La primera lectura —el relato del Pentecostés— nos permite descubrir otra cosa que el Espíritu Santo representa para la Iglesia: él es el principio de expansión de la Iglesia, la fuerza que alimenta la misión.

El Evangelio también nos ha presentado a los once apóstoles en el Cenáculo pocos días antes. Todavía están escondidos por miedo a los judíos. Quizás pensaban que todo lo que se les pedía era cultivar el recuerdo del maestro en el interior del pequeño grupo, viviendo apartados del mundo. Pero he aquí que en ese mismo Cenáculo hace irrupción el Espíritu, abre las puertas y los empuja afuera, hacia otros pueblos. Ellos predican entre los partos, los medos, los elamitas, los griegos, los extranjeros de Roma, los hebreos y los gentiles: todos los comprenden; algunos son bautizados; así nace la Iglesia. No se quedan entonces en el Cenáculo abierto, a la espera de que los hombres los busquen allí; son ellos quienes van hacia los paganos. Un poco más tarde, el primer pagano, Camelia, será introducido en la iglesia bajo la evidente presión del Espíritu Santo (Hech., 10,44-48). Ir hacia los paganos significaba poner en discusión las propias certezas religiosas (Moisés, la ley, la circuncisión, la elección); significaba arriesgarse a ser contaminados. Y, en efecto, ¡cuántas dificultades y resistencias hubieron! (cfr. Hech., 15). Pero el Espíritu que había en ellos les daba coraje, los hacía sentir más fuertes que el mundo que debían conquistar; se convirtieron a los paganos y así convirtieron a los paganos a Cristo. El Espíritu Santo impidió que la Iglesia quedase en sinagoga, es decir, lugar cerrado para elegidos; puso en acto aquella universalidad que Jesús había prometido: a todas las gentes...; a todas las criaturas...; hasta los confines de la tierra.

¡Cómo debemos acordarnos de esta lección nosotros, cristianos de hoy! Aquella Iglesia, surgida del Cenáculo, siempre está tentada de volver a entrar allí y de encerrarse de nuevo. Especialmente cuando —como pasa ahora— afuera soplan vientos de contradicción. Y entonces, he aquí que reaparecen los signos del miedo; el pequeño rebaño, en lugar de lanzarse incluso a los lobos si es necesario, huye. Se erigen empalizadas defensivas, sin advertirse que afuera no presionan sólo para abatir sino también para entrar. Sólo el Espíritu puede nuevamente dar coraje a cada vuelta de la historia y de la sociedad, con el fin de ponerse a la cabeza hacia nuevas perspectivas para el reino de Dios y para el hombre. También hoy, como decía Juan en el Apocalipsis, quien tiene oídos para escuchar, escuche lo que el Espíritu le dice a la Iglesia.

Principio de cohesión y principio de difusión, entonces. Pero el Espíritu también es otra cosa para la Iglesia: es el principio de identidad, es decir, del distinguirse del mundo. ¡Cuidado con olvidarnos de eso, entusiasmados con la idea de ir hacia el mundo! Es así, en efecto, como nos presenta el Evangelio de Juan al Espíritu Santo: Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito...el Espíritu de la Verdad a quien el mundo no puede recibir (Jn. 14, 16-17).

¿Pero quién es aquí el mundo? Es el mundo “puesto bajo el maligno”, el mundo que no reconoció y no recibió bien a Jesús y que ahora rechaza a su Iglesia: Si el mundo los odia, sepan que antes me ha odiado a mi (Jn. 15, 18). (Por lo tanto, no los hombres del mundo que son nuestros hermanos, o que pueden llegar a serlo). Identificarse con ese mundo con el pretexto de hacerse amigo de él, significa dejar de ser de Jesús; significa ser “del” mundo, vale decir, perder la propia identidad.

En la contienda irreductible que se establecerá después de la muerte de Jesús entre este mundo y los discípulos, el Espíritu Santo estará al lado de ellos, como recuerdo y testimonio de Jesús. Será, antes que nada, el recuerdo viviente de Jesús (Jn. 14, 25 ss.): vale decir que él asegura la fidelidad de la Iglesia a Cristo. Hace que nuestra causa con el mundo sea y permanezca realmente “la causa de Jesús” (“¡la verdad!”), y no se convierta en una causa distinta; es decir, que no se convierta en nuestra causa, en la defensa de nuestros intereses y privilegios, que nos quitaría la razón ante el mundo.

El Espíritu Santo será también el abogado, el testigo y el juez en la contienda entre Jesús y el mundo: Cuando venga el Paráclito...él dará testimonio de mí (Jn. 15, 26); probará al mundo dónde está el pecado, dónde está la justicia y cuál es el juicio (Jn. 16, 8). Entonces, el proceso del mundo terminará con la victoria de Jesús, gracias a la presencia del Espíritu en la Iglesia.

¿Cuándo y dónde se producirá esta victoria? ¡Ahora, dentro de nosotros! Si estamos aquí para escuchar la palabra de Jesús y profesar nuestra fe en él, es porque Cristo venció una vez más al mundo en nosotros; él derrotó al llamado y a las razones del mundo que nos aconsejaban no creer, no apostar nuestra breve existencia a él, proponernos más bien otros objetivos más inmediatos, más seguros: ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? (1 Jn. 5, 5). La batalla y el proceso todavía no están terminados, pero el testimonio interior del Espíritu nos dice que el mundo está perdiendo en la causa que ha intentado contra Jesús, y nos da el coraje para permanecer a su lado incluso en la cruz.    

El Espíritu es el testigo de Jesús y su recuerdo, ya lo hemos dicho. Sin embargo, el recuerdo más fuerte de Jesús es aquel que el Espíritu opera ahora, cuando hace que los dones ofrecidos se conviertan en “el cuerpo y la sangre de Jesucristo”. Ahora es el momento en el cual todos “bebemos del mismo Espíritu” y en el cual “por la comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo el Espíritu Santo nos reúne en un solo cuerpo” (Canon II).

Repitamos la oración: “Ven, Espíritu Santo, llena el corazón de tus fieles. Llena tu Iglesia”.

_________________________

BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en la clausura del XX Congreso Eucarístico Nacional de Italia, en Milán (22-V-1982)

− El origen de la Iglesia

“Señor, envía tu Espíritu y renueva la faz de la tierra”.

Así grita la Iglesia en la liturgia de la solemnidad de Pentecostés.

Señor, envía tu Espíritu y renueva la faz de la tierra.

Potente es el soplo de Pentecostés. Eleva, con la fuerza del Espíritu Santo, la tierra y todo el mundo creado a Dios, por medio del cual existe todo lo que existe.

Por esto, cantamos con el Salmista:

“¡Cuántas son tus obras, Señor!/ la tierra está llena de tus criaturas” (Sal 103/104,24).

Miramos el orbe terrestre, abarcamos la inmensidad de la creación y continuamos proclamando con el Salmista: “Les retiras el aliento y expiran,/ y vuelven a ser polvo;/ envías tu aliento y los creas,/ y repueblas la faz de la tierra” (Sal 103/104,29-30).

Profesamos la potencia del Espíritu Santo en la Obra de la creación: el mundo visible tiene su origen en la invisible Sabiduría, Omnipotencia y Amor. Y, por esto, deseamos hablar a las criaturas con las palabras que ellas oyeron a su Creador en el Comienzo, cuando vio que eran “buenas”, “muy buenas”. Y, por esto cantamos: “Bendice, alma mía, al Señor./ ¡Dios mío, qué grande eres!.../ Gloria a Dios para siempre,/ goce el Señor con sus obras” (Sal 103/104,1.31).

En el templo grande e inmenso de la creación queremos festejar hoy el nacimiento de la Iglesia. Precisamente por esto repetimos: “¡Señor, envía tu Espíritu, y renueva la faz de la tierra!”.

Y repetimos estas palabras reuniéndonos en el Cenáculo de Pentecostés: efectivamente, allí el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles, reunidos con la Madre de Cristo, y allí nació la Iglesia para servir a la renovación de la faz de la tierra.

− La Eucaristía

Al mismo tiempo, entre todas las criaturas, que han venido a ser obra de las manos humanas, elegimos el Pan y el Vino. Los llevamos al altar. En efecto, la Iglesia, que nació el día de Pentecostés de la potencia del Espíritu Santo, nace constantemente de la Eucaristía, donde el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre del Redentor. Y esto ocurre también gracias a la potencia del Espíritu Santo.

Nos encontramos en el Cenáculo de Jerusalén el día de Pentecostés. Pero simultáneamente la liturgia de esta solemnidad nos lleva al Cenáculo “la tarde de la resurrección”. Precisamente allí, a pesar de que las puertas estaban cerradas, vino Jesús a los discípulos reunidos y todavía atemorizados.

Después de mostrarles las manos y el costado, como prueba que era el mismo que había sido crucificado, les dijo: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y diciendo esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20,21-23).

Así, pues, la tarde del día de la resurrección, los Apóstoles, encerrados en el silencio del Cenáculo, recibieron el mismo Espíritu Santo, que descendió sobre ellos cincuenta días después, a fin de que, inspirados por su fuerza, se convirtiesen en testigos del nacimiento de la Iglesia: “Nadie puede decir ‘Jesús es Señor’, si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Cor 12,3).

La tarde del día de la resurrección de los Apóstoles, con la fuerza del Espíritu Santo, confesaron con todo el corazón: “Jesús es el Señor”, la potencia del Espíritu Santo puso en sus manos la Eucaristía −El Cuerpo y la Sangre del Señor−; la Eucaristía que en el mismo Cenáculo, durante la última Cena, Jesús les había entregado, antes de su pasión.

Entonces dijo, mientras les daba el pan: “Tomad y comed todos de él: esto es mi cuerpo, entregado en sacrificio por vosotros”.

Y a continuación, dándoles el cáliz del vino dijo: “Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la Alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados”. Y después de haber dicho esto, añadió: “Haced esto en memoria mía”.

Cuando llegó el día de Viernes Santo, y luego el Sábado Santo, las palabras misteriosas de la última Cena se cumplieron mediante la pasión de Cristo. He aquí que su Cuerpo había sido entregado. He aquí que su Sangre había sido derramada. Y, cuando Cristo resucitó, se colocó en medio de los Apóstoles la tarde de Pascua, sus corazones latieron, bajo el soplo del Espíritu Santo, con nuevo ritmo de fe.

¡He aquí que ante ellos está el Resucitado!

He aquí que Jesús es el Señor. He aquí que Jesús el Señor les ha dado su Cuerpo como pan y su Sangre como vino “para la remisión de los pecados”. Les ha dado la Eucaristía.

− Continua asistencia del Paráclito

He aquí que el Resucitado dice: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”.

He aquí que los envía con la fuerza del Espíritu Santo con la palabra de la Eucaristía y con el signo de la Eucaristía, puesto que realmente ha dicho: “Haced esto en memoria mía”

“Jesucristo es Señor”.

He aquí que envía a sus Apóstoles con la memoria eterna de su Cuerpo y de su Sangre, con el sacramento de su muerte y de su resurrección: Él, Jesucristo, Señor y Pastor de su grey para todos los tiempos.

La Iglesia nace el día de Pentecostés. Nace bajo el soplo potente del Santísimo Espíritu, que ordena a los Apóstoles salir del Cenáculo y emprender su misión.

La tarde de la resurrección Cristo les dijo: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. La mañana de Pentecostés el Espíritu Santo hace que ellos emprendan esta misión. Y así ellos van a los hombres y se ponen en camino por el mundo.

Antes de que ocurriese esto, el mundo −el mundo humano− había entrado en el Cenáculo. Porque he aquí que: “Se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería” (Hch 2,4). Con este don de lenguas entró a la vez en el Cenáculo en el mundo de los hombres, que hablan las diversas lenguas, y a los cuales hay que hablar en varias lenguas para ser comprendidos en el anuncio de las “maravillas de Dios” (Hch 2,11).

El día de Pentecostés nació la Iglesia, bajo el soplo potente del Espíritu Santo. Nació de cien maneras, en todo el mundo habitado por los hombres, que hablan diversas lenguas. Nació para ir a todo el mundo, enseñando a todas las naciones con las diversas lenguas.

Nació a fin de que, enseñando a los hombres y a las naciones, nazca siempre de nuevo mediante la palabra del Evangelio; para que nazca siempre de nuevo en ellos en el Espíritu Santo, por la potencia sacramental de la Eucaristía.

Todos los que acogen la palabra del Evangelio, todos los que se alimentan del Cuerpo y de la Sangre de Cristo en la Eucaristía, bajo el soplo del Espíritu Santo, profesan: “Jesús es el Señor” (1 Cor 12,3).

Y así, bajo el soplo del Espíritu Santo, comenzando desde el Pentecostés de Jerusalén, crece la Iglesia.

En ella hay diversidad “de carismas”, y diversidad “de ministerios”, y diversidad “de operaciones”, pero “uno solo es el Espíritu”, pero “uno solo es el Señor”, pero “uno solo es Dios”, “que obra todo en todos” (1 Cor 12,4-6).

En cada hombre,/

en cada comunidad humana,/

en cada país, lengua y nación,/

en cada generación,/

La Iglesia es concebida de nuevo y de nuevo crece.

Y crece como cuerpo, porque, como el cuerpo une en uno muchos miembros, muchos órganos, muchas células, así la Iglesia une en uno con Cristo muchos hombres.

La multiplicidad se manifiesta, por obra del Espíritu Santo, en la unidad, y la unidad contiene en sí la multiplicidad: “Todos nosotros... hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo Cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu” (1 Cor 12,13).

En la base de esta unidad espiritual que nace y se manifiesta cada día siempre de nuevo, está el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre, el gran memorial de la Cruz y de la Resurrección, el Signo de la Nueva y Eterna Alianza, que Cristo mismo ha puesto en las manos de los Apóstoles y ha colocado como fundamento de su misión.

En la potencia del Espíritu Santo se construye la Iglesia como Cuerpo mediante el Sacramento del Cuerpo. En la potencia del Espíritu Santo se construye la Iglesia como pueblo de la Nueva Alianza mediante la Sangre de la nueva Alianza.

Es inagotable en el Espíritu Santo la potencia vivificante de este Sacramento. La Iglesia vive de él, en el Espíritu Santo, con la vida misma de su Señor. “Jesús es Señor”.

Es el Cenáculo de Pentecostés, pero es, a la vez, el Cenáculo mismo del encuentro pascual de Cristo con los Apóstoles, es el Cenáculo mismo del Jueves Santo.

Un día llegó al Cenáculo de Pentecostés todo el mundo a través del don de lenguas: fue como un gran desafío para la Iglesia, grito por la Eucaristía y petición de la Eucaristía.

La Iglesia se convierte, mediante la Eucaristía, en la medida de la vida y en la fuente de la misión de todo el pueblo de Dios, que ha venido hoy al cenáculo hablando con la lengua de los hombres contemporáneos.

La vida del hombre se graba, mediante la Eucaristía, en el misterio del Dios viviente. En este misterio el hombre supera los límites de la contemporaneidad, encaminándose hacia la esperanza de la vida eterna. He aquí que la Iglesia del Verbo Encarnado hace nacer, mediante la Eucaristía, a los habitantes de la eterna Jerusalén.

¡Te damos gracias, oh Cristo! Te damos gracias, porque en la Eucaristía nos acoges a nosotros, indignos, mediante la potencia del Espíritu Santo en la unidad de tu Cuerpo y de tu Sangre, en la unidad de tu muerte y de tu resurrección.

¡Gratias agamus Domino Deo nostro!

¡Te damos gracias, oh Cristo!

Te damos gracias, porque permites a la Iglesia nacer siempre de nuevo en esta tierra, y porque le permites engendrar hijos e hijas de esta tierra como hijos de la adopción divina y herederos de los destinos eternos.

¡Gratias agamus Domino Deo nostro!

“Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo a vosotros” (Jn 20,21).

¡Y da a estas palabras el soplo potente de Pentecostés!

Haz que estemos dondequiera Tú nos envíes..., porque el Padre te envió a Ti.

***

Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

“Todos los discípulos estaban juntos...” (1ª lect). En esta atmósfera de oración y de reflexión por los acontecimientos pascuales vividos hasta el día de la Ascensión, irrumpe la fuerza de lo Alto que el Señor había prometido a los suyos. El Espíritu de Verdad que procede del Padre, el Consolador, el alma de la Iglesia, su secreto y su fuerza en medio de tantas rebeliones a bordo y de tantas tormentas como la barca de Pedro ha tenido que soportar a lo largo de su dilatada singladura.

Fue el Espíritu Santo quien dio comienzo a esa colosal empresa evangelizadora y santificadora que es la Iglesia, y es Él también, quien con su aliento divino, continúa esta tarea hasta que, cuando se cumpla la última hora de la Historia, de nuevo Cristo vuelva. Y es con este mismo aliento divino −que recuerda el gesto de Dios al crear al hombre (Cfr Gn 2,7)− como debemos nosotros seguir navegando. Por eso rezamos hoy así: “Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo..., mira el vacío del hombre si Tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento...” (Secuencia).

Es realmente llamativo el contraste entre la postración en que Jesús encuentra a sus discípulos: puertas cerradas, miedo, ocultación (3ª lect) y el arrojo, la seguridad y el vigor de la proclamación de la verdad cuando han recibido su Espíritu. En su inesperada aparición, Jesús les da su Paz, su Espíritu, su Poder de perdonar los pecados, su misión, que Él había recibido del Padre. Aquí está la razón profunda de este cambio.

La acción del Espíritu Santo que opera en la Iglesia y en quienes formamos parte de Ella desde el día del Bautismo, puede pasarnos inadvertida, porque Dios no nos da a conocer sus planes y porque el pecado del hombre enturbia y obscurece los dones divinos (San Josemaría Escrivá). Con todo, lo decisivo es lo que hace el Señor. También ahora se devuelve la vista a los ciegos, que habían perdido la capacidad de mirar al cielo y de contemplar las maravillas de Dios; se da la libertad a cojos y tullidos, que se encontraban atados por sus apasionamientos y cuyos corazones no sabían ya amar; se hace oír a sordos, que no deseaban saber de Dios; se logra que hablen los mudos, que tenían atenazada la lengua porque no querían confesar sus derrotas; se resucita a muertos, en los que el pecado había destruido la vida. Comprobamos una vez más que la palabra de Dios es viva y eficaz, y más penetrante que cualquier espada de dos filos (Heb 4,12) y, lo mismo que los primeros fieles cristianos, nos alegramos al admirar la fuerza del Espíritu Santo y su acción en la inteligencia y en la voluntad de sus criaturas” (San Josemaría Escrivá).

La Iglesia es un signo visible de esta acción del Espíritu de Dios en el mundo. Ella tiene “una antigüedad de casi dos mil años. Frente a ella, todas las instituciones sociales del Occidente, sus estados y confederaciones de pueblos, son de ayer. Los estados, en los que se estableció la Iglesia y por los que aparentemente estaba sostenida, han caído; las culturas, con las que parecía fusionada, se han deshecho; sobrevinieron extraordinarias tempestades y conmociones en las naciones en que la Iglesia estaba implantada, y sólo ella permaneció inmutable en el cambio de los tiempos. Sobrevivió a la ruina del Imperio romano con todas sus crisis; no fue barrida por las invasiones de los pueblos bárbaros; no pudo ser vencida por la interna debilidad del papado, ni por la fuerza externa del emperador y el nacionalismo francés, ni por los pecados y deficiencias humanas del Humanismo y la Reforma, ni por las extraordinarias revoluciones de la Ilustración, la Revolución francesa, el capitalismo, el socialismo y la técnica moderna. En todas las crisis y tempestades se ha afirmado victoriosa y, en tal grado, que su esencia íntima, sus dogmas, su culto y su derecho permanecieron inmutables” (A. Lang).

Esta permanencia, sin precedentes en la historia, tiene su explicación en el Espíritu Santo, alma de la Iglesia.

***

Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

(Misa vespertina de la Vigilia) «El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad»

I. LA PALABRA DE DIOS

Ez 37,1-14: «¡Huesos secos! Os infundiré espíritu y viviréis»

Sal 103,1-2a.24.27-28.29bc-30: «Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra»

Rm 8,22-27: «El Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables»

Jn 7,37-39: «Manarán torrentes de agua viva»

II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO

El cuadro que describe Ezequiel es verdaderamente aterrador.

La impresión de sentir la muerte alrededor es apocalíptica.

El profeta, que ha notado que la mano del Señor se había posado sobre él, no duda de que sea posible la resurrección: «Señor, tú lo sabes». El profeta comunica al pueblo la esperanza de salvación simbolizada en aquella visión.

Tal vez a algunos cristianos les vendría bien un empujón de esperanza para mirar a la Iglesia como algo más vivo que «un montón de huesos». La fuerza desplegada por el Espíritu de Dios es la prueba de confianza que necesitamos todos. Y si Ezequiel podía confiar porque había notado la mano de Dios sobre él, nosotros hemos sentido el soplo de su Espíritu: «No dejes, Señor, de realizar hoy las maravillas que obraste en los comienzos de la predicación evangélica» (Misa del día de Pentecostés).

III. SITUACIÓN HUMANA

Las interpretaciones catastrofistas que de vez en cuando surgen a nuestro alrededor, nos arrugan el corazón y nos tientan al «qué se le va a hacer». Los malos augurios son frecuentemente lamentos que no cambian nada. Invitan más bien al «sálvese quien pueda». Y eso es lo más contrario a la esperanza. El optimismo no es una ingenuidad cuando se apoya en las posibilidades del hombre.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe

– Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo: “Nadie puede decir «Jesús es el Señor» sino por influjo del Espíritu Santo. «Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama Abba, Padre». Este conocimiento de fe no es posible sino en el Espíritu Santo. Para entrar en contacto con Cristo, es necesario primeramente haber sido atraído por el Espíritu Santo. Él es quien nos precede y despierta en nosotros la fe. Mediante el Bautismo, primer sacramento de la fe, la Vida, que tiene su fuente en el Padre y se nos ofrece por el Hijo, se nos comunica íntima y personalmente por el Espíritu Santo en la Iglesia “ (683; cf 689. 692. 1433).

La respuesta

– Efectos del Sacramento de la Confirmación: “Por este hecho, la Confirmación confiere crecimiento y profundidad a la gracia bautismal: nos introduce más profundamente en la filiación divina que nos hace decir «Abbá Padre» nos une más firmemente a Cristo; aumenta en nosotros los dones del Espíritu Santo; hace más perfecto nuestro vínculo con la Iglesia Católica; nos concede una fuerza especial del Espíritu Santo para difundir y defender la fe mediante la palabra y las obras como verdaderos testigos de Cristo, para confesar valientemente el nombre de Cristo y para no sentir vergüenza de la cruz” (1303).

– Dones y frutos del Espíritu Santo: 736. 1830-1832.

– El Cristiano, «criatura nueva» por el Espíritu Santo: 1265-1266.

El testimonio cristiano

– «El Bautismo nos da la gracia del nuevo nacimiento en Dios Padre por medio de su Hijo en el Espíritu Santo. Porque los que son portadores del Espíritu de Dios son conducidos al Verbo, es decir al Hijo; pero el Hijo los presenta al Padre, y el Padre les concede la incorruptibilidad. Por tanto, sin el Espíritu no es posible ver al Hijo de Dios y, sin el Hijo, nadie puede acercarse al Padre, porque el conocimiento del Padre es el Hijo, y el conocimiento del Hijo de Dios se logra por el Espíritu Santo (San Ireneo, dem. 7)» (683). Si el Espíritu «ora en nosotros con gemidos inenarrables», es que vive en nosotros. Si el Espíritu hace que clamemos: «Abbá, Padre» es que hace que creamos.

***

(Misa del día) «Todos hemos bebido de un solo Espíritu»

I. LA PALABRA DE DIOS

Hch 2,1-11: «Se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar»

Sal 103,1ab.24.29bc-30.31.34: «Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra»

1Co 12,3b-7.12-13: «Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo»

Jn 20,19-23: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo»

II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO

El acontecimiento de Pentecostés debió resultar tan absolutamente único en la Iglesia que no tuvieron más remedio que transmitirlo en imágenes familiares (viento, fuego...). Es el Espíritu el que hace que aquellos que han vivido tan cerca de Jesús se transformen ahora en testigos del Resucitado, el mismo que «había comido y bebido con ellos».

Hoy afirmamos que la Iglesia, comunidad de quienes han oído la Palabra, se siente comunidad de fe, que anuncia gozosa desde el Espíritu la Buena Nueva del Evangelio. Él, desde el principio, es su alma y su guía.

El envío del Espíritu dependía de la glorificación de Jesús, y de su retorno al Padre. Una vez llegado, Juan destaca la íntima conexión entre la Resurrección y la animación de la Iglesia por el Espíritu Santo, hasta recalcar en este párrafo el poder otorgado a la Iglesia para perdonar los pecados.

III. SITUACIÓN HUMANA

La humanidad, sumida tantas veces en el desaliento y la apatía, es capaz con frecuencia de luchar por hallar una salida a estas situaciones. Con la conciencia de que no todo está perdido, trabaja por aquello que en otro momento le parecía inabordable por difícil, o para lo que se sentía sin fuerzas.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe

– La Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo: «El Espíritu Santo que Cristo, Cabeza, derrama sobre sus miembros, construye, anima y santifica a la Iglesia. Él es el sacramento de la Comunión de la Santísima Trinidad con los hombres» (747; cf 731. 732).

– El nombre, los apelativos y símbolos del Espíritu Santo: 691-701.

– El «Espíritu Santo preparó a María por su gracia»: 721-726.

La respuesta

– El Espíritu Santo nos hace miembros de la Iglesia: “Por el poder del Espíritu Santo participamos de la Pasión de Cristo, muriendo al pecado, y en su Resurrección, naciendo, a una vida nueva; somos miembros de su cuerpo que es la Iglesia, sarmientos unidos a la vid que es Él mismo. «Por el Espíritu Santo participamos de Dios. Por la participación del Espíritu venimos a ser partícipes de la naturaleza divina...Por eso, aquellos en quienes habita el Espíritu están divinizados» (San Atanasio, ep Serap.1,24)” (1988).

– La gracia del Espíritu Santo tiene el poder de santificarnos: 1987. 1995.

El testimonio cristiano

– «Por la comunión con Él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamados hijos de la luz y de tener parte en la gloria eterna (S. Basilio, Spr 15,36)» (736).

«Si el Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros el que resucitó de entre los muertos a Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8,10).

___________________________

HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

La venida del Espíritu Santo

— La fiesta judía de Pentecostés. El envío del Espíritu Santo. El viento impetuoso y las lenguas de fuego.

I. El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que habita en nosotros. Aleluya.

Pentecostés era una de las tres grandes fiestas judías; muchos israelitas peregrinaban a Jerusalén en estos días para adorar a Dios en el Templo. El origen de la fiesta se remontaba a una antiquísima celebración en la que se daban gracias a Dios por la cosecha del año, a punto ya de ser recogida. Después se sumó en ese día el recuerdo de la promulgación de la Ley dada por Dios en el monte Sinaí. Se celebraba cincuenta días después de la Pascua, y la cosecha material que los judíos festejaban con tanto gozo se convirtió, por designio divino, en la Nueva Alianza, en una fiesta de inmensa alegría: la venida del Espíritu Santo con todos sus dones y frutos.

Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en un mismo lugar y de repente sobrevino del cielo un ruido, como de viento que irrumpe impetuosamente, y llenó toda la casa en la que se hallaban. El Espíritu Santo se manifiesta en aquellos elementos que solían acompañar la presencia de Dios en el Antiguo Testamento: el viento y el fuego.

El fuego aparece en la Sagrada Escritura como el amor que lo penetra todo, y como elemento purificador. Son imágenes que nos ayudan a comprender mejor la acción que el Espíritu Santo realiza en las almas: Ure igne Sancti Spiritus renes nostros et cor nostrum, Domine... Purifica, Señor, con el fuego del Espíritu Santo nuestras entrañas y nuestro corazón...

El fuego también produce luz, y significa la claridad con que el Espíritu Santo hace entender la doctrina de Jesucristo: Cuando venga aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa... Él me glorificará porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. En otra ocasión, Jesús ya había advertido a los suyos: el Paráclito, el Espíritu Santo... os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho. Él es quien lleva a la plena comprensión de la verdad enseñada por Cristo: “habiendo enviado por último al Espíritu de verdad, completa la revelación, la culmina y la confirma con testimonio divino”.

En el Antiguo Testamento, la obra del Espíritu Santo es frecuentemente sugerida por el “soplo”, para expresar al mismo tiempo la delicadeza y la fuerza del amor divino. No hay nada más sutil que el viento, que llega a penetrar por todas partes, que parece incluso llegar a los cuerpos inanimados y darles una vida propia. El viento impetuoso del día de Pentecostés expresa la fuerza nueva con que el Amor divino irrumpe en la Iglesia y en las almas.

San Pedro, ante la multitud de gente que se congrega en las inmediaciones del Cenáculo, les hace ver que se está cumpliendo lo que ya había sido anunciado por los Profetas: Sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne... Quienes reciben la efusión del Espíritu no son ya algunos privilegiados, como los compañeros de Moisés, o como los Profetas, sino todos los hombres, en la medida en que reciban a Cristo. La acción del Espíritu Santo debió producir, en los discípulos y en quienes les escuchan, tal admiración, que todos estaban fuera de sí, llenos de amor y alegría.

– El Paráclito santifica continuamente a la Iglesia y a cada alma. Correspondencia a las mociones e inspiraciones del Espíritu Santo.

II. La venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés no fue un hecho aislado en la vida de la Iglesia. El Paráclito la santifica continuamente; también santifica a cada alma, a través de innumerables inspiraciones, que son “todos los atractivos, movimientos, reproches y remordimientos interiores, luces y conocimientos que Dios obra en nosotros, previniendo nuestro corazón con sus bendiciones, por su cuidado y amor paternal, a fin de despertarnos, movernos, empujarnos y atraernos a las santas virtudes, al amor celestial, a las buenas resoluciones; en una palabra, a todo cuanto nos encamina a nuestra vida eterna”. Su actuación en el alma es “suave y apacible (...); viene a salvar, a curar, a iluminar.

En Pentecostés, los Apóstoles fueron robustecidos en su misión de testigos de Jesús, para anunciar la Buena Nueva a todas las gentes. Pero no solamente ellos: cuantos crean en Él tendrán el dulce deber de anunciar que Cristo ha muerto y resucitado para nuestra salvación. Y sucederá en los últimos días, dice el Señor, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños. Y sobre mis siervos y mis siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días y profetizarán. Así predica Pedro la mañana de Pentecostés, que inaugura ya la época de los últimos días, los días en que ha sido derramado de una manera nueva el Espíritu Santo sobre aquellos que creen que Jesús es el Hijo de Dios, y llevan a cabo su doctrina.

Todos los cristianos tenemos desde entonces la misión de anunciar, de cantar las magnalia Dei, las maravillas que ha hecho Dios en su Hijo y en todos aquellos que creen en Él. Somos ya un pueblo santo para publicar las grandezas de Aquel que nos sacó de las tinieblas a su luz admirable.

Al comprender que la santificación y la eficacia apostólica de nuestra vida dependen de la correspondencia a las mociones del Espíritu Santo, nos sentiremos necesitados de pedirle frecuentemente que lave lo que está manchado, riegue lo que es árido, cure lo que está enfermo, encienda lo que es tibio, enderece lo torcido. Porque conocemos bien que en nuestro interior hay manchas y partes que no dan todo el fruto que debieran porque están secas, y partes enfermas, y tibieza, y también pequeños extravíos, que es preciso enderezar.

Nos es necesario pedir también una mayor docilidad; una docilidad activa que nos lleve a acoger las inspiraciones y mociones del Paráclito con un corazón puro.

– Correspondencia: docilidad, vida de oración, unión con la Cruz.

III. Para ser más fieles a la constantes mociones e inspiraciones del Espíritu Santo en nuestra alma “podemos fijarnos en tres realidades fundamentales: docilidad (...), vida de oración, unión con la Cruz”.

Docilidad, en primer lugar, porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera.

El Paráclito actúa sin cesar en nuestra alma: no decimos una sola jaculatoria si no es por una moción del Espíritu Santo, como nos señala San Pablo en la Segunda lectura de la Misa. Él está presente y nos mueve en la oración, al leer el Evangelio, cuando descubrimos una luz nueva en un consejo recibido, al meditar una verdad de fe que ya habíamos considerado, quizá, muchas veces. Nos damos cuenta de que esa claridad no depende de nuestra voluntad. No es cosa nuestra sino de Dios. Es el Espíritu Santo quien nos impulsa suavemente al sacramento de la Penitencia para confesar nuestros pecados, a levantar el corazón a Dios en un momento inesperado, a realizar una obra buena. Él es quien nos sugiere una pequeña mortificación, o nos hace encontrar la palabra adecuada que mueve a una persona a ser mejor.

Vida de oración, porque la entrega, la obediencia, la mansedumbre del cristiano nacen del amor y al amor se encaminan. Y el amor lleva al trato, a la conversación, a la amistad. La vida cristiana requiere un diálogo constante con Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo (...). Acostumbrémonos a frecuentar al Espíritu Santo, que es quien nos ha de santificar: a confiar en Él, a pedir su ayuda, a sentirlo cerca de nosotros. Así se irá agrandando nuestro pobre corazón, tendremos más ansias de amar a Dios y, por Él, a todas las criaturas.

Unión con la Cruz, porque en la vida de Cristo el Calvario precedió a la Resurrección y a la Pentecostés, y ese mismo proceso debe reproducirse en la vida de cada cristiano (...). El Espíritu Santo es fruto de la Cruz, de la entrega total a Dios, de buscar exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros mismos.

Podemos terminar nuestra oración haciendo nuestras las peticiones que se contienen en el himno que se canta en la Secuencia de la Misa de este día de Pentecostés: Ven, Espíritu Santo, y envía desde el cielo un rayo de tu luz. Ven, padre de los pobres; ven, dador de las gracias; ven, lumbre de los corazones. Consolador óptimo, dulce huésped del alma, dulce refrigerio. Descanso en el trabajo, en el ardor tranquilidad, consuelo en el llanto. ¡Oh luz santísima!, llena lo más íntimo de los corazones de tus fieles (...). Concede a tus fieles que en Ti confían, tus siete sagrados dones. Dales el mérito de la virtud, dales el puerto de la salvación, dales el eterno gozo.

Para tratar mejor al Espíritu Santo nada tan eficaz como acercarnos a Santa María, que supo secundar como ninguna otra criatura las inspiraciones del Espíritu Santo. Los Apóstoles, antes del día de Pentecostés, perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres y con María la Madre de Jesús.

____________________________

Rev. D. Joan MARTÍNEZ Porcel (Barcelona) (www.evangeli.net)

Misa de la víspera

«De su seno correrán ríos de agua viva»

Hoy contemplamos a Jesús en el último día de la fiesta de los Tabernáculos, cuando puesto en pie gritó: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: ‘De su seno correrán ríos de agua viva’» (Jn 7,37-38). Se refería al Espíritu.

La venida del Espíritu es una teofanía en la que el viento y el fuego nos recuerdan la trascendencia de Dios. Tras recibir al Espíritu, los discípulos hablan sin miedo. En la Eucaristía de la vigilia vemos al Espíritu como un “río interior de agua viva”, como lo fue en el seno de Jesús; y a la vez descubrimos que también, en la Iglesia, es el Espíritu quien infunde la vida verdadera. Habitualmente nos referimos al papel del Espíritu en un nivel individual, en cambio hoy la palabra de Dios remarca su acción en la comunidad cristiana: «El Espíritu que iban a recibir los que creyeran en Él» (Jn 7,39). El Espíritu constituye la unidad firme y sólida que transforma la comunidad en un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo. Por otra parte, él mismo es el origen de la diversidad de dones y carismas que nos diferencian a todos y a cada uno de nosotros.

La unidad es signo claro de la presencia del Espíritu en nuestras comunidades. Lo más importante de la Iglesia es invisible, y es precisamente la presencia del Espíritu que la vivifica. Cuando miramos la Iglesia únicamente con ojos humanos, sin hacerla objeto de fe, erramos, porque dejamos de percibir en ella la fuerza del Espíritu. En la normal tensión entre unidad y diversidad, entre iglesia universal y local, entre comunión sobrenatural y comunidad de hermanos necesitamos saborear la presencia del Reino de Dios en su Iglesia peregrina. En la oración colecta de la celebración eucarística de la vigilia pedimos a Dios que «los pueblos divididos (...) se congreguen por medio de tu Espíritu y, reunidos, confiesen tu nombre en la diversidad de sus lenguas».

Ahora debemos pedir a Dios saber descubrir el Espíritu como alma de nuestra alma y alma de la Iglesia.

***

Mons. Josep Àngel SAIZ i Meneses, Obispo de Terrassa (Barcelona)

Misa del día

«Recibid el Espíritu Santo»

Hoy, en el día de Pentecostés se realiza el cumplimiento de la promesa que Cristo había hecho a los Apóstoles. En la tarde del día de Pascua sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22). La venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés renueva y lleva a plenitud ese don de un modo solemne y con manifestaciones externas. Así culmina el misterio pascual.

El Espíritu que Jesús comunica crea en el discípulo una nueva condición humana y produce unidad. Cuando el orgullo del hombre le lleva a desafiar a Dios construyendo la torre de Babel, Dios confunde sus lenguas y no pueden entenderse. En Pentecostés sucede lo contrario: por gracia del Espíritu Santo, los Apóstoles son entendidos por gentes de las más diversas procedencias y lenguas.

El Espíritu Santo es el Maestro interior que guía al discípulo hacia la verdad, que le mueve a obrar el bien, que lo consuela en el dolor, que lo transforma interiormente, dándole una fuerza, una capacidad nuevas.

El primer día de Pentecostés de la era cristiana, los Apóstoles estaban reunidos en compañía de María, y estaban en oración. El recogimiento, la actitud orante es imprescindible para recibir el Espíritu. «De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno» (Hch 2,2-3).

Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y se pusieron a predicar valientemente. Aquellos hombres atemorizados habían sido transformados en valientes predicadores que no temían la cárcel, ni la tortura, ni el martirio. No es extraño; la fuerza del Espíritu estaba en ellos.

El Espíritu Santo, Tercera Persona de la Santísima Trinidad, es el alma de mi alma, la vida de mi vida, el ser de mi ser; es mi santificador, el huésped de mi interior más profundo. Para llegar a la madurez en la vida de fe es preciso que la relación con Él sea cada vez más consciente, más personal. En esta celebración de Pentecostés abramos las puertas de nuestro interior de par en par.

___________________________

CONGREGACIÓN PARA EL CLERO (www.clerus.net)

El Espíritu Santo es un nuevo don, una nueva Ley

En el quincuagésimo día después de Pascua, los Apóstoles se encontraban “todos juntos” en el Cenáculo (Cfr. Hch 2,1) para celebrar la fiesta judía de Pentecostés, en la que se recordaba el don que recibió Moisés en el Monte Sinaí, la Torá, la Ley de Dios. Ninguno de ellos podía imaginar que, precisamente ese día, el Señor habría llevado a buen término la promesa hecha tantas veces por el mismo Jesús a cerca del Paráclito es decir, el Espíritu Santo (cfr. Jn 14, 16).

A la luz de lo que acabamos de mencionar, lo que atrae nuestra atención, además de las señales milagrosas que se produjeron en esa ocasión, es el hecho de que «judíos piadosos, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo» los escuchaban hablar en su propio idioma «de las maravillas de Dios» (Hch 2,5.11).

El Espíritu Santo es esencialmente un nuevo don, una nueva Ley que Dios hizo antes que nada a quienes habían perseverado hasta el final: un don de gracia que ya no está destinado sólo a un grupo étnico, sino que, como el aire, debe necesariamente ser comunicado a todas las criaturas que están en el mundo, porque “si les quitas el aliento mueren” (Cfr. Sal 103,29).

Se hace más claro, después de este quincuagésimo día, el significado urgente de esta invitación que el Señor nunca ha dejado de dirigir a cada uno de nosotros: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió a mí, yo también os envío» (Jn 20,21)

Pero, más importante aún, entendemos cómo, para la realización de este mandato, es necesario “recibir el Espíritu Santo” (cfr. Jn 20,22), que utilizando otra comparación, como el agua, aun siendo la misma, hace fértil la vida de los discípulos de Jesús, potenciando la especificidad, a través de una «manifestación particular del Espíritu Santo para el bien común».

El adjetivo “particular” nos regresa de nuevo al inicio de la presente reflexión: ¿qué significa, para nosotros hoy, “hablar en los diferentes idiomas” y en que consiste la nueva Ley que Dios ha consignado a la Iglesia naciente?

Es todavía la liturgia, grande canal educativo, tesoro de gracias en las manos de la misma Iglesia, a aclarar estas interrogantes.

La nueva Ley que en este domingo se nos consigna es la vida misma de Dios, que es Amor: un amor que no tiene límites, ni siquiera la muerte, después de que esta ha sido vencida por el Crucifijo: «les mostró sus manos y su costado» (Jn 20,20) es un don que nos lleva directamente al corazón de Dios y que, solo, nos puede dar la fuerza necesaria con el fin de que “nuestro corazón se encienda con la llama de su amor” (cfr. Aclamación al Evangelio).

Somos por lo tanto llamados a desear y a acoger los dones del Espíritu Santo, para que nuestra vida, antes que nuestras palabras, sea un testimonio comprensible, y por lo tanto creíble, a los ojos de todos nuestros hermanos que todavía no han experimentado la alegría de ser cristianos, para que en la renovación de la Pentecostés también ellos «Con gran admiración y estupor» puedan llegar a decir: «¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua?» (Hch 2,7.11).

___________________________

EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Espada de Dos Filos

Llenarse del Espíritu Santo

«Reciban al Espíritu Santo, a los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar».

Eso dijo Jesús. Y se lo dijo a sus discípulos.

Y te lo dijo a ti cuando te ordenó sacerdote.

Y así como el Padre lo envió a Él, te envía Él a ti.

Es grande tu misión, sacerdote, porque te hace responsable de la manifestación del misterio de la redención de tu Señor, que revela en ti su grandeza, por el sacramento de la penitencia y la reconciliación.

Tu Señor ha venido a traerte la paz, sacerdote, y te envía a llevarla a los demás. Pero no te envía solo, te envía con el Espíritu Santo que te ha sido dado, y que brota de tu corazón como río de agua viva, porque tú has creído.

Recibe, sacerdote, al Espíritu Santo, y permítele que haga su morada en ti. Y, con docilidad, abandónate a sus inspiraciones, y déjalo actuar, para que sea Él quien obre en ti, quien hable a través de ti, y quien transforme los corazones, llegando con efusión a todas las almas que escuchan tu predicación.

¡Espíritu Santo, ven, lléname de ti, y desbórdame de tu amor!

Invócalo, sacerdote, invócalo, y dile: ¡Espíritu Santo, ven!, y pídele que te llene y te desborde de Sabiduría, para que puedas participar en el plan de Dios según su voluntad.

Pídele que te llene y te desborde de Entendimiento, para saber transmitir el conocimiento divino a través de las verdades que te han sido reveladas de Dios.

Pídele que te llene y te desborde de Ciencia, para saber discernir en cualquier circunstancia, lo que está bien de lo que está mal, según el conocimiento de Dios y lo que te revela en la intimidad.

Pídele que te llene y te desborde de Piedad, para buscar hacer siempre su voluntad.

Pídele que te llene y te desborde de Fortaleza, para que tengas el valor de enfrentar cualquier dificultad, y mantenerte fiel a su amistad, a su amor y a su ley.

Pídele que te llene y te desborde del Santo Temor de Dios, para evitar todo lo que te aparte de Él, haciendo su voluntad para agradarle en todo.

Abre tu corazón, sacerdote, y disponte a recibir los dones del Espíritu Santo que acabas de pedir, porque Dios no duda en consentir a quien pide en nombre de su Hijo, desde un corazón con rectitud de intención.

Agradece, sacerdote, el favor de tu Señor, que te envía para que des fruto, y ese fruto permanezca.

Recuerda, sacerdote, que en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Recíbelo, y pon al servicio de los demás los dones que Él te da, bautizando al pueblo de Dios, en un mismo Espíritu, para que formen un solo cuerpo, del cual Cristo es cabeza.

Recibe, sacerdote, la paz de tu Señor, y llénate de alegría, porque tu Señor te envía a recoger con Él.

Ofrécele a tu Señor los frutos de los dones recibidos, como ofrenda unida en el único y eterno sacrificio redentor, para que seas partícipe de esa redención, y entrégale tu Amor, tu Alegría, tu Paz, tu Paciencia, tu Longanimidad, tu Benignidad, tu Bondad, tu Mansedumbre, tu Fidelidad, tu Modestia, tu Continencia, y tu Castidad. Y pídele que te dé el carisma de tu vocación al sacerdocio ministerial.

Permanece reunido en oración con la Madre de tu Señor, invocando al Espíritu Santo, para que sea para ti y para el mundo, un nuevo y eterno Pentecostés.

(Espada de Dos Filos II, n. 96)

(Para pedir una suscripción gratuita por email del envío diario de “Espada de Dos Filos”, -facebook.com/espada.de.dos.filos12- enviar nombre y dirección a: espada.de.dos.filos12@gmail.com)

_______________________