Solemnidad de Cristo Rey (ciclo B)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Homilías en la fiesta de Cristo Rey (2013 a 2016) - Ángelus 2015 y 2018
- BENEDICTO XVI – Ángelus 2009 y 2012 – Homilía 2012
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES - La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Rev. D. Frederic RÀFOLS i Vidal (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes, para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical.
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DEL MISAL MENSUAL
EL TESTIGO DE LA VERDAD
Dn 7, 13-14; Apoc 1, 5-8; Jn 18, 33-37
El Evangelio de San Juan, al igual que los demás sinópicos, recogieron el eco de la comparecencia de Jesús ante Poncio Pilato. Del mismo modo que en los demás Evangelios el interrogatorio gira en torno de la pretendida realeza de Jesús. Los romanos, excesivamente celosos de su dominio imperial, no aceptaban movimientos reivindicatorios, así que Jesús, aclamado rey de los judíos, les resultaría amenazante. Solamente el Evangelio de San Juan nos incluye este dialogo sobre la realeza de Jesús. Tal como el Señor lo declara su forma de ejercerla no se asemeja a la que se acostumbra en las monarquías mundanas. Toda ellas utilizan el poder para dominar por la fuerza. Aplastar y colonizar naciones Son reyes opresores que pisotean la liberta y la autonomía de los pueblos más débiles. Jesús no recurre a excesos de poder. Su instrumento para gobernar es la verdad. Su misión es justamente esa: ser testigo de la verdad.
ANTÍFONA DE ENTRADA Ap 5, 12; 1, 6
Digno es el Cordero que fue inmolado, de recibir el poder y la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor. A él la gloria y el imperio por los siglos de los siglos.
ORACIÓN COLECTA
Dios todopoderoso y eterno, que quisiste fundamentar todas las cosas en tu Hijo muy amado, Rey del universo, concede, benigno, que toda la creación, liberada de la esclavitud del pecado, sirva a tu majestad y te alabe eternamente. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Su poder es eterno.
Del libro del profeta Daniel: 7, 13-14
Yo, Daniel, tuve una visión nocturna: Vi a alguien semejante a un hijo de hombre, que venía entre las nubes del cielo. Avanzó hacia el anciano de muchos siglos y fue introducido a su presencia. Entonces recibió la soberanía, la gloria y el reino. Y todos los pueblos y naciones de todas las lenguas lo servían. Su poder nunca se acabará, porque es un poder eterno, y su reino jamás será destruido.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 92
R/. Señor, tú eres nuestro rey.
Tú eres, Señor, el rey de todos los reyes. Estás revestido de poder y majestad. R/.
Tú mantienes el orbe y no vacila. Eres eterno, y para siempre está firme tu trono. R/.
Muy dignas de confianza son tus leyes y desde hoy y para siempre, Señor, la santidad adorna tu templo. R/.
SEGUNDA LECTURA
El soberano de los reyes de la tierra ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre.
Del libro del Apocalipsis del apóstol san Juan: 1, 5-8
Hermanos míos: Gracia y paz a ustedes, de parte de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de los muertos, el soberano de los reyes de la tierra; aquel que nos amó y nos purificó de nuestros pecados con su sangre y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
Miren: él viene entre las nubes, y todos lo verán, aun aquellos que lo traspasaron. Todos los pueblos de la tierra harán duelo por su causa.
“Yo soy el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios, el que es, el que era y el que ha de venir, el todopoderoso”.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Mc 11, 9. 10
R/. Aleluya, aleluya.
¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino que llega, el reino de nuestro padre David! R/.
EVANGELIO
Tú lo has dicho. Soy rey.
+ Del santo Evangelio según san Juan: 18, 33-37
En aquel tiempo, preguntó Pilato a Jesús: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Jesús le contestó: “¿Eso lo preguntas por tu cuenta o te lo han dicho otros?”. Pilato le respondió: “¡Acaso soy yo judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué es lo que has hecho?”. Jesús le contestó: “Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuera de este mundo, mis servidores habrían luchado para que no cayera yo en manos de los judíos. Pero mi Reino no es de aquí”.
Pilato le dijo: “¿Conque tú eres rey?”. Jesús le contestó: “Tú lo has dicho. Soy rey. Yo nací y vine al mundo para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Al ofrecerte, Señor, el sacrificio de la reconciliación humana, te suplicamos humildemente que tu Hijo conceda a todos los pueblos los dones de la unidad y de la paz. El, que vive y reina por los siglos de los siglos.
PREFACIO
Cristo, Rey del universo.
En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todo poderoso y eterno. Porque has ungido con el óleo de la alegría, a tu Hijo único, nuestro Señor Jesucristo, como Sacerdote eterno y Rey del universo, para que, ofreciéndose a sí mismo como víctima perfecta y pacificadora en el altar de la cruz, consumara el misterio de la redención humana; y, sometiendo a su poder la creación entera, entregara a tu majestad infinita un Reino eterno y universal: Reino de la verdad y de la vida, Reino de la santidad y de la gracia, Reino de la justicia, del amor y de la paz.
Por eso, con los ángeles y los arcángeles y con todos los coros celestiales, cantamos sin cesar el himno de tu gloria: Santo, Santo, Santo...
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sal 28, 10-11
En su trono reinará el Señor para siempre y le dará a su pueblo la bendición de la paz.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Habiendo recibido, Señor, el alimento de vida eterna, te rogamos que quienes nos gloriamos de obedecer los mandamientos de Jesucristo, Rey del universo, podamos vivir eternamente con él en el reino de los cielos. El, que vive y reina por los siglos de los siglos.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Su reino no será destruido (Dn 7, 13-14)
1ª lectura
El que viene en las nubes del cielo «como un hijo de hombre» y al que, tras el juicio, se le da el reino universal y eterno, es la antítesis de las bestias antes mencionadas en esta visión. No ha surgido del mar tenebroso como aquéllas, ni tiene aspecto terrible y feroz, sino que ha sido suscitado por Dios —viene en las nubes—, y lleva en sí la debilidad humana. En ese juicio el hombre parece recuperar su dignidad frente a las bestias a las que está llamado a dominar (cfr Sal 8). Tal figura representa, como se interpretará más adelante, al «pueblo de los santos del Altísimo» (7, 27), es decir, al Israel fiel. Sin embargo, también es una figura singular, como lo era el cuerno pequeño o el león con alas, y, en cuanto que se le da un reino, es un rey. Se trata de una figura individual que representa al pueblo. Ese hijo del hombre fue entendido como el Mesías personal en el judaísmo contemporáneo de Jesucristo (Libro de las Parábolas de Henoc); pero tal título sólo se une a los sufrimientos del Mesías y a su resurrección de entre los muertos cuando Jesucristo se lo aplica a Sí mismo en el Evangelio. «Jesús acogió la confesión de fe de Pedro que le reconocía como el Mesías anunciándole la próxima pasión del Hijo del Hombre (cfr Mt 16, 23). Reveló el auténtico contenido de su realeza mesiánica en la identidad transcendente del Hijo del Hombre “que ha bajado del cielo” (Jn 3, 13; cfr Jn 6, 62; Dn 7, 13) a la vez que en su misión redentora como Siervo sufriente: “el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20, 28; cfr Is 53, 10-12)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 440).
La Iglesia cuando proclama en el Credo que Cristo se sentó a la derecha del Padre confiesa que fue a Cristo a quien se le dio el imperio: «Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: “A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás” (Dn 7, 14). A partir de este momento, los Apóstoles se convirtieron en los testigos del “Reino que no tendrá fin” (Símbolo de Nicea-Constantinopla)» (ibidem, n. 664).
Nos ha hecho estirpe real (Ap 1, 5-8)
2ª lectura
En el v. 5 se aplican a Jesucristo tres títulos mesiánicos tomados del Sal 89, 28-38, pero con un sentido nuevo a la luz de la fe cristiana:
1º) Jesucristo «es el testigo fiel» porque Dios ha cumplido las promesas hechas en el Antiguo Testamento de un Salvador, hijo de David (cfr 2 S 7, 12-14; Ap 5, 5), ya que, efectivamente, con Cristo ha llegado la salvación. Por eso, más adelante San Juan llamará a Jesucristo el «Amén» (3, 14), que es como decir que con la obra de Cristo Dios ha ratificado y cumplido su Palabra; y le llamará también el «Fiel y Veraz» (19, 11), porque en Jesucristo se hace patente la fidelidad de Dios y la verdad de sus promesas.
2º) A Jesús se le proclama después el «primogénito de los muertos», en cuanto que su Resurrección ha sido la victoria de la que participarán cuantos estén unidos a Él (cfr Col 1, 18);
3º) Y es «príncipe de los reyes de la tierra», pues a Él pertenece el dominio universal, que se manifestará plenamente en su segunda venida, pero que ya ha comenzado a actuar venciendo el poder del pecado y de la muerte.
El Señor no se contentó con librarnos de nuestros pecados, sino que nos hizo participar de su dignidad real y sacerdotal. Por eso merece la alabanza por los siglos. «Los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo, para que ofrezcan, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales y anuncien las maravillas del que los llamó de las tinieblas a su luz admirable» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 10).
Aunque el texto dice, en presente, «viene rodeado de nubes» (v. 7) se ha de entender en futuro: el profeta contempló las cosas venideras como si ya estuvieran presentes (cfr Dn 7, 13). Será el día del triunfo definitivo de Cristo, cuando aquellos que le crucificaron, «los que le traspasaron» (Za 12, 10; cfr Jn 19, 37), y los que le hayan rechazado a lo largo de la historia, verán atónitos la grandeza y la gloria del Crucificado.
Al comentar este pasaje del Apocalipsis dice S. Beda: «El que vino oculto y para ser juzgado en su primera venida, vendrá entonces de manera manifiesta. Por eso [Juan] trae a la memoria estas verdades, a fin de que lleve bien estos padecimientos aquella Iglesia que ahora es perseguida por sus enemigos y que entonces reinará con Cristo» (Explanatio Apocalypsis 1, 1).
El Reino de Cristo, reino de verdad y vida (Jn 18, 33-37)
Evangelio
Ante el sumo pontífice la acusación contra Jesús había sido religiosa (ser Hijo de Dios, cfr Mt 26, 57-68). Ahora ante Pilato es de carácter político. Con ella quieren comprometer la autoridad del Imperio romano: Jesús, al declararse Mesías y Rey de los judíos, aparecía un revolucionario que conspiraba contra el César. A Pilato no le incumbe intervenir en cuestiones religiosas, pero, como la acusación que le presentan contra Jesús afecta al orden público y político, su interrogatorio comienza obviamente con la averiguación de la denuncia fundamental: «¿Eres tú el Rey de los judíos?» (v. 33).
Jesús, al contestar con una nueva pregunta, no rehúye la respuesta, sino que quiere, como siempre, dejar en claro el carácter espiritual de su misión. Realmente la respuesta no era fácil. Desde la perspectiva de un gentil, un rey de los judíos era sencillamente un conspirador contra el Imperio; y, desde la perspectiva de los judíos nacionalistas, el Rey Mesías era el libertador político-religioso que les conseguiría la independencia. La verdad del mesianismo de Cristo transciende por completo ambas concepciones, y es lo que Jesús explica al procurador (v. 36), aun sabiendo la enorme dificultad que entraña entender la verdadera naturaleza del Reino de Cristo. Verdad y justicia; paz y gozo en el Espíritu Santo. Ese es el reino de Cristo: la acción divina que salva a los hombres y que culminará cuando la historia acabe, y el Señor, que se sienta en lo más alto del paraíso, venga a juzgar definitivamente a los hombres (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 180).
Éste es el sentido profundo de su realeza: su reino es «el reino de la Verdad y la Vida, el reino de la Santidad y la Gracia, el reino de la Justicia, el Amor y la Paz» (Misal Romano, Prefacio de la Misa de Cristo Rey). Cristo reina sobre aquellos que aceptan y viven la Verdad por Él revelada: el amor del Padre (3, 16; 1 Jn 4, 9).
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SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org)
Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo el que es discípulo de la verdad me escucha y oye mi voz (Juan 18, 37).
Admirable cosa es la paciencia, pues al alma, liberada de las tempestades que suscitan los espíritus malignos, la establece en un puerto tranquilo. Cristo nos la enseñó y nos la enseña, sobre todo ahora que es llevado y traído para juicio. Llevado a Anás, respondió con gran mansedumbre; y al criado que lo hirió, le contestó de un modo capaz de reprimir toda soberbia. Desde ahí fue llevado a Caifás y luego a Pilato, gastándose en eso toda la noche; y en todas partes y ocasiones se presentó con gran mansedumbre.
Cuando lo acusaron de facineroso, cosa que no le podían probar, Él, de pie, lo toleró todo en silencio. Cuando se le preguntó acerca del reino, le respondió a Pilato, pero adoctrinándolo y levantándole sus pensamientos a cosas mayores. Mas ¿por qué Pilato no examina a Jesús delante de los judíos sino en el interior del pretorio? Porque tenía gran estima de Jesús y quería examinar la causa cuidadosamente, lejos del tumulto. Cuando le preguntó: ¿Qué has hecho? Jesús nada le responde; en cambio, sí le responde acerca del reino. Le dice: Mi reino no es de este mundo, que era lo que más anhelaba saber el presidente. Como si le dijera: En verdad soy rey, pero no como tú lo sospechas, sino rey mucho más espléndido. Por aquí y por lo que sigue le declara no haber hecho nada malo. Pues quien asegura: Yo para esto he nacido y a esto vine, para dar testimonio de la verdad, claramente dice no haber hecho nada malo.
Y cuando dice: Todo el que es discípulo de la verdad oye mi voz, invita a Pilato y lo persuade a oír sus palabras como si le dijera: Si alguno es veraz y anhela la verdad, sin duda me escuchará. Con estas pocas palabras lo excita hasta el punto de que Pilato le pregunta: ¿Qué es la verdad? Pero mientras lo insta y oprime lo urgente del momento. Pues advierte que semejante pregunta necesitaba tiempo para responderse, mientras que a él lo urgía el ansia de librarlo del furor de los judíos. Por tal motivo salió afuera. Y ¿qué les dice?: Yo no encuentro en él delito alguno. Observa cuán prudentemente lo hace. Porque no dijo: Puesto que ha pecado, es digno de muerte, pero ceded a la solemnidad. Sino que primero lo declaró libre de toda culpa; y hasta después, a mayor abundamiento, les ruega que si no quieren dejarlo libre como a inocente, a lo menos por la solemnidad lo perdonen como a pecador. Por tal motivo añade: Tenéis vosotros la costumbre de que en la Pascua se os dé libre un prisionero. Luego, como quien suplica, dice: ¿Queréis, pues, que os suelte al rey de los judíos? Vociferaron todos: No a ése, sino a Barrabás. ¡Oh mentes execrables! ¡Dejan libres a criminales como ellos y de sus mismas costumbres y en cambio ordenan castigar al que es inocente! ¡Antigua era en ellos semejante costumbre! Pero tú considera la benignidad del Señor.
Y ordenó Pilato que lo azotaran, quizá para salvarlo, una vez aplacado así el furor de los judíos. Como por los medios anteriores no logró arrancárselo de las manos, esperando que con esto otro terminaría el daño, ordenó que lo azotaran y permitió que le vistieran la clámide y le pusieran la corona, a fin de amansar con esto la ira de los judíos. Por igual motivo, una vez coronado, lo sacó hacia ellos, para que viendo los ultrajes que se le habían inferido, reprimieran los judíos sus furores y vomitaran todo el veneno. Mas ¿por qué sin mandato del pretor los soldados hicieron todo esto? Para congraciarse con los judíos. También sin órdenes de él, durante la noche fueron al huerto: con ese motivo y para recibir la paga se atrevieron a todo. Y en medio de tantas y tan crueles injurias, Jesús permanecía callado, como lo estuvo también cuando nada respondió a Pilato, que lo interrogaba.
Pero tú no te contentes con oír estas cosas, sino tenlas constantemente presentes, viendo al que es rey de la tierra y de los ángeles burlado por los soldados con palabras y con obras; y cómo todo lo tolera en silencio, y procura imitarlo de verdad. Como oyeron los soldados que Pilato lo había llamado rey de los judíos, lo revistieron de un paramento risible. Y Pilato lo sacó afuera y dijo: No encuentro en él delito alguno. Salió, pues, Jesús llevando su corona; pero ni aun así se aplacó el furor de los judíos, sino que clamaban: ¡Crucifícalo, crucifícalo! Como viera Pilato que en vano intentaba todos los caminos, les dijo: ¡Tomadlo allá y crucificadlo! Por aquí se ve que las afrentas anteriores fueron una concesión hecha a la ira de los judíos.
Dice Pilato: Yo no encuentro en él delito alguno. Observa de cuántos modos lo justifica el juez y con cuánta frecuencia rechaza los crímenes que se le achacan. Pero nada podía alejar de la presa aquellos canes. Las expresiones: Tomadlo allá vosotros y crucificadlo son propias de quien está ya fastidiado y de quien finalmente los empuja a una cosa ilícita. Los judíos lo habían llevado al juez para que condenado por su sentencia quedara perdido por ellos. Pero sucedió lo contrario, que por sentencia del juez fue absuelto. Entonces ellos, puestos en vergüenza por ese modo, respondieron al juez: Nosotros tenemos una Ley, y según la Ley debe morir, pues se ha hecho Hijo de Dios.
Pero entonces, ¿por qué cuando el juez dijo: Tomadlo allá vosotros y según vuestra ley juzgadlo, le respondisteis: A nosotros no nos es lícito dar la muerte a nadie; y en cambio ahora acudís a vuestra ley? Advierte además la acusación: Pues se ha hecho Hijo de Dios. Pero decidme: ¿Es cosa de recriminar a quien hace obras de Hijo de Dios el que a Sí mismo se llame Hijo de Dios? ¿Qué hacía mientras Cristo? En tanto que ellos así dialogaban, él hacía verdadero el dicho del profeta: No abrirá su boca. En su humildad fue arrebatado del juicio; Él callaba. Cuando Pilato les oyó decir que Jesús so hacía Hijo de Dios, temió; y con el miedo de que fuera verdad lo que decían, tembló de parecer que obraba con injusticia. En cambio, los judíos, aun sabiendo ser eso verdad por la doctrina y las obras, no temblaron sino que lo llevaron a la muerte, por los mismos motivos por los que debían adorarlo.
Pilato ya no le pregunta: ¿Qué has hecho? Conmovido por el temor cuida de interrogarlo sobre cosas más altas y le dice: ¿Eres tú el Cristo? Pero Jesús nada le respondió. Ya había oído Pilato decir: Yo para esto nací y para esto he venido; y también: Mi reino no es de este mundo. Era pues su deber oponerse a los judíos y arrancarles a Cristo de sus manos. Pero no lo hizo, sino que se dejó llevar del impulso de los judíos. Estos, una vez refutados en todo, se acogen a la acusación de un crimen político y dicen a Pilato: Quien se proclama rey se rebela contra el César. Convenía por lo tanto examinar también este capítulo con diligencia y ver si anhelaba Cristo convertirse en tirano y echar del trono al César. Pero Pilato no lo examina acerca de eso; y por lo mismo tampoco Cristo le responde, pues sabía que el pretor inútilmente preguntaba.
Por lo demás no quería Cristo, estando en pie el testimonio de sus obras, vencer con el de sus palabras ni defenderse por este medio, demostrando con esto que voluntariamente se encontraba en aquel paso. Como Él callaba, Pilato le dice: ¿No sabes que tengo poder para crucificarte? ¿Adviertes cómo a sí mismo de antemano se condena? Pues si todo está en tu mano ¿por qué no lo das libre, ya que no has encontrado en Él crimen alguno? Pronunciada así la sentencia contra sí mismo, finalmente le dice Cristo: El que me entregó a ti tiene más grave pecado, con lo que avisaba al pretor que tampoco él estaba libre de pecado.
Luego, reprimiéndole su arrogancia y soberbia, le añadió: No tendrías potestad si no se te hubiera dado. Le declaraba así que todo, iba sucediendo, no según el curso natural de las cosas, sino de un modo misterioso. Y para que Pilato al oír: Si no se te hubiera dado, no se creyera libre de crimen, añade Cristo: El que me entregó a ti tiene mayor pecado. Dirás: pero si se le había dado poder, ni él ni los judíos eran reos de pecado. Vanamente te expresas así; porque aquí la palabra dado es lo mismo que concedido. Como si dijera: Han permitido que esto sucediera, mas no por eso vosotros quedáis sin culpa. Aterrorizó Jesús a Pilato con semejantes palabras, y al mismo tiempo Él claramente se justificó. Por lo cual Pilato intentó librarlo.
Mas los judíos de nuevo clamaban: Si dejas libre a éste, no eres amigo del César. Puesto que con presentar infracciones contra la ley de ellos nada habían aprovechado, astutamente acuden a las leyes civiles y dicen: Todo el que se hace rey se rebela contra el César. Pero ¿en dónde apareció Cristo anhelando ser rey? ¿Cómo podéis comprobarlo? ¿Por la púrpura? ¿Por la diadema, por el vestido, por los soldados? ¿Acaso no andaba siempre con solos los doce discípulos? ¿Acaso no usaba de alimentos, vestido, habitación más humildes que todos? Pero ¡oh impudentes! ¡Oh miedo inmotivado! Pilato, temeroso del peligro si en eso del reino se descuidaba, salió como quien va a examinar las acusaciones (porque esto da a entender el evangelista cuando dice que se sentó al tribunal); pero luego, sin instituir examen alguno, puso a Jesús en manos de los judíos, creyendo que así los doblegaría.
Que éste fuera su pensamiento, óyelo por sus palabras: ¡He aquí a vuestro rey! Y como ellos clamaran: ¡Crucifícalo! todavía les dijo: ¿A vuestro rey he de crucificar? Pero ellos gritaban: No tenemos otro rey que el César. Espontáneamente se sujetaron al castigo. Por eso Dios los entregó a sus enemigos, ya que ellos primero se habían sustraído a su providencia y protección; y pues de común consentimiento negaron a su rey, permitió Dios que por sus mismos votos se arruinaran.
Todo el curso de lo que se había ido ventilando debía haberles calmado la ira; pero temían que si Jesús quedaba libre de nuevo congregaría al pueblo; de manera que ponían todos los medios para que eso no sucediera. Grave cosa es la ambición; grave y tal que puede perder las almas. Por tal motivo ellos nunca dieron oídos a Jesús. Pilato con oírlo, por solas sus palabras se inclina a dejarlo ir libre; pero ellos instan y claman: ¡Crucifícalo! ¿Por qué tenían tan gran empeño en darle muerte? ¡Muerte ignominiosa era aquella! Temerosos por lo mismo de que su memoria perdurara en lo futuro, cuidan de ti que se le aplique este suplicio ignominioso, sin caer en la cuenta de que la verdad precisamente por los obstáculos más resplandece y se alza. Y que esto fuera lo que sospechaban, oyen cómo lo dicen: Nosotros hemos oído que aquel engañador dijo: Después de tres días resucitaré. Por tal motivo todo lo agitaban y revolvían con el objeto de borrar en lo futuro todo recuerdo de Jesús. Y gritaban repetidas veces: ¡Crucifícalo! Los príncipes habían corrompido a la turba desordenada.
Por nuestra parte, no únicamente leamos estas cosas, sino llevemos en nuestro pensamiento la corona de espinas, la clámide, la caña hueca, las bofetadas, los golpes dados en los ojos, los salivazos y las burlas. Tales cosas, si frecuentemente las meditamos, pueden apagar toda la ira. Aun cuando se burlen de nosotros, aun cuando suframos injusticias, repitamos muchas veces: No es el siervo más que su señor. Traigamos a la memoria lo que los judíos rabiosos le decían a Jesús: Eres poseso, eres samaritano; en nombre de Beel zebul arroja los demonios. Todo esto lo sufrió Él para que sigamos sus huellas, soportando las afrentas, que es la cosa que más duele a las almas.
En realidad, Él no sólo padeció estas cosas, sino que puso todos los medios para librar del castigo preparado a quienes las perpetraron y maquinaron. Así les envió para su salvación a los apóstoles. Y a éstos les oímos que les dicen a los judíos: Sabemos que procedisteis por ignorancia; y así los atraen a penitencia. Imitemos estas cosas. Nada hay que aplaque a Dios como el amar a los enemigos y hacer bien a los que nos dañan. Cuando alguno te molesta, no te fijes en él, sino en el demonio que es quien lo mueve, e irrítate grandemente contra éste. En cambio, al que éste ha movido, compadécelo. Si la mentira viene del demonio, mucho más proviene de él irritarse sin motivo. Cuando veas al que de ti se burla, piensa que es el demonio quien lo incita, puesto que semejantes burlas no son propias de cristianos.
Ciertamente aquel a quien se le ha ordenado llorar y ha oído aquella palabra: ¡Ay de vosotros los que reís a tal, carcajadas! Ese tal, cuando echa injurias a la cara o se burla o se irrita, no es digno de injurias sino de lágrimas. También Cristo se conmovió pensando en Judas. Cuidemos de poner por obra estas cosas. Si no lo hacemos, en vano hemos venido a este mundo, o mejor dicho, para nuestra desgracia. No puede la fe sin obras introducir al Cielo. Al revés, puede servir para mayor condenación de quienes viven desordenadamente.
Dice Cristo: Quien conoce la voluntad de su señor y no la cumple, será reciamente, abundantemente azotado. Y también “Si Yo no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado. Pues bien, ¿qué excusa tendremos los que, habitando en los palacios reales, penetrando en el santuario, hechos partícipes de los misterios que redimen de los pecados, somos peores que los gentiles que no disfrutan de ninguna de esas cosas? Si los paganos por la gloria vana dieron tantas muestras de alta sabiduría y virtudes, mucho más conveniente es que nosotros por la voluntad de Dios ejercitemos toda clase de virtud.
Pero ahora, ni siquiera despreciamos los dineros cuando esos paganos con frecuencia despreciaron la vida; y en las guerras ofrecieron a la insania de los demonios a sus propios hijos, y para honrarlos pasaron por sobre lo que pedía la humana naturaleza. Nosotros ni siquiera despreciamos la plata por Cristo, ni deponemos la ira para agradar a Dios, sino que nos ponemos furiosos y en nada diferimos de los delirantes atacados de la fiebre. Pues, así como éstos, a causa de su enfermedad están ardiendo, así nosotros como ahogados por un fuego, nunca logramos contener la codicia, sino que acrecentamos la avaricia y la cólera.
Por tal motivo me avergüenzo y me admiro sobre manera cuando veo entre los gentiles gentes que desprecian las riquezas, mientras que acá entre nosotros todos andamos enloquecidos por la codicia. Pues aun cuando veamos entre vosotros a algunos que las desprecian, pero esos tales son por otra parte, víctimas de otros vicios, como son la ira y la envidia: cosa difícil es encontrar quienes limpiamente ejerciten todas las virtudes. Y la razón es que no cuidamos de tomar los remedios que nos ofrecen las Sagradas Escrituras, ni atendernos a su lectura con el corazón contrito y con lágrimas, sino que cuando tenemos algún descanso las leemos, pero muy de ligero, y por encima.
Por tal motivo, y habiendo entrado ya en el alma todo un aluvión de cosas seculares, éste la inunda y arrastra consigo y destruye el fruto que se haya podido conseguir. No puede ser que quien tiene una llaga y le aplica la medicina, pero la liga cuidadosamente sino que deja que el remedio se caiga y expone su úlcera al agua y al polvo, al calor y a otros contables elementos, capaces de exacerbar la llaga, aproveche algo. Y no acontece tal cosa por falta de eficacia del remedio sino por la desidia del enfermo. Y es lo que suele acontecer cuando apenas si atendemos un poco a las divinas palabras mientras que, por el contrario, continuamente nos damos a los negocios del siglo. La simiente queda ahogada y no produce fruto.
Para que esto no suceda, abramos siquiera un poquito los ojos y levantémoslos al cielo; y de ahí abajémoslos luego a los sepulcros y a las tumbas de los muertos. La misma muerte espera a todos y la misma necesidad de salir de este mundo se nos echa encima, quizá incluso antes de que llegue la noche. Preparémonos para semejante partida, puesto que necesitamos abundante viático; porque allá al otro lado hay grandes calores, mucho bochorno y gran soledad. Allá no se puede demorar en la hospedería ni comprar en la plaza: todo hay que llevarlo preparado desde acá. Oye lo que dicen a las vírgenes prudentes del evangelio: Id a los vendedores. Oye lo que dice Abraham: Grande abismo hay entre vosotros y nosotros. Escucha lo que clama Ezequiel en referencia a ese día último: Ni Noé, ni Job, ni Daniel librarán a sus hijos.
Pero... ¡lejos de nosotros que vayamos a oír tales palabras; sino que habiendo apañado acá todo el viático necesario para la vida eterna, ojalá contemplemos al Señor nuestro Jesucristo, con el cual sean al Padre, juntamente con el Espíritu Santo, la gloria, el poder y el honor, ahora y siempre y por siglos de los siglos. —Amén.
(Explicación del Evangelio de San Juan, Homilía, LXXXIV)
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FRANCISCO – Homilías en la fiesta de Cristo Rey (2013 a 2016) – Ángelus 2015 y 2018
Homilía del 24 de noviembre de 2013
Cristo es el centro del pueblo de Dios y de la historia
Queridos hermanos y hermanas:
La solemnidad de Cristo Rey del Universo, coronación del año litúrgico, señala también la conclusión del Año de la Fe, convocado por el Papa Benedicto XVI, a quien recordamos ahora con afecto y reconocimiento por este don que nos ha dado. Con esa iniciativa providencial, nos ha dado la oportunidad de descubrir la belleza de ese camino de fe que comenzó el día de nuestro bautismo, que nos ha hecho hijos de Dios y hermanos en la Iglesia. Un camino que tiene como meta final el encuentro pleno con Dios, y en el que el Espíritu Santo nos purifica, eleva, santifica, para introducirnos en la felicidad que anhela nuestro corazón.
Las lecturas bíblicas que se han proclamado tienen como hilo conductor la centralidad de Cristo. Cristo está en el centro, Cristo es el centro. Cristo centro de la creación, del pueblo y de la historia.
1. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, tomada de la carta a los Colosenses, nos ofrece una visión muy profunda de la centralidad de Jesús. Nos lo presenta como el Primogénito de toda la creación: en él, por medio de él y en vista de él fueron creadas todas las cosas. Él es el centro de todo, es el principio: Jesucristo, el Señor. Dios le ha dado la plenitud, la totalidad, para que en él todas las cosas sean reconciliadas (cf. 1, 12-20). Señor de la creación, Señor de la reconciliación.
Esta imagen nos ayuda a entender que Jesús es el centro de la creación; y así la actitud que se pide al creyente, que quiere ser tal, es la de reconocer y acoger en la vida esta centralidad de Jesucristo, en los pensamientos, las palabras y las obras. Y así nuestros pensamientos serán pensamientos cristianos, pensamientos de Cristo. Nuestras obras serán obras cristianas, obras de Cristo, nuestras palabras serán palabras cristianas, palabras de Cristo. En cambio, La pérdida de este centro, al sustituirlo por otra cosa cualquiera, solo provoca daños, tanto para el ambiente que nos rodea como para el hombre mismo.
2. Además de ser centro de la creación y centro de la reconciliación, Cristo es centro del pueblo de Dios. Y precisamente hoy está aquí, en el centro. Ahora está aquí en la Palabra, y estará aquí en el altar, vivo, presente, en medio de nosotros, su pueblo. Nos lo muestra la primera lectura, en la que se habla del día en que las tribus de Israel se acercaron a David y ante el Señor lo ungieron rey sobre todo Israel (cf. 2S 5, 1-3). En la búsqueda de la figura ideal del rey, estos hombres buscaban a Dios mismo: un Dios que fuera cercano, que aceptara acompañar al hombre en su camino, que se hiciese hermano suyo.
Cristo, descendiente del rey David, es precisamente el «hermano» alrededor del cual se constituye el pueblo, que cuida de su pueblo, de todos nosotros, a precio de su vida. En él somos uno; un único pueblo unido a él, compartimos un solo camino, un solo destino. Sólo en él, en él como centro, encontramos la identidad como pueblo.
3. Y, por último, Cristo es el centro de la historia de la humanidad, y también el centro de la historia de todo hombre. A él podemos referir las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias que entretejen nuestra vida. Cuando Jesús es el centro, incluso los momentos más oscuros de nuestra existencia se iluminan, y nos da esperanza, como le sucedió al buen ladrón en el Evangelio de hoy.
Mientras todos se dirigen a Jesús con desprecio - «Si tú eres el Cristo, el Mesías Rey, sálvate a ti mismo bajando de la cruz»- aquel hombre, que se ha equivocado en la vida pero se arrepiente, al final se agarra a Jesús crucificado implorando: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23, 42). Y Jesús le promete: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43): su Reino. Jesús sólo pronuncia la palabra del perdón, no la de la condena; y cuando el hombre encuentra el valor de pedir este perdón, el Señor no deja de atender una petición como esa. Hoy todos podemos pensar en nuestra historia, nuestro camino. Cada uno de nosotros tiene su historia; cada uno tiene también sus equivocaciones, sus pecados, sus momentos felices y sus momentos tristes. En este día, nos vendrá bien pensar en nuestra historia, y mirar a Jesús, y desde el corazón repetirle a menudo, pero con el corazón, en silencio, cada uno de nosotros: “Acuérdate de mí, Señor, ahora que estás en tu Reino. Jesús, acuérdate de mí, porque yo quiero ser bueno, quiero ser buena, pero me falta la fuerza, no puedo: soy pecador, soy pecadora. Pero, acuérdate de mí, Jesús. Tú puedes acordarte de mí porque tú estás en el centro, tú estás precisamente en tu Reino.” ¡Qué bien! Hagámoslo hoy todos, cada uno en su corazón, muchas veces. “Acuérdate de mí, Señor, tú que estás en el centro, tú que estás en tu Reino.”
La promesa de Jesús al buen ladrón nos da una gran esperanza: nos dice que la gracia de Dios es siempre más abundante que la plegaria que la ha pedido. El Señor siempre da más, es tan generoso, da siempre más de lo que se le pide: le pides que se acuerde de ti y te lleva a su Reino.
Jesús es el centro de nuestros deseos de gozo y salvación. Vayamos todos juntos por este camino.
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Homilía del 23 de noviembre de 2014
Quien realiza obras de misericordia demuestra haber acogido la realeza de Jesús
Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia de hoy nos invita a fijar la mirada en Jesús como Rey del Universo. La hermosa oración del Prefacio nos recuerda que su reino es «reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz». Las lecturas que hemos escuchado nos muestran cómo realizó Jesús su reino; cómo lo realiza en el devenir de la historia; y qué nos pide a nosotros.
Ante todo, cómo realizó Jesús su reino: lo hizo con la cercanía y la ternura hacia nosotros. Él es el pastor, de quien habló el profeta Ezequiel en la primera lectura (cf. 34, 11 - 12. 15-17). Todo este pasaje está entrelazado por verbos que indican la premura y el amor del pastor hacia su rebaño: buscar, cuidar, reunir a los dispersos, conducir al apacentamiento, hacer descansar, buscar a la oveja perdida, recoger a la descarriada, vendar a la herida, fortalecer a la enferma, atender, apacentar. Todos estas actitudes se hicieron realidad en Jesucristo: Él es verdaderamente el «gran pastor de las ovejas y guardián de nuestras almas» (cf. Hb 13, 20; 1 P 2, 25).
Y quienes estamos llamados en la Iglesia a ser pastores, no podemos distanciarnos de este modelo, si no queremos convertirnos en mercenarios. Al respecto, el pueblo de Dios posee un olfato infalible al reconocer a los buenos pastores y distinguirlos de los mercenarios.
Después de su victoria, es decir, tras su Resurrección, ¿cómo lleva adelante Jesús su reino? El apóstol Pablo, en la Primera Carta a los Corintios, dice: «Cristo tiene que reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies» (15, 25). Es el Padre quien poco a poco somete todo al Hijo, y al mismo tiempo el Hijo somete todo al Padre, y al final incluso a sí mismo. Jesús no es un rey al estilo de este mundo: para Él reinar no es mandar, sino obedecer al Padre, entregarse a Él, para que se realice su designio de amor y de salvación. Así hay plena reciprocidad entre el Padre y el Hijo. Por lo tanto, el tiempo del reino de Cristo es el largo tiempo del sometimiento de todo al Hijo y de la entrega de todo al Padre. «El último enemigo en ser destruido será la muerte» (1 Cor 15, 26). Y al final, cuando todo sea sometido bajo la realeza de Jesús, y todo, incluso Jesús mismo, sea sometido al Padre, Dios será todo en todos (cf. 1 Cor 15, 28).
El Evangelio nos dice qué nos pide el reino de Jesús a nosotros: nos recuerda que la cercanía y la ternura son la norma de vida también para nosotros, y a partir de esto seremos juzgados. Este será el protocolo de nuestro juicio. Es la gran parábola del juicio final de Mateo 25. El Rey dice: «Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme» (25, 34-36). Los justos contestarán: ¿cuándo hemos hecho todo esto? Y Él responderá: «En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40).
La salvación no comienza con la confesión de la realeza de Cristo, sino con la imitación de sus obras de misericordia a través de las cuales Él realizó el reino. Quien las realiza demuestra haber acogido la realeza de Jesús, porque hizo espacio en su corazón a la caridad de Dios. Al atardecer de la vida seremos juzgados en el amor, en la proximidad y en la ternura hacia los hermanos. De esto dependerá nuestro ingreso o no en el reino de Dios, nuestra ubicación en una o en otra parte. Jesús, con su victoria, nos abrió su reino, pero está en cada uno de nosotros la decisión de entrar en él, ya a partir de esta vida —el reino comienza ahora— haciéndonos concretamente próximo al hermano que pide pan, vestido, acogida, solidaridad, catequesis. Y si amaremos de verdad a ese hermano o a esa hermana, seremos impulsados a compartir con él o con ella lo más valioso que tenemos, es decir, a Jesús y su Evangelio.
Hoy la Iglesia nos presenta como modelos a los nuevos santos que, precisamente mediante las obras de una generosa entrega a Dios y a los hermanos, sirvieron, cada uno en el propio ámbito, al reino de Dios y se convirtieron en sus herederos. Cada uno de ellos respondió con extraordinaria creatividad al mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Se dedicaron sin reservas al servicio de los últimos, asistiendo a los indigentes, enfermos, ancianos y peregrinos. Su predilección por los pequeños y los pobres era el reflejo y la medida del amor incondicional a Dios. En efecto, buscaron y descubrieron la caridad en la relación fuerte y personal con Dios, de la que brota el verdadero amor por el prójimo. Por ello, en la hora del juicio, escucharon esta dulce invitación: «Venid, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25, 34).
Con el rito de canonización, hemos confesado una vez más el misterio del reino de Dios y honrado a Cristo Rey, pastor lleno de amor por su rebaño. Que los nuevos santos, con su ejemplo y su intercesión, hagan crecer en nosotros la alegría de caminar por la senda del Evangelio, la decisión de asumirlo como la brújula de nuestra vida. Sigamos sus huellas, imitemos su fe y su caridad, para que también nuestra esperanza se revista de inmortalidad. No nos dejemos distraer por otros intereses terrenos y pasajeros. Y que la Madre, María, reina de todos los santos, nos guíe en el camino hacia el reino de los cielos.
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Homilía del 22 de noviembre de 2015
La fuerza del reino de Cristo es el amor
Queridos hermanos y hermanas:
En este último domingo del año litúrgico, celebramos la solemnidad de Cristo Rey. Y el Evangelio de hoy nos hace contemplar a Jesús mientras se presenta ante Pilatos como rey de un reino que «no es de este mundo» (Jn 18, 36). Esto no significa que Cristo sea rey de otro mundo, sino que es rey de otro modo, y sin embargo es rey en este mundo. Se trata de una contraposición entre dos lógicas. La lógica mundana se apoya en la ambición, la competición, combate con las armas del miedo, del chantaje y de la manipulación de las conciencias. La lógica del Evangelio, es decir la lógica de Jesús, en cambio se expresa en la humildad y la gratuidad, se afirma silenciosa pero eficazmente con la fuerza de la verdad. Los reinos de este mundo a veces se construyen en la arrogancia, rivalidad, opresión; el reino de Cristo es un «reino de justicia, de amor y de paz» (Prefacio).
¿Cuándo Jesús se ha revelado rey? ¡En el evento de la Cruz! Quien mira la Cruz de Cristo no puede no ver la sorprendente gratuidad del amor. Alguno de vosotros puede decir: «Pero, ¡padre, esto ha sido un fracaso!». Es precisamente en el fracaso del pecado –el pecado es un fracaso–, en el fracaso de la ambición humana, donde se encuentra el triunfo de la Cruz, ahí está la gratuidad del amor. En el fracaso de la Cruz se ve el amor, este amor que es gratuito, que nos da Jesús. Hablar de potencia y de fuerza, para el cristiano, significa hacer referencia a la potencia de la Cruz y a la fuerza del amor de Jesús: un amor que permanece firme e íntegro, incluso ante el rechazo, y que aparece como la realización última de una vida dedicada a la total entrega de sí en favor de la humanidad. En el Calvario, los presentes y los jefes se mofan de Jesús clavado en la cruz, y le lanzan el desafío: «Sálvate a ti mismo bajando de la cruz» (Mc 15, 30). «Sálvate a ti mismo». Pero paradójicamente la verdad de Jesús es la que en forma de burla le lanzan sus adversarios: «A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar» (v. 31). Si Jesús hubiese bajado de la cruz, habría cedido a la tentación del príncipe de este mundo; en cambio Él no puede salvarse a sí mismo precisamente para poder salvar a los demás, porque ha dado su vida por nosotros, por cada uno de nosotros. Decir: «Jesús ha dado su vida por el mundo» es verdad, pero es más bonito decir: «Jesús ha dado su vida por mí». Y hoy en la plaza, cada uno de nosotros diga en su corazón: «Ha dado su vida por mí, para poder salvar a cada uno de nosotros de nuestros pecados».
Y esto, ¿quién lo entendió? Lo entendió bien uno de los dos ladrones que fueron crucificados con Él, llamado el «buen ladrón», que le suplica: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23, 42). Y este era un malhechor, era un corrupto y estaba ahí condenado a muerte precisamente por todas las brutalidades que había cometido en su vida. Pero vio en la actitud de Jesús, en la humildad de Jesús, el amor. Y esta es la fuerza del reino de Cristo: es el amor. Por esto la majestad de Jesús no nos oprime, sino que nos libera de nuestras debilidades y miserias, animándonos a recorrer los caminos del bien, la reconciliación y el perdón. Miremos la Cruz de Jesús, miremos al buen ladrón y digamos todos juntos lo que dijo el buen ladrón: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Todos juntos: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Pedir a Jesús, cuando nos sintamos débiles, pecadores, derrotados, que nos mire y decir: «Tú estás ahí. ¡No te olvides de mí!».
Ante las muchas laceraciones en el mundo y las demasiadas heridas en la carne de los hombres, pidamos a la Virgen María que nos sostenga en nuestro compromiso de imitar a Jesús, nuestro rey, haciendo presente su reino con gestos de ternura, comprensión y misericordia.
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Homilía del 20 de noviembre de 2016
Cristo rey transforma el pecado en gracia, la muerte en resurrección, el miedo en confianza
Queridos hermanos y hermanas:
La solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo corona el año litúrgico y este Año santo de la misericordia. El Evangelio presenta la realeza de Jesús al culmen de su obra de salvación, y lo hace de una manera sorprendente. «El Mesías de Dios, el Elegido, el Rey» (Lc 23, 35.37) se muestra sin poder y sin gloria: está en la cruz, donde parece más un vencido que un vencedor. Su realeza es paradójica: su trono es la cruz; su corona es de espinas; no tiene cetro, pero le ponen una caña en la mano; no viste suntuosamente, pero es privado de la túnica; no tiene anillos deslumbrantes en los dedos, pero sus manos están traspasadas por los clavos; no posee un tesoro, pero es vendido por treinta monedas.
Verdaderamente el reino de Jesús no es de este mundo (cf. Jn 18, 36); pero justamente es aquí —nos dice el Apóstol Pablo en la segunda lectura—, donde encontramos la redención y el perdón (cf. Col 1, 13-14). Porque la grandeza de su reino no es el poder según el mundo, sino el amor de Dios, un amor capaz de alcanzar y restaurar todas las cosas. Por este amor, Cristo se abajó hasta nosotros, vivió nuestra miseria humana, probó nuestra condición más ínfima: la injusticia, la traición, el abandono; experimentó la muerte, el sepulcro, los infiernos. De esta forma nuestro Rey fue incluso hasta los confines del Universo para abrazar y salvar a todo viviente. No nos ha condenado, ni siquiera conquistado, nunca ha violado nuestra libertad, sino que se ha abierto paso por medio del amor humilde que todo excusa, todo espera, todo soporta (cf. 1 Co 13, 7). Sólo este amor ha vencido y sigue venciendo a nuestros grandes adversarios: el pecado, la muerte y el miedo.
Hoy queridos hermanos y hermanas, proclamamos está singular victoria, con la que Jesús se ha hecho el Rey de los siglos, el Señor de la historia: con la sola omnipotencia del amor, que es la naturaleza de Dios, su misma vida, y que no pasará nunca (cf. 1 Co 13, 8). Compartimos con alegría la belleza de tener a Jesús como nuestro rey; su señorío de amor transforma el pecado en gracia, la muerte en resurrección, el miedo en confianza.
Pero sería poco creer que Jesús es Rey del universo y centro de la historia, sin que se convierta en el Señor de nuestra vida: todo es vano si no lo acogemos personalmente y si no lo acogemos incluso en su modo de reinar. En esto nos ayudan los personajes que el Evangelio de hoy presenta. Además de Jesús, aparecen tres figuras: el pueblo que mira, el grupo que se encuentra cerca de la cruz y un malhechor crucificado junto a Jesús.
En primer lugar, el pueblo: el Evangelio dice que «estaba mirando» (Lc 23, 35): ninguno dice una palabra, ninguno se acerca. El pueblo está lejos, observando qué sucede. Es el mismo pueblo que por sus propias necesidades se agolpaba entorno a Jesús, y ahora mantiene su distancia. Frente a las circunstancias de la vida o ante nuestras expectativas no cumplidas, también podemos tener la tentación de tomar distancia de la realeza de Jesús, de no aceptar totalmente el escándalo de su amor humilde, que inquieta nuestro «yo», que incomoda. Se prefiere permanecer en la ventana, estar a distancia, más bien que acercarse y hacerse próximo. Pero el pueblo santo, que tiene a Jesús como Rey, está llamado a seguir su camino de amor concreto; a preguntarse cada uno todos los días: «¿Qué me pide el amor? ¿A dónde me conduce? ¿Qué respuesta doy a Jesús con mi vida?».
Hay un segundo grupo, que incluye diversos personajes: los jefes del pueblo, los soldados y un malhechor. Todos ellos se burlaban de Jesús. Le dirigen la misma provocación: «Sálvate a ti mismo» (cf. Lc 23, 35.37.39). Es una tentación peor que la del pueblo. Aquí tientan a Jesús, como lo hizo el diablo al comienzo del Evangelio (cf. Lc 4, 1-13), para que renuncie a reinar a la manera de Dios, pero que lo haga según la lógica del mundo: baje de la cruz y derrote a los enemigos. Si es Dios, que demuestre poder y superioridad. Esta tentación es un ataque directo al amor: «Sálvate a ti mismo» (vv. 37. 39); no a los otros, sino a ti mismo. Prevalga el yo con su fuerza, con su gloria, con su éxito. Es la tentación más terrible, la primera y la última del Evangelio. Pero ante este ataque al propio modo de ser, Jesús no habla, no reacciona. No se defiende, no trata de convencer, no hace una apología de su realeza. Más bien sigue amando, perdona, vive el momento de la prueba según la voluntad del Padre, consciente de que el amor dará su fruto.
Para acoger la realeza de Jesús, estamos llamados a luchar contra esta tentación, a fijar la mirada en el Crucificado, para ser cada vez más fieles. Cuántas veces en cambio, incluso entre nosotros, se buscan las seguridades gratificantes que ofrece el mundo. Cuántas veces hemos sido tentados a bajar de la cruz. La fuerza de atracción del poder y del éxito se presenta como un camino fácil y rápido para difundir el Evangelio, olvidando rápidamente el reino de Dios como obra. Este Año de la misericordia nos ha invitado a redescubrir el centro, a volver a lo esencial. Este tiempo de misericordia nos llama a mirar al verdadero rostro de nuestro Rey, el que resplandece en la Pascua, y a redescubrir el rostro joven y hermoso de la Iglesia, que resplandece cuando es acogedora, libre, fiel, pobre en los medios y rica en el amor, misionera. La misericordia, al llevarnos al corazón del Evangelio, nos exhorta también a que renunciemos a los hábitos y costumbres que pueden obstaculizar el servicio al reino de Dios; a que nos dirijamos sólo a la perenne y humilde realeza de Jesús, no adecuándonos a las realezas precarias y poderes cambiantes de cada época.
En el Evangelio aparece otro personaje, más cercano a Jesús, el malhechor que le ruega diciendo: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (v. 42). Esta persona, mirando simplemente a Jesús, creyó en su reino. Y no se encerró en sí mismo, sino que, con sus errores, sus pecados y sus dificultades se dirigió a Jesús. Pidió ser recordado y experimentó la misericordia de Dios: «hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Dios, apenas le damos la oportunidad, se acuerda de nosotros. Él está dispuesto a borrar por completo y para siempre el pecado, porque su memoria, no como la nuestra, olvida el mal realizado y no lleva cuenta de las ofensas sufridas. Dios no tiene memoria del pecado, sino de nosotros, de cada uno de nosotros, sus hijos amados. Y cree que es siempre posible volver a comenzar, levantarse de nuevo.
Pidamos también nosotros el don de esta memoria abierta y viva. Pidamos la gracia de no cerrar nunca la puerta de la reconciliación y del perdón, sino de saber ir más allá del mal y de las divergencias, abriendo cualquier posible vía de esperanza. Como Dios cree en nosotros, infinitamente más allá de nuestros méritos, también nosotros estamos llamados a infundir esperanza y a dar oportunidad a los demás. Porque, aunque se cierra la Puerta santa, permanece siempre abierta de par en par para nosotros la verdadera puerta de la misericordia, que es el Corazón de Cristo. Del costado traspasado del Resucitado brota hasta el fin de los tiempos la misericordia, la consolación y la esperanza.
Muchos peregrinos han cruzado la Puerta santa y lejos del ruido de las noticias has gustado la gran bondad del Señor. Damos gracias por esto y recordamos que hemos sido investidos de misericordia para revestirnos de sentimientos de misericordia, para ser también instrumentos de misericordia. Continuemos nuestro camino juntos. Nos acompaña la Virgen María, también ella estaba junto a la cruz, allí ella nos ha dado a luz como tierna Madre de la Iglesia que desea acoger a todos bajo su manto. Ella, junto a la cruz, vio al buen ladrón recibir el perdón y acogió al discípulo de Jesús como hijo suyo. Es la Madre de misericordia, a la que encomendamos: todas nuestras situaciones, todas nuestras súplicas, dirigidas a sus ojos misericordiosos, que no quedarán sin respuesta.
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Ángelus 2015
La fuerza del reinado de Cristo es el amor
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este último domingo del año litúrgico, celebramos la solemnidad de Cristo Rey. Y el Evangelio de hoy nos hace contemplar a Jesús mientras se presenta ante Pilatos como rey de un reino que «no es de este mundo» (Jn 18, 36). Esto no significa que Cristo sea rey de otro mundo, sino que es rey de otro modo, y sin embargo es rey en este mundo. Se trata de una contraposición entre dos lógicas. La lógica mundana se apoya en la ambición, la competición, combate con las armas del miedo, del chantaje y de la manipulación de las conciencias. La lógica del Evangelio, es decir la lógica de Jesús, en cambio se expresa en la humildad y la gratuidad, se afirma silenciosa pero eficazmente con la fuerza de la verdad. Los reinos de este mundo a veces se construyen en la arrogancia, rivalidad, opresión; el reino de Cristo es un «reino de justicia, de amor y de paz» (Prefacio).
¿Cuándo Jesús se ha revelado rey? ¡En el evento de la Cruz! Quien mira la Cruz de Cristo no puede no ver la sorprendente gratuidad del amor. Alguno de vosotros puede decir: «Pero, ¡padre, esto ha sido un fracaso!». Es precisamente en el fracaso del pecado —el pecado es un fracaso—, en el fracaso de la ambición humana, donde se encuentra el triunfo de la Cruz, ahí está la gratuidad del amor. En el fracaso de la Cruz se ve el amor, este amor que es gratuito, que nos da Jesús. Hablar de potencia y de fuerza, para el cristiano, significa hacer referencia a la potencia de la Cruz y a la fuerza del amor de Jesús: un amor que permanece firme e íntegro, incluso ante el rechazo, y que aparece como la realización última de una vida dedicada a la total entrega de sí en favor de la humanidad. En el Calvario, los presentes y los jefes se mofan de Jesús clavado en la cruz, y le lanzan el desafío: «Sálvate a ti mismo bajando de la cruz» (Mc 15, 30). «Sálvate a ti mismo». Pero paradójicamente la verdad de Jesús es la que en forma de burla le lanzan sus adversarios: «A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar» (v. 31). Si Jesús hubiese bajado de la cruz, habría cedido a la tentación del príncipe de este mundo; en cambio Él no puede salvarse a sí mismo precisamente para poder salvar a los demás, porque ha dado su vida por nosotros, por cada uno de nosotros. Decir: «Jesús ha dado su vida por el mundo» es verdad, pero es más bonito decir: «Jesús ha dado su vida por mí». Y hoy en la plaza, cada uno de nosotros diga en su corazón: «Ha dado su vida por mí, para poder salvar a cada uno de nosotros de nuestros pecados».
Y esto, ¿quién lo entendió? Lo entendió bien uno de los dos ladrones que fueron crucificados con Él, llamado el «buen ladrón», que le suplica: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23, 42). Y este era un malhechor, era un corrupto y estaba ahí condenado a muerte precisamente por todas las brutalidades que había cometido en su vida. Pero vio en la actitud de Jesús, en la humildad de Jesús, el amor. Y esta es la fuerza del reino de Cristo: es el amor. Por esto la majestad de Jesús no nos oprime, sino que nos libera de nuestras debilidades y miserias, animándonos a recorrer los caminos del bien, la reconciliación y el perdón. Miremos la Cruz de Jesús, miremos al buen ladrón y digamos todos juntos lo que dijo el buen ladrón: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Todos juntos: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Pedir a Jesús, cuando nos sintamos débiles, pecadores, derrotados, que nos mire y decir: «Tú estás ahí. ¡No te olvides de mí!».
Ante las muchas laceraciones en el mundo y las demasiadas heridas en la carne de los hombres, pidamos a la Virgen María que nos sostenga en nuestro compromiso de imitar a Jesús, nuestro rey, haciendo presente su reino con gestos de ternura, comprensión y misericordia.
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Ángelus 2018
El Reino de Dios se fundamenta en el amor
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La solemnidad de Jesucristo Rey del universo, que celebramos hoy, se coloca al final del año litúrgico y recuerda que la vida de la creación no avanza de forma aleatoria, sino que procede hacia una meta final: la manifestación definitiva de Cristo, Señor de la historia y de toda la creación. La conclusión de la historia será su reino eterno. El pasaje evangélico de hoy (cf. Juan 18, 33b-37) nos habla de este reino, el reino de Cristo, el reino de Jesús, relatando la situación humillante en la que se encontró Jesús después de ser arrestado en el Getsemaní: atado, insultado, acusado y conducido frente a las autoridades de Jerusalén. Y después, es presentado al procurador romano, como uno que atenta contra el poder político, para convertirse en el rey de los judíos. Pilato entonces hace su petición y en un interrogatorio le pregunta al menos dos veces si Él era un rey (cf. vv. 33b.37).
Y Jesús en primer lugar responde que su reino «no es de este mundo» (v. 36). después afirma: «sí, como dices, soy Rey» (v.37). Es evidente, por toda su vida, que Jesús no tiene ambiciones políticas. Recordemos que tras la multiplicación de los panes, la gente, entusiasmada por el milagro, quería proclamarlo rey para que derrotara al poder romano y restableciese el reino de Israel. Pero, para Jesús, el reino es otra cosa y no se alcanza con revueltas, con violencia ni con la fuerza de las armas. Por eso, se retiró solo al monte a rezar (cf. Juan 6, 5-15). Ahora, respondiendo a Pilato, le hace notar que sus discípulos no han combatido para defenderlo. Dice: «Si mi reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos» (v. 36). Jesús quiere hacer entender que por encima del poder político hay otro mucho más grande que no se obtiene con medios humanos. Él vino a la tierra para ejercer este poder, que es el amor, para dar testimonio de la verdad (cf. v. 37). Se trata de la verdad divina que, en definitiva, es el mensaje esencial del Evangelio: «Dios es amor» y quiere establecer en el mundo su reino de amor, de justicia y de paz. Este es el Reino del que Jesús es Rey, y que se extiende hasta el final de los tiempos.
La historia enseña que los reinos fundados sobre el poder de las armas y sobre la prevaricación son frágiles y antes o después terminan quebrando. Pero el Reino de Dios se fundamenta sobre el amor y se radica en los corazones, ofreciendo a quien lo acoge paz, libertad y plenitud de vida. Todos nosotros queremos paz, queremos libertad, queremos plenitud. ¿Cómo se consigue? Basta con que dejes que el amor de Dios se radique en el corazón y tendrás paz, libertad y tendrás plenitud
Jesús hoy nos pide que dejemos que Él se convierta en nuestro rey. Un Rey que, con su palabra, con su ejemplo y con su vida inmolada en la Cruz, nos ha salvado de la muerte, e indica —este rey— el camino al hombre perdido, da luz nueva a nuestra existencia marcada por la duda, por el miedo y por la prueba de cada día. Pero no debemos olvidar que el reino de Jesús no es de este mundo. Él dará un sentido nuevo a nuestra vida, en ocasiones sometida a dura prueba también por nuestros errores y nuestros pecados, solamente con la condición de que nosotros no sigamos las lógicas del mundo y de sus «reyes».
Que la Virgen María nos ayude a acoger a Jesús como rey de nuestra vida y a difundir su reino, dando testimonio a la verdad que es el amor.
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BENEDICTO XVI – Ángelus 2009 y 2012 – Homilía 2012
Ángelus 2009
El poder de Cristo Rey es el amor
Queridos hermanos y hermanas:
En este último domingo del año litúrgico celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo, una fiesta de institución relativamente reciente, pero que tiene profundas raíces bíblicas y teológicas. El título de “rey”, referido a Jesús, es muy importante en los Evangelios y permite dar una lectura completa de su figura y de su misión de salvación. Se puede observar una progresión al respecto: se parte de la expresión “rey de Israel” y se llega a la de rey universal, Señor del cosmos y de la historia; por lo tanto, mucho más allá de las expectativas del pueblo judío. En el centro de este itinerario de revelación de la realeza de Jesucristo está, una vez más, el misterio de su muerte y resurrección. Cuando crucificaron a Jesús, los sacerdotes, los escribas y los ancianos se burlaban de él diciendo: “Es el rey de Israel: que baje ahora de la cruz y creeremos en él” (Mt 27, 42). En realidad, precisamente porque era el Hijo de Dios, Jesús se entregó libremente a su pasión, y la cruz es el signo paradójico de su realeza, que consiste en la voluntad de amor de Dios Padre por encima de la desobediencia del pecado. Precisamente ofreciéndose a sí mismo en el sacrificio de expiación Jesús se convierte en el Rey del universo, como declarará él mismo al aparecerse a los Apóstoles después de la resurrección: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra.” (Mt 28, 18).
Pero, ¿en qué consiste el “poder” de Jesucristo Rey? No es el poder de los reyes y de los grandes de este mundo; es el poder divino de dar la vida eterna, de librar del mal, de vencer el dominio de la muerte. Es el poder del Amor, que sabe sacar el bien del mal, ablandar un corazón endurecido, llevar la paz al conflicto más violento, encender la esperanza en la oscuridad más densa. Este Reino de la gracia nunca se impone y siempre respeta nuestra libertad. Cristo vino “para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37) —como declaró ante Pilato—: quien acoge su testimonio se pone bajo su “bandera”, según la imagen que gustaba a san Ignacio de Loyola. Por lo tanto, es necesario —esto sí— que cada conciencia elija: ¿a quién quiero seguir? ¿A Dios o al maligno? ¿La verdad o la mentira? Elegir a Cristo no garantiza el éxito según los criterios del mundo, pero asegura la paz y la alegría que sólo él puede dar. Lo demuestra, en todas las épocas, la experiencia de muchos hombres y mujeres que, en nombre de Cristo, en nombre de la verdad y de la justicia, han sabido oponerse a los halagos de los poderes terrenos con sus diversas máscaras, hasta sellar su fidelidad con el martirio.
Queridos hermanos y hermanas, cuando el ángel Gabriel llevó el anuncio a María, le predijo que su Hijo heredaría el trono de David y reinaría para siempre (cf. Lc 1, 32-33). Y la Virgen santísima creyó antes de darlo al mundo. Sin duda se preguntó qué nuevo tipo de realeza sería la de Jesús, y lo comprendió escuchando sus palabras y sobre todo participando íntimamente en el misterio de su muerte en la cruz y de su resurrección. Pidamos a María que nos ayude también a nosotros a seguir a Jesús, nuestro Rey, como hizo ella, y a dar testimonio de él con toda nuestra existencia.
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Ángelus 2012
Prolongar la obra salvífica de Dios
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy la Iglesia celebra a Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo. Esta solemnidad está ubicada al final del año litúrgico y resume el misterio de Jesús, “primogénito de entre los muertos y dominador de todos los poderosos de la tierra” (Oración Colecta Año B), ampliando nuestra mirada hacia la plena realización del Reino de Dios, cuando Dios será todo en todos (cf. 1 Cor. 15, 28). San Cirilo de Jerusalén dice: “No solo proclamamos la primera venida de Cristo, sino también una segunda mucho más hermosa que la primera. La primera, de hecho, fue una demostración de sacrificio, la segunda porta la diadema de la realeza divina; …en la primera fue subordinado a la humillación de la cruz, en la segunda es rodeado y glorificado por una multitud de ángeles” (Catequesis XV, 1 Illuminandorum, De Secundo Christi adventu: PG 33, 869 A).
Toda la misión de Jesús y el contenido de su mensaje consisten en la proclamación del Reino de Dios, de instaurarlo en medio de los hombres con signos y prodigios. “Pero –como ha recordado el Concilio Vaticano II–, sobre todo el Reino se manifiesta en la misma persona de Cristo” (Const. Dogm. Lumen Gentium, 5), quien lo ha instaurado a través de su muerte en la cruz y su resurrección, con lo cual se ha manifestado como Señor y Mesías y Sacerdote para siempre. Este Reino de Cristo fue confiado a la Iglesia, que es “semilla” y “principio” y tiene la tarea de anunciarlo y proclamarlo entre las personas, con el poder del Espíritu Santo (cf. Ibid.). Al final del tiempo establecido, el Señor presentará a Dios Padre el Reino, y le ofrecerá a todos los que han vivido de acuerdo al mandamiento del amor.
Queridos amigos, todos estamos llamados a prolongar la obra salvífica de Dios, convirtiéndonos al Evangelio, situándonos con decisión detrás de aquel Rey que no vino para ser servido sino para servir, y para dar testimonio de la verdad (cf. Mc. 10, 45; Jn 18, 37).
La Virgen nos ayude a todos a vivir el momento presente esperando el regreso del Señor, pidiendo con fuerza a Dios: “Venga tu reino”, y cumpliendo con las obras de la luz que nos acercan cada vez más al Cielo, conscientes de que, en los turbulentos eventos de la historia, Dios continua a construir su Reino de amor.
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Homilía 2012
Un reino de justicia, de amor y de paz
Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y el sacerdocio, queridos hermanos y hermanas
En este último domingo del año litúrgico la Iglesia nos invita a celebrar al Señor Jesús como Rey del universo. Nos llama a dirigir la mirada al futuro, o mejor aún en profundidad, hacia la última meta de la historia, que será el reino definitivo y eterno de Cristo. Cuando fue creado el mundo, al comienzo, él estaba con el Padre, y manifestará plenamente su señorío al final de los tiempos, cuando juzgará a todos los hombres. Las tres lecturas de hoy nos hablan de este reino. En el pasaje evangélico que hemos escuchado, sacado de la narración de san Juan, Jesús se encuentra en la situación humillante de acusado, frente al poder romano. Ha sido arrestado, insultado, escarnecido, y ahora sus enemigos esperan conseguir que sea condenado al suplicio de la cruz. Lo han presentado ante Pilato como uno que aspira al poder político, como el sedicioso rey de los judíos. El procurador romano indaga y pregunta a Jesús: «¿Eres tú el rey de los judíos?» (Jn 18, 33). Jesús, respondiendo a esta pregunta, aclara la naturaleza de su reino y de su mismo mesianismo, que no es poder mundano, sino amor que sirve; afirma que su reino no se ha de confundir en absoluto con ningún reino político: «Mi reino no es de este mundo… no es de aquí» (v. 36).
Está claro que Jesús no tiene ninguna ambición política. Tras la multiplicación de los panes, la gente, entusiasmada por el milagro, quería hacerlo rey, para derrocar el poder romano y establecer así un nuevo reino político, que sería considerado como el reino de Dios tan esperado. Pero Jesús sabe que el reino de Dios es de otro tipo, no se basa en las armas y la violencia. Y es precisamente la multiplicación de los panes la que se convierte, por una parte, en signo de su mesianismo, pero, por otra, en un punto de inflexión de su actividad: desde aquel momento el camino hacia la Cruz se hace cada vez más claro; allí, en el supremo acto de amor, resplandecerá el reino prometido, el reino de Dios. Pero la gente no comprende, están defraudados, y Jesús se retira solo al monte a rezar (cf. Jn 6, 1-15). En la narración de la pasión vemos cómo también los discípulos, a pesar de haber compartido la vida con Jesús y escuchado sus palabras, pensaban en un reino político, instaurado además con la ayuda de la fuerza. En Getsemaní, Pedro había desenvainado su espada y comenzó a luchar, pero Jesús lo detuvo (cf. Jn 18, 10-11). No quiere que se le defienda con las armas, sino que quiere cumplir la voluntad del Padre hasta el final y establecer su reino, no con las armas y la violencia, sino con la aparente debilidad del amor que da la vida. El reino de Dios es un reino completamente distinto a los de la tierra.
Y es esta la razón de que un hombre de poder como Pilato se quede sorprendido delante de un hombre indefenso, frágil y humillado, como Jesús; sorprendido porque siente hablar de un reino, de servidores. Y hace una pregunta que le parecería una paradoja: «Entonces, ¿tú eres rey?». ¿Qué clase de rey puede ser un hombre que está en esas condiciones? Pero Jesús responde de manera afirmativa: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz» (18, 37). Jesús habla de rey, de reino, pero no se refiere al dominio, sino a la verdad. Pilato no comprende: ¿Puede existir un poder que no se obtenga con medios humanos? ¿Un poder que no responda a la lógica del dominio y la fuerza? Jesús ha venido para revelar y traer una nueva realeza, la de Dios; ha venido para dar testimonio de la verdad de un Dios que es amor (cf. 1Jn 4, 8-16) y que quiere establecer un reino de justicia, de amor y de paz (cf. Prefacio). Quien está abierto al amor, escucha este testimonio y lo acepta con fe, para entrar en el reino de Dios.
Esta perspectiva la volvemos a encontrar en la primera lectura que hemos escuchado. El profeta Daniel predice el poder de un personaje misterioso que está entre el cielo y la tierra: «Vi venir una especie de hijo de hombre entre las nubes del cielo. Avanzó hacia el anciano y llegó hasta su presencia. A él se le dio poder, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su poder es un poder eterno, no cesará. Su reino no acabará» (7, 13-14). Se trata de palabras que anuncian un rey que domina de mar a mar y hasta los confines de la tierra, con un poder absoluto que nunca será destruido. Esta visión del profeta, una visión mesiánica, se ilumina y realiza en Cristo: el poder del verdadero Mesías, poder que no tiene ocaso y que no será nunca destruido, no es el de los reinos de la tierra que surgen y caen, sino el de la verdad y el amor. Así comprendemos que la realeza anunciada por Jesús de palabra y revelada de modo claro y explícito ante el Procurador romano, es la realeza de la verdad, la única que da a todas las cosas su luz y su grandeza.
En la segunda lectura, el autor del Apocalipsis afirma que también nosotros participamos de la realeza de Cristo. En la aclamación dirigida a aquel «que nos ama, y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre» declara que él «nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre» (1, 5-6). También aquí aparece claro que no se trata de un reino político sino de uno fundado sobre la relación con Dios, con la verdad. Con su sacrificio, Jesús nos ha abierto el camino para una relación profunda con Dios: en él hemos sido hechos verdaderos hijos adoptivos, hemos sido hechos partícipes de su realeza sobre el mundo. Ser, pues, discípulos de Jesús significa no dejarse cautivar por la lógica mundana del poder, sino llevar al mundo la luz de la verdad y el amor de Dios. El autor del Apocalipsis amplía su mirada hasta la segunda venida de Cristo para juzgar a los hombres y establecer para siempre el reino divino, y nos recuerda que la conversión, como respuesta a la gracia divina, es la condición para la instauración de este reino (cf. 1, 7). Se trata de una invitación apremiante que se dirige a todos y cada uno de nosotros: convertirse continuamente en nuestra vida al reino de Dios, al señorío de Dios, de la verdad. Lo invocamos cada día en la oración del «Padre nuestro» con las palabras «Venga a nosotros tu reino», que es como decirle a Jesús: Señor que seamos tuyos, vive en nosotros, reúne a la humanidad dispersa y sufriente, para que en ti todo sea sometido al Padre de la misericordia y el amor.
Queridos y venerados hermanos cardenales, de modo especial pienso en los que fueron creados ayer, a vosotros se os ha confiado esta ardua responsabilidad: dar testimonio del reino de Dios, de la verdad. Esto significa resaltar siempre la prioridad de Dios y su voluntad frente a los intereses del mundo y sus potencias. Sed imitadores de Jesús, el cual, ante Pilato, en la situación humillante descrita en el Evangelio, manifestó su gloria: la de amar hasta el extremo, dando la propia vida por las personas que amaba. Ésta es la revelación del reino de Jesús. Y por esto, con un solo corazón y una misma alma, rezamos: «Adveniat regnum tuum». Amén.
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
Cristo, Señor y Rey
440. Jesús acogió la confesión de fe de Pedro que le reconocía como el Mesías anunciándole la próxima pasión del Hijo del Hombre (cf. Mt 16, 23). Reveló el auténtico contenido de su realeza mesiánica en la identidad transcendente del Hijo del Hombre “que ha bajado del cielo” (Jn 3, 13; cf. Jn 6, 62; Dn 7, 13) a la vez que en su misión redentora como Siervo sufriente: “el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20, 28; cf. Is 53, 10-12). Por esta razón el verdadero sentido de su realeza no se ha manifestado más que desde lo alto de la Cruz (cf. Jn 19, 19-22; Lc 23, 39-43). Solamente después de su resurrección su realeza mesiánica podrá ser proclamada por Pedro ante el pueblo de Dios: “Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado” (Hch 2, 36).
IV. SEÑOR
446. En la traducción griega de los libros del Antiguo Testamento, el nombre inefable con el cual Dios se reveló a Moisés (cf. Ex 3, 14), YHWH, es traducido por “Kyrios” [“Señor”]. Señor se convierte desde entonces en el nombre más habitual para designar la divinidad misma del Dios de Israel. El Nuevo Testamento utiliza en este sentido fuerte el título “Señor” para el Padre, pero lo emplea también, y aquí está la novedad, para Jesús reconociéndolo como Dios (cf. 1 Co 2, 8).
447. El mismo Jesús se atribuye de forma velada este título cuando discute con los fariseos sobre el sentido del Salmo 109 (cf. Mt 22, 41-46; cf. también Hch 2, 34-36; Hb 1, 13), pero también de manera explícita al dirigirse a sus apóstoles (cf. Jn 13, 13). A lo largo de toda su vida pública sus actos de dominio sobre la naturaleza, sobre las enfermedades, sobre los demonios, sobre la muerte y el pecado, demostraban su soberanía divina.
448. Con mucha frecuencia, en los Evangelios, hay personas que se dirigen a Jesús llamándole “Señor”. Este título expresa el respeto y la confianza de los que se acercan a Jesús y esperan de él socorro y curación (cf. Mt 8, 2; 14, 30; 15, 22, etc.). Bajo la moción del Espíritu Santo, expresa el reconocimiento del misterio divino de Jesús (cf. Lc 1, 43; 2, 11). En el encuentro con Jesús resucitado, se convierte en adoración: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28). Entonces toma una connotación de amor y de afecto que quedará como propio de la tradición cristiana: “¡Es el Señor!” (Jn 21, 7).
449. Atribuyendo a Jesús el título divino de Señor, las primeras confesiones de fe de la Iglesia afirman desde el principio (cf. Hch 2, 34-36) que el poder, el honor y la gloria debidos a Dios Padre convienen también a Jesús (cf. Rm 9, 5; Tt 2, 13; Ap 5, 13) porque él es de “condición divina” (Flp 2, 6) y el Padre manifestó esta soberanía de Jesús resucitándolo de entre los muertos y exaltándolo a su gloria (cf. Rm 10, 9;1 Co 12, 3; Flp 2, 11).
450. Desde el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y sobre la historia (cf. Ap 11, 15) significa también reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo absoluto, a ningún poder terrenal sino sólo a Dios Padre y al Señor Jesucristo: César no es el “Señor” (cf. Mc 12, 17; Hch 5, 29). “ La Iglesia cree.. que la clave, el centro y el fin de toda historia humana se encuentra en su Señor y Maestro” (GS 10, 2; cf. 45, 2).
451. La oración cristiana está marcada por el título “Señor”, ya sea en la invitación a la oración “el Señor esté con vosotros”, o en su conclusión “por Jesucristo nuestro Señor” o incluso en la exclamación llena de confianza y de esperanza: “Maran atha” (“¡el Señor viene!”) o “Maran atha” (“¡Ven, Señor!”) (1 Co 16, 22): “¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20).
Artículo 7. “DESDE ALLI HA DE VENIR A JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS”
I. VOLVERA EN GLORIA
Cristo reina ya mediante la Iglesia...
668. “Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos” (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: Posee todo poder en los cielos y en la tierra. Él está “por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación” porque el Padre “bajo sus pies sometió todas las cosas” (Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (cf. Ef 4, 10; 1 Co 15, 24. 27-28) y de la historia. En él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación (Ef 1, 10), su cumplimiento transcendente.
669. Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo (cf. Ef 1, 22). Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia (cf. Ef 4, 11-13). “La Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio”, “constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra” (Lumen Gentium, 3; 5).
670. Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la “última hora” (1 Jn 2, 18; cf. 1 P 4, 7). “El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta” (Lumen Gentium, 48). El Reino de Cristo manifiesta ya su presencia por los signos milagrosos (cf. Mc 16, 17-18) que acompañan a su anuncio por la Iglesia (cf. Mc 16, 20).
... esperando que todo le sea sometido
671. El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado “con gran poder y gloria” (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (cf. 2 Te 2, 7) a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (cf. 1 Co 15, 28), y “mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios” (Lumen Gentium, 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (cf. 1 Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (cf. 2 P 3, 11-12) cuando suplican: “Ven, Señor Jesús” (cf.1 Co 16, 22; Ap 22, 17-20).
672. Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel (cf. Hch 1, 6-7) que, según los profetas (cf. Is 11, 1-9), debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio (cf Hch 1, 8), pero es también un tiempo marcado todavía por la “tristeza” (1 Co 7, 26) y la prueba del mal (cf. Ef 5, 16) que afecta también a la Iglesia (cf. 1 P 4, 17) e inaugura los combates de los últimos días (1 Jn 2, 18; 4, 3; 1 Tm 4, 1). Es un tiempo de espera y de vigilia (cf. Mt 25, 1-13; Mc 13, 33-37).
Un pueblo sacerdotal, profético y real
783. Jesucristo es aquél a quien el Padre ha ungido con el Espíritu Santo y lo ha constituido “Sacerdote, Profeta y Rey”. Todo el Pueblo de Dios participa de estas tres funciones de Cristo y tiene las responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas (cf. Redemptor Hominis, 18-21).
786. El Pueblo de Dios participa, por último, en la función regia de Cristo”. Cristo ejerce su realeza atrayendo a sí a todos los hombres por su muerte y su resurrección (cf. Jn 12, 32). Cristo, Rey y Señor del universo, se hizo el servidor de todos, no habiendo “venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28). Para el cristiano, “servir es reinar” (Lumen Gentium, 36), particularmente “en los pobres y en los que sufren” donde descubre “la imagen de su Fundador pobre y sufriente” (Lumen Gentium, 8). El pueblo de Dios realiza su “dignidad regia” viviendo conforme a esta vocación de servir con Cristo.
De todos los que han nacido de nuevo en Cristo, el signo de la cruz hace reyes, la unción del Espíritu Santo los consagra como sacerdotes, a fin de que, puesto aparte el servicio particular de nuestro ministerio, todos los cristianos espirituales y que usan de su razón se reconozcan miembros de esta raza de reyes y participantes de la función sacerdotal. ¿Qué hay, en efecto, más regio para un alma que gobernar su cuerpo en la sumisión a Dios? Y ¿qué hay más sacerdotal que consagrar a Dios una conciencia pura y ofrecer en el altar de su corazón las víctimas sin mancha de la piedad? (San León Magno, serm. 4, 1).
Su participación en la misión real de Cristo
908. Por su obediencia hasta la muerte (cf. Flp 2, 8-9), Cristo ha comunicado a sus discípulos el don de la libertad regia, “para que vencieran en sí mismos, con la apropia renuncia y una vida santa, al reino del pecado” (Lumen Gentium, 36).
El que somete su propio cuerpo y domina su alma, sin dejarse llevar por las pasiones es dueño de sí mismo: Se puede llamar rey porque es capaz de gobernar su propia persona; Es libre e independiente y no se deja cautivar por una esclavitud culpable (San Ambrosio, Psal. 118, 14, 30: PL 15, 1403A).
2105.. El deber de dar a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente. Esa es “la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo” (Dignitatis Humanae, 1). Al evangelizar sin cesar a los hombres, la Iglesia trabaja para que puedan “informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que cada uno vive” (Apostolicam Actuositatem, 13). Deber social de los cristianos es respetar y suscitar en cada hombre el amor de la verdad y del bien. Les exige dar a conocer el culto de la única verdadera religión, que subsiste en la Iglesia católica y apostólica (cf Dignitatis Humanae, 1). Los cristianos son llamados a ser la luz del mundo (cf Apostolicam Actuositatem, 13). La Iglesia manifiesta así la realeza de Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas (cf León XIII, enc. “Inmortale Dei”; Pío XI “Quas primas”).
2628. La adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura ante su Creador. Exalta la grandeza del Señor que nos ha hecho (cf Sal 95, 1-6) y la omnipotencia del Salvador que nos libera del mal. Es la acción de humillar el espíritu ante el “Rey de la gloria” (Sal 14, 9-10) y el silencio respetuoso en presencia de Dios “siempre mayor” (S. Agustín, Sal. 62, 16). La adoración de Dios tres veces santo y soberanamente amable nos llena de humildad y da seguridad a nuestras súplicas.
Cristo, el juez
II. PARA JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS
678. Siguiendo a los profetas (cf. Dn 7, 10; Joel 3, 4; Ml 3, 19) y a Juan Bautista (cf. Mt 3, 7-12), Jesús anunció en su predicación el Juicio del último Día. Entonces, se pondrán a la luz la conducta de cada uno (cf. Mc 12, 38-40) y el secreto de los corazones (cf. Lc 12, 1-3; Jn 3, 20-21; Rm 2, 16; 1 Co 4, 5). Entonces será condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios (cf Mt 11, 20-24; 12, 41-42). La actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino (cf. Mt 5, 22; 7, 1-5). Jesús dirá en el último día: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).
679. Cristo es Señor de la vida eterna. El pleno derecho de juzgar definitivamente las obras y los corazones de los hombres pertenece a Cristo como Redentor del mundo. “Adquirió” este derecho por su Cruz. El Padre también ha entregado “todo juicio al Hijo” (Jn 5, 22; cf. Jn 5, 27; Mt 25, 31; Hch 10, 42; 17, 31; 2 Tm 4, 1). Pues bien, el Hijo no ha venido para juzgar sino para salvar (cf. Jn 3, 17) y para dar la vida que hay en él (cf. Jn 5, 26). Es por el rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno se juzga ya a sí mismo (cf. Jn 3, 18; 12, 48); es retribuido según sus obras (cf. 1 Co 3, 12- 15) y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el Espíritu de amor (cf. Mt 12, 32; Hb 6, 4-6; 10, 26-31).
La resurrección de los muertos
1001. ¿Cuándo? Sin duda en el “último día” (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); “al fin del mundo” (Lumen Gentium, 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:
El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar (1 Ts 4, 16).
V. EL JUICIO FINAL
1038. La resurrección de todos los muertos, “de los justos y de los pecadores” (Hch 24, 15), precederá al Juicio final. Esta será “la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn 5, 28-29). Entonces, Cristo vendrá “en su gloria acompañado de todos sus ángeles, ... Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda... E irán estos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna.” (Mt 25, 31. 32. 46).
1039. Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios (cf. Jn 12, 49). El Juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena:
Todo el mal que hacen los malos se registra - y ellos no lo saben. El día en que “Dios no se callará” (Sal 50, 3) ... Se volverá hacia los malos: “Yo había colocado sobre la tierra, dirá El, a mis pobrecitos para vosotros. Yo, su cabeza, gobernaba en el cielo a la derecha de mi Padre -pero en la tierra mis miembros tenían hambre. Si hubierais dado a mis miembros algo, eso habría subido hasta la cabeza. Cuando coloqué a mis pequeñuelos en la tierra, los constituí comisionados vuestros para llevar vuestras buenas obras a mi tesoro: como no habéis depositado nada en sus manos, no poseéis nada en Mí” (San Agustín, serm. 18, 4, 4).
1040. El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá lugar; sólo El decidirá su advenimiento. Entonces, El pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que Su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último. El juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte (cf. Ct 8, 6).
1041. El mensaje del Juicio final llama a la conversión mientras Dios da a los hombres todavía “el tiempo favorable, el tiempo de salvación” (2 Co 6, 2). Inspira el santo temor de Dios. Compromete para la justicia del Reino de Dios. Anuncia la “bienaventurada esperanza” (Tt 2, 13) de la vuelta del Señor que “vendrá para ser glorificado en sus santos y admirado en todos los que hayan creído” (2 Ts 1, 10).
“Venga tu Reino”
2816. En el Nuevo Testamento, la palabra “basileia” se puede traducir por realeza (nombre abstracto), reino (nombre concreto) o reinado (de reinar, nombre de acción). El Reino de Dios está ante nosotros. Se aproxima en el Verbo encarnado, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la muerte y la Resurrección de Cristo. El Reino de Dios adviene en la Ultima Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. El Reino de Dios llegará en la gloria cuando Jesucristo lo devuelva a su Padre:
Incluso puede ser que el Reino de Dios signifique Cristo en persona, al cual llamamos con nuestras voces todos los días y de quien queremos apresurar su advenimiento por nuestra espera. Como es nuestra Resurrección porque resucitamos en él, puede ser también el Reino de Dios porque en él reinaremos (San Cipriano, Dom. orat. 13).
2817. Esta petición es el “Marana Tha”, el grito del Espíritu y de la Esposa: “Ven, Señor Jesús”:
Incluso aunque esta oración no nos hubiera mandado pedir el advenimiento del Reino, habríamos tenido que expresar esta petición, dirigiéndonos con premura a la meta de nuestras esperanzas. Las almas de los mártires, bajo el altar, invocan al Señor con grandes gritos: ‘¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia por nuestra sangre a los habitantes de la tierra?’ (Ap 6, 10). En efecto, los mártires deben alcanzar la justicia al fin de los tiempos. Señor, ¡apresura, pues, la venida de tu Reino! (Tertuliano, or. 5).
2818. En la oración del Señor, se trata principalmente de la venida final del Reino de Dios por medio del retorno de Cristo (cf Tt 2, 13). Pero este deseo no distrae a la Iglesia de su misión en este mundo, más bien la compromete. Porque desde Pentecostés, la venida del Reino es obra del Espíritu del Señor “a fin de santificar todas las cosas llevando a plenitud su obra en el mundo” (MR, plegaria eucarística IV).
2819. “El Reino de Dios es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14, 17). Los últimos tiempos en los que estamos son los de la efusión del Espíritu Santo. Desde entonces está entablado un combate decisivo entre “la carne” y el Espíritu (cf Ga 5, 16-25):
Solo un corazón puro puede decir con seguridad: ‘¡Venga a nosotros tu Reino!’. Es necesario haber estado en la escuela de Pablo para decir: ‘Que el pecado no reine ya en nuestro cuerpo mortal’ (Rm 6, 12). El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios: ‘¡Venga tu Reino!’ (San Cirilo de Jerusalén, catech. myst. 5, 13).
2820. Discerniendo según el Espíritu, los cristianos deben distinguir entre el crecimiento del Reino de Dios y el progreso de la cultura y la promoción de la sociedad en las que están implicados. Esta distinción no es una separación. La vocación del hombre a la vida eterna no suprime, sino que refuerza su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz (cf Gaudium et Spes, 22; 32; 39; 45; EN 31).
2821. Esta petición está sostenida y escuchada en la oración de Jesús (cf Jn 17, 17-20), presente y eficaz en la Eucaristía; su fruto es la vida nueva según las Bienaventuranzas (cf Mt 5, 13-16; 6, 24; 7, 12-13).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
He aquí aparecer sobre las nubes del cielo...
En el Evangelio, Pilatos pregunta a Jesús: «Conque, ¿tú eres rey?» y Jesús responde: «Tú lo dices: yo soy rey». Poco antes, Caifás le había dirigido la misma pregunta de otra forma: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?» y, también, esta vez Jesús había respondido afirmativamente: «Sí, yo soy» (Marcos 14, 62). Según el Evangelio de Marcos, Jesús reforzó la respuesta citando un fragmento del profeta Daniel y aplicándoselo a sí mismo:
«Veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir entre las nubes del cielo» (Marcos 14, 62).
Por esto, la liturgia ha escogido el fragmento de Daniel, del que tal frase está sacada, como primera lectura de la fiesta de hoy. El contexto habla del sucederse de los imperios humanos con el simbolismo de las cuatro bestias, que se dan la permuta en devorar y destrozar bajo los pies a los hombres y a las cosas.
Es una secuencia larga, violenta, que se lee con el mismo sentido de pesadez y de resignación como la escuchamos en las telenoticias vespertinas de historias repetidas de violencia y de abusos en el mundo. De improviso, sin embargo, hay un cambio de escena y viene el fragmento, que escuchamos en la primera lectura de hoy:
«Mientras miraba, en la visión nocturna advertí venir en las nubes del cielo como a un hijo de hombre, que se acercó al anciano, y se presentó ante él. Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa su reino, no tendrá fin».
El hecho de que Jesús, ante el Sanedrín, se haya identificado con el Hijo del hombre hace surgir una luz extraordinaria sobre este texto. El acontecimiento de la encarnación, el significado de Cristo, su estar dentro de la historia y por encima de ella, transitorio y eterno, todo está aquí contenido, además, con la fuerza de evocación que tienen la profecía y el símbolo respecto a la narración histórica. Releyéndolo en la fiesta de Cristo Rey, nos sentimos como traspasar por una conmoción intensa, como cuando se ve aparecer imprevistamente sobre la escena al propio héroe y se tienen ganas de gritar: ¡Hurra! o ¡Viva!
Lo de Daniel, por lo demás, no es más que un ejemplo de entre tantos. Toda la Biblia nos habla, directa e indirectamente, de este Cristo soberano de la historia.
Hay un canto inglés, en el que, en un aria musical in crescendo, se pasan revista a todos los setenta y seis libros de la Biblia y de cada uno se subraya con una frase su referencia principal a Cristo:
«En el Génesis está el carnero del sacrificio de Abrahán. En el Éxodo, el cordero pascual. En el Levítico está nuestro sumo sacerdote. En los Números, la nube del día y la columna de fuego en la noche... En los Salmos está mi pastor. En el Cántico, el esposo radiante. En Isaías, el siervo sufriente.
En Mateo está el Cristo, el Hijo de Dios vivo. En Marcos está el que realizaba prodigios. En Lucas, el Hijo del hombre. En Juan está la puerta por la que entrar... En Romanos, el que nos justifica. En el Apocalipsis, contentos en la Iglesia, él es el Rey de reyes y el Señor de los señores».
Jesús no está encerrado en un pequeño tratado de la historia, sino que la completa toda: está presente en el Antiguo Testamento como profetizado, en el Nuevo Testamento como encarnado, en el tiempo de la Iglesia como anunciado. El hecho de dividir la historia del mundo en dos partes, antes de Cristo y después de Cristo, expresa precisamente esta convicción.
Junto a esta imagen gloriosa de Cristo, de igual forma, nosotros encontramos insinuada en las lecturas de hoy, la del Cristo humilde y sufriente. En la segunda lectura, Jesús viene definido como:
«Aquel que nos ama, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre».
Una definición que exige tantas palabras e imágenes de los Evangelios: el Buen Pastor, que da la vida por sus ovejas; el Jesús, «manso y humilde de corazón» (Mateo 11, 29); el Jesús que en la última cena dice a sus discípulos: «No os llamo siervos sino amigos» (Juan 15, 14 s.); el Jesús, sobre todo, que al final se ha entregado silencioso a la muerte para salvarnos.
Ha resultado siempre difícil mantener unidas estas dos prerrogativas de Cristo, que proceden de sus dos naturalezas, divina y humana: la de la majestad y la de la humildad. El hombre de hoy no tiene dificultad en reconocer en Jesús al amigo y al hermano universal; pero, encuentra difícil proclamarlo igualmente Señor y reconocer su poder real en él.
Si damos una mirada a las películas sobre Jesús, esta dificultad salta a la vista. En general, el cine ha optado por el Jesús humilde, perseguido, incomprendido, tan cercano al hombre como para compartir sus luchas, sus rebeliones, su deseo de una vida normal. En esta línea se colocan Jesucristo Superstar y, de una manera más cruel y profanadora, La última tentación de Cristo de Martin Scorsese. También, Pier Paolo Pasolini, en el Evangelio según san Mateo, nos presenta a este Jesús, amigo de los apóstoles y de los hombres, a nuestra medida, no privado asimismo de una cierta dimensión de misterio, expresada con mucha poesía, sobre todo, a través de algunos eficacísimos silencios. (Se ha esforzado en tener juntos los dos rasgos de Jesús, Franco Zeffirelli, con su Jesús de Nazaret. Jesús es visto como un hombre entre los hombres, afable y como a mano; pero, al mismo tiempo, como uno que, con sus milagros y su resurrección, nos pone ante el misterio de su persona, que trasciende lo humano).
No se trata de descalificar los intentos de volver a proponer el caso de Jesús en términos accesibles y populares. En su tiempo, Jesús no se ofendía si «la gente» lo consideraba uno de los profetas; pregunta, sin embargo, a los apóstoles: «y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mateo 16, 15), dando a entender que las respuestas de la gente no eran suficientes.
El Jesús, que la Iglesia nos presenta en la fiesta de hoy y que debemos llevar con nosotros en el nuevo milenio, que ha comenzado no hace mucho, es el Jesús total, muy humano y trascendente. En París, se conserva la barra, que sirve para establecer la exacta longitud del metro, bajo una especial custodia, a fin de que esta unidad de medida, introducida por la revolución francesa, no venga alterada con el pasar del tiempo. Del mismo modo, en la comunidad de creyentes, que es la Iglesia, está custodiada la verdadera imagen de Jesús de Nazaret, que debe servir de criterio para medir la legitimidad de cada representación suya en la literatura, en el cine y en el arte. No es una imagen fija e inerte, para conservarla cerrada al vacío, como el metro, porque se trata de un Cristo viviente, que crece con la comprensión misma de la Iglesia; de igual forma, por mérito a las preguntas y provocaciones, siempre nuevas, planteadas por la cultura y por el progreso humano. San Juan de la Cruz ha escrito: «Cristo es como una mina rica de inmensas vetas de tesoros; de las cuales no se encuentra el fin, por cuanto se vaya hasta el fondo; es más, en cada cavidad se descubren nuevas vetas de riquezas».
En la fe el salto de cualidad se realiza cuando una persona acepta gozosamente en su vida a Cristo, no sólo como el hermano y amigo, sino también como el Rey, Señor y Salvador personal. Esto es, no sólo como hombre, sino también como Dios. ¿Para qué nos serviría, por lo demás, un Cristo sólo humilde y perseguido como nosotros, si no fuese asimismo suficientemente poderoso para salvamos y cambiar nuestra situación de opresión, de necesidad y de pecado? Serviría para hacemos sentir «con buena compañía» y nada más.
Este Cristo, que vendrá glorioso un día «sobre las nubes del cielo» (Mateo 24, 30), se ha revelado a nosotros ahora en las páginas del Evangelio y está para venir, humilde y manso, en los signos sacramentales del pan y del vino. Acojámoslo en cada una de sus venidas, gritando como los niños en su entrada en Jerusalén: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Juan 12, 13).
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PREGONES - La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Someterse al Rey
Jesucristo es el Hijo de Dios, es el Rey del Universo. Vino al mundo, pero el mundo no lo recibió.
El Rey fue apresado, torturado, crucificado y muerto en la Cruz, porque los hombres no reconocieron su reinado.
Su Reino no es de este mundo y, sin embargo, reinó sobre el mundo, comprando con su sangre, derramada hasta la última gota, a todos los hombres, para hacerlos parte de su Reino.
El Rey resucitó de entre los muertos para darle vida al mundo, ganándose el derecho de juzgar a cada hombre. Al final de los tiempos, el Rey vendrá con todo su poder y su gloria y, como justo Juez, expulsará de su Reino a los que no obraron como Él les enseñó y les mandó: con misericordia.
Lo que los hombres hacen o dejan de hacer con el prójimo, lo hacen o lo dejan de hacer con el Rey. ¡Ay de aquel que desprecia al Rey!, porque de Él es todo el poder y la justicia, y de las obras de amor que hicieron o dejaron de hacer le darán cuentas al Rey.
Él es un Rey de amor, que juzgará a cada uno en el amor, y de acuerdo a la ley del amor.
Todo el que pertenece al Reino de Dios debe someterse a la ley y cumplir sus mandamientos.
Todo aquel que no se quiera someter al Rey será apartado y echado al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles, porque el que no se somete al Rey desobedece a Dios y se aparta de Él, perdiendo la oportunidad de participar de la gloria eterna de Dios en el Paraíso.
Obra tú con misericordia, adora a tu Rey. Su Reino no es de este mundo, pero Él ha venido a construir su Reino en el mundo, para reunir en su Reino, que es la Santa Iglesia Católica, a todos los hijos de Dios.
En el mundo reina el Rey del Universo, que está vivo, y está presente en Cuerpo, en Sangre, en Alma, en Divinidad, y con toda su majestuosidad derrama constantemente para el mundo su misericordia.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
¡Queremos que Cristo reine!
Celebra hoy la Iglesia a Jesucristo como Rey del Universo. Y nos alegramos los cristianos porque el Señor, Nuestro Señor Jesucristo, a quien amamos y en quien hemos puesto toda nuestra esperanza, es verdaderamente el Rey de cuanto existe. Es Rey de las cosas y de los hombres; Dueño de la vida y de la muerte; Señor del tiempo, de la historia y de la eternidad; y a la vez, ese Rey que es nuestro Dios, es también nuestro Hermano Jesucristo. ¡Qué seguros vivimos con nuestro Rey los hijos de Dios!
Tal vez sintamos que nos hace falta más fe, que debemos elevar la vista por encima de lo que contemplan nuestros ojos y afinar los oídos para atender lo que casi no se escucha. Es posible que a algunos, habituados sólo a lo cotidiano y material, no les quepa en la cabeza cómo Jesús puede ser Rey, cuando les parece tan inconcreto, tan inaccesible, tan alejado del mundo, tan poco práctico... Esa actitud no es de ahora. Así fue la reacción de aquel gobernante romano –Pilato– que escuchó, como si nada... las palabras pronunciadas por la misma Sabiduría: Mi reino no es de este mundo, y, tú lo dices: yo soy Rey.
Por más que nos resulte clara la caducidad de la vida presente: lo efímeros que son casi todos nuestros tesoros, muchos de los honores, muchos de los valores que podemos admirar con nuestros ojos..., nos sentimos, sin embargo, como arrastrados tras los atractivos de este mundo. Nos inclinamos ante “reyes” de aquí, cuando no pretendemos ser nosotros el rey autónomo de la propia existencia. Necesitamos liberarnos de esa especie de violencia atractiva y esclavizante, que sabemos terminará en frustración cuando todo esto acabe, porque acabará. De eso no tenemos dudas. Nada que sea una criatura puede ser Rey y por eso los cristianos clamamos seguros: Regnare Christum vólumus!, ¡queremos que Cristo reine!
Esos mundos que muchos han construido sin Dios, con la aparente fuerza de sus voluntades y el supuesto poder de la técnica, el dinero, la violencia..., están ensamblados de mentiras y, por eso, de debilidad aunque simulen fortaleza. Lo notamos nosotros mismos, que desenmascaramos fácilmente tantos poderes establecidos gracias a injusticias, a la desconsideración con los más débiles o más necesitados..., o gracias la mentira, que se considera recurso válido para el propio éxito.
Yo soy Rey –dice Jesús a Pilato–. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad escucha mi voz. Estas palabras del Señor, a punto de ser condenado a muerte –cuando aún podía salvar la vida–, sí merecen nuestra confianza, porque son del Hijo de Dios vivo, como lo llamó san Pedro. Pero nuestro Rey reina sobre los hombres sirviendo, queriendo remediar la ceguera de nuestra inteligencia herida por el pecado, y haciéndonos entender que no podía negar su realeza, aunque afirmar Yo soy Rey le condujera a la Cruz. Tan importante es para los hombres esta verdad, que el Hijo de Dios quiso morir antes que negar su condición real.
Merecen confianza porque son verdaderas. A mí, que digo la verdad, no me creéis. ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado? Si digo la verdad, ¿por qué no me creéis?: palabras del Señor que recoge san Juan en su evangelio. La bondad misma, inmutable, del Dios-Hombre es quien garantiza su propia veracidad. No nos miente quien nos ama, y nadie puede querernos como El, que muere para darnos a su vida. En dar su vida por los hombres amándonos para que viviéramos por El, estaba el cumplimiento de su misión y se establecía así el Reino de Dios entre los hombres, el Reino de los hijos de Dios.
Venga a nosotros Tu Reino, pedimos con mucha frecuencia los cristianos, siguiendo la indicación de Jesús a los Apóstoles, cuando éstos le pidieron consejo sobre cómo rezar. Pensemos en ese Reino de Dios, tan bien descrito en el Evangelio: un Reino en el que todos somos hermanos de la Familia de los hijos de Dios. Pensemos si nos une, entonces, la caridad; si me interesan los que me rodean, a quienes conozco con sus problemas; y otros, tal vez más lejanos por la distancia, que no lo están de hecho, si verdaderamente lo deseo, para la oración.
En esta gran solemnidad de Cristo Rey pedimos a Dios, junto a toda la Iglesia, que venga a nosotros Su Reino y que aparte de nosotros nuestros pequeños reinos. Pequeños, porque en ellos servimos sólo a los hombres o a las ideas nuestras, pero no al único Rey, Creador y Señor de cuanto existe. Y le damos gracias porque ha querido reinar sobre los hombres, sólo para nuestro bien, aunque nos quiera a cada uno amando desde nuestra cruz, como quiso a su Hijo Jesucristo.
En las Letanías del Santo Rosario aclamamos a la Virgen muchas veces como Reina. ¡Que Nuestra Madre reine en el mundo, nuestra casa! Con Ella a la cabeza podemos descansar tranquilos.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
Jesús y Pilatos: un proceso que continúa
El Evangelio de Juan está guiado, desde el principio hasta el final, por la idea de un proceso: el proceso entre la luz y las tinieblas, entre la fe y la incredulidad: La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron... Ella –la Palabra, luz verdadera– estaba en el mundo...y el mundo no la conoció (Jn. 1, 5.10).
El proceso ante Pilatos –del cual el Evangelio de hoy nos volvió a proponer algunas partes de diálogo–, es la dramatización y el epílogo de este proceso. Pilatos es visto claramente como el representante de fuerzas colectivas y cósmicas mucho más grandes que él; detrás de él, está el imperio romano, están los judíos que le han llevado a Jesús; está, en suma, todo aquello que Juan acostumbra llamar “el mundo”.
¿Quién es el vencedor de este proceso cósmico? Según todas las apariencias, el mundo. Él obtiene de Pilatos todo lo que deseaba: Tómenlo ustedes y crucifíquenlo (Jn. 19, 6); Jesús, cargando sobre sí la cruz, salió de la ciudad para dirigirse al lugar llamado “del Cráneo’: en hebreo, Gólgota (Jn. 19, 17).
Pero el evangelista, antes de conducirnos a este punto de la vida de Jesús, ya nos hizo escuchar las palabras pronunciadas en el Cenáculo: Ahora ha llegado el juicio de este mundo (Jn. 12, 31); El príncipe de este mundo ya ha sido condenado... Tengan valor: yo he vencido al mundo (Jn. 16, 11.33). Por lo tanto, el proceso ya está decidido; la verdadera sentencia es otra, no la de Pilatos.
En el diálogo entre Jesús y Pilatos, se delinean claramente dos planos y dos órdenes de grandeza: el de la fuerza y del poder terrenal en el cual se mueven Pilatos y los judíos, y el de la Verdad en el cual se mueve Jesús. Pilatos ni siquiera sospecha este segundo plano infinitamente más alto que el suyo, y por eso exclama distraído: ¿Qué es la verdad?
De allí a poco, Jesús muere en la cruz, pero el aparente triunfo total del mundo se revela, en realidad, como la derrota de todos sus poderes y de todos sus medios de coerción; el verdadero vencedor es ahora la víctima y por el hecho mismo de ser víctima: “Victor quia victima”, comenta san Agustín (Conf. X, 43).
La liturgia de la fiesta de Cristo Rey, en el corriente año litúrgico, toma y desarrolla justamente este tema del proceso y de la victoria de Cristo.
En la primera lectura, el profeta Daniel describe la investidura real que el Hijo del hombre recibe en forma directa del Padre: y le fue dado el dominio, la gloria y el reino... Su dominio es un dominio eterno... y su reino no será destruido. La segunda lectura nos presenta al Cordero inmolado sobre el trono de su gloria; ahora todas las naciones de la tierra “se golpean el pecho por él”, incluso aquellas que lo hirieron con la lanza. La pregunta de Pilatos: ¿Qué es la verdad?, tiene aquí su respuesta plena: ésta es la verdad: ¡Jesús nos ama y nos ha liberado con su sangre!
Cuando fue instituida la fiesta de Cristo Rey (en 1925), éste era el aspecto más sentido: proclamar el primado de Cristo sobre los reinos de la tierra que, cada vez más abiertamente, se iban declarando hostiles o neutrales frente a la fe y a la Iglesia; había implícita una cierta contraposición entre el mundo y la Iglesia. Después vino el Concilio Vaticano II y nos dio una imagen algo distinta de la Iglesia: ya no una Iglesia acusadora del mundo, sino una Iglesia “para-el-mundo, abierta y en diálogo con el mundo, comprendido el político de inspiración no cristiana.
El resultado fue la perplejidad, la crisis y el silencio. Se ha tratado de dar a la fiesta de Cristo Rey un nuevo contenido, sacando de la noción evangélica de Reino todo tinte “polémico” contra el mundo.
¿Pero es justa esta solución? ¿Estaba entonces equivocado el evangelista Juan cuando hablaba de una contienda irreducible entre el mundo y Jesús y entre el mundo y sus discípulos? Yo pienso que no. Estoy convencido, más aún, creo –porque es de fe de lo que se trata– que también hoy el Reino de Dios padece violencia (Mt. 11. 12); que hay guerra entre los dos reinos, o “dos ciudades”, en el mundo, y que no se puede ser neutrales, porque los neutrales son, en realidad, las mejores tropas de uno de los dos reinos.
Por lo tanto, existe un equívoco que debe aclararse en nuestro pseudo-irenismo; el equívoco nadó al pasar demasiado fácilmente de la contraposición de Juan: Cristo-mundo, a la contraposición Iglesia-mundo, ¿casi como si lo que se dice verdadero de Cristo fuese verdadero, siempre y en todo, también dicho de la Iglesia? Así, ya no tenemos más el coraje de proclamar la victoria de Cristo sobre el mundo porque (equivocadamente) creemos que eso equivale a proclamar nuestra victoria, o la victoria de la Iglesia sobre el mundo, lo cual sería triunfalismo. Hoy, gracias a Dios, podemos superar el equívoco y volver a creer en ello, porque hemos entendido que “la cristiandad” no es Cristo y no es ni siquiera el cristianismo. Sabemos que nosotros los creyentes, en la lucha entre Jesús y el mundo, estamos más en el lado de los vencidos que en el de los vencedores; también nosotros formamos parte de las naciones de la tierra que deben “golpearse el pecho por él”; el juicio al mundo (cfr. Jn. 16, 11) es también un juicio a nosotros; en efecto, nosotros también somos pecadores y no cumplimos con nuestros deberes; hemos instrumentalizado a Cristo, a veces hemos estado buscando victorias nuestras, no la única, purísima victoria de la fe de la cual habla Juan (cfr. Jn. 5, 4).
Una vez aclarado de qué victoria se trata, seríamos testigos pusilánimes y hombres de poca fe si fingiéramos no saber que el proceso contra Jesús todavía está en acto en el mundo. En esta situación, es importante saber de quién ha sido hasta ahora y de quién será en el futuro la victoria.
¿De quién fue la victoria entre el Reino de Jesús y aquel representado por Pilatos? ¿De quién fue la victoria en la lucha entre la ley y el Evangelio? ¿Entre la sabiduría de los griegos y “la locura de la predicación”? En estos veinte siglos, muchos se ilusionaron con la idea de haber puesto la palabra “fin” al caso Jesús, de haberlo liquidado cultural o políticamente; reinos políticos y filosofías se han alternado en la tentativa de volver a echarlo a su pequeño ángulo de tiempo: ¿Jesús de Nazaret? ¡Un oscuro predicador apocalíptico, que vivió (¡si vivió!) en Judea, alrededor del principio de nuestra era!
Desde sus primerísimos días de vida, la comunidad de los creyentes ha leído correctamente este caso, sirviéndose de las palabras del salmo 2:
¿Por qué se amotinan las naciones
y los pueblos hacen vanos proyectos?
Los reyes de la tierra se rebelaron...,
contra el Señor y contra su Ungido (Hech., 4, 25 ssq.).
La piedra que Daniel había visto desprenderse de la montaña (cfr. Dn. 2, 34 ssq.) no ha cesado de golpear, una después de la otra, todas las grandes estatuas de arcilla que son los imperios terrenales y ellos, uno después del otro, se han derrumbado, aunque sea sólo por el desgaste del tiempo.
Sería infiel a la palabra que predico si, en el curso de estas nuestras asambleas dominicales, no denunciara al menos una vez aquel que es hoy el episodio más violento de la contienda secular entre Pilatos y la Verdad, entre el mundo y Cristo: la lucha que conduce contra la fe el movimiento comunista ateo, allí donde él está solo en el poder. Denunciar esto no significa poner entre los enemigos de Cristo a todos los comunistas, o a todas las ideas que ellos propugnan, en especial en el campo de la justicia social; tampoco significa afirmar que ellos hoy son los únicos enemigos de Cristo. Significa simplemente denunciar aquellos regímenes políticos que, con el pretexto de resguardar los intereses de la clase obrera, la aplastan, arrebatándole, entre otras, la más elemental y la más sagrada de las libertades: la de creer en Dios y de vivir de acuerdo con esta fe. La situación quizás no es tan trágica como hace algunos años, al menos no lo es en todas partes; ya no existen –que yo sepa– víctimas cruentas. Pero no hay que engañarse: la lucha no ha terminado, sólo se ha hecho más refinada. Documentos, incluso oficiales, que llegan a Occidente desde algunos países comunistas, muestran en acto un programa de descristianización y de ateización de la sociedad, conducido con método y con despliegue de fuerzas impresionantes. El Estado aprovecha el período en que tiene en sus manos, en las escuelas, a toda la juventud, para someterla a presiones ideológicas de todo tipo, sin muchos escrúpulos acerca de la libertad del individuo y de la familia, por no hablar ni siquiera de aquella de la Iglesia.
Un día, cuando todas las “actas” de los procesos contra los creyentes en la URSS sean conocidas y ya no se tenga miedo de hablar de ello, serán recogidas junto a las “Actas de los mártires” antiguos como en un segundo volumen, tan grande es su semejanza. “Hoy, como en los tiempos de Pilatos –exclamó delante del tribunal uno de estos condenados– el acusado es Cristo Salvador” (Proceso a G. P. Vyntz. Moscú. 1966).
Hoy, en la fiesta de Cristo Rey, nosotros no nos detenemos en esta denuncia no obstante sacrosanta; hacemos algo más. Seguros de la certeza que viene de la palabra de Cristo, y conociendo el fin que siempre han tenido en el pasado las potencias que se levantaron contra Cristo, nosotros proclamamos con firmeza y con fe aquella palabra de Jesús que desde hace demasiado tiempo ninguno se atreve a repetir y que hemos considerado equivocadamente una palabra reaccionaria: Non praevalebunt!: ésta, como todas las otras potencias hostiles a Cristo que actúan en el mundo, ¡no prevalecerán!
Sin sombra de fanatismo, o de deseo de venganza, sino sólo con el coraje de la persuasión, digámosles a ellos: el proceso que se empeñan en hacerle a Jesús es un proceso ya cerrado, cumplido, la sentencia la pronunció él mismo: Yo he vencido al mundo, la historia no lo desmintió nunca y ustedes no serán la excepción. Por eso, la de ustedes es una batalla perdida; peor aún, es una batalla necia porque es contra ustedes mismos; ustedes se están autojuzgando y autocondenando; Jesús, en efecto, no es su enemigo sino su Salvador, como es nuestro Salvador. Aunque llegaran a echar de nuevo a todos los creyentes bajo tierra, en las catacumbas, e hicieran rodar una piedra hasta la entrada, no habrían hecho nada, porque precisamente en esas circunstancias tuvo lugar, la primera vez, su victoria.
Este es un discurso “fuerte” y tiene sentido sólo si se lo hace en la fe, no si está inspirado por pasiones políticas. De otra manera, sería el discurso habitual que se escucha en los comicios.
¿De dónde pueden tomar los cristianos de hoy la fuerza para promover, en espíritu y potencia, este reproche al mundo? ¡En el Espíritu Santo! Él es el gran abogado y testigo que el propio Jesús se eligió antes de morir (cfr. Jn. 15. 26); es él quien prueba al mundo dónde está el pecado y dónde la injusticia (cfr. Jn. 16, 8). Lo convence de qué es el error y el pecado ya ahora, en el tribunal de nuestro corazón, dándonos esta maravillosa certeza de la victoria de Cristo sobre todas las potencias, e inspirándonos confianza en su fuerza; dándonos la fuerza de creer y proclamar que Jesús es el Señor.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía a laicos (25-XI-1979)
– Rey del hombre y del mundo
Las verdades de fe que queremos manifestar, el misterio que queremos vivir, encierran en cierto sentido, todas las dimensiones de la historia, todas las etapas del tiempo humano, y abren, a la vez, la perspectiva de “un nuevo cielo y una nueva tierra” (Ap 21, 1) la perspectiva de un reino que “no es de este mundo” (Jn 18, 36). Es posible que se entienda erróneamente el significado de las palabras sobre el “Reino” pronunciadas por Cristo ante Pilatos, esto es, sobre el reino que no es de este mundo. Sin embargo, el contexto singular del acontecimiento en cuyo ámbito fueron pronunciadas, no permite comprenderlo así. Debemos admitir que en el reino de Cristo, gracias al cual se abre ante el hombre las perspectivas extraterrestres, las perspectivas de la eternidad, se forma en el mundo y en la temporalidad. En efecto, se forma en el propio hombre mediante “el testimonio de la verdad” (Jn 18, 37) que Cristo ha rendido en aquel momento dramático de su misión mesiánica: ante Pilatos, ante la muerte de cruz pedida al juez por sus acusadores. Así pues, nuestra atención no sólo debe ser atraída por el momento litúrgico de la solemnidad de hoy, sino también por la sorprendente síntesis de la verdad que expresa y proclama esta solemnidad.
Jesucristo es “el testigo fiel” (cfr. Ap. 1, 5), como dice el autor del Apocalipsis. Es “el testigo fiel” del señorío de Dios sobre la creación y, ante todo, sobre la historia del hombre. En efecto, Dios ha formado al hombre desde el principio como Creador y, al mismo tiempo, como Padre. Y como Creador y como Padre está siempre presente en su historia. No sólo es el Principio y el Fin de todo lo creado, sino también el Señor de la historia y el Dios de la Alianza: “Yo soy el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios. El que es, el que era y el que viene, el Omnipotente” (Ap 1, 8).
Jesucristo –“Testigo fiel”– ha venido al mundo precisamente para dar testimonio de ello.
¡Su venida en el tiempo! De qué modo tan concreto y sugestivo la había pronunciado el profeta Daniel en su visión mesiánica, hablando de la venida de “un hijo del hombre” (Dan 7, 13) y delineando la visión espiritual de su reino en estos términos: “a él el poder, la gloria y el reino; todos los pueblos, naciones y lenguas le servirán; su poder es un poder eterno que nunca pasará, y su reino jamás será destruido” (Dan 7, 14). Así ve el reino de Cristo el profeta Daniel, probablemente en el siglo II antes de que Él viniera al mundo.
Aquel suceso ante Pilatos el viernes anterior a la Pascua nos permite liberar la imagen profética de Daniel de toda asociación impropia. Pues el propio “Hijo del Hombre” responde a la pregunta hecha por el Gobernador romano. Esta respuesta dice así: “Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis ministros habrían luchado para que no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí” (Jn 18, 36).
Pilatos, representa el poder ejercido en nombre de la poderosa Roma sobre el territorio de Palestina, un hombre que piensa según categorías temporales y políticas, no entiende tal respuesta. Entonces, pregunta por segunda vez: “¿Luego tú eres rey?” (Jn 18, 37).
Cristo responde también por segunda vez. Así como la primera ha explicado en qué sentido es rey, ahora, para responder plenamente a la pregunta de Pilatos y, al mismo tiempo, a la pregunta de toda la historia de la humanidad, de todos los reyes y de todos los políticos, responde así: “Yo soy rey. Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad oye mi voz” (Jn 18, 37).
– Dignidad humana
Esta respuesta, en relación con la primera, expresa toda la verdad sobre Su reino, toda la verdad sobre Cristo Rey.
En esta verdad se incluye también aquellas últimas palabras del Apocalipsis con las que el discípulo predilecto completa en cierto modo, a la luz del coloquio que tuvo lugar el Viernes Santo en la residencia jerosolimitana de Pilatos, lo que en su tiempo había escrito el profeta Daniel. San Juan señala: “Ved que viene en las nubes del cielo (así se había expresado ya Daniel) y todo ojo le verá, y cuantos le traspasaron... Sí, amén” (Ap 1, 7).
Escribe: Amén. Esta única palabra sella, por decirlo así, la verdad sobre Cristo Rey. Él no es tanto “el testigo fiel” como el primogénito entre los muertos” (Ap 1, 5). Y sí el príncipe de la tierra y de los que gobiernan (“el príncipe de los reyes de la tierra” (Ap 1, 5)), lo es por esto, sobre todo por esto y definitivamente por esto: porque “nos ama y nos ha absuelto de nuestros pecados por la virtud de su sangre, y nos ha hecho un reino y sacerdotes de Dios su Padre” (Ap. 1, 5-6).
He aquí la plena definición de aquel reino, he aquí toda la verdad sobre Cristo Rey. Pero es ésta una verdad que, de modo particular, exige una respuesta: no sólo comprensión, no sólo su aceptación por el intelecto, sino una respuesta que emerge de toda la vida.
Cristo ha subido a la cruz como Rey singular: como el eterno testigo de la verdad. “Para esto ha nacido y para esto ha venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37). Este testimonio es la medida de nuestras obras. La medida de la vida. La verdad por la que Cristo ha dado la vida –y que ha confirmado con la resurrección– es la fuente fundamental de la dignidad del hombre. El reino de Cristo se manifiesta, como enseña el Concilio, en la “realeza” del hombre. Es necesario que, bajo la luz, sepamos participar en todas las esferas de la vida contemporánea y transformarlas. Pues no faltan en nuestros tiempos propuestas dirigidas al hombre, no faltan programas que se invocan para su bien. ¡Sepamos releerlas en la dimensión de la verdad plena sobre el hombre, de la verdad confirmada con las palabras y la cruz de Cristo! ¡Sepamos discernir bien lo que declaran!, ¿se expresa a la medida de la verdadera dignidad del hombre? La libertad que proclaman ¿sirve a la realeza del ser creado a imagen de Dios, o por el contrario apareja su privación o destrucción? Por ejemplo, ¿sirve a la verdadera libertad del hombre o expresan su dignidad la infidelidad conyugal, aún sancionada por el divorcio, o la falta de responsabilidad para con la vida concebida, aunque la técnica moderna enseñe cómo desembarazarse de ella? Ciertamente, todo el permisivismo moral no se basa en la dignidad del hombre, ni educa al hombre en ella. (...).
– Responsabilidad de los laicos
La raíz más profunda de todo ello se encuentra, (...), en el constante desprecio de la persona humana, de su dignidad, de sus derechos y deberes y del sentido religioso y moral de la vida. Todo ello requiere de vosotros una animosa asunción de responsabilidad, proponiéndoos algunas “perspectivas concretas de compromiso” y exactamente: la construcción de una verdadera comunidad cristiana, capaz de anunciar el Evangelio de forma creíble; el compromiso cultural de investigación y discernimiento crítico, en constante fidelidad al Magisterio, en orden a un correcto diálogo entre la Iglesia y el mundo; el empeño por contribuir al incremente del sentido de responsabilidad social, estimulando en el clero y en los fieles la solidaridad por el bien común tanto en la comunidad eclesial como en la civil; el empeño, en fin, en la pastoral vocacional, hoy particularmente urgente y en la comunicación social.
Hermanas y hermanos queridísimos, he aquí ante vosotros algunas precisas líneas de acción pastoral, que nadie es invitado a aminorar, en adhesión coherente y animosa con las exigencias del Bautismo y de la Confirmación y confirmadas por la participación en la Eucaristía. Ruego a todos y a cada uno que no os quedéis atrás, ante las propias responsabilidades. Os lo ruego en la solemnidad litúrgica de Cristo Rey.
Cristo, en cierto sentido, está siempre ante el tribunal de la conciencia humana, como una vez se encontró ante el tribunal de Pilatos. Él nos revela siempre la verdad de su reino. Y se encuentra siempre, en tantas partes, con la réplica: “¿Qué es la verdad?” (Jn 18, 38).
Por ello, que esté Él aún más cerca de nosotros. Que su reino esté cada vez en nosotros. Paguémosle con el amor al cual nos ha llamado, ¡Y amemos en Él cada vez más la dignidad del hombre!
Entonces seremos verdaderamente partícipes de su misión. Llegaremos a ser apóstoles de Su reino.
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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Termina el año litúrgico en el que hemos contemplado la vida de Jesucristo desde que nace hasta que muere y es llevado al Cielo, con la gran Solemnidad de Cristo Rey del universo. Cristo es Rey. Así lo declara el Antiguo y el Nuevo Testamento; así lo expresa la Liturgia, el Magisterio y la Tradición dos veces secular de la Iglesia. “Yo soy Rey, dijo Jesús a Pilato, yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz”.
Miremos a Jesús que está maniatado delante de un poderoso de la tierra. Fuera del palacio del gobernador los doctores de Israel están presionando al representante de la autoridad de Roma y manipulando al pueblo para que pida su muerte. Jesús declara que es Rey. Hace falta una confianza en sí mismo no común para afirmar esto en unas condiciones tan lastimosas sin el menor temblor y a sabiendas de que semejante afirmación puede parecer a quien la oye la de un enajenado o, al menos, sorprendente.
Jesús está persuadido de quién es Él, cuál es su misión en la tierra y el futuro que ella tiene. El Señor nos recuerda hoy la necesidad de proclamar la verdad cristiana siempre, incluso en los ambientes más refractarios, aunque ella vaya a ser acogida con indiferencia, con burlas o con el escéptico encogimiento de hombros de Pilato.
En una sociedad en que parece que lo único que cuenta es el éxito inmediato y a cualquier precio, nosotros debemos estar persuadidos y convencer también a los demás que la verdad y el triunfo final es Cristo. Quien sienta el ansia de verdad ante los numerosos enigmas de esta vida, muchos de ellos dolorosos e irritantes; quien note cómo su sensibilidad se eriza ante la colosal presencia del mal y piense que desterrarlo de este mundo es imposible; quien ante un análisis de la situación moral de nuestro mundo sienta la tentación de la parálisis, de que no vale la pena molestarse por mejorarla, debe mirar a Cristo en esta escena y no olvidar que su reino no tendrá fin, como afirmaremos dentro de un momento en el Credo.
No conocemos el tiempo en que ese Reino de Dios será una realidad, ni el modo en que nuestros esfuerzos contribuirán a liberar a la humanidad de la esclavitud de la corrupción y a la transformación del universo, pero debemos alimentar la esperanza de que nuestros trabajos, “una vez que, en el Espíritu del Señor y según su mandato, los hayamos propagado por la tierra, los volveremos a encontrar limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo devuelva a su Padre un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz. En la tierra este reino está ya presente de una manera misteriosa, pero se completará con la llegada del Señor” (L. G., 39).
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
“A ti, Príncipe de los siglos, a ti, Señor Jesús, te proclamamos Rey del mundo, de las mentes y de los corazones” (Himno “Te saeculorum”)
En las palabras “como un hijo de hombre entre las nubes del cielo”, se ha visto una figura del futuro Mesías, y en el “poder, trono y reino”, que se le promete, imágenes que en la literatura bíblica hacen referencia siempre a tiempos mesiánicos.
Con tres títulos kerigmáticos, que evocan la pasión, muerte y resurrección de Cristo, comienza esta doxología del Apocalipsis: Jesús es testigo del Padre porque lo ha revelado; es el primer resucitado, que garantiza nuestra resurrección; y príncipe de los reyes de la tierra por su glorificación. Y aplica a Cristo títulos que ya Isaías había atribuido a Yavé, como “el primero y el último”. Jesucristo es ahora “alfa y omega”.
La frase “mi reino no es de este mundo” conecta con una tradición muy corriente en la tradición sinóptica y en la predicación cristiana, y presenta a Jesús como Mesías rey, pero desvinculado de la idea nacionalista y reivindicativa de algunos de sus coetáneos.
A veces se advierte que hay gente a quien gusta que le den órdenes y que todo esté dispuesto; con tal de limitarse a obedecer y no tener que tomar decisiones. No se sabe muy bien si es que renuncian a ser libres o es pura apatía y desidia. Sin embargo, nada más lejano de la condición humana. Aceptar responsabilidad es comprometerme desde la libertad con la construcción del mundo.
— “Corresponde al Hijo realizar el plan de Salvación de su Padre, en la plenitud de los tiempos; ése es el motivo de su «misión». El Señor Jesús comenzó su Iglesia con el anuncio de la Buena Noticia, es decir, de «la llegada del Reino de Dios prometido desde hacía siglos en las Escrituras” (Lumen Gentium, 5). Para cumplir la voluntad del Padre, Cristo inauguró el Reino de los cielos en la tierra. La Iglesia es el Reino de Cristo «presente ya en misterio» (Lumen Gentium, 3)” (763; cf. 764-765. 865).
— El Reino de Dios está ante nosotros. Se aproxima en el Verbo encarnado, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la muerte y la Resurrección de Cristo. El Reino de Dios adviene en la Última Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. El Reino de Dios llegará en la gloria cuando Jesucristo lo devuelva a su Padre.
— “Discerniendo según el Espíritu, los cristianos deben distinguir entre el crecimiento del Reino de Dios y el progreso de la cultura y la promoción de la sociedad en las que están implicados. Esta distinción no es una separación. La vocación del hombre a la vida eterna no suprime, sino que refuerza su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz (cf. GS 22; 32; 39; 45; EN 31)” (2820).
— “En la segunda petición, la Iglesia tiene principalmente a la vista el retorno de Cristo y la venida final del Reino de Dios. También ora por el crecimiento del Reino de Dios en el «hoy» de nuestras vidas” (2859).
— “Incluso puede ser que el Reino de Dios signifique Cristo en persona, al cual llamamos con nuestras voces todos los días y de quien queremos apresurar su advenimiento por nuestra espera. Como es nuestra Resurrección porque resucitamos en Él, puede ser también el Reino de Dios porque en Él reinaremos” (San Cipriano, Dom. orat. 13) (2816).
Porque nos ha ganado al altísimo precio de su Sangre derramada en la Cruz, nuestro Rey no domina ni subyuga; invita, llama y atrae hacia sí todas las cosas.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
El reinado de Cristo.
– Un reinado de justicia y de amor.
I. El Señor se sienta como rey eterno, el Señor bendice a su pueblo con la paz, nos recuerda una de las Antífonas de la Misa.
La Solemnidad que celebramos «es como una síntesis de todo el misterio salvífico». Con ella se cierra el año litúrgico, después de haber celebrado todos los misterios de la vida del Señor, y se presenta a nuestra consideración a Cristo glorioso, Rey de toda la creación y de nuestras almas. Aunque las fiestas de Epifanía, Pascua y Ascensión son también de Cristo Rey y Señor de todo lo creado, la de hoy fue especialmente instituida para mostrar a Jesús como el único soberano ante una sociedad que parece querer vivir de espaldas a Dios.
En los textos de la Misa se pone de manifiesto el amor de Cristo Rey, que vino a establecer su reinado, no como la fuerza de un conquistador, sino con la bondad y mansedumbre del pastor: Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas siguiendo su rastro. Como un pastor sigue el rastro de su rebaño cuando se encuentran las ovejas dispersas, así seguiré Yo el rastro de mis ovejas: y las libraré, sacándolas de todos los lugares donde se desperdigaron el día de los nubarrones y de la oscuridad. Con esta solicitud buscó el Señor a los hombres dispersos y alejados de Dios por el pecado. Y como estaban heridos y enfermos, los curó y vendó sus heridas. Tanto los amó que dio la vida por ellos. «Como Rey viene para revelar el amor de Dios, para ser el Mediador de la Nueva Alianza, el Redentor del hombre. El Reino instaurado por Jesucristo actúa como fermento y signo de salvación para construir un mundo más justo, más fraterno, más solidario, inspirado en los valores evangélicos de la esperanza y de la futura bienaventuranza, a la que todos estamos llamados. Por esto en el Prefacio de la celebración eucarística de hoy se habla de Jesús que ha ofrecido al Padre un reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz». Así es el Reino de Cristo, al que somos llamados para participar en él y para extenderlo a nuestro alrededor con un apostolado fecundo. El Señor ha de estar presente en familiares, amigos, vecinos, compañeros de trabajo... Ante los que reducen la religión a un cúmulo de negaciones, o se conforman con un catolicismo de media tinta; ante los que quieren poner al Señor de cara a la pared, o colocarle en un rincón del alma...: hemos de afirmar, con nuestras palabras y con nuestras obras, que aspiramos a hacer de Cristo un auténtico rey de todos los corazones..., también de los suyos.
– Que Cristo reine en primer lugar en nuestra inteligencia, en nuestra voluntad, en todas las acciones...
II. Oportet autem illum regnare..., es necesario que Él reine....
San Pablo enseña que la soberanía de Cristo sobre toda la creación se cumple ya en el tiempo, pero alcanzará su plenitud definitiva tras el juicio universal. El Apóstol presenta este acontecimiento misterioso para nosotros, como un acto de solemne homenaje al Padre: Cristo ofrecerá como un trofeo toda la creación, le brindará el Reino que hasta entonces le había encomendado. Su venida gloriosa al fin de los tiempos, cuando haya establecido el cielo nuevo y la tierra nueva, llevará consigo el triunfo definitivo sobre el demonio, el pecado, el dolor y la muerte.
Mientras tanto, la actitud del cristiano no puede ser pasiva ante el reinado de Cristo en el mundo. Nosotros deseamos ardientemente ese reinado: ¡Oportet illum regnare...! Es necesario que reine en primer lugar en nuestra inteligencia, mediante el conocimiento de su doctrina y el acatamiento amoroso de esas verdades reveladas; es necesario que reine en nuestra voluntad, para que obedezca y se identifique cada vez más plenamente con la voluntad divina; es preciso que reine en nuestro corazón, para que ningún amor se interponga al amor a Dios; es necesario que reine en nuestro cuerpo, templo del Espíritu Santo; en nuestro trabajo, camino de santidad... ¡Qué grande eres Señor y Dios nuestro! Tú eres el que pones en nuestra vida el sentido sobrenatural y la eficacia divina. Tú eres la causa de que, por amor de tu Hijo, con todas las fuerzas de nuestro ser, con el alma y con el cuerpo podamos repetir: oportet illum regnare!, mientras resuena la copla de nuestra debilidad, porque sabes que somos criaturas.
La fiesta de hoy es como un adelanto de la segunda venida de Cristo en poder y majestad, la venida gloriosa que llenará los corazones y secará toda lágrima de infelicidad. Pero es a la vez una llamada y acicate para que a nuestro alrededor el espíritu amable de Cristo impregne todas las realidades terrenas, pues «la esperanza de una tierra nueva no debe atenuar, sino más bien estimular, el empeño por cultivar esta tierra, en donde crece ese cuerpo de la nueva familia humana que aya nos puede ofrecer un cierto esbozo del mundo nuevo. Por lo tanto, aunque haya que distinguir con cuidado el progreso terreno del desarrollo del Reino de Cristo, sin embargo, el progreso terreno, en cuanto que puede ayudar a organizar mejor la sociedad humana, es de gran importancia para el reino de Dios.
»Los bienes de la dignidad humana, de la comunión fraterna y de la libertad –es decir, todos los bienes de la naturaleza y los frutos de nuestro esfuerzo– los volveremos a encontrar, después de que los hayamos propagado (...), y esta vez ya limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo devuelva al Padre el Reino eterno y universal (...). El Reino está ya presente misteriosamente en esta tierra; y cuando el Señor venga alcanzará su perfección». Nosotros colaboramos en la extensión del reinado de Jesús cuando procuramos hacer más humano y más cristiano el pequeño mundo que nos rodea, el que cada día frecuentamos.
– Extender el Reino de Cristo.
III. A la pregunta de Pilato, contestó Jesús: Mi reino no es de este mundo... Y ante la nueva interpelación del procurador, respondió: Yo soy Rey. Para esto he nacido.... No siendo de este mundo, el Reino de Cristo comienza ya aquí. Se extiende su reinado en medio de los hombres cuando éstos se sienten hijos de Dios, se alimentan de Él y viven para Él. Cristo es un Rey a quien se le ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra, y gobierna siendo manso y humilde de corazón, sirviendo a todos, porque ha venido no a ser servido, sino a servir, y dar su vida para la redención de muchos. Su trono fue primero el pesebre de Belén, y luego la Cruz del Calvario. Siendo el Príncipe de los reyes de la tierra, no exige más tributos que la fe y el amor.
Un ladrón fue el primero en reconocer su realiza: Jesús –le decía con una fe sencilla y humilde–, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino. El título que para muchos fue motivo de escándalo y de injurias, será la salvación de este hombre en el que ha ido arraigando la fe, cuando más oculta parecía estar la divinidad del Salvador, que «concede siempre más de lo que se le pide: el ladrón sólo pedía que se acordase de él; pero el Señor le dice: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso. La vida consiste en habitar con Jesucristo, y donde está Jesucristo allí está su Reino».
En la fiesta de hoy oímos al Señor que nos dice en la intimidad de nuestro corazón: Yo tengo sobre ti pensamientos de paz y no de aflicción, y hacemos el propósito de arreglar en nuestro corazón lo que no sea conforme con el querer de Cristo. A la vez, le pedimos poder colaborar en esa tarea grande de extender su reinado a nuestro alrededor y en tantos lugares donde aún no le conocen. A esto hemos sido llamados los cristianos, ésa es nuestra tarea apostólica y el afán que nos debe comer el alma: lograr que sea realidad el reinado de cristo, que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo fuerte y pacífico del amor. Esto sólo lo lograremos acercando a muchos a Jesús, mediante un apostolado constante y eficaz entre las personas que diariamente pasan cerca de nuestra vida.
Para hacer realidad nuestros deseos acudimos, una vez más, a Nuestra Señora. «María, la Madre santa de nuestro Rey, la Reina de nuestro corazón, cuida de nosotros como sólo Ella sabe hacerlo. Madre compasiva, trono de la gracia: te pedimos que sepamos componer en nuestra vida y en la vida de los que nos rodean, verso a verso, el poema sencillo de caridad, quasi fluvium pacis (Is 66, 12), como un río de paz. Porque Tú eres mar de inagotable misericordia».
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Rev. D. Frederic RÀFOLS i Vidal (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
Soy Rey. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz
Hoy, Jesucristo nos es presentado como Rey del Universo. Siempre me ha llamado la atención el énfasis que la Biblia da al nombre de “Rey” cuando lo aplica al Señor. «El Señor reina, vestido de majestad», hemos cantado en el Salmo 92. «Soy rey» (Jn 18, 37), hemos oído en boca de Jesús mismo. «Bendito el rey que viene en nombre del Señor» (Lc 19, 14), decía la gente cuando Él entraba en Jerusalén.
Ciertamente, la palabra “Rey”, aplicada a Dios y a Jesucristo, no tiene las connotaciones de la monarquía política tal como la conocemos. Pero, en cambio, sí que hay una cierta relación entre el lenguaje popular y el lenguaje bíblico respecto a la palabra “rey”. Por ejemplo, cuando una madre cuida a su bebé de pocos meses y le dice: —Tú eres el rey de la casa. ¿Qué está diciendo? Algo muy sencillo: que para ella este niñito ocupa el primer lugar, que lo es todo para ella. Cuando los jóvenes dicen que fulano es el rey del Rock quieren decir que no hay nadie igual, lo mismo cuando hablan del rey del baloncesto. Entrad en el cuarto de un adolescente y veréis en la pared quiénes son sus “reyes”. Creo que estas expresiones populares se parecen más a lo que queremos decir cuando aclamamos a Dios como nuestro Rey y nos ayudan a entender la afirmación de Jesús sobre su realeza: «Mi Reino no es de este mundo» (Jn 18, 36).
Para los cristianos nuestro Rey es el Señor, es decir, el centro hacia el que se dirige el sentido más profundo de nuestra vida. Al pedir en el Padrenuestro que venga a nosotros su reino, expresamos nuestro deseo de que crezca el número de personas que encuentren en Dios la fuente de la felicidad y se esfuercen por seguir el camino que Él nos ha enseñado, el camino de las bienaventuranzas. Pidámoslo de todo corazón, pues «dondequiera que esté Jesucristo, allí estará nuestra vida y nuestro reino» (San Ambrosio).
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Soldados del ejército del Rey
«Lleva en su manto y en su muslo escrito: “Rey de reyes y Señor de señores”» (Apoc 19, 16).
Eso dice la Escritura.
Y el Rey de reyes y Señor de señores es Cristo, que se reúne con sus ejércitos para vencer al enemigo y a sus ejércitos.
Es el Rey que anuncia su triunfo, porque vendrá de nuevo con todo su poder y toda su majestad, y con sus ángeles del cielo, para reunir a su pueblo en el banquete del Rey, porque sus juicios son verdaderos y justos.
Sacerdote: tú eres un soldado del ejército del Rey, y tú luchas cada día junto a Él para obtenerle la victoria de su pueblo sobre sus enemigos.
Tú eres, sacerdote, quien lucha día a día entregando la vida por su Rey, porque el Rey te ha cautivado, te ha motivado cuando te ha llamado, y tú lo has seguido, porque es un Rey que no ha impuesto su voluntad sobre la tuya, pero que te ha dado la libertad para descubrir cuál es su voluntad, y darte cuenta de que su voluntad es mejor que la tuya.
Tú has dejado todo, para tomar las armas del Rey y seguirlo, y el Rey te ha provisto de regalos para que en la lucha no seas vencido.
Son los dones, sacerdote, que en función a tu ministerio del orden sacerdotal el Espíritu Santo ha infundido, y te da la gracia para que descubras que ya no eres tú, sino el Rey quien vive en ti. Es Cristo, quien se manifiesta en ti y a través de ti, es Él quien lucha y quien vence todas tus batallas, porque es Él quien tiene todo el poder.
Concientiza, sacerdote, tu debilidad, tu pequeñez, y tu fragilidad, porque eres solo un soldado del gran ejército del Rey, pero con Él, por Él y en Él, eres parte del Rey, quien te comparte su poder.
Abre tus ojos para que veas los milagros que tus manos realizan, para que veas y reconozcas a los más necesitados que Dios pone en tu camino, para que sea Él, y no tú, quien los sane, quien los cure, quien los convierta, quien los salve.
Pero eres tú el soldado que actúa con el poder del Rey, mientras el Rey permanece sentado en su trono a la derecha de su Padre, protegiendo a su ejército contra el ataque del enemigo, mientras cada soldado es fortalecido con su gracia.
Sacerdote, soldado del ejército del Rey de reyes y Señor de señores, dispón tu corazón a recibir la gracia de tu Señor, para que seas fortalecido y enviado con el arma que gana todas las batallas: es el arma del amor.
Disponte sacerdote a recibir el amor.
Déjate amar por Dios y ama con el amor que recibes: ese es el poder de Dios que quiere darte, esa es la gracia de Dios que quiere manifestarte, y esa es la gran verdad que quiere revelarte.
El Rey del universo es un Rey de amor. Si tienes amor nada te falta. Las batallas se vencen con amor, pero nadie puede dar lo que no tiene, y nadie puede tener lo que no recibe, y nadie puede recibir si no abre la puerta.
Sacerdote, el Rey está a la puerta y llama. Escucha su voz y ábrele la puerta, para que pueda entrar. Entonces cenará contigo y tú con Él, en el gran banquete del Rey. Y esa es la victoria sobre todas las batallas.
Deja que el Rey cure tus heridas, deja que sane la lepra de tu corazón.
Mantén firme tu fe y pide la gracia de ser alimentado, fortalecido, para que estés bien dispuesto a recibir las armas que te procuren la victoria.
Tú construyes, sacerdote, el Reino del Cielo en la tierra. Prepara el camino para que sea un reino de sacerdotes, una nación santa, y un pueblo bien dispuesto, para que, cuando Cristo vuelva a proclamar su victoria, puedas cantar alabanzas, unido con todos los soldados del Rey y sus ángeles, diciendo “aleluya, aleluya, ha vencido el Rey, y ha establecido su reinado el Señor Dios todopoderoso”, para que des testimonio y digas: “Dios me ha sanado, porque yo era un leproso, porque tenía un corazón de piedra, y Él me dio un corazón de carne; porque yo era débil y frágil, y me vistió de fortaleza y de fe, y me dio un corazón dispuesto para amar y para recibir el amor, con el que he ganado todas mis batallas”.
Ese es, sacerdote, el testimonio al que has sido llamado a dar cuando salgas al campo de batalla, al que has sido enviado por el Rey, como precursor de su victoria.
Dichosos los invitados al banquete de las bodas del Cordero, que es el Rey de reyes y Señor de señores.
(Espada de Dos Filos V, n. 91)
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